TOLOSA

Primavera de 1235

¿El destierro? Permanecer durante diez años en Tierra Santa para luchar contra los infieles y después, a la vuelta, llevar la cruz amarilla cosida a sus ropas, por lo cual quedaría estigmatizado por el resto de su vida. ¿O la prisión perpetua? Consumirse en una miserable celda. ¿Durante cuánto tiempo? Ahora tenía cuarenta y tres años.

¿Cuánto tiempo podía vivir un hombre en esas circunstancias? Demasiado. Era asombroso lo mucho que podían aguantar algunas personas. ¿O la hoguera?

La sentencia que se cernía sobre su cabeza aún no había sido dictada. Después de tres meses había sido arrestado por la Inquisición. Al cabo de medio año lo habían enviado, por falta de pruebas, al tribunal de Tolosa, donde al parecer constaban más testimonios contra él.

Tenía un consuelo: Simón se había quedado con las ganas. Bien es cierto que se había instalado en una de las casas que poseía en la zona sur de París, para regodearse contemplando de cerca y con una sonrisa en los labios cómo Amaury comparecía cada día en la oficina de la Inquisición. Cual buitre que espera pacientemente hasta que el depredador suelte su presa. Había vuelto a impugnar los derechos de nacimiento de los hijos de Beatriz afirmando que los había tenido fuera del matrimonio. También había intentado utilizar la sospecha de herejía que pesaba sobre su tutor para mancillar a los niños y conseguir así que perdieran sus derechos. Pero Amaury no sólo había subestimado a su primo, sino también a la madre de sus hijos. Por una vez, Beatriz se había superado a si misma. Se había dirigido a la reina Blanca, quien hizo prevalecer su sentido de la justicia por encima de su aversión hacia los herejes, y se hizo cargo de los niños. Era un mal trago pensar que de este modo Gasce, Roberto y Juan se convertirían irremediablemente en acérrimos enemigos de la herejía, pero en cualquier caso ello garantizaba también su futuro. Finalmente, Simón se había resignado a su suerte y se había retirado en su finca cerca de Aigremont, pues Gasce había cumplido la mayoría de edad. Ya no había modo alguno de que Simón pudiera arrebatarle su herencia.

Era un misterio de dónde había sacado el inquisidor de Tolosa sus pruebas. Parecía saberlo todo, no sólo sobre la relación entre Amaury y Colomba, sino también sobre su papel en la resistencia contra el ejército de los cruzados, durante los asedios de Lavaur y Tolosa. Estaba al corriente de su complicidad en la huida de Béziers de Colomba y de los niños que ella tenía a su cargo, algo que sin duda era un testimonio de Simón. El que consideraran demostrado que Amaury había desertado antes de la caída de Alaric y se había unido a los faidits también debía proceder de Simón. Asimismo el inquisidor estaba enterado de su huida de Lavaur con Colomba, e incluso le acusaba del asesinato del sargento de Roberto. Eso era curioso. Nadie podía saber lo que había sucedido aquella noche, salvo Colomba y el verdadero asesino, el hombre que los perseguía. O tenía que ser Wigbold. ¿Acaso lo había denunciado el maldito frisón?

Tendría que haberse desembarazado de él encerrándolo en la leprosería fuera de las puertas de París, tal como había amenazado. Tal vez la paz que predicaban los Buenos Cristianos le había contagiado más de lo que le convenía. No, no podía ser Wigbold, pues sólo había aparecido en escena después del asesinato.

Todo eso tenía poca importancia para el grado de la pena. Hacía tiempo que Amaury había perdido las esperanzas de librarse con un castigo leve, como por ejemplo algunas peregrinaciones, una multa y tener que llevar la cruz amarilla.

Compartía celda con un tejedor y un peletero de Tolosa y dos Bons Hommes que unos días antes habían sido trasladados desde Lavaur para ser juzgados en Tolosa. El tejedor era un simple trabajador, casado y padre de varios niños. Durante los interrogatorios había insistido siempre en su inocencia. A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, el inquisidor lo había condenado como un hereje impenitente a morir en la hoguera. Todos los tejedores eran sospechosos pues su oficio era también el de los Bons Hommes. Mientras se lo llevaban a la hoguera no cesaba de clamar su inocencia, y los indignados habitantes de Tolosa, hartos del terror de tanta difamación, habían atacado su escolta. El tejedor había sido devuelto apresuradamente a la celda.

—¿Queréis recibir el don de Dios y esta sagrada oración que Cristo trajo al mundo desde la corte celestial y enseñó a sus apóstoles, y que los apóstoles enseñaron a su vez a los Bons Hommes, que la transmitieron a los Bons Hommes hasta el día de hoy?

