LAURAGAIS
1236
Un pequeño grupo de jinetes cabalgaba a paso lento por el bosque. Los precedía un caballero que caminaba junto a su caballo. Iba armado hasta los dientes. Lo llamaban Ranquilhós, el Cojo, porque tenía una pierna un poco más corta que la otra. Al parecer se la había roto hacía años y luego había tenido que cabalgar de Tolosa a París, por lo cual la fractura nunca se había curado del todo. Nadie sabía cómo se llamaba realmente ni quería saberlo. Lo buscaba la Inquisición porque había sido condenado y luego había huido, eso bastaba.
Junto a él caminaban dos hombres envueltos en mantos oscuros. No llevaban armas, sólo un fajo de pergaminos enrollados que habían ocultado debajo de sus ropas. Era su biblia, aunque estas sagradas escrituras no contenían más que el evangelio de san Juan.
Uno de ellos tenía el título de diácono, si bien nada en su aspecto delataba que ocupara tal dignidad. El otro era su compañero inseparable.
—Pero está escrito que la palabra se hizo carne, que la Virgen María fue fecundada por el Espíritu Santo y que Cristo nació de ella, —dijo el caballero.
El diácono negó con la cabeza.
—Eso es lo que predica la Iglesia de Roma. Pero nosotros creemos que no fue así.
—¿Cómo, entonces?
—Dejad que os lo explique, —empezó—. Existe un pájaro llamado pelícano que brilla como el sol y que sigue el movimiento de este astro. Dicho pájaro tenía crías que dejaba en el nido todos los días cuando se iba para seguir al sol. Un día, una bestia se acercó al nido y mutiló a las crías arrancándoles el pico.
El caballero escuchaba con atención. Los caballos avanzaban lentamente a sus espaldas, algunos jinetes estaban medio dormidos en la montura, otros miraban atentos alrededor. Llevaban todo el día viajando.
—Cuando el pelícano regresó y encontró a sus crías tan maltrechas y sin pico, las cuidó, —prosiguió el Bon Homme—. Pero cada vez que las dejaba solas, volvía a suceder lo mismo. Entonces, el pelícano pensó que debía esconder su luz y ocultarse cerca del nido para atrapar a la bestia en cuanto volviera a presentarse. Así no podría mutilar nunca más a sus crías ni robarles el pico. Y así fue como el pelícano consiguió engañar a la bestia y salvar a sus crías de las terribles mutilaciones que les causaba la bestia.
Hizo una pausa, miró alrededor y se adelantó a los demás adentrándose en una estrecha senda que serpenteaba entre los matorrales. El caballero abandonó el camino con su caballo y siguió a los dos Buenos Cristianos. Continuaron avanzando uno tras otro. Los demás caballos los siguieron sin que los jinetes tuvieran que indicarles el camino.
—Así es como el buen Dios ha creado a sus criaturas, —siguió explicando el diácono—, y el dios del Mal las mutilaba, hasta que Cristo dejó su luz y se escondió para que el dios del Mal no pudiera verlo. Bajó del cielo y cuando llegó a la tierra se ocultó como una sombra en la Virgen María, que lo llevó en su seno sin que él tomara nada de ella. Pues cuando llegó el momento, allí estaba el niño junto a ella y en aquel momento volvía a estar tan delgada como antes de su embarazo. De este modo vino al mundo y se encarnó. Consiguió engañar al maligno y echarlo a la oscuridad, y desde entonces el maligno no puede aniquilar a las criaturas del buen Dios.
Amaury asintió.
—¿Entonces Cristo no era realmente de carne y hueso?
—Cristo era un ángel que se escondió en un cuerpo falso compuesto de elementos celestiales. ¿Cómo podía él, el hijo de Dios, ser material? Todo lo material ha sido creado por el dios de las tinieblas. Todo lo material que hizo Cristo en la tierra era sólo apariencia.
—Pero los milagros que realizó, ¿cómo…?
—No existen los milagros. Las cosas no pueden cambiar así como así, salvo en la imaginación de las personas.
—Y los enfermos a los que curó, el paralítico y el ciego…
—No curó sus cuerpos, sólo sus almas. Padecían las consecuencias de sus pecados que enferman al alma.
