CARCASONA

Septiembre de 1237

—Yo, no soy un traidor. Yo, no denuncio a nadie a la Inquisición. ¡Lo juro!

Wigbold se golpeaba indignado contra la sien como si quisiera decir que había aprendido algo y que no traicionaría a sus amigos ante el odiado tribunal. Su lenguaje había mejorado algo, pero por lo demás era exactamente el mismo. Seguía al servicio de Ramón d’Alfaro, lo cual permitía a Amaury encontrarlo más fácilmente. Había respondido enseguida a la llamada que le hizo a través de un correo.

Eso decía mucho en su favor. Si hubiera sido realmente él quien lo había denunciado ante la Inquisición, no habría comparecido. Además, por lo visto se daba cuenta de que estaba en deuda con el caballero.

—Te creo, —dijo Amaury—. ¿Lo has traído?

—Sí, sí, —dijo apresurado.

El frisón, que lucía ya una calva, sacó de su alforja un rollo de pergamino que llevaba el sello de D’Alfaro. Amaury lo examinó y asintió aprobatoriamente.

—Buen trabajo, Wigbold. Vamos.

Al poco entraban en un vestíbulo fresco y sombrío. El hermano de la encomienda de los sanjuanistas los precedía de camino al aposento del escribano. Wigbold avanzaba nervioso detrás de Amaury. No se sentía a gusto.

—¿Sicard?

—Sí.

—¿Sabéis cuántos Sicard hay?

Amaury hizo un gesto de disculpa.

—Entró en la orden más o menos en la época del ataque de los cruzados de Simón de Montfort. Seguramente antes de la destrucción de Béziers.

—¡Pero de eso hace años!

—Vuestra orden tiene registros de todos sus miembros, de sus donaciones, sus…

—Por supuesto. Pero ¿por qué no habéis acudido a una de nuestras encomiendas más grandes, Homps Tolosa? ¿Por qué Carcasona?

“Porque esta encomienda es la más cercana a Cabaret”, pensó Amaury, pero se limitó a encogerse de hombros y dijo:

—Ramón d’Alfaro os pide esta información en nombre del conde. Lo podréis comprobar en la petición que os entrego. Nosotros no sabemos más.

—Eso llevará mucho tiempo. Si regresáis mañana quizá tenga…

—Bessan —ladró Wigbold impaciente Sicard de Bessan.

Amaury le lanzó una mirada escrutadora, pero no dejó translucir nada más.

—Preferimos esperar aquí, —dijo.

—Sicard de Bessan…

Por el tono parecía como si el escribano hubiera oído antes ese nombre. Se puso en movimiento, sacó un fajo de pergaminos que formaban un libro y empezó a hojearlo. Wigbold estaba intranquilo. No conseguía estarse quieto y no dejaba de juguetear con sus armas. Tal vez pensara que Sicard podía aparecer en cualquier momento. La búsqueda se prolongó durante un tiempo. El escribano iba deslizando el dedo por las líneas apretadas, hasta que murmuró algo Ininteligible, enarcó sus cejas y negó con la cabeza.

—Teníamos un Sicard de Bessan, pero se marchó, —dijo.

—¿Adónde? ¿A Tierra Santa?

—No, simplemente se marchó, dejó la orden, —dijo como si él mismo no lo creyera.

—¿Cuándo fue eso?

—Apenas dos años después de la muerte del vizconde.

—¿Simón de Montfort?

—No, Ramón Roger Trencavel.

Amaury sacó cuentas. Eso tenía que ser durante el embarazo de Colomba, en cualquier caso antes de que la secuestraran.

—¿Por qué? —quiso saber.

—¿Cómo?

—¿Por qué abandonó la orden?

—¿Por qué queréis saberlo? No creo que sean datos que queramos hacer públicos.

—Ramón d’Alfaro tendrá sus razones, o bien el propio conde.

Los ojos de Amaury miraban fijamente el pergamino como si quisiera obligar al otro a examinarlo más atentamente. El escribano volvió a inclinarse sobre el texto, sin percatarse de que el caballero también leía.

“… por perseguir las posesiones personales, que intentó arrebatar a la orden”, decía el texto.

—No hay más información, —dijo el escribano—. Quizá en nuestra encomienda de Tolosa sepan algo más.

Cerró el libro en señal de que daba por finalizada la entrevista. En aquel mismo momento, Amaury vio cómo Wigbold se metía la mano en el manto. Hizo girar algo. Se echó a un lado. El golpe cayó justo cuando se cerraba el libro. El escribano se derrumbó y fue a parar debajo del escritorio. La mano de Wigbold, que era tan grande como la hoja de una pala, empujó el libro hacia el caballero.