A falta del evangelio de san Juan, que siempre había llevado consigo en varias hojas de pergamino, el Bon Homme colocó sus manos sobre la cabeza inclinada. El tejedor, que estaba arrodillado frente a él, contestó afirmativamente. Juntó las manos y las colocó entre las del Bon Homme.

—¿Prometéis a Dios y a la Iglesia que a partir de ahora no tomaréis carne, queso, huevos ni grasas animales, y que viviréis castamente?

Como si pudiéramos conseguir eso aquí, pensó Amaury. Los Buenos Cristianos llevaban días sin probar alimento alguno, a la espera de su inevitable ejecución y él daba buena cuenta de la comida que ellos no tocaban. La promesa de castidad tampoco sería demasiado dura de cumplir. Allí no había mujeres, a excepción de la esposa del carcelero que de vez en cuando les traía agua. Y un hombre tenía que estar muy desesperado para querer violarla.

—Esta es la oración que Cristo trajo a este mundo y que enseñó a los Bons Hommes. No comáis ni bebáis nada sin antes haber dicho esta oración. Si algún día la olvidáis, tendréis que hacer penitencia.

—La recibo de Dios, de vos y de la Iglesia, —murmuró el tejedor con voz ahogada, tras lo cual los Bons Hommes abrazaron y besaron al hombre emocionado hasta las lágrimas.

El peletero había dado la espalda a esta escena. Amaury juntó las manos y rezó con ellos los siete padrenuestros que cerraban el ritual.

Acababa de pronunciar las palabras panem nostrum cotidianum cuando el más anciano de los Bons Hommes lo miró de reojo enarcando una ceja.

Adoremus Patrem et Filium et Spiritum Sanctum, —repitió tres veces el más anciano después de haber completado la serie de padrenuestros. Luego se dirigió a Amaury—: Si un cordero da balidos es porque no puede hablar, —le dijo severamente.

—¿A qué os referís?

—Nadie puede pronunciar la oración del Señor a no ser que se encuentre en el camino de la verdad. Para quienes aún no han recibido el pater hay otras oraciones. Con ellas rezáis por el pan de cada día, el alimento que llena vuestro vientre, el alimento con el que vuestros sacerdotes hacen sus trucos.

El peletero empezó a reír nerviosamente. El más anciano de los Bons Hommes le impuso silencio con una expresión grave.

—Tendríais que rezar por el pan sobrenatural, panem nostrum supersubstantialem, El pan al que nos referimos aquí, son las palabras de Aquél que vino del cielo. Pues está escrito: “Cuando hubo comido, cogió los restos y se los dio a ellos y Él dijo: éstas son las palabras que os dije cuando estaba entre vosotros. Y después los iluminó para que comprendieran lo que estaba escrito”. Este pan es la doctrina que nos trajo Cristo y que es nuestra salvación. La Iglesia de Roma engaña al afirmar que, al bendecirlo, sus sacerdotes pueden convertir el pan en la carne de Cristo. Los doctores de la ley de la Iglesia católica han cambiado las palabras que nos transmitieron los apóstoles de primera mano. Roma se ha desviado del Verdadero Cristianismo y ha manipulado la doctrina de los apóstoles falsificando los viejos textos. Vuestra oración es una ofensa. No os halláis en el camino de la verdad pues juráis, mentís y pecáis, coméis carne y yacéis con mujeres. Cuando rezáis el padrenuestro cometéis un pecado mortal.

—Vuestra Iglesia ha hecho sus propias leyes, dogmas y decretos, y luego ha prohibido a todos comprobar la verdad o siquiera cuestionarla, —añadió el segundo Bon Homme—. Vuestro Papa quiere obligar a todos a abrazar la falsa fe y lo hace a punta de espada. Ha predicado una guerra santa cuyo único resultado sólo puede ser la muerte. Con ello va en contra de las santas escrituras a las que invoca.

—Vuestro papa quiere someter a todo el mundo a su autoridad por medio de la antorcha con la que encienden la hoguera, —prosiguió el primero—. Lo llaman jurisdicción eclesiástica.

—Sólo un siervo del demonio utiliza semejantes métodos, —añadió el otro—. ¿Cómo puede un tribunal eclesiástico juzgar si Cristo dijo: “No juzgues y no serás juzgado. Y no condenes y no serás condenado. Suelta y te soltarán”? Pero no, los jueces eclesiásticos sentencian a la pena de muerte. Esos dominicos que se hacen llamar predicadores deberían declarar que no hay que matar. ¡Qué contradicción!

—No se trata de lo que uno ha de creer, sino de lo que quiere creer, —siguió diciendo el más anciano—. El dios del Mal se comporta como el gobernante terrenal que es: ordena, se venga y castiga. El Dios que ama no hace más que abrir los brazos. Mientras améis la vida y los placeres de este mundo, estaréis entre el Mal.