Amaury sonrió. El modo en que hablaban los Bons Hommes le recordaba a Colomba. Siempre tenían lista una respuesta que borraba lo que le había enseñado la Iglesia católica. La lógica de los Buenos Cristianos era irrefutable. Sus palabras provenían de un realismo que era diametralmente opuesto a la otra fe, llena de milagros y misterios.
—Pero ¿acaso la Virgen y los santos no han realizado muchos milagros? —inquirió.
—¿Los habéis visto alguna vez? —preguntó agudamente el diácono.
—No, pero les ha sucedido a otros.
—¿Y vos lo creéis? ¿Pensáis realmente que una imagen, que un pedazo de madera puede hacer milagros? Eso sólo puede ser obra de la sugestión, o como mucho obra del diablo.
—Si Cristo no tenía un cuerpo humano, si no tenía cuerpo de carne y hueso, eso significa que tampoco padeció en la cruz.
—Cristo padeció. Lo insultaron, se burlaron de él y le escupieron, lo golpearon y le pusieron con una corona de espinas. En aquel momento dijo que estaba seguro de ser el hijo de Dios, porque el padre celestial le había advertido, cuando lo envió a este mundo, de que sería objeto de rechazo por los rechazados entre los hombres. Pero los perdonó, también al leproso que le escupió en la cara. Mas no murió en la cruz. El que fue crucificado era un demonio, un ladrón al que en el último momento hizo adoptar su figura. Éste murió en su lugar y regresó al infierno. Cristo subió al cielo sin morir.
—Porque su cuerpo, que no existía, no podía morir, —asintió Amaury—. Pero con ello no habéis contestado a mi pregunta: ¿cómo es posible que los Buenos Cristianos suban a la hoguera sin miedo?
Incluso cantan. ¡Es como si el fuego no los lastimara!
—No tan deprisa, ya llegaré a eso, —le reprendió el Bon Homme—. La misión de Cristo consistía en recordar a los hombres la procedencia celestial de sus almas. Tenía que brindarles el modo de reunificar esta alma con su espíritu, que los ángeles habían abandonado en el cielo con su caída. Los apóstoles fueron los primeros en recibir al Espíritu Santo. Y con el Espíritu Santo recibieron además la fuerza para poder transmitirlo y perdonar los pecados de quienes quisieran recibir al Espíritu Santo. Fue la última muestra de amor de Cristo ~ que recibieron los apóstoles después de que les anunciara que había llegado el momento de regresar junto a su padre.
Se detuvo. Había perdido el camino que estaba cubierto por completo de matorrales. Amaury detuvo el paso y escuchó atentamente. Sólo se oía el murmullo de los árboles y el sonido de los ~ pájaros en sus copas. Cuando el diácono hubo encontrado de nuevo el camino prosiguió su relato mientras andaba:
—Pues poco antes de que Cristo se despidiera de ellos les dijo que le podían pedir algo. Fuera lo que fuera, les sería concedido: Los apóstoles deliberaron entre sí y le pidieron seguridad, para así no temer a nadie. Pero él les respondió que eso era imposible.
¿Cómo querían, les dijo, que un siervo recibiera más que su señor?
Los apóstoles tuvieron que admitir que era razonable que les negara lo que le habían pedido. Volvieron a deliberar y Juan tuvo la idea de pedirle que les concediera la fuerza especial que él tenía, y que le permitía reunificar el alma y el espíritu a través de la imposición de manos. Así pues, le pidieron poder transmitir esa fuerza a otros para pasarla a los Bons Hommes y las Bonnes Dames, generación tras generación hasta el fin de los tiempos. Cristo les concedió la fuerza en nombre de su padre. El que menos supiera tendría la misma fuerza que el que más supiera, siempre y cuando fuera un Buen Cristiano y hubiera recibido la consagración. Les dijo que debían anunciar en todo el mundo su palabra, que había sido escrita por el Padre. E indicó a cada uno de ellos en qué país había de predicar. No debían renegar de su fe por duro que fuera el castigo o difícil la prueba.
