PARÍS

Verano de 1234

Alguien debía de haberle delatado. Si no, no podía explicarse por qué lo había convocado la Inquisición. Su confesor, el monje que le asegurara, años atrás, que había mostrado suficiente arrepentimiento y había hecho bastante penitencia, le explicó ahora que sería excomulgado irremediablemente si se negaba a comparecer ante el tribunal. Además, lo arrestarían en poco tiempo. Por supuesto, podía huir, pero en sí ello bastaría para etiquetarlo de hereje y condenarlo en rebeldía. Además, Simón aprovecharía la ocasión, pues Gasce contaba trece años y por consiguiente aún le faltaba uno para alcanzar la mayoría de edad. Lo cierto era que no tenía elección.

Beatriz le suplicó que hiciera caso al llamamiento. Ella consideraba que si comparecía ante el tribunal, por lo menos tenía la posibilidad de defenderse. Además, ¿qué podían tener contra él?

Amaury sabía que lo suficiente. Sin embargo, nadie en París podría aportar pruebas fehacientes de sus viejos vínculos con la herejía. Mas las escasas noticias que le llegaban del sur no presagiaban nada bueno. Sin tenerlas todas consigo sobre el resultado del proceso, se presentó ante la oficina de la Inquisición en París.

El tribunal estaba presidido por el inquisidor, prior de los dominicos a quienes el papa había encargado relevar a los obispos en la investigación de la herejía. El inquisidor ejercía a la vez de acusador instructor y juez. Le asistían un cisterciense y un franciscano, que sólo actuaban como testigos del proceso, y un notario que tomaba nota de lo que allí se decía. El inquisidor y los dos clérigos estaban sentados a una mesa, el notario a su derecha. Amaury, de pie delante de ellos, se mantenía a cierta distancia de la mesa. A su espalda dos guardias vigilaban la puerta cerrada.

—¿Sabéis por qué habéis sido convocado ante este tribunal? —le preguntó el inquisidor.

—Señor, no se me ocurre ninguna razón, —respondió Amaury. Dado que era imposible que supieran algo, se había propuesto no confesar nada—. Os agradecería que me dijerais de qué se me acusa.

—Se os acusa de herejía. Vuestras creencias se desvían de las enseñanzas de la santa Iglesia.

—No comprendo en qué fundamentáis tales acusaciones.

El inquisidor colocó la mano sobre los documentos que había en la mesa.

—Testimonios, —respondió.

—¿De quién?

—Si es cierto que sois culpable de venerar a los herejes y profesáis su fe, tenéis que saber por fuerza quiénes han sido testigos de ello.

La acusación era suficiente para que lo encerraran en una celda por el resto de sus días, salvo que confesara y reconociera su error.

Pero a partir del momento en que había sido apresado por sus hermanos, hacía ya unos veinte años, no había vuelto a hablar con ningún Buen Cristiano, y por supuesto tampoco los había venerado. No había nada que confesar, ni nada por lo que tuviera que arrepentirse o hacer penitencia.

—Señor, os aseguro que mi fe no es otra que la del verdadero cristianismo, —dijo en voz alta y clara.

El inquisidor lo contempló con los párpados entornados bajo las pobladas cejas.

—Decís que vuestra fe es cristiana. Sin embargo, yo os pregunto sí en algún momento de vuestra vida habéis considerado otra fe que no fuera la de la Iglesia católica como la fe verdadera. ¿Acaso no es cierto que consideráis vuestra fe como la verdadera y la nuestra como falsa y herética?

—Creo en la verdadera fe que la Iglesia enseña a los creyentes y que vos nos predicáis abiertamente.

—Cuando habláis de la Iglesia, ¿a qué Iglesia os referís? Quizá al decir Iglesia os refiráis a las personas de vuestra secta. Es posible que esa Iglesia herética predique una fe en la que aparecen cuestiones comunes a ambas. Tal vez creáis algunas cosas que yo predico. No obstante, es bien posible que seáis un hereje porque no creéis otras cosas que hay que creer o porque creéis cosas diferentes de las que yo predico.

