AVIGNONET
28 de mayo de 1242
—Tú, come bien. La comida de los Bons Hommes no es buena para un guerrero.
Wigbold le pasó más carne y le pellizcó jovialmente en el hombro.
—Flaco, —fue su único comentario, y se golpeó la barriga.
El frisón llevaba una buena vida, pues era la mano derecha de Ramón d’Alfaro, senescal del conde Raimundo en Avignonet. Su ya enorme cuerpo empezaba a aumentar considerablemente a lo ancho.
Amaury clavó sus dientes en la carne.
—¿Por qué me has hecho venir? —preguntó con la boca llena.
—D’Alfaro tiene un trabajito para ti.
—¿Qué trabajito?
—Gran botín. Es todo lo que sé.
Wigbold se llevó el índice a los labios y se reclinó satisfecho.
Amaury dejó de masticar y escudriñó al frisón.
—¿Me has hecho venir para eso? Ya sabes que detesto los saqueos.
—No hables. Tú, come bien y luego a trabajar. D’Alfaro paga bien. Para este trabajito, sólo hombres de confianza. Después de esta noche, el país liberado, nunca más Inquisición.
Amaury decidió no seguir indagando. Por lo visto había una misión de la cual Wigbold tampoco sabía mucho. No era extraño. Él mismo ocultaba siempre a sus soldados hasta el último momento, dónde iban y qué debían hacer. Mantener el secreto y reclutar hombres de los que se podía estar seguro era una forma de supervivencia. Algo se estaba tramando desde hacía semanas. Se decía que el conde de Tolosa había cerrado una alianza con los enemigos del rey francés. Era posible que estuviera a punto de dar un golpe de Estado. El trabajito del que hablaba Wigbold sería un pequeño eslabón de un plan más grande. Siguió comiendo en silencio hasta saciarse.
Había caído ya la noche cuando Wigbold dio finalmente la señal de partir. Tampoco eso era extraño. El diácono, al que Amaury acompañaba desde hacía cinco años, se movía siempre de noche por las calles para visitar a quienes querían recibir el consolamentum. Los Buenos Cristianos no habían bajado en ningún momento la guardia, ni siquiera cuando se produjo una suspensión de casi todas las actividades de los inquisidores a raíz de las quejas que el conde Raimundo había presentado al papa sobre los métodos de la Inquisición. Entre tanto, los dominicos habían reanudado su trabajo y de nuevo habían perecido personas en la hoguera. Otros habían sido castigados con penas desmedidas. Unos días antes, dos inquisidores se habían instalado en Avignonet con su séquito, razón suficiente para que Amaury estuviera alerta.
El frisón le entregó un hacha de guerra. El caballero, que había tenido que cruzar la puerta de la ciudad desarmado ocultando su daga debajo de sus ropas, empuñó el hacha con ambas manos. Sopesó el arma y controló lo afilada que estaba. Asintió aprobatoriamente. Wigbold sólo llevaba su consabida porra en el cinto.
El frisón conocía la ciudad como la palma de su mano. Avanzó en silencio por las callejuelas, con una agilidad excepcional para alguien de sus dimensiones, hasta que llegaron a una casa ante la cual se habían congregado algunos hombres. Nadie decía nada. Sólo cuando hubieron llegado todos, uno de ellos les dio instrucciones.
Había que ocupar las calles en diferentes lugares para asegurarse de que los demás pudieran hacer su trabajo tranquilamente. Salieron en diferentes direcciones. Los demás, unos quince hombres, se quedaron esperando junto a la casa hasta que llegó alguien con más información.
—Estaban cenando, pero ahora ya se han acostado. Los demás nos esperan fuera de las murallas.
Wigbold agarró a Amaury por el codo y le susurró que lo siguiera. Muy cerca de la muralla, más o menos a la altura del matadero, el frisón aminoró la marcha y esperó. Durante un tiempo no sucedió nada. La noche era fría. La ciudad se sumergió confiada en un profundo sueño.
