TOLOSA

Otoño de 1235

En la penumbra gris de la mazmorra, la muerte de sus cuatro compañeros de celda lo perseguía constantemente. Una y otra vez veía cómo los cuerpos medio carbonizados desaparecían en las llamas y luego se veía a sí mismo, de pie en el patíbulo, maltrecho, cubierto de ignominia, pero vivo. No sentía remordimientos. Se había desembarazado de todos los sentimientos de culpa. Lo que otros hicieran con su vida y las consecuencias que de ello se derivasen era asunto suyo. Por lo pronto, él tenía un único objetivo: escapar de aquella miserable mazmorra. El tiempo diría cómo.

No estaba nunca solo. De vez en cuando traían a otros prisioneros. Una vez tras otra se repetía la misma escena. Al principio se rebelaban, estaban furiosos con quienes los habían delatado, indignados por la injusticia que se cometía con ellos. Luego, después del primer interrogatorio, venía la impotencia. A partir de ese momento, Amaury notaba que empezaban a deteriorarse físicamente. Si tenía lugar un segundo interrogatorio, casi siempre meses más tarde, o un tercero, el efecto era aún más dramático. Sin poder hacer otra cosa, esperaban como aturdidos la sentencia. Al verlos, Amaury se daba cuenta de cómo debía de estar él. Por último venía la sentencia y luego no los volvía a ver. Alguno que otro se quedaba para siempre, como él. Entre ellos había un músico.

Llevaba cerca de seis meses encerrado cuando un nuevo prisionero le comunicó que en Narbona se había declarado una fuerte resistencia contra los métodos de la Inquisición. Los disturbios eran tan intensos que casi podía hablarse de guerra civil. Unos días más tarde, uno de los prisioneros, un mercader, se enteró, camino de su interrogatorio, de que el inquisidor de Tolosa había cometido la insensatez de citar ante el tribunal a doce notables.

—Eso no sólo ha despertado la ira de los ciudadanos, sino también del conde Raimundo, —declaró el mercader—. Los notables hicieron saber al inquisidor que más le valía abandonar la ciudad. Pero él no tenía intención de hacerlo. Luego, los cónsules le enviaron a la milicia para que quedara bien claro que hablaban en serio.

—¿Y se irá? —quisieron saber los demás.

Nadie conocía la respuesta.

Algunos días más tarde llegaron hasta los calabozos unos ruidos que hacían sospechar que estaban arrasando el edificio que había encima de ellos. El mercader se levantó. Apretó la cabeza contra las rejas de la puerta.

—Seguro que se ha declarado una rebelión. Eso se veía venir, —dijo.

Los hombres, que como siempre estaban sentados en el suelo, apoyados contra las paredes de la celda, se animaron un poco. El músico empezó a cantar con voz contenida.

—¡Por el amor de Dios! —siseó alguien—. ¿Acaso quieres sumirnos en la desgracia?

—Oí esta canción en Tolosa cuando me condenaron, —dijo Amaury—. Está prohibida. ¿De dónde la has sacado?

—El trovador Guilhem Figueira la compuso hace unos años, durante la rebelión del joven conde. Antes de que se doblegara ante Luis. La canción es muy popular entre los faidits, —dijo sonriendo el músico.

—¿Habrán entrado en el edificio? —inquirió el mercader esperanzado.

El músico siguió cantando, cada vez más alto.

Que Dios otorgue al conde fuerzas y poderes para esquilar, desollar y matar a los franceses. Por mí puede molerlos a palos y dejar que lloren amargados. Que yo a Dios rogaré que las ofensas de Roma no olvide y proteja a nuestro señor conde.

El mercader sacudió las rejas de la puerta gritando que allí había prisioneros de la Inquisición que querían salir. No hubo respuesta.

Amaury lo apartó y empezó a tabletear con un cuenco contra las rejas. Pasó mucho tiempo antes de que se presentara alguien. Al parecer, era un miembro de la milicia urbana.

—¡Dejadnos salir! —gritó el mercader, apartando esta vez a Amaury.

—¿Sois víctimas del inquisidor?

—¡He sido condenado injustamente! —gritaron a la vez algunos prisioneros.