—Creo todo lo que ha de creer un cristiano. Mi confesor puede dar fe de ello.

—¿Consideráis que lo que creen los miembros de vuestra secta es lo que ha de creer un cristiano? ¿Habéis oído hablar del dualismo, del hecho de que Dios no ha creado las cosas visibles, sino el demonio o el dios maligno?

Amaury se dio cuenta de que la menor duda lo convertiría en sospechoso, si es que no lo era ya debido a la acusación que se había hecho contra él. Pero ¿quién? Su primo Simón era en París el único que sabía lo que había sucedido durante la Cruzada de Simón de Montfort. Pero no lo sabía todo y además Amaury no le creía capaz de una jugada tan hábil. Levantar las sospechas sobre una persona de forma astuta y hacerlas llegar a la Inquisición no encajaba con el estilo de Simón, que tan sólo había intentado eliminarlo durante un torneo, pues era la única forma que tenía de atacarlo. Diez años antes, quizá lo hubiera conseguido, pero entonces Roberto estaba allí para evitarlo. Entre tanto, Amaury había recuperado sus fuerzas y su destreza y la edad de Simón empezaba a jugarle malas pasadas.

—Es posible que oyera algo al respecto cuando estuve en el sur con el ejército de cruzados de Simón de Montfort. Mas después me purifiqué de cualquier influencia negativa.

—¿Cómo lo hicisteis?

—Confesando mis pecados y aceptando las penitencias que me fueron impuestas. Perdí todos mis derechos y mis posesiones, pudiendo tan sólo mantener la categoría de caballero, y pasé más de diez años en prisión.

—¿Diez años? ¿Murus strictus o murus largus? —quiso saber el inquisidor.

—Unos cuatro años para el primer castigo, encadenado y encerrado. Ya no recuerdo exactamente cuánto tiempo fue. Después más de seis años de libertad de movimientos limitada.

—Para el pecado de herejía, la confesión no es suficiente. Un confesor normal no puede dar la absolución en caso de herejía. Bien es cierto que habéis aceptado la penitencia que se os impuso, pero ello no me impedirá encerraros por el resto de vuestros días en un calabozo si no colaboráis con esta investigación. Si os seguís negando a decir la verdad o a confesar, demostraréis ser un hereje impenitente que ha recaído en su pecado, un perro que regresa a su vómito, un relapsus que merece ser condenado a la hoguera.

Las palabras del inquisidor estaban cargadas de amenaza. El tono de su voz carecía de emoción. Ejercía el cargo que se le había asignado y lo hacía a la perfección. Poco antes, Amaury había creído que podría salvarse si lo negaba todo fríamente. Ahora empezaba a comprender que no sería tan sencillo salir de allí bien parado.

—Durante la primera Cruzada contra los herejes caí herido, por lo cual perdí la memoria algún tiempo y fui a parar sin quererlo entre los herejes. No sabía lo que hacía, —objetó—. Participé voluntariamente en la Cruzada del rey Luis, el padre del rey, con lo que conseguí que me fueran perdonados todos los castigos temporales que ~ debía aún sufrir.

El inquisidor examinó los documentos y asintió.

—¿No es cierto que durante la segunda Cruzada regresasteis con los herejes, que hablasteis con ellos y que tuvisteis trato con ellos?

Así que había sido Simón, pensó Amaury.

—¿Quién afirma tal cosa? —preguntó.

—Os pregunto si es cierto.

—Una parte del país de Tolosa estaba en aquellos momentos en manos de quienes protegían a los herejes. Habían abierto de nuevo sus casas, y sus talleres volvían a funcionar. Era difícil pasearse sin verlos o tener trato con ellos, como lo llamáis vos.

—En aquella ocasión, ¿venerasteis a los herejes con tres genuflexiones y les pedisteis su bendición?