Ramón d’Alfaro llegó tan silenciosamente que Amaury sólo advirtió su presencia cuando estuvo junto a él. Su escudero lo seguía a pie.
—Todo en orden, —dijo el senescal—, acaban de entrar. ¿Todo el mundo está en su puesto?
—Todo según el plan, —respondió Wigbold.
—Entonces vayamos. —D’Alfaro apretó el paso—. ¿Quién es ése?
—Lo Ranquilhós, —dijo Wigbold.
—Ya veo, —dijo D’Alfaro—. Bienvenido seas.
De la oscuridad salió de repente un grupo de hombres, apenas visibles a la luz de la luna. Eran treinta o más. El senescal los saludó.
—Éstos vienen de Montségur y Gaja, —susurró el frisón a Amaury al oído—. Por orden del conde Raimundo. Interés nacional.
La comitiva siguió a D’Alfaro hasta que llegaron a la casa donde se habían congregado antes los hombres de Avignonet. Alguien entró en la casa y regresó con dos antorchas encendidas. Amaury reconoció algunas caras que ya había visto en el asedio de Carcasona: faidits. Después prosiguieron su camino, capitaneados de nuevo por D’Alfaro. Sus armas brillaban en la luz temblorosa y sus grotescas sombras bailaban sobre las fachadas de las casas. En los cruces se fueron encontrando, tal como estaba previsto, a los hombres que montaban guardia. Después de un corto recorrido llegaron al castillo de Avignonet que pertenecía al conde de Tolosa. El senescal hizo una señal y acto seguido uno de los hombres se separó del grupo y entró en el edificio a través de una estrecha puerta lateral. Unos instantes más tarde, abrió la puerta principal desde dentro para que los demás pudieran penetrar en el castillo. D’Alfaro eligió a unos cuantos hombres para que montaran guardia en las esquinas de la calle y junto a la entrada del castillo. Los caballeros que comandaban a los hombres de Montségur y Gaja también apostaron a algunos hombres en la calle. Los demás desenfundaron sus armas y entraron en el castillo después del senescal.
Cuando Amaury cruzó la puerta detrás de Wigbold, los primeros ya habían llegado a la torre y a la escalera que conducía a la gran sala.
Oyó el ruido de sus botas subiendo por la escalera. De pronto, nadie parecía tener necesidad de ocultar por más tiempo su presencia. Se oyeron hachazos, como si alguien estuviera talando un árbol, el ruido de la madera astillada y poco después los primeros gritos.
—¡Aquí tenéis vuestro merecido, perros sanguinarios! —gritó alguien.
Después se armó el alboroto. Amaury subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Un terrible presentimiento se apoderó de él y sintió que la sangre palpitaba en sus venas. Ya había adelantado a Wigbold, que subía con su pesado cuerpo.
—¡Ellos, ya tienen el botín! —jadeaba, corriendo detrás del caballero.
De la puerta no quedaba gran cosa. Sólo algunas astillas que aún colgaban de las bisagras. Amaury se quedó inmóvil, horrorizado por la escena que contemplaban sus ojos. Sin embargo, al instante fue apartado de un empujón por Wigbold, quien, porra en mano, a punto estuvo de derribarlo.
—¡Me cago en Dios! —gritó el frisón—. ¡Los sinvergüenzas católicos!
Irrumpió en la sala y empezó a agitar su letal herramienta.
Treinta hombres eran demasiados para liquidar a siete clérigos desarmados, un notario, un escribano y dos correos. Pero el odio contra los inquisidores y sus colaboradores era tal que todos querían repartir golpes. Amaury miraba paralizado a los clérigos y escribientes que desde sus camas intentaban protegerse de la jauría sanguinaria que se les echaba encima con hachas, porras o espadas. No era el único que no había sabido adónde lo enviaban, pero los demás se veían arrastrados por la furia de quienes los precedían. Dos víctimas, las que habían estado más alejadas de la puerta, intentaban escapar por una escalera hacia una estancia situada encima de la sala.
