PARÍS
Mayo de 1229
Conforme al tratado de paz, el conde Raimundo VII y diez nobles de su séquito fueron encarcelados en el Louvre en garantía de que se cumplirían las principales estipulaciones del tratado: la transmisión de los castillos exigidos y la entrega de la hija del conde. Los soldados que los habían acompañado a París estaban obligados a quedarse hasta que aquéllos fueran liberados. De acuerdo con las averiguaciones que había hecho discretamente Amaury, Wigbold era uno de ellos. Estaba al servicio de Ramón d’Alfaro, hijo de una hija natural de Raimundo VI y Hugo d’Alfaro, el antiguo comandante de los mercenarios de Navarra y senescal de Agenais a cuyo mando Amaury y el mercenario frisón habían defendido Tolosa. Ramón d’Alfaro era, si cabía, un más ferviente defensor de la libertad que su padre y gracias a sus lazos familiares era incondicionalmente leal a la casa de Tolosa. Así, se había ofrecido inmediatamente a permanecer encerrado en el Louvre como rehén con el conde.
Por tanto, el temor de Amaury de que Wigbold se le escapara de las manos era infundado. La delegación tardaría por lo menos un mes en partir hacia Tolosa y regresar, y durante todo este tiempo el séquito de los rehenes debía permanecer en París. Para Wigbold eso no suponía problema alguno. La ciudad le ofrecía suficiente diversión y Amaury sabía dónde encontrarlo. El único problema era que París contaba con innumerables burdeles repartidos por todos sus barrios, a ambas orillas del Sena e incluso en la isla La Cité, donde estaba emplazado el palacio real. Su criado necesitó dos semanas para encontrar al frisón y descubrir que parecía sentir predilección por las prostitutas de la Rue Chapon, junto a la iglesia de Saint-Nicolas-des-Champs. Después, Amaury aguardó el momento oportuno.
En diecisiete años, Wigbold no había cambiado ni pizca. Sólo tenía algunas cicatrices más, su rostro curtido estaba un poco más surcado y su cabello rubio empezaba a llenarse de canas. Además de las mujeres, aún sentía pasión por los dados y seguía haciendo trampas. Pero en los últimos días, la suerte no estaba de su parte. De uno u otro modo, los trucos le salían mal, sus maniobras de distracción tampoco funcionaban y sus dados trucados se negaban a cooperar en los momentos cruciales. Sus adversarios debían de utilizar por fuerza los mismos trucos que él.
Aquella noche y en contra de su costumbre, no tocaba la jarra para poder concentrarse mejor. Sus compañeros de juego se habían convertido poco a poco en viejos conocidos. Frente a él estaba el Narizotas, que en efecto tenía una nariz en la que cabían dos, y a su lado el Diente, que debía su nombre al único ejemplar que quedaba entero entre los restos de su dentadura picada. Al otro lado del Narizotas estaba el Marica, un tipo delgaducho de rostro afeminado. A su derecha, el Novio, como llamaban al protector de unas seis putas, y a su izquierda, el Padre Abad, que no tenía nada de religioso, pero al que llamaban así debido a su corpulencia.
Wigbold decidió finalmente tomar un trago de vino y desde detrás de su jarra miró de reojo el borde de la mesa, donde las muescas nuevas indicaban la cuantía de sus deudas. El Diente había captado su mirada furtiva.
—¿Cuándo vach a pagar, danéch?
—Frisón, y no danés, —rugió Wigbold disgustado.
—Erech del norte, ¿no? Todoch choich igualech: barbaroch que beben cerveza como cochacoch.
Wigbold plantó su jarra sobre la mesa y la señaló.
—Vino, —dijo, y después se llevó el pulgar al pecho y comunicó—:
Norte nada, sur. Allí os llaman a vosotros bárbaros.
—Eso me trae sin cuidado, con tal de que pagues, —dijo el Narizotas.
El frisón rió de oreja a oreja.
—Mañana, —dijo. Una gota de sudor brillaba sobre su frente.
—Echo michmo dijiichte ayer.
—La suerte siempre vuelve, —declaró Wigbold con firmeza.
Debía ser así, hacía unos días había empezado con tan buen pie. Hasta que súbitamente todo empezó a torcerse. Tenía una mala racha, eso era todo. Habría de hacerlo sin trucos, por las buenas. Sacudió los dados en los puños cerrados y los lanzó sobre la mugrienta mesa.
—¡Me cago en Dios!
El Novio anotaba los resultados. Hundió el cuchillo en la madera y añadió con esmero una nueva raya. El Abad llamó al mesonero haciendo señas con el dedo curvado. Poco después había una fuente de muslos de pollo sobre la mesa.
—Él paga, —dijo con los labios grasientos y señalando al frisón con un hueso medio roído.
——¿Cuándo? —quiso saber el mesonero.
