FANJEAUX

Enero de 1243

Amaury estaba convencido de que ninguno de los autores encontraría jamás descanso en parte alguna. Después de aquella noche en Avignonet no volvió a abrir las hojas del pergamino. Las había escondido en su alforja como si se tratara del arma homicida. No obstante, se dirigió al albergue de los caballeros hospitalarios en Homps.

—El hermano Roger de Limousis no regresó nunca de Tierra Santa. Allí enfermó y murió. De eso hace ya más de diez años.

—¿Y sus propiedades? ¿Los derechos que tenían en Limousis y que debían pasar a la orden si su hija no se casaba?

—Su hija se casó. Durante años, el hermano Roger intentó que se declarara nulo aquel matrimonio. Tras su muerte, la orden intentó de nuevo recuperar las propiedades a las que teníamos derecho según su testamento. También la familia Cabaret hizo lo posible por hacerse con la herencia. Finalmente, tanto los Cabaret como nosotros dimos por perdida la causa. A fin de cuentas, ¿quién quiere una mina que es peligrosa y de la que no se saca nada?

Roger de Limousis…, no conseguía quitarse ese nombre de la cabeza. ¿Quién podía haber utilizado ese nombre, seis años antes, para delatar a Sicard de Bessan a la Inquisición? No pudo encontrar ninguna respuesta. Había agotado todas las posibilidades que existían para descubrir la verdad. ¿Todas? Hasta entonces había intentado seguir él mismo la pista. ¿Qué pasaría si intercambiaba los papeles?

Tenía que procurar sacar al lobo de su madriguera.

Reunió todo su dinero, viajó a Tolosa y compró una pepita de oro en bruto a un orfebre. Después se dirigió a Carcasona, donde se paseó enseñando la pepita a quien quisiera. El oro resultó tener el poder de atracción de un imán.

—Este oro procede de la mina de Sicard de Bessan en Limousis, —decía.

Después llevó la pepita a un orfebre de la ciudad y le pidió que labrara con ella una joya que debía entregar en su nombre a Orbrie de Cabaret, indicándole de dónde venía el oro.

Mientras tanto, el atentado de Avignonet había traído consecuencias, desencadenando una revuelta que hacía el juego al conde Raimundo de Tolosa. Éste partió enseguida a luchar, pero no tuvo necesidad de desenfundar sus armas, pues por doquier era aclamado como un liberador. Los nobles, que poco antes habían rendido tributo al rey Luis, volvían a arrodillarse ahora ante Tolosa y prometían lealtad al conde. En aquel mismo momento, sus aliados, el rey Enrique III de Inglaterra y el conde Hugo de Lusignan, abrieron una ofensiva en el frente occidental contra el rey francés. Por lo pronto, a nadie le preocupaba que el arzobispo de Narbona hubiera excomulgado al conde Raimundo y a todos aquéllos que lo apoyaban.

Amaury había vuelto con el diácono, que seguía recorriendo su diócesis. Incluso estaba más ocupado que antes. Muchos Buenos Cristianos habían bajado de Montségur y se atrevían a adentrarse en la tierra liberada. El caballero realizaba su trabajo con dedicación, más callado y cerrado que nunca. En silencio especulaba que los Cabaret habrían regresado a su fortaleza junto al Orbiel, como hicieran durante la rebelión de Trencavel, y que Limousis también habría cambiado de propietario. El oro se encargaría de ello. Orbrie no permitiría ni un momento que el impostor le quitara de las manos la parte de los beneficios de la mina que correspondía a los Cabaret. Después, los deseos de venganza de Sicard de Bessan acabarían por atraerlo hacia él. No tenía más que esperar.

Se hizo un silencio aciago.

Dos meses más tarde, el ejército inglés fue derrotado y Lusignan se arrodilló ante el rey Luis rogando clemencia. Raimundo de Tolosa contaba ahora tan sólo con el apoyo de su fiel aliado, el conde de Foix. El comandante francés Humberto de Beaujeu, que se hacía llamar virrey, ya golpeaba a las puertas de Béziers. Los occitanos, que creían haberse librado del yugo de los franceses, se estremecieron.