—No.

—¿Lo visteis hacer a otros o lo habéis hecho vos en algún momento?

—Yo estaba allí como militar y como tal hablé con ellos para que me dieran información. Respondieron a mis preguntas y después volví a partir.

—Eso no es lo que os pregunto. Os pregunto si lo habéis hecho alguna vez, o si habéis visto a otros adorar a los herejes.

Amaury recordó el esmero con que solían expresarse los Buenos Cristianos, temerosos de mentir sin quererlo. Colomba había hablado de aquel modo. Se preguntó si el inquisidor tendría tanta experiencia para reconocer su manera de hablar. Seguramente, no. Le habían dado instrucciones y las seguiría, pero no podía preciarse de las experiencias de sus colegas en el sur que dirigían la investigación contra los herejes por orden del papa.

—No creo recordar nada semejante.

—¿Comisteis del pan que habían bendecido?

—Me ofrecieron pan y lo comí, pero no había ido precedido de ningún ritual. Era comida sin más.

—Se dice que venerasteis a los herejes y que considerasteis su fe como vuestra. Se dice que compartisteis con ellos el pan que habían bendecido como bendicen los sacerdotes el pan y el vino durante la misa. ¿Os enseñaron también que la hostia es el cuerpo real de Cristo y el vino su sangre? ¿No es cierto que los herejes niegan que el pan y el vino se transforman por fuerza divina en el cuerpo y la sangre de Cristo? ¿Acaso no niegan que Cristo sacrificó su cuerpo y su sangre para salvar a la humanidad?

El inquisidor lo miró expectante.

“El pan que parten los Buenos Cristianos y que nosotros comemos es un pan sobrenatural que representa la bondad divina, —sonó la voz de Colomba en su cabeza, clara como el cristal—. Es tan grande que nos envió a uno de sus ángeles para salvarnos. Ese pan es el símbolo de las enseñanzas de Cristo”. Amaury sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Le asombraba que ella siguiera allí. Había estado callada durante tantos años.

—¿Consideráis también que el pan que ha sido bendecido por un sacerdote es “comida sin más”? —oyó que decía la voz del clérigo—. ¿O creéis que el cuerpo de Cristo está en el altar?

—Eso creo.

—Cuando decís que lo creéis, ¿creéis lo primero o lo segundo? ¿No estáis intentando eludir una respuesta queriendo decir, en realidad, que no creéis que la hostia sea el cuerpo de Cristo, sino tan sólo pan?

—Intento contestar a vuestras preguntas lo mejor que puedo.

—Os pregunto si el cuerpo allí presente es el de nuestro Señor, que nació de la Virgen María, fue crucificado, resucitó y subió a los cielos.

—Lo que decís es cierto.

—Decís que lo que digo es cierto, mas eso no es lo que os pregunto. Yo pregunto si lo creéis.

El razonamiento del inquisidor era tan confuso que Amaury se sintió como un animal atrapado en un nudo que se iba apretando cada vez más a medida que intentaba liberarse de él.

—Si os doy una respuesta sencilla y vos le dais la vuelta, ya no sé qué contestar. Perdonadme, señor, si os digo que jugáis con mis palabras.

—Contrariamente a lo que afirmáis, sois vos quien recurre a subterfugios para eludir la verdad. En efecto, sería agradable que pudiésemos aclarar este asunto. Por ello deseo que me contestéis con una sola palabra. ¿Creéis en un Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?

—Sí, creo.

—¿Creéis en Cristo, nacido de la Virgen María, que sufrió, resucitó y subió a los cielos?

—Sí, creo.

—¿Creéis en la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo durante la misa celebrada por los sacerdotes?

—Si, lo creo.

—¿No habéis aprendido nunca nada que sea contrario a la fe que nosotros consideramos verdadera?

—Creo todo lo que debo creer. No he creído nunca otra cosa que no sea lo que nos enseña la verdadera fe.