Todos a la una se encogieron de hombros como si estuviera preparado. Wigbold volvió a sonreír. También el Marica sonreía. Frotó los dados entre sus manos esqueléticas, los movió entre las puntas de los dedos y escupió.
—In nomine Patris, et Fili, et Spiritus Sancti, —dijo el Abad, haciendo honor a su nombre, y se santiguó.
Los dados rodaron sobre la mesa y se detuvieron.
—¡Un milagro! —gritó con alegría el Padre Abad.
—Maldita sea, —Wigbold no las tenía todas consigo. Los dados dieron la vuelta a la mesa hasta que de súbito el frisón se puso en pie—. Vosotros tenéis dinero. Mañana.
—¿Mañana? —repitió el Marica riéndose.
—Yo, recibo la soldada. Mañana.
—La bolcha o la vida, —ordenó el Diente.
—Seguramente crees que somos idiotas, —dijo el Narizotas golpeándose la nariz con el índice.
Wigbold se llevó la mano al cinto e hizo girar su porra lentamente. Silbó entre dientes, mas no sucedió nada. El frisón volvió la vista hacia sus dos compinches, que habían estado bebiendo sentados en otra mesa. Comprobó desconcertado que se hallaban tumbados el uno sobre el otro debajo de un banco, ambos borrachos perdidos. Se había concentrado tanto en el juego que no se había percatado de nada.
Miró alrededor. No había nadie más en la taberna, salvo un desconocido sentado en la penumbra en el otro extremo de la estancia.
—¿Tiene crédito? —le preguntó el Narizotas.
—No, ya ha acabado de jugar, —dijo de súbito el extraño.
Wigbold miraba desconcertado a uno y a otro. Su porra ya no se movía. Se agachó y empujó del hombro a uno de sus compinches. El hombre se desplomó y aterrizó de un porrazo en el suelo, donde siguió roncando.
—¿Qué le has dado? —le preguntó al tabernero—. ¡Normalmente tiene más aguante que ninguno!
Ahora, el hombre del rincón se puso en pie y avanzó lentamente hacia la mesa de juego.
—Ya es hora de ajustar cuentas, Wigbold, —dijo con calma.
Los ojos del gigante rubio casi se salían de las órbitas.
—¿Tú? ¿… Amaury?
—Creo que los señores quieren dinero.
—Eh…, dinero, —tartamudeó Wigbold—, no tengo.
—Mal asunto.
El frisón empezó a atar cabos. Contempló la mesa y se inclinó sobre los dados. Los cogió y los sopesó en la mano, les dio la vuelta y los volvió a pesar, como para comprobar algo que ya sabía de antemano.
—Trucados, —dijo—. Me han engañado. Yo, no pago.
De repente el frisón empuñaba la daga. Se volvió de golpe dispuesto a atacar. Amaury se agachó y pudo esquivar el arma justo a tiempo. Un instante después, el Abad había agarrado a Wigbold. El Diente se puso frente a él en actitud amenazadora.
—¿Cómo que trucadoch? —dijo mostrándole su dentadura picada.
El Marica se metió los dados en el bolsillo del pantalón.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó el Narizotas a Amaury.
—Lo que queráis, —respondió éste indiferente—. Si no tiene dinero, no hay nada que hacer.
—¿Qué hacemos con él? —repitió el Narizotas, mirando a sus compañeros.
—El Grand-Cul-de-Sac, —fue la respuesta.
Wigbold aprovechó la discusión para lanzarse hacia atrás dando con su cabeza contra la cara del Narizotas, que quedó aún peor parada de lo que ya estaba, y luego dar una patada contra la barriga de otro. Acto seguido, se produjo un forcejeo. Wigbold sacudía la porra violentamente. Amaury, que sentía un profundo respeto por el arma, procuraba mantenerse a una prudente distancia. Los otros cinco hombres apenas podían contener al frisón. Por fin lograron dominarlo. El Novio le puso el cuchillo en la garganta y el grupo se encaminó hacia la puerta con el frisón que pateaba. El Padre Abad se llevó consigo algunos muslos de pollo.
—Aún me debe dinero, —dijo el mesonero—. ¿Y qué hago con ésos? —añadió señalando a los compinches de Wigbold—. ¿Qué les has dado?
—Mandrágora, —respondió Amaury—. Los podrás despertar con vinagre.
Entregó algo de dinero al hombre. El Novio aguzó los oídos.
—¿Mandrágora? Seguro que podré sacar algo de eso. Dicen que eso te pone muy cachondo. Me quedo aquí.
El Narizotas ocupó su puesto y cogió el cuchillo.
—¡Espera! —gritó Wigbold. Intentaba inútilmente soltarse y miraba a Amaury con gesto de complicidad—. Nosotros, viejos amigos. Tú…, pagas por mí, ¿sí?
