CARCASONA
Principios de octubre de 1240
—Cada cual intenta a su manera salvar el pellejo, conservar sus posesiones y asegurar la supervivencia de su estirpe. —El rostro curtido de Pedro Mir mostraba una expresión dura e inflexible. El viejo veterano no sentía remordimientos—. Luché en las tropas de elite de Montfort durante el asedio de Beaucaire. Regresé cuando el conde Raimundo, me refiero al hijo del viejo conde, reconquistó las tierras de su padre y entonces luché contra Montfort. A veces uno se equivoca de bando, pero eso sólo se descubre a la postre. Ahora vuelvo a jugarme el todo por el todo. —Soltó una risa despectiva—. No es gran cosa. Y por ese poquito tenía que besar los pies de los franceses. Por si acaso he llevado a mi esposa a Montségur. Si Trencavel no consigue tomar Carcasona, si es derrotado y ha de vivir de nuevo en el exilio, no me quedará nada. Es arriesgado. Qué le vamos a hacer, soy así de temerario.
Se sorbió la nariz. Soplaba un viento fresco del oeste, el aire estaba cargado de lluvia y él estaba resfriado.
—¿Y tú por qué has vuelto? —preguntó Mir—. ¿Puedes sacar tajada de aquí?
—Tengo que liquidar una deuda, —respondió Amaury. A fin de cuentas, pensó, si la Inquisición no lo hubiese traído hasta aquí, habría venido por sí mismo.
—Quién no, —dijo Mir—. Pero ¿qué sentido tiene? Una deuda se suma a otra. No hay escapatoria. No podemos cambiar las cosas.
—He vuelto para acabar lo que había empezado.
—No encontrarás ya nada de lo que había entonces. Nuestro país ya no es lo que era. Qué quieres, después de treinta años de guerra y opresión. Lo han saqueado. Eramos un pueblo orgulloso que se jactaba de su valor y de su estilo de vida garboso. Ahora, los trovadores han desaparecido, los señores se han convertido en mendigos, los caballeros ya no pueden llevar sus armas y las damas de la nobleza son obligadas a casarse con bárbaros del norte. No se han salvado ni los mercaderes, ni los campesinos: nos han descamisado a todos. Lo han echado todo a perder.
—No he venido hasta aquí para obtener un beneficio material.
Mir se inclinó hacia un lado, presionó una aleta de la nariz con el pulgar y se sonó.
El asedio de Carcasona duraba ya más de cuatro semanas. Las catapultas sometían la fortaleza a un bombardeo incesante. Se habían emprendido varios asaltos y los zapadores habían intentado socavar las murallas, hasta entonces en vano.
—Me pregunto si el conde Raimundo acudirá en nuestra ayuda, —dijo Amaury.
Mir lo observó vacilante.
—Si realmente lo quisiera, ya estaría aquí. Pero primero quería consultarlo con sus consejeros en Tolosa. Desde entonces no sabemos nada de él, salvo que el senescal de Carcasona, que también le ha pedido su ayuda, ha recibido la misma respuesta. Es decir: tenemos que arreglárnoslas solos.
—El conde abandona a Trencavel a su suerte, igual que hiciera su padre entonces —dijo Amaury sombrío.
También él se enfurecía al recordar la trágica suerte de Ramón Roger Trencavel, el valiente vizconde de Carcasona que se había ofrecido como rehén y que había sido envenenado por los cruzados en su celda. Ahora, Ramón Trencavel, el hijo que entonces había tenido que huir con su madre hacia Foix cuando tan sólo contaba dos años de edad, se hallaba ante las murallas de la ciudad para exigir su herencia.
Los nobles jóvenes, que habían cruzado con él los Pirineos, estaban ansiosos por asaltar nuevamente la ciudad, y preferiblemente enseguida.
—¿Sabías que los Cabaret han regresado? —preguntó Mir.
—¡Qué! ¿El señor Pedro Roger?
—No. Orbrie, la primera mujer de…
No acabó la frase.
—¡Tranquilos! —gritó Mir, gesticulando para impedir que los jinetes empujaran a los soldados de a pie, que a punto estaban de ponerse al alcance de las catapultas enemigas—. Esos jóvenes desfogados son más apasionados que nosotros entonces, —masculló.
Desde su montura, donde podía dominar algo la situación, Mir dirigía a sus arqueros y daba indicaciones a los hombres que manejaban las catapultas.
—Vosotros luchabais para conservar vuestras posesiones, —respondió Amaury—. Ellos no tienen nada que perder.
Comprendía a los jóvenes nobles. Eran proscritos que querían vengarse de la injusticia que se había cometido contra sus padres y tomar lo que era suyo.