El soldado miró receloso a través de las rejas. Su rostro se iluminó cuando vio a un conocido. El ruido de los cerrojos provocó gritos de alegría. El músico cantó a pleno pulmón:

Roma, que Aquél que es luz y es vida y la salvación eterna, te abandone a tu suerte. Eres vil y mezquina, y siembras la muerte. Roma, traidora, raíz del Mal e inquisidora, morirás en el infierno si no vas con tiento.

—¿Qué pasa? —dijo jadeando Amaury mientras corría junto al guerrero.

Después de subir por una estrecha escalera habían enfilado un pasillo y ahora cruzaban un patio.

—Hemos echado de la ciudad a los aduladores católicos. Uno ya no podía fiarse ni de sus propios hermanos. ¡Todos delataban a todos con tal de salvar el pellejo!

Cuando llegaron a la calle oyeron los gritos de júbilo del pueblo que se había congregado allí. Amaury se quedó de piedra. Por doquier se veían milicianos que huían con objetos valiosos.

—¡Los documentos de la Inquisición! —gritó al hombre que lo había liberado.

—¿Qué?

—Los informes del inquisidor, ¿dónde están?

—¡Y yo qué sé!

—¿Dónde está tu comandante?

—Por ahí debe de andar, —dijo señalando hacia adentro.

Amaury volvió sobre sus pasos, cruzó de nuevo el patio y entró en el edificio. Dentro, el caos era completo. Alguien cruzaba el refectorio con un caballo robado. Otro se llevaba un enorme candelabro. Amaury no encontraba por ningún lado nada que se pareciera a los documentos de la Inquisición, hasta que vio a alguien con una caja.

—¿Qué tienes ahí?

—¡Vete al infierno! —gritó el saqueador, temeroso de que le quitaran el botín de las manos.

—¡Ábrelo! —lo dijo con el tono autoritario de un caballero, aunque no tenía armas para dar fuerza a sus palabras. Por un momento había olvidado que su aspecto era tan miserable como el de los demás prisioneros.

—¡Búscate algo tú mismo, hay suficiente! —gruñó el hombre al tiempo que lo apartaba.

—¡Puedes quedártelo todo, sólo quiero saber si son documentos!

Antes de que el otro pudiera contestarle ya había abierto la tapa de una patada. Amaury vio que tan sólo contenía vestiduras sacerdotales. En ese instante se percató de que olía a quemado. Dejó solo al saqueador de la caja y registró el edificio hasta que en otra estancia encontró a unos hombres alrededor de una pila de pergaminos que ardían en medio del suelo de baldosas. Sin pensarlo ni un momento se abalanzó sobre el fuego y empezó a apagarlo con los pies.

—¡Idiotas! —les gritó.

Se quedó parado un momento tambaleándose y sin aliento. Después se agachó para recoger una hoja medio quemada. Alguien se la quitó de las manos con igual rapidez.

—Serán documentos viejos. Se han llevado los casos pendientes. Lo que aquí dice no le interesa a nadie, amigo, —dijo el comandante de la milicia urbana.

—¿Quién eres tú para juzgarlo? ¡Tú no has estado ante el tribunal, tú no has sido condenado como un perro! Tengo que saber quien me metió entre rejas con sus mentiras. Después puedes destruirlo todo.

Sus argumentos parecieron gustar a los presentes. O quizá fuera su miserable figura lo que les infundió respeto. Sea como fuera, los hombres retrocedieron y le dejaron hacer.

Eran en efecto documentos de la Inquisición. Agachado junto a las hojas que por fortuna sólo se habían quemado en parte, Amaury buscó febrilmente su propio nombre. Se sentía espoleado por la manifiesta impaciencia de los hombres a su espalda. Le dolían los ojos del esfuerzo. Allí estaba su nombre en latín, Aman de Pisciaco, sólo parcialmente dañado por las llamas. Sacó la hoja del montón y leyó apresuradamente las líneas. Una lista de prisioneros condenados, nada más. Dejó caer el documento, se incorporó e hizo una seña al comandante para que continuara con su trabajo. Con una mueca convulsiva devolvió el pergamino a las llamas.