En otoño, nadie creía ya que la revuelta tuviera éxito. Incluso el conde de Foix daba la espalda a Raimundo de Tolosa y, como vasallo del rey de Francia, le declaró la guerra. En noviembre, el conde Raimundo tuvo que reconocer su derrota e inició negociaciones de paz. En cuatro meses, la revuelta había pasado a la historia y los nobles estaban dispuestos a jurar lealtad al rey.

El diácono pidió a Amaury que llevara a todos los Buenos Cristianos que pudiera a Montségur. Esto significaba portarlos hasta Queille, desde donde unos creyentes de confianza se harían cargo de ellos. En diciembre, la situación en el lugar era extremadamente peligrosa, pues las tropas de Tolosa combatían contra las de Foix.

El diácono llamó a Amaury. Habían encontrado refugio en la casa de Pedro de Saint-Michel. La casa del antiguo faidit y su mujer era desde hacía años un refugio seguro para los Buenos Cristianos que se encontraban clandestinamente en Fanjeaux. Amaury entró en la estancia que se hallaba en el piso superior y que sólo tenía un profundo nicho con una ventana que daba a la calle. En el hogar ardían dos enormes troncos. El diácono estaba solo. Amaury cerró la puerta.

—El conde Raimundo ha hecho saber a nuestro obispo que ha firmado la paz, —dijo el clérigo—. Dentro de poco también tendrá que satisfacer el deseo de la reina Blanca, que le ha instado a depurar sus tierras de lo que Roma llama herejes.

El caballero asintió comprensivo. Era de esperar. Estaban acostumbrados a que el conde, con una falta de entusiasmo no demasiado llamativa, ordenara de vez en cuando un ataque, que encima anunciaba de antemano en secreto. En sí las noticias no eran estremecedoras. Sólo que ahora tendría que dedicarse a su trabajo con más empeño que antes. Por ello era necesaria una mayor precaución.

—La paz tendrá para vos consecuencias, —prosiguió el diácono—. El conde ha prometido perseguir a los autores del atentado de Avignonet. Es una exigencia que estaba indisolublemente vinculada a las condiciones de paz. Dentro de poco ordenará que sean arrestados todos los cómplices.

Amaury, que le había confesado su participación en el asesinato justo después de regresar de Avignonet, se dirigió al nicho y miró con cuidado por la ventana. En la calle, la vida seguía su curso. Regresó junto al clérigo.

—Por tanto, el conde Raimundo está a punto de sacrificar a los hombres que ejecutaron sus órdenes, para salvar su posición ahora que las cosas no han salido como él esperaba, —fue su comentario—. La mayoría ni siquiera sabía lo que se esperaba de ellos. Sólo sabían que habían sido llamados para servir al país. Los que sí estaban al corriente suponían que el asesinato significaría el fin de la Inquisición. En sí es bastante ingenuo. Simplemente, nos utilizaron. Ese asesinato no era más que una provocación, cuyo objetivo era desencadenar una rebelión que debía allanar el camino para el golpe de Estado del conde.

El diácono no reaccionó a sus palabras. Se sentó en el taburete junto al hogar y pidió al caballero que se uniera a él.

—Sentaos, —dijo—. Habéis estado ocupado toda la noche, como yo.

Amaury permaneció en pie.

—El nuevo senescal de Avignonet ha aconsejado a quienes aún están en la ciudad que se escondan o huyan, —prosiguió el Bon Homme—. El resto de los inquisidores organiza una redada. Están preparando una investigación a fin de aclarar los hechos y así saber quiénes son los culpables. Por fortuna, la mayoría ya partió aquella misma noche hacia Montségur. Otros no se sentían seguros allí y huyeron del país. Algunos no han querido arriesgarse y han huido hacia Lombardía.

—Por supuesto, Ramón d’Alfaro ya ha dimitido de su cargo.

Amaury pensaba en Wigbold. También él pondría tierra por medio.

—No queremos obligaros a realizar vuestra tarea si por ello corréis peligro. Si consideráis preferible abandonar el país por un tiempo, no os lo impediremos. —El diácono hablaba también en nombre de su compañero.