Amaury se sentía como si lo hubiera pisoteado un batallón entero. Sacudió la cabeza.

—El Bien y el Mal se han disfrazado. Se han metido en la piel del otro, —dijo malhumorado—. Ahora aborrecen las vestiduras del otro.

—Tiradlas, —dijo el más anciano de los Bons Hommes—. Dejad esas vestiduras de Satanás, esa piel de Satanás, quemadlas. Dejad que el Mal se consuma en el fuego hasta que el espíritu pueda elevarse.

—Ponte en manos de los Buenos Cristianos, como yo, —dijo el tejedor—. Aprovecha esta oportunidad para tener un buen fin. Luego, cuando nos haya consumido el fuego, estarás perdido.

—No tengo ningún interés en morir en la hoguera.

—Me pregunto qué es peor, —dijo el tejedor.

Amaury lo miró largo rato en silencio. Quizá tuviera razón.

Pudrirse el resto de su vida en una celda era un suplicio mucho más largo. Casi empezaba a desear esa sentencia, la hoguera, un tormento corto e intenso, y luego nada más. ¿Nada? El purgatorio y luego el infierno, un suplicio que duraría eternamente. ¿O acaso era posible regresar a una siguiente vida para repetirlo todo de nuevo y mejor?

—En realidad es una forma de huir, —dijo finalmente.

—Sí, huir, ¡eso es lo que hacéis vosotros! —exclamó el peletero, que hasta entonces se había mantenido al margen de la discusión.

Primero sembráis cizaña y luego huís. ¿Sabéis lo que está pasando en la ciudad? Durante Semana Santa, los dominicos han alentado a los ciudadanos a confesar o a delatar a quienes se hubieran comportado de forma sospechosa. Los que no se presentaban voluntariamente eran arrestados. El monasterio de los dominicos se llenó enseguida de gente. Yo mismo fui víctima de las difamaciones. Nunca he tenido nada que ver con la herejía, hasta hoy. Ahora me habéis convertido en contra de mi voluntad en testigo de vuestros sacramentos heréticos. Por ello quizá tenga que pudrirme durante el resto de mi vida en esta miserable mazmorra.

—Nosotros creemos que ésa es una liberación, —dijo el Bon Homme con precaución, ignorando las palabras del peletero—; en cualquier caso, una liberación provisional. El consolamentum no es en sí un salvoconducto para ir al reino de los cielos, sino sólo después de que el converso se haya purificado durante mucho tiempo. Para él o ella, la muerte es una liberación definitiva. El bautismo le garantiza la redención. Eso es más de lo que puede prometer la Iglesia romana. Deberíais pensar en ello y mientras estemos aquí nosotros, podremos ayudaros. El bautismo con el fuego del Espíritu Santo os otorga en cualquier caso la certeza de que regresaréis en un cuerpo más apto para poder aspirar a un buen fin en una próxima vida.

—Aún debo empezar mi vida, esta vida, —dijo Amaury.

El Bon Homme lo miró sin entender, pero Amaury no tenía ganas de explicarlo todo. Durante veinte años había esperado el momento de poder regresar a este país, pero no para morir.

—Me alegro de que nos hayamos librado de estos tipos, —dijo el peletero—. ¡Te delatan enseguida, porque no pueden mentir!

Amaury se habría abalanzado sobre el hombre, de no haber sido porque tenía las manos atadas en la espalda. Concentró su atención en los Bons Hommes, a los que conducían hacia estacas instaladas delante del patíbulo. Comprendía por qué se habían apresurado de repente a ejecutar la sentencia. Los Buenos Cristianos estaban tan debilitados a causa de su ayuno riguroso, que apenas se mantenían sobre sus pies. El inquisidor temía que la muerte se los llevara antes de que el verdugo pudiera ponerles las manos encima. Avanzaban con notable calma hacia el lugar donde iban a ser ejecutados. Mientras los ataban a las estacas con las manos en la espalda, entonaron casi al unísono un cántico. El tejedor, que había pedido ser ejecutado con ellos, fue conducido poco después hacia la tercera estaca.

Una cuarta estaca estaba aún vacía.

A continuación otros tres acusados fueron condenados a penas que iban desde peregrinaciones de castigo, hasta cinco años de servicio en Tierra Santa. Les pusieron la cruz amarilla en las ropas. En el patíbulo sólo quedaban Amaury y el peletero. Aquél oyó que pronunciaban su nombre. Se volvió con la cabeza erguida hacia el dominico que leía la sentencia, demasiado orgulloso para manifestar su miedo, aunque el corazón le latía con fuerza en el pecho y sus manos estaban empapadas de sudor. La multitud que se había congregado estaba muy alborotada.

