CABARET
Mediados de octubre de 1240
—Tú, hombre de suerte. Tú, siempre logras escabullirte, —le había dicho Wigbold en una ocasión.
No siempre era cierto, pero en cualquier caso su buena estrella no lo abandonaba. Mientras Trencavel y sus faidits eran asediados en Montreal, Amaury conseguía llegar a la Montaña Negra. A pesar del mal tiempo, pasó la noche en campo abierto y después siguió directamente hacia Cabaret. También allí la suerte estuvo de su parte.
Orbrie de Cabaret seguía allí. Estaba decidida a mantener la herencia de Cabaret para los hijos que había dado a Jordán antes de que éste la repudiara para casarse con Mabilia. Tan pronto se declaró la rebelión a raíz del regreso de Trencavel, Orbrie retornó con sus hijos a los castillos en la cima de la montaña. Se instaló en el burgo principal, como si fuera la matriarca de la familia Cabaret. Su cabello azabache se había tornado gris, pero seguía siendo tan bella y provocativa como siempre.
—¿Que Trencavel ha levantado el asedio? —Su voz estaba llena de incredulidad, incluso indignación, como si se hubiera cometido un agravio personal contra ella—. ¿Dónde está ahora la tropa de apoyo de los franceses?
—Delante de Montreal.
—¿Hay movimientos de tropas en dirección a Cabaret?
—No, creo que ante todo quieren echarles mano a Trencavel y a sus faidits.
—Entonces aún tenemos tiempo. Gracias, caballero, por las malas noticias.
No cabía la menor duda de que el enemigo se vengaría de los demás rebeldes tan pronto como hubiera ajustado cuentas con Trencavel Orbrie se dirigió a sus hijos para decidir cuál era la mejor estrategia en estas nuevas circunstancias.
—Quisiera pediros un favor, señora, —dijo Amaury.
Orbrie volvió la cabeza. Sus ojos brillaban como cuentas negras en la sombra de su ceño fruncido.
—¿Qué deseáis? ¿Un premio por las malas noticias que me habéis traído?
—Busco a Sicard de Bessan.
Orbrie soltó una carcajada.
—¿También él ha regresado? —preguntó Amaury.
—Una parte de él. —Debía de ser una observación graciosa, pues todos rieron—. Pero no es aquí donde tenéis que buscarlo. Está en Limousis.
Amaury sintió que se le ponía la carne de gallina.
—Sicard de Bessan es un impostor, —dijo.
Ahora las cejas de Orbrie se arquearon.
—¡No es posible! —exclamó burlona—. Podéis encontrarlo en Limousis. Por mí, podéis hacer con él lo que gustéis. Recordad tan sólo que lo que hay en sus minas es nuestro.
Dicho esto, hizo un gesto altivo para darle a entender que se retirara.
Amaury se despidió con una pequeña inclinación de la cabeza y abandonó la sala. Descendió por la ladera hasta el pueblo que se hallaba a orillas del río. Los castillos en la cima entre los dos precipicios, la casa donde las mujeres lo habían cuidado y donde la había vuelto a ver por primera vez, la casa de las Bonnes Dames donde ella vivía, el puente sobre la cascada y el río donde las mujeres hacían la colada, todo le recordaba a Colomba. Era como si alguien hubiera introducido una mano en su pecho y le apretara el corazón. Siguió andando y reconoció los lugares por donde habían caminado juntos, el camino a Salsigne donde habían reñido y el lugar en el que la había besado por primera vez después de que ella le pegara. Allí estaba la curva donde había visto llegar a los ciegos de Bram y al otro lado la pequeña senda que llevaba a la Montaña Negra, por la cual habían huido. En poco tiempo, los Cabaret tendrían sin duda que regresar a su propiedad junto a Narbona y aquí volvería a patrullar una guarnición francesa que le negaría el acceso.
¡Dios, cuánto daría por poder dar marcha atrás en el tiempo, por verla y sentirla una vez más! Si fuera necesario, vendería su alma al diablo. Más aún: ya se la había vendido. Pues ¿acaso no había abandonado al dios por el cual había tomado las armas? ¿Por qué los dos años con ella habían dejado una impresión tan indeleble, más que todos los demás años de su vida? ¿Qué era ese sentimiento inexplicable llamado amor, un sentimiento que aún ahora lo aturdía, que le había hecho olvidar todo lo demás en el mundo, por el cual había cometido una estupidez tras otra y había destruido el resto de su vida? Colomba tenía razón. Ese no era el amor que había enseñado Cristo, eso era deseo, una trampa del demonio. Finalmente, también Colomba había caído en ella y esto había sido su perdición, y todo por culpa suya. Había querido compensarlo. ¿Cómo? Sirviendo a los Buenos Cristianos. En cualquier caso, con eso había conseguido aplacar un poco su conciencia.