—Queréis decir que es preferible que me vaya, —dijo Amaury—. Soy un peligro para vos.

Estaba de muy mal humor porque no había tenido éxito con el ardid que debería haber puesto Limousis en manos de Cabaret y a Sicard de Bessan en las suyas. Las noticias que le traía el diácono empeoraron su estado de animo.

—Si hubiésemos creído que vuestras actividades en Avignonet nos ponían en peligro, quizá ya os habríamos pedido antes que nos abandonarais, —dijo el Bon Homme, tan cauteloso como siempre—. Nunca hemos dejado de teneros en alta estima por vuestra dedicación y vuestro esfuerzo. Nos hemos beneficiado de vuestra experiencia y vuestro liderazgo.

Se levantó y buscó su bolsa para recompensar como siempre a Amaury por sus servicios. Éste no mostró ninguna intención de aceptar el dinero.

—Tendríais que explicarme eso, —dijo el caballero en tono belicoso—. Vos llamáis hipócritas a los clérigos católicos porque dictan sentencias que tienen como resultado la muerte, aunque sean otros quienes las ejecutan. Y porque predican las cruzadas y encomiendan a sus fieles a matar en nombre de Dios. ¿Acaso no es también hipócrita un clérigo que enarbola la bandera de la paz, pero que paga a otros por asesinar en su lugar?

El diácono lo miró de hito en hito, alzó el dedo índice a modo de advertencia, mas esperó a haber recuperado el dominio de sí mismo para hablar.

—No creo que yo os pague para que matéis, —dijo secamente—. Tampoco creo que os hayamos pedido nunca que matéis en nombre nuestro.

—Esta noche he matado al traidor que espiaba en nuestro seno. Estaba a punto de delatar los nombres y los domicilios de diversos Buenos Cristianos y de sus protectores a la Inquisición, incluido el de nuestro anfitrión Pedro de Saint-Michel.

—¡Que Dios os perdone! —El diácono hizo un gesto de rechazo.

—Sabéis que estoy dispuesto a matar si surge una situación que pone en peligro vuestra vida y la de otros Buenos Cristianos. Ese es mi trabajo.

—Os he contratado precisamente para evitar que surjan semejantes situaciones. Siempre lo habéis logrado, mas si llegara el caso, creo que preferiríamos entregarnos al enemigo antes de que vos tuvierais que matar a alguien para garantizar nuestra seguridad.

—Ya ha sucedido, antes de que pudierais impedírmelo, —dijo Amaury con una risa burlona—. A fin de cuentas, vos no me encargaríais nada parecido. No os está permitido matar. Pero sí me dijisteis que debía extirpar las malas hierbas que amenazan las cosechas y que crecen incluso en el umbral de sus casas, con lo cual os referíais a los traidores que quieren destruir la Iglesia de Dios.

—Son vuestras ideas y no las mías, —dijo el diácono.

Volvió a sentarse y depositó algunas monedas en el taburete delante de él. Amaury no tocó el dinero.

—¿Acaso pretendéis afirmar que los líderes espirituales de vuestra Iglesia no estuvieron implicados en el complot de Avignonet?

—Eso no es imposible.

—Es decir, que pensáis que el conde de Tolosa no consultó al obispo que tiene su sede en Montségur. ¡Pero vuestro obispo tampoco hizo nada a fin de detener a los caballeros que bajaron de Montségur para asesinar a los inquisidores!

—Nuestro obispo pidió a la sazón a los señores de Montségur si podía establecer la sede de nuestra Iglesia en el burgo. Les pidió protección y víveres, que han de pagar con sus propios medios todos los Buenos Cristianos que buscan refugio en la montaña. El obispo no obligó a los señores a pedirle su aprobación antes de actuar. La defensa es tarea de ellos. Tienen total libertad para realizarla. Lo que hagan es responsabilidad suya.

—Os laváis las manos, —dijo Amaury irritado—. Utilizáis la misma ambigüedad de que acusáis a los clérigos católicos.