—Tú, lee, —dijo.

—¡Dios santo! —exclamó Amaury.

El caballero intentó mantener su sangre fría y le hizo una seña hacia la puerta. Wigbold lo comprendió y enseguida fue a su puesto.

Los caballeros hospitalarios habían llevado minuciosamente el registro. La fecha en que Sicard había entrado en la orden no aportaba nada nuevo. No se indicaba cuál había sido la razón de su decisión. Sólo la añadidura de que Sicard era un hijo de una familia numerosa y que no había aportado otras posesiones a la orden salvo una suma de dinero, indicaba que en efecto no se le había adjudicado herencia alguna. En el margen había una nota garabateada. Con un poco de esfuerzo consiguió descifrar las palabras:

—No apto para el servicio militar en Tierra Santa debido a una rara de nacimiento en el brazo derecho.

Amaury siguió hojeando en busca de la nota que el escribano había encontrado antes, mientras Wigbold se iba poniendo nervioso por momentos y no dejaba de mover los pies con impaciencia. Deslizó los ojos rápidamente por las líneas sin saber exactamente lo que buscaba, hasta que de repente dio un puñetazo contra el pergamino.

—¡Casado! ¡Malditos sean sus huesos! Se casó con ella, antes de que tuviera al niño, aquí en Carcasona. La llevó al altar aún embarazada, la obligó a casarse ante un sacerdote. Un sacerdote, ¡el muy canalla! Con esa prueba en las manos vino derecho aquí para exigir la herencia de Colomba.

Amaury estaba lívido de cólera. Wigbold apenas lo escuchaba.

Se concentraba en los ruidos procedentes del pasillo.

—Y lo aceptaron, so reserva de que fuera aprobado por la encomienda de Homps, donde había entrado el padre de Colomba. Pero por supuesto éstos no pudieron negarse. En su testamento había estipulado que todas sus posesiones pasarían a la orden en el caso de que su hija siguiera siendo una Bonne Dame. Sin embargo, si llegaba a casarse, su esposo podría apropiarse de sus derechos.

—Sí, sí, vámonos.

Amaury no lo oyó. Ocultó el rostro entre las manos.

—¡Oh, Dios! Seguramente hizo bautizar al niño para asegurarse de que recibiría la herencia. ¡Yo le prometí a Colomba que eso nunca sucedería!

—Nosotros, nos vamos, —insistió Wigbold.

Para su gusto ya había durado demasiado. Enderezaron al escribano y lo volvieron a colocar mal que bien en su silla. Después cerraron la puerta y se apresuraron a salir del edificio.

—Los mantos negros, —dijo Amaury cuando hubieron dejado atrás la encomienda—, ¿qué había de cierto en ello, Wigbold?

—¿Mantos negros?

—Eso fue lo que me dijiste justo después de que Colomba hubiera desaparecido. ¿Eran reales o lo inventaste? ¿A qué le tienes tanto miedo, demonios?

—Yo vi mantos negros.

—Sicard ya había colgado los hábitos cuando secuestró a Colomba. Tú lo viste, él te dio dinero. ¿Quién iba con él?

—Sanjuanistas. Yo, sólo hablo con Sicard.

—Es decir que no los viste de cerca. ¿Eran caballeros hospitalarios o sólo se hacían pasar por tales?

El frisón se pasó la mano por la calva y guardó silencio.

—Por aquel entonces Sicard ya no era miembro de la orden, Wigbold. Sus secuaces no pueden haber sido sanjuanistas, a no ser que se sirviera de algunos frailes, lo cual es lo más probable. Tuvo que verse más o menos obligado a salir de la orden, o lo hizo a propósito porque vio la posibilidad de seguir una carrera más lucrativa.

—Ellos llevan mantos negros con cruz.

Amaury negó enérgicamente con la cabeza. Seguía repasando los hechos de principio a fin con la esperanza de descubrir algo nuevo.

—No lo creo. En aquellos momentos, la orden estaba demasiado ocupada en su lucha contra los moros. Además, Sicard ya había sido antes un rival de la orden en lo tocante a los intereses en Limousis. Creo que sus compinches se hicieron pasar por caballeros hospitalarios para despistarnos. Ya no tienes por qué temer que se nos eche encima toda la orden si perseguimos a Sicard.

—¿No?

—Aunque después de haber golpeado al escribano, no sé, —se burló Amaury.