Regresó al pueblo al pie de la fortaleza para reunir víveres. Nadie hacía preguntas, pero sentía que todos los ojos lo seguían. Mientras se dirigía a las cuadras con un pan debajo del brazo, para recoger a su caballo, vio de súbito que una mujer caminaba a su lado.
—No os ha advertido, ¿no?
—¿Quién?
—Doña Orbrie.
—¿Advertirme de qué?
—Es una arpía. Mirad lo que me ha hecho. —La mujer se apartó el pelo y le mostró una cicatriz donde antes había habido una oreja—. Me dijo que lo hacía porque la había perjudicado.
—¿De qué tendría que haberme advertido?
—Limousis. Ese lugar está maldito. Las fuerzas ocultas se han apoderado de las minas.
—¿Las fuerzas ocultas? —repitió Amaury escéptico.
Por lo visto las noticias se difundían con rapidez en Cabaret. Todos parecían estar al corriente de lo que había preguntado a Orbrie.
Llevaba ya cuatro años buscando sin éxito a su hijo y la tumba de Colomba. Pero a pesar de la ayuda de los Buenos Cristianos, a los que protegía y con quienes recorría el país, no había conseguido ningún progreso. Tampoco los nobles que habían bajado de Montségur para luchar con Trencavel habían podido decirle nada. Su mujer y su hijo habían desaparecido de la faz de la Tierra sin dejar rastro y ni siquiera había conseguido encontrar al causante de todas las desgracias, Sicard de Bessan. Todo indicaba que tampoco estaba en Limousis. La finca fortificada parecía deshabitada. Salvo los criados y los campesinos que cultivaban las tierras, no había ni un alma. Las propiedades que tanto había deseado Sicard consistían tan sólo en unas cuantas casas, un pedazo de tierra y una vieja mina que según decían había caído en desuso. Además, añadían, era peligrosa, pues allí habían sucedido terribles accidentes. Bien es cierto que hacía años de eso, mas desde entonces nadie se atrevía a poner un pie en ella.
Amaury decidió inspeccionar la mina. Volvió a montar a caballo y cabalgó hacia la cantera. No se veía nada aparte de la terrible herida en la ladera de la montaña y la boca abierta de una mina. Se apeó del caballo que relinchaba y movía nervioso la cabeza. Amaury puso las riendas sobre el cuello del animal y tiró con fuerza del ronzal, pero el caballo no se movió y no hubo manera de que se acercara. El caballero sujetó al animal a un árbol y regresó a la boca de la mina. En la pared encima de la entrada había algunos signos grabados. Se acercó para ver de cerca las figuras. Ahora comprendía por qué nadie se atrevía a venir aquí. Eran símbolos demoníacos que advertían al intruso de las desgracias que le aguardaban. Entró en la mina. Después de haber dado unos diez pasos, la oscuridad era tal que no podía ver dónde ponía los pies. Siguió avanzando un poco más, palpando la pared. Por lo general, las galerías de las minas no solían ser muy profundas, por la sencilla razón de que de lo contrario no se podía trabajar apenas debido al humo de las antorchas, pero era imposible ver lo profunda que era ésta. Además no parecía haber nadie, pues reinaba un silencio sepulcral. No obstante, le pareció oler que alguien había encendido poco antes una lámpara de aceite u otra luz que quemaba con grasa, aunque sobre todo detectó un penetrante olor a animal.
Era peligroso seguir avanzando sin iluminación, pensó, y dio media vuelta con la intención de regresar sobre sus pasos.
En aquel momento se escuchó un ruido, como si alguien abriera una verja chirriante. Luego oyó un profundo gruñido procedente de la oscuridad y justo después sintió que algo se acercaba a gran velocidad. Se volvió de golpe y desenfundó su daga. Al siguiente instante, la bestia se abalanzó sobre él y le mordió en la espalda. Con ambos brazos intentó apartar de si al monstruo rabioso sin poder tocarlo realmente. Las mandíbulas le desgarraban la ropa; la cabeza del animal estaba tan cerca de él que tenía delante de sus narices los ojos amarillentos. Se protegió la cara con el brazo izquierdo y con la derecha intentó dar puñaladas con la daga. Los dientes le mordían con fuerza el brazo. Un dolor paralizante le penetró hasta los huesos.