»Pero también les legó una terrible prueba. Les dijo que había nueve castigos, de los cuales él soportaría ocho, pero el noveno tendrían que sufrirlo ellos. Al mismo tiempo les prometió ayudarlos para que pudieran soportar esa prueba. La novena prueba es el fuego de la hoguera.
Se había acercado a una cabaña construida en medio del bosque.
La pequeña comitiva se detuvo a cierta distancia del refugio. Una vez hubieron desmontado los jinetes, Amaury envió a uno de ellos hacia la cabaña para anunciar la llegada de los dos Bons Hommes. El diácono miró cauteloso alrededor y luego se dirigió al caballero.
—No sentimos el fuego, pues el fuego no puede afectarnos, —dijo—. A fin de cuentas, ya nos hemos distanciado de nuestro cuerpo, la túnica del demonio que abandonamos aquí en la tierra. Por ello subimos sin miedo y cantando en la hoguera. Subimos al cielo. Por ello podemos soportar el fuego y lo atravesamos con una sonrisa alegre.
—Para mí, eso es un milagro, —dijo Amaury.
Entre tanto, de la cabaña habían salido dos mujeres. Se acercaron a los Bons Hommes y los saludaron con una genuflexión.
Amaury sentía un profundo respeto por el diácono, un hombre muy atareado. Además de predicar y administrar el consolamentum a quienes querían apartarse del Mal y por consiguiente del mundo, tenía que visitar a los Buenos Cristianos una vez al mes, escuchar sus confesiones y aplicarles una penitencia adecuada, un ritual que llamaban apparelhamentum Por ello, él y su compañero visitaban con regularidad las casas donde vivían y trabajaban los Buenos Cristianos. La gente también prefería llamar al diácono para que administrara el consolamentum a los enfermos y heridos que lo solicitaran en su lecho de muerte. En la época en que el papa católico aún no había declarado la guerra a la Iglesia de Dios ni organizado la persecución ni la Cruzada contra ella, eso ya significaba una continua marcha por la zona que había sido adjudicada al diácono. Ahora tenía que moverse con sigilo y presentarse a destiempo en las viviendas de los moribundos para realizar su trabajo en el mayor de los secretos. Los Bons Hommes y las Bonnes Dames que tenía a su cargo ya no vivían en casas comunes en los pueblos y ciudades, sino que se habían dispersado. Si tenían suerte, podían permanecer en el castillo de un noble amigo o en el granero de un campesino. Otros tenían que esconderse en cuevas o sótanos o, como en este caso, en un refugio construido a toda prisa en el bosque. Eso complicaba mucho su trabajo de vigilar que los Buenos Cristianos siguieran por el camino recto, el diácono también se encargaba de su seguridad.
Eso significaba que tenía que estar continuamente al corriente de las posibles acciones de guerra y de las actividades de la Inquisición, para poder avisarlos a tiempo y trasladarlos a otro escondite.
Si llegaba tarde, debía intentar rescatarlos Entre tanto; tenía que cumplir las promesas que habían hecho todos los Bons Hommes: ayunar tres días a la semana y observar los tres grandes períodos de ayuno al año.
Debido a todas estas actividades, un diácono corría más riesgos que los demás Buenos Cristianos de ser atrapado por la Inquisición.
Sabía que Amaury era un guardia avezado y de confianza que le ofrecía la protección que tanto necesitaba. Por lo visto, el caballero no tenía a nadie más en el mundo que necesitara sus servicios y sí suficientes razones para no caer en manos de la Inquisición. A cambio de una costosa armadura y un caballo, acompañaba al diácono y a su ayudante allí donde quisieran.
Ahora Amaury esperaba fuera con algunos de sus hombres mientras los demás, que eran creyentes de la Iglesia de Dios y que habían contraído la convenenza, asistían a la ceremonia en el interior de la cabaña. Sabía exactamente cómo era el ritual. El diácono estaría de pie frente a las Bonnes Dames arrodilladas. Sacaría el sagrado libro de entre sus vestiduras y lo mantendría delante de su pecho. A través de las finas paredes podían oírse las palabras que pronunciaba la Bonne Dame de más edad.
—… pues son innumerables los pecados con que disgustamos día tras día a Dios, de día y de noche en palabras, actos y pensamientos, voluntaria o involuntariamente y sobre todo por la voluntad que nos han dado los malos espíritus con la carne que nos envuelve.