—A la luz de los testimonios, el tribunal considera demostrado que vos, Amaury de Poissy, habéis mantenido contactos con la herejía. Dado que os habéis negado a descubrir los nombres de estos herejes, se considera demostrado que sois un protector de los herejes. Además, os habéis opuesto repetidas veces a la paz y a la fe.

Esto último tenía que ver a todas luces con su participación en la lucha contra el ejército de los cruzados. Su rostro permanecía impasible. Involuntariamente dirigió la mirada hacia la cuarta estaca.

Contuvo la respiración y se mordió el labio inferior.

—Habéis reconocido vuestra culpa, habéis abjurado de la herejía y habéis pedido reconciliaros con la Iglesia romana. Por ello se os concede el perdón. Tan sólo seréis condenado a prisión perpetua.

Se oyeron abucheos. En medio del alboroto, Amaury repitió mecánicamente las palabras con las que abjuraba públicamente de la falsa fe, suplicaba el perdón de la Iglesia y pedía reconciliarse con ella, sin oír lo que decía. Se desvistió y se arrodilló ante el sacerdote que flageló su espalda con un azote. Todo le parecía carecer de importancia. Por fin le dejaron retirarse.

Entonces llamaron al peletero. Enumeraron sus crímenes contra la Iglesia. También en su caso la prueba decisiva habían sido los testimonios contra él. Pero el peletero había insistido tenazmente en su inocencia y por ello se le consideraba un hereje impenitente. Se hizo un profundo silencio. El rostro del hombre se tornó lívido.

Miraba perplejo y sin comprender al dominico que lo entregó al poder secular, representado por dos soldados que condujeron al aún estupefacto peletero hacia la cuarta estaca. Después, todo sucedió con suma rapidez. Amontonaron paja y leña alrededor de los pies de las víctimas. Una antorcha prendió la voraz leña, las llamas se elevaron al cielo.

Los Bons Hommes dieron ánimo al tejedor, se miraron entre si una vez más y luego alzaron los ojos al cielo. Sus labios murmuraban una oración. El tejedor los imitó.

—Soy inocente. Soy un simple trabajador. ¡Creo en la fe católica! —gritaba el peletero, retorciéndose de miedo y tirando de las cuerdas que no se aflojaban.

El soldado que llevaba la antorcha en la mano titubeó.

—¡Es inocente! —gritó una mujer desde la muchedumbre.

Otros repitieron su grito y empezaron a pedir clemencia. El soldado miró al inquisidor y a su séquito, que presenciaba la ejecución junto al patíbulo. El rostro del clérigo permaneció inmutable. Asintió fugazmente con la cabeza. El soldado introdujo la antorcha en la paja.

El fuego ya había empezado a chamuscar la piel del tejedor. Tenía la boca abierta de par en par, como si bostezara. No emitía ningún sonido. Los Bons Hommes cantaban y mantenían los ojos alzados al cielo despejado. Gradualmente, sus voces se fueron debilitando.

El hedor de la carne quemada se propagó por la plaza. El tejedor tenía el rostro contraído de dolor. El peletero seguía tirando y torciendo las cuerdas como un loco. Había recuperado el color en su cara, incluso empezaba a ponerse morado, cuando de súbito se desvaneció.

—¡Asesinos! —gritó alguien.

—Calla, que si no te quemarán también a ti. ¡Por cualquier minucia te condenan como hereje! —exclamó otro.

Sólo unas cuantas personas reían. Cuando las voces de los Bons Hommes se hubieron apagado, otra voz entre la muchedumbre empezó a entonar su cántico. Sólo que era una canción distinta.

Porque te apartaste del verdadero camino, oh, Roma, cientos de miles murieron sin razón. ¡Sin duda no entrarás en el cielo! Quien te siga por tu camino puede considerarse perdido; quien te siga a ti llegará al infierno y por Satanás será elegido.

Algo voló por los aires. Un fruto maduro se estrelló a los pies del inquisidor. El clérigo miró alrededor, murmuró algo entre dientes a sus compañeros, a continuación se volvió con serenidad y abandonó el espectáculo. Amaury tuvo tiempo de ver al último condenado consumirse en las llamas cuando los soldados lo devolvían a los calabozos. Detrás de él sonaban, invisibles entre la muchedumbre, las voces que seguían entonando la canción prohibida:

Roma, por doquier se oye afirmar: los cráneos con tonsuras encogen al afeitar. Dejad pues que os amputen los sesos. Tenéis sangre en las manos de Béziers, que ardió y padeció los horrores; Roma y Citeaux, con eso no conseguiréis honores sino la vergüenza eterna.