PARÍS

12 de abril de 1229

—¿Qué es un hereje?

La vocecita aguda del pequeño Gasce de Poissy, de siete años de edad, turbó el solemne silencio de la plaza de la iglesia. Por fortuna, sus palabras no alcanzaron al grupo que se hallaba sobre una elevación en el zaguán de Notre Dame. Sólo los nobles más cercanos se echaron a reír o esbozaron una sonrisa. Estaban sentados en largos bancos en las tribunas instaladas alrededor de la plaza.

—Un hereje es alguien que ha elegido un largo camino para llegar al cielo, —respondió Amaury en voz baja.

Advirtió que Beatriz lo miraba de reojo enarcando las cejas, aunque sin decir nada. Simón le lanzó una mirada despectiva.

—Los herejes son unos perros descreídos. Son ratas que roen los pilares de la Iglesia, —soltó.

—¿Son animales? —preguntó el niño, pasando la mirada de uno a otro.

—Son personas normales, como tú y yo. Sólo que han elegido otro camino.

—No existe otro camino, —le espetó Simón a su primo—. Sólo hay una verdad, la de la Iglesia católica. Quien niegue esa verdad es un hereje.

—Yo no niego nada. Sólo digo que hay personas que mantienen opiniones diferentes a las nuestras.

—Tú sugieres que existe otra verdad. Eso es herejía.

Amaury percibió las miradas recelosas en derredor. Comprendía muy bien por qué Simón seguía deliberadamente con la discusión.

No dejaba escapar ninguna oportunidad con tal de que las sospechas recayeran sobre él, con la esperanza de poder quitarlo de en medio.

No obstante, Amaury se negaba a afirmar cosas contrarias a sus convicciones, sobre todo en presencia de su pupilo.

—Hay personas que creen en otra verdad, —mantuvo—, y a ésos los llamamos herejes. —Eso no tenía vuelta de hoja.

—Los herejes son enemigos de la Iglesia. Son secuaces del demonio, —le espetó Simón a su sobrino.

—¡Oh! —no sonaba en absoluto convencido, pero Gasce no osó preguntar nada más.

El pequeño sentía un profundo respeto por las furiosas miradas de su tío. Su mano buscó la de su tutor, que la apretó con fuerza. Retrocedió un poco y se apoyó contra la espalda de Amaury, escondiéndose detrás de sus anchos hombros, que lo protegían como un escudo frente al malvado mundo. Pero su curiosidad era mayor que su miedo y al poco alargó el cuello para ver el espectáculo que tenía lugar delante del zaguán de la iglesia.

Debajo de un baldaquín azul bordado con hilo dorado estaba sentada la reina regente junto a su hijo, el rey Luis IX, quien aún no había cumplido quince años. Los flanqueaban a la derecha los obispos, arzobispos y cardenales y a la izquierda los barones. Parecía que compitieran entre si con la riqueza de sus vestiduras. Las mitras se alzaban al cielo y los estandartes de los nobles descollaban por encima de ellas. Detrás brillaba el oro en los zaguanes recién acabados de la nueva iglesia, con las esculturas pintadas en vivos colores que representaban escenas de la Biblia. Tanto lujo y poderío impresionaba incluso al populacho de París, que estaba acostumbrado a todo.

Delante de la reina y de su hijo se hallaba el escribano real, que leía en voz alta el texto del tratado de paz acordado por el legado papal y el conde Raimundo VII de Tolosa, y que éste venía ahora a sellar y confirmar ante su señor feudal. Era una retahíla interminable de la cual el pequeño Gasce no entendía gran cosa. Empezó a moverse impaciente sobre el duro banco y después meneó un rato las piernas hasta que le llamó la atención un caballo que por lo visto empezaba a impacientarse tanto como él. Tal vez el animal se hubiese asustado, quizá no se sintiera a sus anchas porque lo habían acicalado tanto como a él para la ocasión. Después de dar unos tirones, Gasce consiguió abrir su sobretodo de rígido brocado. Era demasiado grueso para el tiempo primaveral de aquel día. El sol aparecía de vez en cuando de detrás de las nubes que surcaban el cielo. Gasce seguía expectante los movimientos del caballo, confiando en que los criados no pudieran dominarlo. Uno de ellos cayó y Gasce soltó una carcajada. Se imaginó al animal galopando sobre el podio, metiéndose en las tribunas. Sin embargo, llegó otro criado, un gigantón rubio, que consiguió dominar rápidamente al caballo. De súbito, la mano de su tutor se crispó y apretó en exceso la suya.

—¡Au! —exclamó el joven noble disgustado.