Eran las palabras usuales que pronunciaban siempre los Buenos Cristianos, hubieran o no pecado de nuestras lenguas salen palabras inútiles, conversaciones vanas, risas, burlas y maldades, calumnias contra hermanas y hermanos, por lo cual no merecemos juzgar ni condenar los pecados de nuestros hermanos y hermanas… Oh, señor, condena los pecados de la carne, no tengas piedad de la carne nacida de la perversidad, mas ten piedad del espíritu preso en ella…
Amaury conocía el texto casi de memoria. También sabía cuál sería la penitencia. El diácono les impondría un ayuno de tres días a base de pan y agua. Recordó la primera vez que había besado a Colomba, en el camino entre Salsigne y Cabaret. Le habían impuesto un castigo de nueve días de ayuno de pan y agua y ése había sido un castigo más leve del que se esperaba por haber tocado a un hombre sin quererlo ella. Mucho más tarde, Colomba le había contado que la habían vuelto a castigar una vez más, pero en aquella ocasión porque había admitido haber deseado un beso, y eso era más grave. Siete días sin comer ni beber fue la penitencia que le impusieron, aunque no fueran días consecutivos.
El ritual en el refugio de las Bonnes Dames había llegado a su fin. Se dieron un beso de paz, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, seguido de un beso sobre el libro sagrado. El diácono partió el pan y junto con los soldados creyentes tomaron la frugal comida, durante la cual los Buenos Cristianos bebían vino al que habían añadido tanta agua que apenas sabía al preciado licor.
Amaury comió con los demás soldados en el campamento que habían levantado. No hablaban. Se mantenían atentos a cualquier ruido y con los ojos registraban continuamente las inmediaciones.
No se atrevieron a encender una hoguera, pues podrían ser vistos a muchas millas en la oscuridad de la noche que caía rápidamente sobre ellos. El caballero estiró las piernas con gesto de cansancio y se rascó la espalda contra el tronco de un árbol que había elegido para apoyarse.
Era curioso. Durante todos los años que había pasado en la cómoda seguridad del viejo castillo de Poissy, una larva llamada desasosiego le había roído las entrañas hasta casi destruirlo. Ahora que vivía como un fugitivo errando de un lugar a otro, se sentía como nuevo. Tenía la certeza de que ello no se debía a las sabias lecciones de los Buenos Cristianos. Todas sus prédicas no habían conseguido convencerlo de que aceptara de nuevo la convenenza. Era más bien la sensación de que, por primera vez, su vida no dependía de las decisiones de otros, sino de las suyas propias.
Además sabía exactamente lo que quería hacer, aunque había de tener paciencia para poder llevarlo a cabo. Lo había perdido todo, no poseía más que lo que llevaba puesto, el caballo y las armas que le habían dado. Cierto es que los Bons Hommes le pagaban religiosamente por sus servicios, mas habría de pasar mucho tiempo antes de que tuviera lo suficiente para llevar a cabo el plan que acariciaba. Pues si Colomba había sido en efecto secuestrada por Sicard, el despechado prometido, ahí estaba el motivo. Tenía que intentar recuperar la herencia de Colomba. Pero Limousis era un feudo de Cabaret, que desde la paz de París estaba en manos de los franceses, quienes tampoco tenían derecho a esa herencia. Si había alguien que pudiera reclamarla, ese alguien era el hijo que él había engendrado. Su primer objetivo era encontrarlo, al menos si aún vivía. A través de los contactos con los Buenos Cristianos y los que los apoyaban podía reunir la información necesaria. Después, tendería con esmero sus trampas. Necesitaría el apoyo de una banda armada, faidits, mercenarios, quien fuera. Lo que le resultaba imprescindible ante todo era la cooperación del señor feudal y ése seguía siendo Raimundo de Tolosa. Para lograrlo, necesitaba diplomacia y paciencia. Había esperado veinticuatro años. ¿Qué significaban unos cuantos años más o menos?