—No os pregunto qué debéis creer, sino si lo creéis realmente.

Cuando habláis del verdadero cristianismo, ¿os referís a la doctrina que os enseñó vuestra secta? Me estáis haciendo perder el tiempo con respuestas evasivas.

—Decidme entonces lo que he de hacer para demostrar que no soy un hereje.

—¿Tengo que jurar que creo en el verdadero cristianismo predicado por vos y la iglesia romana?

Si queréis jurar para libraros de la hoguera, no me bastarán ni cien juramentos. Puesto que tengo testigos contra vos, vuestros juramentos no os salvarán. Jurando en falso no haréis sino mancillar vuestra conciencia, mas no conseguiréis escapar de la muerte. Por el contrario, si reconocéis vuestro error, quizá encontréis misericordia.

El inquisidor guardó silencio durante unos instantes a fin de darle tiempo para reflexionar. Después prosiguió:

—Sin embargo, podéis convencerme de vuestra contrición sincera diciéndome dónde y cuándo habéis visto a los herejes, quiénes eran, en qué lugar y con qué frecuencia, y quiénes se arrodillaron ante ellos y partieron el pan con ellos. Deseo que me contéis si habéis sido testigo de una imposición de manos, el bautizo como tiene lugar entre los herejes. O una imposición de manos vinculada a la imposición de un libro en el que estaba escrito el evangelio de san Juan.

Amaury sintió que le invadía la desesperación. De una u otra forma tenía que conseguir una prórroga para poder reflexionar sobre las posibilidades que le quedaban y para avisar a Beatriz. Pues era cada vez más evidente que ya lo habían condenado antes de entrar en la sala. Si no hubieran supuesto ya que era culpable, no habrían iniciado ningún proceso contra él.

—Exijo un abogado, —dijo.

—Sin duda sabréis que todo aquél que ayuda o apoya a los herejes es castigado inmediatamente con la excomunión. Además, será sospechoso de herejía. Por estas razones no podemos permitir que os asista un abogado. Por otra parte, todos los abogados conocen este hecho y no encontraréis ninguno dispuesto a serviros de consejero.

—Si es así…, yo mismo puedo leer.

El inquisidor lo miró interrogante.

—Sois un caballero, un hombre de guerra, no de letras.

—¿Creéis acaso que durante los diez años de prisión perdí el tiempo? Exijo poder examinar los documentos. Quiero saber quiénes son los enemigos que me han acusado en falso.

—Los datos reunidos por la Inquisición son secretos. No es posible examinar los documentos, no sólo porque deseamos mantener a buen recaudo nuestros datos a fin de aumentar nuestra eficacia, sino también porque queremos proteger a los testigos.

Ahora, Amaury sintió que el miedo le oprimía la garganta.

—No me regocijaré condenándoos a la hoguera, —le aseguró el inquisidor—. Preferiría prometeros el perdón. A fin de cuentas, habéis comparecido ante mi por propia iniciativa. Si también estáis dispuesto a confesar voluntariamente vuestra culpa, a abjurar de vuestro error y a darnos informaciones completas sobre los miembros de la secta que conocéis, puedo prometeros un castigo más leve que la reclusión perpetua o el destierro.

Amaury comprendió que no había escapatoria posible, salvo si confesaba.

—Tal vez errara durante el breve período en que los herejes cuidaron de mi, hace casi veinticinco años. Pero una vez curado, me distancié de ellos. Fui castigado por ese motivo y recibí la absolución. Sí ello no fue suficiente, espero que mi participación en la segunda Cruzada me haya purificado de mis pecados. Nunca volví a caer en el error.

Sus palabras le infundieron valor. Debía procurar mantenerse en sus trece. Era el clavo ardiendo al que podía agarrarse. No podían ~ saber mucho más que eso. Enderezó la espalda.

—¿Conocisteis en aquella época a algunos herejes por sus nombres?