—¡Maldespitch de tu! —le espetó el caballero. Wigbold comprendió muy bien la maldición occitana—. ¡Que te zurzan! Yo ya he pagado, más que suficiente. Primero tenemos que ajustar cuentas.
El ~ era todo un símbolo en París. Era un antro de mala muerte en el que ni siquiera los sargentos que debían garantizar el orden y la seguridad de la ciudad se atrevían a entrar. Los ladrones, los navajeros y demás chusma eran los amos y señores del lugar. Una vez llegados al oscuro callejón, empezaron a discutir sobre lo que debían hacer con el frisón. Amaury señaló un tonel lleno de agua de lluvia y una viga debajo del tejado de una de las humildes casas. Lanzaron una cuerda alrededor de la viga y colgaron al frisón de ella por los pies. Después acercaron el tonel hasta colocarlo justo debajo de la cabeza rubia.
—Alégrate de que no hayamos encontrado un pozo negro, —dijo Amaury antes de que aflojaran la cuerda.
—Que te den por saco, —escupió Wigbold antes de sumergirse en el agua.
Amaury no había confiado en que el frisón se rindiera pronto, pero Wigbold era más duro de pelar de lo que pensaba. Después de tres inmersiones y un ataque de tos en el que a punto estuvo de ahogarse, el frisón parecía estar listo para un interrogatorio. Lo dejaron colgando con la cabeza empapada rozando el agua.
—¿A quién vendiste a Colomba?
—Y yo qué sé.
El puño de Amaury fue a parar en el estómago del frisón, que vomitó parte del vino.
—Sabes perfectamente quién te pagó.
—¡Hace demasiado tiempo! —protestó, tras lo cual lo sumergieron en su propio vómito.
—Hombre de negro, —escupió cuando lo volvieron a sacar del agua.
—¿Y qué más?
—Yo, no sé nada. No he visto nada.
—Escucha, Wigbold, así no llegaremos a ninguna parte. Si quieres salir de ésta con vida, tendrás que pensar algo mejor. ¿Qué más te da a ti quiénes hayan sido? ¿O acaso les sigues haciendo trabajitos sucios?
—Yo no.
—Entonces es que sabes quiénes son. Hazme el favor de contarme lo que sepas. Si no pago tus deudas a estos señores, lamentarás no haber colaborado. Ellos sabrán qué hacer contigo.
Los jugadores respaldaron su afirmación, pero Wigbold se mantuvo inflexible.
—Bueno, soltadlo. Lo llevaremos a la leprosería fuera de las murallas. Allí podrá reflexionar hasta que se acuerde. Supongo que podéis desfigurarlo para que parezca un leproso.
—Cheguro. Bachta con arrancarle unoch dedoch y chu narich, —sonrió el Diente.
Los cuchillos brillaban a la débil luz de la luna.
—¿Me permitís celebrar la misa separatio leprosorum? —preguntó el Abad, que interpretaba su papel a la perfección—. Lo puedo hacer aquí mismo.
En el rostro de Wigbold apareció una expresión de pánico.
—Espera, —gritó—. Sanjuanistas, —murmuró con desgana.
—Si eso es todo, ¿por qué te complicas tanto la vida?
El frisón estaba en cuclillas en el suelo y tosía. Negó con la cabeza.
—Apuesto a que los seguiste para ver si podías ganar algo más.
—Yo no.
—Bueno, lleváoslo a la leprosería. Aún me queda mandrágora para atontarlo. —Amaury sacó una esponja de una bolsa de cuero que llevaba colgada del cinto—. Basta con que lo huela un poco para que se quede dormido.
—¡No! —gimió Wigbold.
—Se pondrá cachondo, —se rió el Narizotas.
—Chi hay una raja chufichientemente grande para él, —consideró el Diente.
El Marica midió a ojo la estatura del frisón, que hacía sospechar un miembro viril de dimensiones formidables.
—¿O se lo cortamos también? —dijo riéndose.
—Me estáis quitando el apetito, —anunció el Abad lanzando el resto de los muslos de pollo en el tonel.
—¡Lo recuerdo todo! —exclamó Wigbold.
—Asombroso, —se burló Amaury metiendo la esponja en la bolsa.
La parquedad con que se había expresado el frisón hasta entonces dio paso a un torrente de palabras en un occitano aún deficiente que los demás no comprendían.
—Yo, cruzado. Yo vengo de Frisia con cruzados. Nosotros, en Carcasona, quinientos hombres. Hacia Lavaur para reforzar el asedio. En Montgey nos atacan perros de Foix en una emboscada. Fue una matanza y…
—El conde de Foix os atacó cuando ibais camino de Lavaur. He oído hablar de ese incidente.
—Los perros rabiosos asesinaron a todos. Yo, herido. Yo, huyo. Sanjuanistas me curan. Yo, quiero ir a Lavaur. Lavaur ya ha caído. Él llega de noche, herido. Por ti. Él mata a sargento. Nosotros, hacemos un plan. Yo, busco a Colomba.