Una parte de la muralla se derrumbó con un enorme estruendo, allí donde los zapadores habían socavado la fortificación. Amaury miró tenso a Trencavel, a la espera de la señal para el ataque.
—¡Los peones, ahora! —gritó—. ¡Arqueros, cubridlos!
Su orden fue repetida por todos lados por los jinetes. Mir gritó palabras parecidas a sus soldados y espoleó a su caballo. La masa viviente detrás de la capa protectora de hierro, madera y cuero se puso en movimiento. Se oyeron gritos de ataque por encima del ruido de las botas y por encima de éstos el estruendo de las cornetas, el repiquetear de los tambores y el ensordecedor ruido de los címbalos. Por si ello no fuera suficiente, los hombres se provocaban mutuamente lanzando gritos de guerra e insultos a fin de aumentar la fuerza de su ataque y atemorizar al enemigo. De súbito, los peones se detuvieron. Una vez en la brecha, se quedaron parados y desde las partes aún en pie de la muralla empezaron a llover las flechas y las piedras. Los hombres caían como chinches. Detrás de ellos avanzaba la siguiente línea de ataque. Los jóvenes nobles montados en sus corceles intentaban reanimar el asalto desde la retaguardia.
—¡Hay un bloqueo dentro de la muralla! —gritó Amaury a Mir—. ¡Esto será una matanza!
También Trencavel había comprendido que era inútil seguir con el ataque.
—¡Retirada! Detrás de la brecha han levantado un muro de piedras, —informó Mir poco después—, y detrás esperaban sus arqueros.
Era imposible entrar.
Se apeó del caballo y lanzó su escudo al suelo. Era el quinto intento frustrado de asaltar la fortaleza, y de nuevo habían sufrido fuertes pérdidas.
—Sin el apoyo del conde Raimundo no conseguiremos nada, —dijo Mir de mal humor.
Unos días más tarde llegó la noticia de que el rey de Francia había enviado a un ejército para liberar Carcasona. Trencavel prefirió no arriesgarse y levantó el sitio. Más valía eso que caer en manos de los franceses. Los separaban ya varias millas de Carcasona. En el suburbio conquistado en la orilla derecha del Aude, donde habían acampado, reinaba la confusión. La abadía de Notre Dame y el monasterio de los dominicos, que previamente habían despojado de sus piezas de madera para equipar las máquinas de asedio de Trencavel, habían sido hábilmente saqueados y arrasados. Las casas habían sido incendiadas y ahora se elevaban grandes nubes de humo. Por miedo a las represalias, también los ciudadanos habían escapado. A fin de cuentas, habían recibido con los brazos abiertos a los rebeldes. Habían huido con los faidits y sus soldados, pero no podían seguir el ritmo de los jinetes y ya estaban muy rezagados. Trencavel hubiera preferido poner rumbo hacia el sur, para regresar a través de Corbiéres a Cataluña, donde se hallaba a salvo, pero el ejército francés le había cortado el camino. Ahora intentaba llegar con sus hombres antes del anochecer a Montreal.
Llovía a cántaros y el resfriado de Mir no había mejorado precisamente. Tenía la voz áspera y una tos muy fea. Amaury galopaba en silencio junto al caballero de Fanjeaux.
La breve aventura de Trencavel, que no había durado más de dos meses, le había dejado un regusto amargo. Al principio, cuando Trencavel fue aclamado como liberador y los ciudadanos le abrieron una tras otra las puertas, se había sentido muy confiado. También los Bons Hommes tenían puestas sus esperanzas en la rebelión. Ahora podían moverse con mayor libertad en la parte liberada del país y gracias a ello Amaury podía participar en la lucha. Sin embargo, el asedio de Carcasona había empezado con el vil asesinato de unos treinta clérigos indefensos, a pesar de que Trencavel les había dado un salvoconducto para viajar a Narbona.
Mir tenía razón, lo que él buscaba parecía ya no existir. Ni siquiera ahora, que podía luchar abiertamente contra sus compatriotas, a los que él llamaba enemigos, sentía satisfacción alguna. Acercó su caballo al de su camarada y le tiró de la manga.
—¡Me largo! —gritó por encima del estruendo del viento y los cascos de los caballos.
Levantó la mano para despedirse y se separó del grupo de jinetes.
—¡Estás loco, Cap Perdut! ¡Es un suicidio! ¡No lo lograrás nunca estando solo! —gritó Mir, pero su voz se quebró y no consiguió soltar más que un pitido, inaudible para el caballero que se alejaba velozmente.