—Apenas recuerdo nada de aquella época. Como ya os he contado, perdí la memoria.

—¿Dónde los visteis?

—En el pueblo que hay junto a los castillos de los señores de Cabaret.

—¿Cuántas veces los visteis?

—Casi a diario. Trabajaban allí y había un continuo ir y venir de Bons Hommes, es decir, de herejes, que predicaban por el país, se alojaban durante algunos días en las casas de Cabaret y trabajaban en los talleres, en el campo o en los viñedos.

—¿Los conocíais por sus nombres?

—No.

—¿Conocíais a algunos por sus nombres?

—No.

—¿Habéis visto herejes en algún otro lugar?

—También estuve en Lavaur, en Castelnaudary, en Tolosa. Por todas partes había herejes que huían del ejército de los cruzados. Vi a muchos de ellos, pero no los conocía por sus nombres.

—¿Los venerasteis, es decir, os arrodillasteis ante ellos y les pedisteis que rogaran a Dios que os diera un buen fin?

—¿Un buen fin?

—¿Visteis a otros que lo hicieran, a los que conocierais por su nombre?

—No, no conocía a esas personas.

—¿Recibisteis herejes en vuestra casa?

—No era mí casa. Allí no tuve nunca casa propia.

—¿Fueron recibidos alguna vez herejes en la casa donde os alojabais?

—No puedo recordar haberlos visto jamás.

—Y los demás que estaban allí, ¿veneraban a los herejes?

—No lo recuerdo. Seguramente, sí.

—¿Conocéis los nombres de quienes vivían allí?

—No puedo recordar sus nombres. Ha pasado mucho tiempo y yo estuve allí durante un breve período.

—Espero que recordéis al menos a la mujer con quien convivisteis allí y con quien huisteis.

El sobresalto fue inevitable. Su rostro, hasta entonces tan impasible, se crispó por un momento. Ese cambio no pasó desapercibido al inquisidor. El informante era Simón, no cabía duda.

—¿Veneró ella a los herejes?

—No en la casa donde yo vivía.

—¿Cómo se llamaba?

Dudó antes de contestar.

—Colomba. —Le sonó irreal.

—Colomba… ¿qué más?

—Nunca le pregunté de dónde venía o cómo se llamaba su familia. Eso parecía carecer de importancia en aquel momento.

—Bien, ¿veneraba ella a los herejes? ¿Había recibido el bautizo herético?

—Ella… Colomba veneró repetidas veces a los herejes. —Ya nada importaba. Si sabían lo de Colomba, también sabrían eso. Además estaba muerta. No obstante, él quería defenderla—. Anuló el bautizo herético, que recibió siendo aún niña. Después yací con ella. Si hubiera sido una verdadera hereje, se habría negado.

Consideró que esta declaración era suficiente. El inquisidor debía saber que los Buenos Cristianos tenían una forma de celibato más estricta que su Iglesia y que se atenían a ello de manera más escrupulosa que algunos clérigos católicos.

—¿Comisteis en alguna ocasión pan bendecido con los herejes?

—No recuerdo haberlo hecho nunca.

—¿Comió ella, Colomba, pan bendecido?

—Si.

El inquisidor esbozó una sonrisa de satisfacción.

—¿Estuvisteis casado con ella?

—No.

Lo desconcertaba sobremanera hablar abiertamente de ella después de tantos años de silencio y oír pronunciar su nombre de labios de un clérigo. Súbitamente se sintió inseguro, como si su cabeza fuera una burbuja de jabón y el inquisidor pudiera examinar su cerebro y leer el secreto que guardaba allí. La sonrisa había desaparecido del rostro del clérigo.

—¿Presenciasteis y oísteis las prédicas de los herejes?

—Los oí hablar. No sé si eran prédicas.

—¿Presenciasteis alguna vez la consagración de un hereje?

Negó con la cabeza. Si admitía haber estado presente en una ceremonia en que un creyente del Verdadero Cristianismo recibía el consolamentum, sería condenado irremediablemente como hereje.