Wigbold apretó el paso. Quería abandonar cuanto antes Carcasona. Como si le persiguiera el diablo, se abrió paso por las calles concurridas en dirección a la puerta de la ciudad, donde habían dejado sus caballos. No llegó mucho más lejos de la esquina de la calle, donde casi lo atropella un jinete. El estruendo de las cornetas retumbaba entre las casas.

—¡Apartaos, haced sitio a los jinetes del senescal!

Wigbold se apretó contra la fachada y Amaury se unió a él.

—Y algo más, Wigbold. ¿Cómo es que sabías el nombre de Sicard? Todo el tiempo me ocultas algo y eso empieza a irritarme.

Wigbold no le contestó.

El tono melancólico de la corneta fue apagándose. El jinete iba seguido de un pregonero que recitaba a voces una serie de nombres.

—¡Quien así obre, así acabará! —oyeron decir al pregonero.

Lo seguían otros jinetes que arrastraban algo. Entraron en la calle a trote, y se detuvieron a medio camino. Los bultos que arrastraban quedaron en plena calle. Uno de los jinetes había dado la vuelta a la esquina a tal velocidad que su carga resbaló y fue a parar a los pies de Amaury. Éste bajó la vista y sintió arcadas. Delante de él, sobre un entramado de madera, yacían los restos medio descompuestos de cuerpos humanos. Por lo visto, los muertos habían sido sacados de la tumba, pues los cadáveres aún llevaban los restos de las mortajas.

—¡Me cago en Dios! —exclamó Wigbold.

—Ni siquiera pueden dejar tranquilos a los muertos, —dijo una mujer.

—Ese traidor los delató a todos, —dijo un hombre que cargaba agua.

—¿Qué traidor? —preguntó otro.

—Un Bon Homme. Se presentó en el monasterio de los dominicos, —respondió el porteador de agua, que al parecer estaba bien informado—. Dicen que se ha convertido y que entró en el monasterio como monje para evitar su castigo. ¡Delató a tantos que necesitó varios días para hacerlo!

—Todos estaban ya muertos, ¡por mí que se los queden a esos cagones! —dijo la mujer con desdén.

—No son capaces de atrapar a nadie más. Condenaron a varios a la hoguera, pero eran de alta cuna o familiares de los cónsules. Y por supuesto éstos se negaron a arrestarlos. Todos ellos han huido, —explicó el porteador de agua.

El heraldo volvió a recitar los nombres y anunció que los restos mortales de los herejes serían quemados en la hoguera del Pré au Comte. Conminó a toda la población a congregarse en el lugar.

—¡Quien así obre, así acabará! —repitió a voz en grito, después ordenó a los jinetes que siguieran avanzando.

Los restos indefensos delante de Amaury se pusieron de nuevo en movimiento y desaparecieron de su vista siguiendo su recorrido por la ciudad. Incluso a Wigbold se le había encogido el ombligo.

Dio un rodeo para no pisar el lugar donde habían yacido los cadáveres y se dirigió apresurado hacia la puerta de la ciudad. Allí los detuvieron.

—Van a quemar a los herejes en el Pré au Comte. Todo el mundo está obligado a presenciar la quema.

A regañadientes se encaminaron hacia el prado donde los jinetes ya habían entregado su carga.

—Esto también pasa en Albi, hace tres años, —dijo Wigbold—. El inquisidor, casi colgado. Por ciudadanos. Salvado justo a tiempo.

Todo aquello era nuevo para Amaury. Miró sin dar crédito cómo amontonaban los esqueletos en la hoguera. Las calaveras parecían sonreír y mirarlo fijamente con sus cuencas vacías.

—Mejor que quemen muertos que no vivos, —opinó el frisón.

Los Buenos Cristianos quizá no lo consideraran tan grave, pensó Amaury. De ahí que el Bon Homme hubiera delatado sin escrúpulos a sus correligionarios muertos, para proteger a los vivos. Por lo menos, ésa era la única explicación que se le ocurría. ¿Qué significaban para ellos los restos mortales de un ser humano? No eran sino lo que ellos llamaban la túnica del demonio. ¿Acaso la firme convicción religiosa del delator le había hecho olvidar que aquel espectáculo representaba una amenaza para los simples ciudadanos y campesinos? El mensaje era claro: nadie estaba a salvo del largo brazo de la Inquisición, ni siquiera los muertos. El terror de los inquisidores fanáticos llegaba hasta el sepulcro. El rostro de Amaury adquirió el mismo color grisáceo que las cenizas que se acumulaban en la hoguera. Apartó la vista del espectáculo, se inclinó hacia Wigbold y dijo:

—Tengo que encontrar la tumba de Colomba antes de que la Inquisición le ponga las manos encima.

De súbito, todo lo demás parecía menos importante.