—¡Eh, eh! —El diácono hizo un gesto de rechazo y negó con la cabeza mirando al caballero con actitud intransigente—. Juzgáis dura y precipitadamente. Lo comprendo, sois un guerrero que ha de tomar con rapidez decisiones, sobre las que nosotros reflexionamos durante días. ¿Preferiríais que nos entregásemos masivamente a la Inquisición para evitar más derramamientos de sangre? Sólo en último extremo subimos de manera voluntaria a la hoguera. ¡De lo contrario renegaríamos de nuestros propios principios! Nuestra tarea es indicar a la humanidad engañada el camino hacia la verdad, como Cristo nos enseñó. ¿Quién ha de salvar a los espíritus extraviados si desaparecen los faros que les indican el camino?

Amaury se inclinó hacia adelante y miró al diácono a los ojos.

—Como caballero tengo un código de honor. He jurado proteger a los ciudadanos indefensos y utilizar mis armas sólo en una lucha justa. Sin embargo, estuve presente, en Avignonet, cuando atacaron y mataron a los inquisidores y a sus acompañantes mientras éstos dormían. No toqué mis armas, tampoco para detener a los asesinos. Eso hace que sea tan culpable como los que cometieron el crimen. Si cerráis los ojos cuando otro comete un acto de violencia para proteger a vuestra Iglesia, si negáis que también sois responsable de ello, renegáis también de vuestros principios. El Mal nos rodea, nadie puede darle por completo la espalda. Eso es una ilusión. Ni siquiera puede hacerlo el que se recluye en un monasterio. Y menos aún quien, como vos, quiere estar con dos pies en el mundo del que se ha distanciado. Nadie puede hacerlo sin pecar de hipocresía en uno u otro momento. Hereticus perfectus, así llama la Inquisición al Buen Cristiano: un perfecto hereje. ¿Por qué perfecto? Perfecto en la herejía, ¿incorregible, como quiere decir la Inquisición? Eso es una contradicción inmanente. ¿Un perfecto cristiano? Nadie es perfecto. Es inhumano. Reglas, leyes, es tan fácil hacerlas. Pero acatarlas es cosa bien distinta. La línea divisoria entre el Bien y el Mal no se reconoce claramente. Está desdibujada y a veces es invisible.

En un primer momento, el diácono se había quedado algo desconcertado con el vehemente alegato del caballero, pero ahora sonreía.

—Si pensáis que eso no nos preocupa, os equivocáis. Casi constantemente nos enfrentamos a algún dilema. Todo era más fácil cuando aún no nos perseguían. Sea cual sea nuestra decisión, no es nunca lo que deseamos realmente. La pureza es una suprema aspiración. Pero vos desplazáis el problema. Tengo la sensación de que no estáis manteniendo una discusión conmigo sino con vos mismo. Estáis entablando una batalla con vuestra conciencia. Os odiáis vos mismo.

Amaury asintió.

—Supervivencia, —dijo. Con un gesto despreocupado barrió el dinero del taburete y se sentó frente al diácono—. En una ocasión oí que un Buen Cristiano decía que si uno quiere librarse del mundo satánico ha de odiar su vida individual e incluso, en cierto sentido, su alma: quien ama la vida, la pierde.

—Creo que es cierto, —dijo el diácono—, aunque no lo expliquéis como yo. Pero para salvarse es preciso amar al prójimo. El amor que ha de unir a los hombres es el mismo que el que siente Dios por ellos.

—Amar, —murmuró Amaury, mirando fijamente el fuego—, de eso hace mucho. Yo ya no puedo.

El Bon Homme observó pensativo el perfil con la frente alta, el cabello ondulado jaspeado con mechones grises.

—El amor y el odio están muy cercanos, —dijo—. Y eso me lleva a otra cuestión. Estáis practicando un juego muy peligroso. Creo que debéis ponerle fin antes de que os domine. Es una de las razones por las que os aconsejamos partir hacia un lugar más seguro. Pienso que habéis desencadenado fuerzas que hubiese sido preferible dejar tranquilas. Os estáis convirtiendo en un peligro para vos mismo y para nosotros.

—Lo siento, —respondió Amaury secamente—. No era mi intención implicaros en mi vida privada.