—No.

—Pero estuvisteis presente cuando los herejes administraron dicha consagración a un enfermo o herido en su lecho de muerte.

El inquisidor señaló con insistencia los documentos. Por lo visto alguien lo había denunciado como testigo de esa ceremonia. Pero no podía ser de ningún modo Simón.

—Tal vez.

—¿Conocéis el nombre del enfermo?

—No. Sólo recuerdo a uno de mis arqueros. Estaba gravemente herido.

—¿En qué casa se encontraba el herido?

—Me pidió que lo llevara a la casa que tenían los herejes. Era en Lavaur.

—¿Cuándo fue eso?

—Durante el asedio de Simón de Montfort, hará unos veintitrés años.

—¿Venerasteis en dicha ocasión al hereje que administró la consagración?

—No.

—¿Podéis describir detalladamente la consagración, las palabras utilizadas y las acciones realizadas?

—No, no recuerdo nada. Partí precipitadamente porque me llamaba el deber. Mi tarea era defender la ciudad.

En realidad había presenciado todo el ritual del consolamentum, y se había marchado sólo después de que acabara. Luego, los Buenos Cristianos velarían durante cuatro días y cuatro noches el cuerpo del muerto para asegurarse de que nadie pudiera interponerse cuando el alma abandonara el cuerpo.

—¿Falleció el consagrado a raíz de sus heridas?

—Sí, aquel mismo día.

Amaury aún recordaba cómo aquella misma noche había visitado de nuevo la casa de los Bons Hommes. El arquero ya había fallecido.

—¿Sabéis dónde está enterrado?

—No.

—¿Creéis que el que fue consagrado en la fe herética podía ser redimido?

—Ellos lo creen.

—¿Y vos lo creíais en aquel momento?

—Sólo cumplía los deseos del herido.

El inquisidor echó la silla hacia atrás y se reclinó suspirando. Por lo visto el interrogatorio empezaba a cansarlo.

—Hasta ahora habéis negado todas las acusaciones. Sólo en algunos puntos sin importancia habéis admitido que en un momento dado estuvisteis en ese lugar, pero afirmáis que sólo estuvisteis implicado indirectamente en las prácticas de los herejes. Y que no conocisteis a ninguno de ellos o que no recordáis sus nombres. —De súbito se inclinó hacia adelante y miró penetrantemente a Amaury—. Sería una injusticia para Dios que vos, cuya ortodoxia se pone en duda, escaparais de la mano castigadora de la Inquisición. ¿Negáis, así pues, ser culpable de lo que se os acusa?

—Sí, lo niego. Todo aconteció tal como he declarado.

—Las declaraciones de los testigos lo contradicen, con lo cual de hecho queda demostrada vuestra culpabilidad. En sí eso sería suficiente para encarcelaros durante un tiempo ilimitado.

¿Contradecir? ¿Quién podía saber más? ¿Era posible que Simón hubiera inventado algo?

—Me impedís refutarlas al negaros a decirme qué testigos son ésos y qué han declarado. Sospecho que alguien me ha difamado para beneficiarse.

El inquisidor hizo caso omiso de su observación.

—He de indicaros que si, en un siguiente interrogatorio, seguís negándolo todo y seguís manteniendo vuestra inocencia, seréis entregado como hereje impenitente al juez secular que se encargará de ejecutar la sentencia: muerte en la hoguera. Sin embargo, podréis evitar este castigo si confesáis vuestra culpa, abjuráis de la herejía y aceptáis el castigo impuesto. El castigo que se os aplique en tal caso dependerá del grado de contrición que demostréis. Si confesáis enseguida, os espera una condena de destierro a Tierra Santa con la obligación de luchar durante diez años contra los infieles. Si confesáis sólo después de un segundo o tercer interrogatorio, os aguardará la prisión perpetua.