—¡Cogedlos! ¡No dejéis que esos canallas se escapen! —gritó alguien.
Cinco hombres armados con hachas se abalanzaron sobre ellos y los obligaron a regresar a la sala, donde acabaron enseguida con ellos.
—¡Muerte a los curas! —gritaban.
—¡Lo he cogido, lo he matado con esto! —se jactó un sargento.
Estaba en pie con las piernas abiertas y los pies en un charco de sangre en el que flotaban algunos miembros; en la mano sostenía una sierra.
—¡Bien hecho! —exclamó D’Alfaro.
La expresión de rabia que tenían poco antes los rostros de los guerreros se había transformado en una mueca grotesca. Como bestias salvajes gruñían a quien se acercara demasiado a su presa. En aquella orgía de violencia descargaban el odio reprimido contra la institución que, con sus difamaciones, instigaba a amigos y parientes, unos contra otros. Cuando ya no quedó nadie por matar y los once cuerpos mutilados ya no opusieron resistencia, contemplaron el campo de batalla. Algunos tenían que recuperar el aliento mientras otros levantaban los puños en señal de victoria, jactándose de la faena realizada.
Después de haber dado, a mayor abundamiento, patadas contra los cuerpos para asegurarse de que habían completado su trabajo llegó el momento de hacerse con el botín. Los hombres se repartieron por la estancia para poner patas arriba el equipaje de los inquisidores. Abrieron los baúles, o los rompieron a hachazos, y también registraron otras estancias en busca de las pertenencias de los clérigos. D’Alfaro se paseaba orgulloso en un jubón blanco que había pertenecido a uno de los inquisidores. Amaury avanzaba aturdido y dando traspiés entre los cadáveres. Su hacha de guerra seguía colgando del cinto sin que la hubiera utilizado.
—Dios santo, —era lo único que conseguía decir.
Mientras tanto, algunos rezagados, que durante la matanza habían permanecido fuera, también habían entrado en la sala para participar en el saqueo. Todos encontraban algo de su gusto. Sobrepellices, atriles, libros, candelabros, tapices, mantos, un sombrero, cinturones, medias y zapatos, incluso sábanas y mantas manchadas de sangre: se lo llevaban todo.
—¡Eh! Ranquilhós!
Amaury volvió de golpe la cabeza. D’Alfaro le lanzó un legajo de pergaminos.
—¿Es esto lo que buscabas?
En sus manos tenía los registros de la Inquisición. Interrogatorios, sentencias, condenas a muerte, listas de sospechosos, testigos, todo ordenado y fechado. Su primer impulso fue arrojar el legajo lejos de si. El sueldo de un asesino, pensó. Pues, quisiera o no, era cómplice de aquella matanza. Todo el que hubiera puesto los pies en aquella sala esa noche era culpable. Sin embargo, el pergamino lo atraía. Lo abrió. Hojeando el texto que había sido la ruina y la humillación de tanta gente, se preguntó qué sentido tenía todo aquello. Por qué ahora, ahora que finalmente había abandonado su búsqueda, ahora que se había resignado a no saber nada de la suerte de Colomba y de su hijo, y que había aceptado el hecho de que nunca más volvería a ver a Beatriz y a sus hijos en Poissy. ¿Quería realmente saber quién le había hecho aquello? ¿No era remover el cuchillo en la llaga?
“Tolosa, 1235… Interrogado: Amaury de Poissy… Testigos: Sicard de Bessan, Simón de Poissy”. A la luz de las antorchas resultaba difícil seguir leyendo. Sacó su daga, cortó las hojas del legajo y quería metérselas en la camisa cuando se fijó en una nota escrita debajo de los testimonios. Remitía a otra parte de los registros. Escondió el pergamino entre sus ropas y siguió buscando entre los documentos.