—Alto, espera un poco. Entonces el hombre que nos atacó de noche en la granja, el que mató al sargento de Roberto que nos pisaba los talones, y al que yo herí con una daga, te encontró en un albergue de los caballeros hospitalarios. ¿Dónde fue eso?
—Orfonds.
—Acordasteis que tú proseguirías la búsqueda a cambio de dinero. ¿Nos seguiste enseguida hacia Castelnaudary?
Wigbold asintió.
—Luego Tolosa. D’Alfaro tiene mercenarios. Yo, lucho para D’Alfaro. Sanjuanista quiere saber primero quién es el sargento. Tú, coges el estandarte de la tienda de campaña. Entonces yo sé.
—Cuando atacamos el campamento durante el asedio de Tolosa, —murmuró Amaury.
—Yo, busco qué es el estandarte. Durante mucho tiempo.
—¿Y se lo contaste a los caballeros hospitalarios en cuanto supiste quién me buscaba?
—No. Es asunto mío. El dinero, para mí.
—¿Y la daga entre los postigos del guarnicionero?
—Sanjuanista me da la daga. Lo hago. Vosotros, tenéis que iros de Tolosa.
En grandes líneas, la historia cuadraba. En cuanto Wigbold se enteró de que podía ganar dinero con Amaury, se guardó mucho de contarle al caballero hospitalario lo que había descubierto. Por lo visto le resultaba más lucrativo entregar a aquél a los Poissy.
—En tu relato falta algo, —dijo Amaury.
Wigbold negó vehementemente con la cabeza.
—Es todo, lo juro.
—En todo lo que me has contado no hay nada que justifique el que te arriesgaras a morir ahogado. Venga, habla, hasta ahora sólo me has contado cosas que ya sabía o que sospechaba. Éstos se mueren de ganas de ejecutar mi orden.
El frisón se encogió de hombros.
—Todo, —repitió.
—¿Por qué te pagaron los caballeros hospitalarios un montón de dinero por una mujer embarazada? ¿Porque uno de ellos era su padre? ¿Y qué más da?
—¿Padre?
Por el tono de la voz de Wigbold, Amaury comprendió que se equivocaba. Pero si no había sido el padre de Colomba, ¿quién, entonces?
—Ya he tenido bastante. Nos vamos, chicos, —dijo—. Lleváoslo.
Extrajo de su cinto la bolsa con la esponja.
—Prometido de Colomba, Sicard, —dijo Wigbold apresuradamente, y acto seguido soltó una sarta de maldiciones.
—¡¿Qué?!
—Sicard, prometido, quiere herencia. Colomba quiere ser perfecta. Sicard, furioso, se hace sanjuanista por despecho. Es todo, ¡lo juro!
—Así que al no poder conseguir la herencia a través del matrimonio quiso mantenerla para los caballeros hospitalarios, o algo así.
¿Y el niño?
—¿Qué niño?
—El hijo de Colomba, por supuesto, ¡el mío! —Amaury empezaba a impacientarse.
—¡Fuera, fuera! ¡Es todo! Sicard me maldice si hablo. ¡Sanjuanistas por todas partes, Sicard me desollará vivo!
Wigbold parecía realmente asustado por aquel enemigo, por lo visto omnipresente y omnipotente. Amaury lo creyó.
—Merecerías que te dejara con ellos. —Hizo un ademán a los demás, que sacaron al frisón del callejón oscuro—. Voy a pagar para que te liberen, Wigbold, —dijo Amaury en la lengua del sur—. Mi criado espera con el dinero en un lugar acordado, pues no me fío de estos tipos.
El frisón asintió apáticamente.
—No porque te tenga tanta estima, —le aseguró en voz baja a Wigbold—. Estabas en deuda conmigo, pero ahora tu deuda se ha duplicado. —De repente se acordó de algo—. Estás al servicio de Ramón d’Alfaro, ¿no?
—Sargento.
Amaury se llevó el índice a los labios, se santiguó y miró interrogante a Wigbold. Éste negó con un movimiento apenas perceptible de la cabeza. Cabía preguntarse si la adhesión del frisón a la Iglesia de Dios tenía algún significado, pero en cualquier caso había desertado definitivamente para unirse a los mismos “perros rabiosos” que habían pasado a cuchillo a sus compatriotas en Montgey. Más aún: estaba al servicio de un simpatizante de los Buenos Cristianos. Eso cambiaba mucho las cosas. Wigbold tenía algo que perder y él podía aprovecharse de esa circunstancia.
—Si no quieres perder tu puesto, —le susurró—, y si en ese cuerpo tuyo cabe una conciencia, hay algo que puedes hacer por mi: encuentra a mi hijo.