Amaury desenvainó la espada, la daga y el hacha de guerra. Deslizó los dedos por los filos y comprobó con las uñas que estuvieran afilados, buscando una desigualdad, una mancha de herrumbre, una rebaba. Limpió y afiló las armas hasta que quedaron como nuevas.
Algo se movió cerca de la cabaña. Enseguida levantó la vista y siguió los movimientos del Bon Homme que acompañaba al diácono en todos sus viajes. El hombre miró a su alrededor como buscando algo, hasta que su mirada se posó en el caballero. Se acercó a él.
—Creemos que es mejor trasladar a las mujeres a otro refugio, —anunció.
Típico, pensó Amaury. Cualquiera diría: es mejor. Pero dado que nada era seguro en este mundo y que los Buenos Cristianos no podían mentir, ellos creían que era mejor. Miró fijamente el filo resplandeciente de su espada.
—¿Por qué?
—El inquisidor ha asesinado a varias personas en Laurac. Tememos que las mujeres corran peligro. Sus familiares acudían con regularidad a este lugar para traerles víveres y para venerarlas. Si alguien los ha visto, vendrán a buscar aquí.
A Amaury no le cabía la más mínima duda de que ello podía ciertamente suceder.
—¿Dónde? —preguntó.
—Pensamos que ha llegado el momento de llevarlas a Montségur.
—¿Cuándo?
—Cuanto antes.
—Montségur está a varios días de viaje desde aquí, —constató Amaury.
—Es suficiente con que vayáis hasta Queille, eso está a medio camino, a una milla de Mirepoix. Allí las recogerán.
—Prefiero llevarlas personalmente.
—Creemos que es más seguro que utilicemos nuestros confidentes en Queille. Conocen la ruta hacia el burgo, saben si es segura y conocen a los hombres que vigilan las vías de acceso.
Amaury permaneció en silencio sin dejar de abrillantar sus ya relucientes armas. Cada vez más Buenos Cristianos se refugiaban en Montségur, el castillo en el que, hacía algunos años, el obispo de la Iglesia de Dios había establecido su sede. No sólo era un refugio para los Buenos Cristianos que no se sentían seguros debido a las actividades de la Inquisición, sino que además se había convertido en una especie de lugar de peregrinación al que acudían los creyentes del Verdadero Cristianismo para oír las prédicas de sus guías espirituales y recibir su bendición, o para visitar a parientes que habían ingresado en la Iglesia y que permanecían por un tiempo en la montaña. Si podía llegar a saber algo sobre Colomba, sobre lo que les había sucedido a ella y a su hijo, era en Montségur. Pero parecía ser que los señores que daban cobijo a los Buenos Cristianos y garantizaban su seguridad vigilaban estrechamente los alrededores del castillo. Se decía que atrapaban y encarcelaban a cualquier sospechoso hasta aclarar qué buscaba allí. ¿Acaso había una excusa mejor que la de acompañar a dos Bonnes Dames?
—Si me confiáis a las Bonnes Dames ya me haré cargo de ellas hasta el final, —dijo.
—Aprecio vuestra preocupación, pero el diácono también os necesita. Dicen que hay más hermanos y hermanas en esta zona que están amenazados por la Inquisición.
Amaury acarició el filo de su daga, tan afilado que habría complacido a un carnicero.
—Llevaré a las mujeres sanas y salvas a Queille, —dijo por fin.
El Bon Homme no se movió. Amaury lo miró sin dejar de sostener las armas.
—Primero hemos de dejar descansar a los caballos, Y a mis hombres. Todos necesitamos descansar, —aclaró.
—Por supuesto, —respondió el otro sin moverse aún.
—¿Qué queréis?
—Deseáis vengaros, —dijo el eclesiástico—. La venganza pende sobre vuestra cabeza como una daga. Vuestra mirada es penetrante como un relámpago. ¿Acaso no sabéis que Cristo condenó la ley del talión? ¿Que por ello rechazó el Antiguo Testamento? Cristo predicaba el amor. Perdonad y seréis perdonados. La venganza es cosa de bárbaros. La venganza quizá cure las heridas, pero deja cicatrices que os desfigurarán para siempre.
Lentamente depositó Amaury sus armas en el suelo.
—Nadie lo sabe mejor que yo, —dijo—. El ángel de la venganza es un demonio.