“Carcasona, 1236… Interrogado: Sicard de Bessan… Testigo: Roger de Limousis: condenado a una estancia de cinco años en Tierra Santa”.
Así que ésta era la razón por la que no había podido encontrar a Sicard. El nombre del testigo le sorprendió. No por sus motivos. El padre de Colomba había sido claramente contrario a ese partido para su hija. Por esta razón había querido regalar sus posesiones a la orden de los sanjuanistas y había impugnado los derechos de su hijo, el hijo de Sicard. Sólo que creía que Roger de Limousis ya había muerto.
¿Qué edad tendría? ¿Habría partido Sicard aquel año a Tierra Santa, y ya estaría de vuelta? También cortó esa página del legajo.
—¿Encontraste lo que buscabas? —D’Alfaro hizo un gesto de impaciencia. De súbito tenía prisa por marcharse.
Amaury levantó la vista.
—Los Bons Hommes necesitan esta información, —dijo el senescal.
Seguro que no será para saciar su sed de venganza, pensó Amaury.
Entregó el legajo a D’Alfaro y lo siguió hacia afuera, donde los esperaban algunos caballeros de Montségur que no habían entrado con ellos.
—¿Todo ha ido bien? —quisieron saber.
—Si. —El senescal les entregó los registros—. ¡Destruid esas escrituras demoníacas tan pronto como les hayáis sacado provecho!
Mientras tanto, los demás también se habían congregado allí, junto con los que habían hecho guardia en las calles. Ramón d’Alfaro hizo una seña a uno de ellos. Le entregó las riendas de un precioso caballo negro que habían atrapado en las cuadras del castillo.
—Cuando te envié a Montségur para avisar a los demás, te prometí el mejor caballo de Avignonet, —le dijo—. Aquí lo tienes.
Uno de los caballeros de Montségur mostró al senescal algo que tenía en la mano.
—El inquisidor Guillermo Arnaud no volverá a condenar nunca más a nadie. Le corté la lengua a ese canalla. ¡Ahora tendrá que estarse calladito, incluso en el infierno!
D’Alfaro sonrió. Ensartó la lengua con su daga y la giró en el aire mientras gritaba:
—¿Quién quiere oír el sermón de Guillermo Arnaud? ¡Decidles a Pedro Roger y Ramón de Péreille que pueden venir a escuchar su sermón!
Se refería a los señores de Montségur, que desde la distancia habían sido sus cómplices en el ataque nocturno.
Se intercambiaron más trofeos hasta que también se hubo distribuido el botín entre quienes habían estado de guardia fuera. Luego el senescal les instó a que se apresuraran a salir por la puerta por donde habían entrado en la ciudad. Una vez allí, D’Alfaro se despidió de ellos.
—¡Idos! ¡Mucha suerte!
Los caballeros y sargentos de Gaja y Montségur pidieron sus caballos y desaparecieron en la noche. D’Alfaro exhortó a los que quedaban a que se apresuraran. Encargó a algunos de sus hombres que dieran la voz de alarma y que luego volviesen a casa con celeridad. También Wigbold regresó con Amaury a la casa donde vivía. Acababan de cerrar la puerta cuando a lo lejos oyeron los primeros gritos de alarma en la ciudad.
—¡Traición! ¡Asesinos! ¡A las armas!
Wigbold escondió un puñado de monedas debajo de la cama y limpió su porra en la que había adheridos restos de sangre y cabellos. Sonrió a Amaury.
—Es mejor coger dinero que objetos, —dijo. Después se puso un jubón y se cubrió la calva con un casco—. Nosotros, volvemos al castillo. Nosotros, descubriremos asesinato para demostrar nuestra inocencia.
En plena noche, volvió a enfilar hacia el lugar del siniestro.
Amaury lo siguió a regañadientes.