Se hizo un silencio. Amaury buscaba febrilmente una forma para salir de ese laberinto que sólo parecía tener callejones sin salida. De hecho, el inquisidor no parecía saber mucho sobre la doctrina de los Buenos Cristianos, ni tampoco demostraba demasiado interés por ella. Lo único que quería saber era quiénes eran y quiénes estaban con ellos cuando realizaban sus rituales heréticos. Pero por fortuna no le había hecho ninguna pregunta acerca de la convenenza. Seguramente, el clérigo ni siquiera sabía que existiera tal práctica. Lo único que podía hacer Amaury era insistir en que no había silenciado nada deliberadamente.

—Justo después de recibir la citación vine hacia aquí sin saber lo que me esperaba, —dijo—. Os ruego comprendáis que no pueda recordarlo todo con claridad en tan poco tiempo. Han pasado muchos años y, como os he dicho antes, me hirieron en la cabeza, por lo cual durante un tiempo no supe lo que hacía o dónde estaba. Os ruego me concedáis una prórroga a fin de que pueda buscar las respuestas a vuestras preguntas en mi mente confusa. Después regresaré para una continuación de este interrogatorio.

—¿Una continuación?

—No es por mala voluntad, sino por impotencia por lo que no puedo daros directamente las respuestas que esperáis. Asimismo quiero declarar de modo expreso que no soy de ninguna manera un hereje que ha vuelto a caer en su error. Participé en la Cruzada del rey Luis, padre del rey, para purificarme, no para cargar mi alma con los mismos errores.

El inquisidor hizo un gesto complaciente. Por lo visto los testimonios no eran tan contundentes en este sentido. Sin embargo, no dijo nada.

—La prórroga que os ruego me concedáis es en interés de la investigación, —prosiguió Amaury dejándose llevar por la esperanza que le daba su fervoroso alegato—. Sospecho que alguien a quien beneficiaría mi condena me ha difamado recurriendo a falsos testimonios.

—Decidme su nombre y os diré si aparece en la lista de testigos, —propuso el inquisidor.

Amaury no estaba dispuesto a caer en esa trampa. Si Simón era suficientemente listo para eliminar así la barrera que le impedía satisfacer sus ambiciones, también habría sido suficientemente astuto para enviar a otro a la Inquisición con datos incriminatorios. No accedió a la propuesta del clérigo.

—La prórroga que os solicito es también en interés de otros que no son en modo alguno responsables de mis actos en el pasado. Soy tutor de los herederos de Poissy. Si ya no puedo ocuparme de mis pupilos, otros podrían abusar de esa situación. Os suplico que me concedáis el tiempo necesario para cumplir esta tarea.

El clérigo lo miró pensativo.

—Sin duda recordaréis cómo el trono de nuestro ilustre rey Luis fue preservado gracias a la admirable actitud de su madre, la reina Blanca, a pesar de los intentos de los barones para arrebatarle sus derechos, —prosiguió Amaury—. En el lecho de muerte de mi hermano, juré por Dios y todos los santos que protegería los derechos de sus hijos con igual determinación hasta que cumplieran la mayoría de edad. No hay nadie que pueda ocuparse de este asunto aparte de mi, salvo que la reina Blanca esté dispuesta a hacerse cargo de ellos.

Era la única salvación para Gasce y sus hermanos pequeños. Roberto lo habría querido así. Beatriz no dudaría ni un momento, incluso se alegraría de tal decisión.

El inquisidor permaneció en silencio y volvió a estudiar los documentos. Por fin dijo:

—Os ordeno solucionar vuestros asuntos con la mayor brevedad posible. Mientras tanto deberéis presentaros a diario ante mí para demostrar que estáis dispuesto a cooperar en la investigación de la Inquisición.

Amaury inclinó la cabeza como muestra de gratitud y procuró no evidenciar su alivio. Por lo visto, pensó, a pesar de las amenazas del inquisidor, las acusaciones contra él no eran suficientemente graves.