La bestia sacudía la cabeza, sin dejar de morder la herida. Amaury le asestó una puñalada a ciegas, retiró la mano y volvió a apuñalarle, una y otra vez, hasta que el lobo lo soltó emitiendo un terrible aullido y dejándose caer al suelo.
Amaury se incorporó temblando, sujetándose el brazo herido. Se mantenía en pie agarrado a la pared.
—¡Sicard! —gritó, dirigiendo su voz hacia la oscuridad de la mina—. ¡Sicard! ¡Tu perro diabólico está muerto! ¡Sal y lucha, como un hombre!
Sólo le respondieron el silencio y el eco de su voz.
—¡Sicard! ¡Puedes quedarte con tu maldita mina y todo lo que hay dentro! ¡Devuélveme a Colomba y a mi hijo! —gritó.
No obtuvo respuesta. Fue retrocediendo lentamente por la galería, temeroso de sufrir otro ataque inesperado. En cuanto aumentó la claridad, pudo evaluar los daños. Su sobretodo había quedado hecho jirones, incluso su camisa estaba desgarrada y tenía la piel llena de rasguños. Su brazo había salido peor parado. Se chupó las heridas y se disponía a ir en busca de agua y vendas que debía de tener en su alforja cuando se detuvo sobresaltado. Debajo del árbol donde había dejado su caballo había un caballero, flanqueado por un arquero que mantenía el arco tensado.
—Soy Sicard —dijo el caballero—. ¿Qué buscas aquí?
Amaury lo miró y negó con la cabeza.
—Eres demasiado joven, —le dijo—. No eres Sicard.
—Me llamo Sicard, como mi padre. Sicard de Limousis.
Amaury sintió que le daba un vuelco el corazón.
—¿Eres el hijo de Colomba? —preguntó incrédulo.
El otro asintió. Cautelosamente Amaury se acercó unos cuantos pasos, pero se detuvo cuando vio que el arquero le apuntaba. Ahora podía ver los rasgos del caballero. Calculó que debía de contar unos treinta años, tenía una nariz aguileña, ojos marrón claro y pelo negro y rizado.
—Tú no eres mi hijo, —dijo con desdén—. Eres un impostor, igual que tu padre.
El arquero miró de reojo al caballero, pero Sicard negó con la cabeza.
—¿Dónde la habéis enterrado? —dijo Amaury.
—Eso tienes que preguntárselo a mi padre. Pero no está aquí. ¿Qué se te ha perdido en la mina?
—Eso quería preguntarte yo a ti. ¿Qué hay tan importante para que sueltes a ese perro contra los visitantes indeseados?
—Eso no es asunto tuyo. La mina es propiedad mía, es la herencia de mi madre. A nadie se le ha perdido nada aquí.
Amaury no se encontraba en condiciones de insistir. Podía darse por satisfecho si conseguía salir de allí con vida. Mientras tanto, intentaba atar cabos. Si este joven era en efecto hijo de Colomba, Sicard de Bessan tenía que haber engendrado un hijo con ella después de que el suyo hubiera nacido. La idea era ya de por sí repulsiva. Se preguntó cuánto sabría este hijo de toda la historia. Estuvo a punto de decirle que la mina y todo lo que había heredado de Colomba eran bienes robados, que las bendiciones nupciales con Sicard en Carcasona eran ilegales porque en aquel momento ella llevaba el hijo de otro. Pero ¿quién decía que tenía un hijo? Seguramente cuando el señor Jordán le habló de la herencia de Limousis se refería al joven Sicard. ¿Por qué no había tenido en cuenta esa posibilidad? ¿Cómo había podido pensar que Sicard de Bessan aceptaría al hijo de otro? ¿Para después dejarle su tan anhelada herencia? Era más probable que se hubiera desembarazado de esa amenaza para sus propios descendientes. Tal vez, el hijo que le había dado a Colomba hubiera nacido muerto o demasiado pronto y sin posibilidades de sobrevivir. Eso no sería extraño después de todo lo que había vivido Colomba. ¿Acaso durante todo aquel tiempo había perseguido una quimera, un hijo que no existía y una tumba imposible de encontrar?
—Entonces me he equivocado, —dijo con calma forzada.
Sin prestar atención a Sicard ni al arquero, se dirigió hacia su caballo. De repente su vida carecía de sentido. Mucho mejor si el arquero disparaba su flecha. Pero los dos hombres se apartaron y lo dejaron pasar. Con dificultad se subió a la montura y una vez más miró al caballero.
—Saluda a tu padre de parte de Amaury de Poissy, —dijo, y espoleó al caballo.