—Queréis decir vuestra guerra privada.

—Llamadlo como queráis. ¿Qué sabéis vos de todo eso?

El diácono suspiró y volvió a negar con la cabeza.

—Lleváis años buscando a Colomba de Limousis, ¿no es así? Según me han contado, Colomba eligió precisamente vivir como una Bonne Dame para evitar una lucha por el poder como ésta.

Amaury volvió la cabeza de golpe.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir la lucha por Limousis que habéis desencadenado.

—¿Entre los Cabaret y Sicard de Bessan? ¡Así que han mordido el anzuelo!

El otro se encogió de hombros.

—Era inevitable. Cuando pusisteis el cebo en Carcasona, seguramente no comprendíais que estabais más cerca de la verdad de lo que creíais. Hace años, Roger de Limousis encontró en efecto oro en su mina. No era mucho, pero suficiente para despertar la codicia de otros. Siguió la yeta hasta donde le pareció seguro, pero resultó ser una posesión poco envidiable. En cualquier caso, su riqueza no le dio suerte. Su hijo mayor murió en la mina a causa de un desprendimiento de las rocas. Otro murió asesinado a manos de unos bandidos durante el asalto de un transporte. Después lo abandonó todo. Entró en la orden de los caballeros hospitalarios y su única hija se recluyó en la casa para Bonnes Dames que había establecido su madre en Béziers. De una u otra forma, Sicard de Besan descubrió el secreto de Limousis. Durante dos años persiguió a Colomba intentando convencerla de que cambiara de decisión, profiriendo cada vez más amenazas, hasta que las Bonnes Dames decidieron esconderla cada vez que él estaba cerca.

—¡Ahora comprendo! —exclamó Amaury—. ¿Por qué no me explicó ella nunca nada?

—Sentía una profunda repulsa por todo lo que tenía que ver con su fortuna. No quería hablar con nadie al respecto. Finalmente, Sicard encontró una forma de hacerse con las propiedades de Limousis. La herencia de Colomba hubiera estado mejor con los caballeros hospitalarios. Ni siquiera su hijo quiere saber nada de ello.

—¿Su hijo? —se burló Amaury—. Faltó poco para que muriera en la maldita mina por culpa suya. ¡Estaba listo para que su arquero rematara el trabajo!

—¡Eso es imposible!

—Retirad vuestras palabras, reverendo; de lo contrario habréis contado una mentira, —dijo Amaury. Se arremangó la manga y le mostró las cicatrices que habían dejado los dientes del lobo.

—Sois vos quien mentís, —dijo indignado el diácono—. Me contasteis que fuisteis herido en el brazo tras la caída de Carcasona durante el asedio de Montreal. A la sazón ya me extrañó que los Bons Hommes, que huyeron de Montreal durante el asedio, no os hubieran visto. Y ahora tampoco entiendo vuestra historia. Que yo sepa, Roger nunca ha puesto los pies en las cercanías de Limousis.

—¿Roger?

Los dos hombres se miraron por un momento sin comprender.

—¡Ah! Os referís al joven Sicard, que se hace llamar Sicard de Limousis, —exclamó el diácono—. Pero ése no es hijo de Colomba, aunque así lo afirme.

Amaury miró primero al otro inseguro y luego se levantó lentamente. Por un momento no supo qué hacer. Hubiera querido gritar de alegría, pero al mismo tiempo las palabras del clérigo lo llenaban de tristeza. Recorrió intranquilo la estancia. Se detuvo al llegar al nicho de la ventana. Apoyó un hombro contra la pared y miró durante un tiempo afuera sin ver nada. A su espalda, el diácono lo miraba en silencio.

—Mi hijo… Roger… es más juicioso que yo, —dijo Amaury de súbito sin mirar al diácono.

Ahora fue el Bon Homme el que reaccionó asombrado.

—¿Roger es vuestro hijo? ¡Nunca comprendí por qué buscabais tan febrilmente a Colomba! ¡Pero entonces ella mintió cuando dijo que el padre de su hijo era un cruzado!

Amaury negó con la cabeza.

—Vos… ¿un cruzado? ¡Pero si estabais encarcelado en Tolosa porque habíais ayudado a los Buenos Cristianos! Sois mi acompañante desde hace años. Si erais un traidor, entonces…

Amaury se dio la vuelta. Su silueta se perfiló contra la fría luz del sol poniente. Sólo al entornar los ojos pudo ver el Bon Homme la expresión de dolor en el rostro del caballero.

—¡Dios, qué he hecho! —dijo Amaury con voz ahogada. Intentaba encauzar las ideas que se precipitaban en su mente en la buena dirección—. ¿Desde cuándo lo sabéis?

—Desde hace poco.

—¿Entonces el oro que dejé como anzuelo…?

—Orbrie de Cabaret se puso hecha una furia. Intentamos mediar entre ambas partes, mas sin éxito. Tan pronto tuvo oportunidad, envió a sus soldados a Limousis. Éstos arrasaron todo lo que encontraron en la propiedad de Sicard. No dejaron nada en pie. Después de que se haya firmado la paz, una vez que los ánimos se hayan calmado un poco, Orbrie intentará por vía legal recuperar de los franceses la herencia de Cabaret para sus descendientes. Sin duda incluirá Limousis.

—¿Y los Sicard?

—Sobrevivieron. Han jurado vengarse. Creo que habéis logrado lo que queríais: habéis despertado su sed de venganza para poder satisfacer la vuestra. ¿No es eso lo que deseabais?

Amaury no respondió a esa pregunta.

—La venganza es un monstruo ávido e insaciable. Quien se entrega a ella cae en una espiral de violencia sin fin, —declaró el diácono.

—Sicard de Bessan me arrebató a mi mujer y a mi hijo, y me delató ante la Inquisición. No hay nada que pueda compensar el daño que me ha hecho.

—En efecto, no tiene sentido, después de todo lo que ha sucedido. No puedo adivinar vuestros pensamientos. ¿Qué queréis? ¿Queréis un encuentro sangriento que sólo puede desembocar en la muerte? Un ajuste de cuentas, ¿es eso?

—Justicia, —dijo Amaury.

—Esa es tan sólo una bonita palabra que equivale a lo mismo. No deberíais pagar con la misma moneda a quienes os han causado daño. Castigar es lo mismo que vengarse. El dios maligno, el dios del viejo testamento, castiga. En cambio, el buen Dios responde con amor. Por ello no deberíamos castigar a alguien como Sicard. Tendríamos que encomendarle que se apartara del Mal poniéndose en manos de los Buenos Cristianos para seguir viviendo como un Bon Homme.

—¡Sicard un Bon Homme! —se burló Amaury.

—Castigando a los hombres no se consigue mejorarlos, —sermoneó el diácono—. ¿Acaso no sabéis que Cristo dijo que no estamos autorizados a juzgar, que hay un único juez? ¿Queréis castigar a Sicard y a su hijo porque creéis que han destrozado vuestra vida?

—No. Yo mismo he destrozado mi vida. Pero ellos han destrozado la de otros. La de Colomba. Y la de Roger. ¿Dónde está Roger?

—No tenéis por qué preocuparos por él.

—Lo único que espero aún de esta vida es poder ver a mi hijo. Lo demás no me importa.

El diácono se restregó pensativo la barbilla.

—No estoy tan seguro de que él quiera veros a vos, —dijo cauteloso—. Quizá fuera más sensato pensar en vuestra propia seguridad.

—Roger corre tanto peligro como yo. Por su culpa, la Inquisición envió a Sicard de Bessan durante cinco años a Tierra Santa.

El diácono se levantó de un salto. Por lo visto no estaba al corriente de todo. Reflexionó durante unos instantes y luego dijo:

—Tenía previsto pediros que acompañarais a dos Bons Hommes en su ruta de huida hacia Lombardía. Pero pensándolo mejor creo que es preferible que me acompañéis a mí y a mi compañero hacia Montségur. Pedid a vuestros hombres que se preparen para el viaje.

Amaury dejó su puesto junto a la ventana.

—Montségur, —murmuró aprobatoriamente al salir de la habitación.