Amaury relajó la mano. Gasce estiró y dobló los dedos y volvió a dirigir la mirada hacia el podio, donde el escribano por fin había terminado su discurso. Entonces se levantó un noble ricamente ataviado que había estado sentado a la izquierda del rey y de su madre. Enseguida se armó un gran alboroto. El público empezó a lanzar gritos que él no podía entender. El tío Simón parecía saber de qué se trataba, pues también él gritaba.

—¡Traidor! —gritaba—. ¡Canalla desleal!

Sin embargo, su tutor miraba hacia otro lado, al hombre que justo antes había sabido contener al caballo. Un profundo surco atravesaba su frente.

—¿Quién es? —preguntó el niño tirándole del brazo.

Amaury se sobresaltó.

—Es el conde Raimundo de Tolosa, —gritó por encima del estruendo, trasladando su mirada al podio.

—¡Me refiero a ése! —gritó Gasce.

Se puso en pie sobre el banco, alargó el brazo y señaló en dirección al gigante rubio. Amaury lo hizo sentar de nuevo, lo miró con expresión de reproche y se llevó el índice a los labios. Por fortuna, Simón estaba tan absorto maldiciendo que no se había percatado de nada.

Mientras tanto, el conde se había acercado al atril sobre el cual descansaba un libro abierto. Mantenía la espalda erguida, el gesto grave y la cabeza muy alta. Volvió a reinar la calma mientras él hacía la señal de la cruz, colocaba la mano sobre el libro y juraba solemnemente por Dios y los santos que cumpliría todos los artículos del tratado de paz. Aunque no le gustaran lo más mínimo. Su rostro no presagiaba nada bueno cuando procedió a firmar la escritura y a estampar su sello en ella. Eran muchas las concesiones que había tenido que hacer, a pesar de estar plenamente en su derecho. Las exigencias eran desmedidas. El texto del tratado final que ahora firmaba era todavía más difícil de digerir que el que había hecho redactar en enero junto con el legado papal. No sólo tenía que pagar un precio muy alto por la guerra que había declarado para exigir sus derechos de nacimiento, sino que además debía desmantelar de nuevo su ciudad y derrumbar las murallas de otras treinta y cinco ciudades y castillos. Había de ceder nueve castillos al rey, entre ellos su propio Chateau Narbonnais. Además se comprometía a emprender, en el plazo de un año, una Cruzada a Tierra Santa que debía durar por lo menos cinco años, algo que por otra parte no tenía intención de cumplir. Pero el artículo más insoportable de los treinta y dos del tratado de paz era que sólo podía conservar la mitad de sus tierras y que debía entregar su hija Juana al hermano menor del rey. Con ello, el derecho de sucesión de los dominios que conservaba el conde pasaba a la casa real francesa, pues sólo los hijos que nacieran de ese matrimonio podrían heredar sus posesiones. Si el matrimonio no tuviera descendencia, el rey se convertiría en heredero y Tolosa pasaría a la corona. Esto significaba que el conde sólo podía poseer sus dominios en usufructo, en nombre de su futuro yerno.

El joven retoño de los Poissy no se había enterado de nada de esto, y Amaury había escuchado sólo a medias los últimos artículos.

Wigbold estaba aquí, no cabía la menor duda. Poco importaba que fuera un guardia personal del conde de Tolosa o alguien de su séquito. No había en el mundo nadie a quien Amaury deseara tanto echarle el guante como al mercenario frisón. Sólo que en estas circunstancias nunca lo conseguiría.

—¡Se va a desvestir! —dijo Gasce soltando una risita disimulada.

Observado por la despiadada mirada de la reina Blanca, el conde Raimundo se desprendió de las preciosas telas que lo cubrían. También tuvo que descalzarse sus botas de fino cordobán. Cuando se hubo quedado en camisa y pantalón de seda, descalzo sobre el podio, le colocaron una soga alrededor del cuello.

—¿Lo van a ahorcar? —preguntó Gasce, dudando entre si había de estar impresionado o si podía deleitarse con el espectáculo.

—¡Por desgracia, no! —dijo Simón.

—Lleva la soga sólo en señal de penitencia, —dijo Amaury haciendo un esfuerzo por ocultar su indignación—. Mira, le dan una vela.

Súbitamente le vino a la memoria el deplorable espectáculo en Saint-Gilles. También en aquella ocasión había contemplado la humillante ceremonia con un sentimiento de repulsa.

—¡Es una vergüenza! —exclamó—. ¡El viejo conde Raimundo se revolcará en su tumba!

—A ése nunca lo enterraron, murió excomulgado, —dijo Simón burlándose—. Los caballeros hospitalarios fueron los únicos dispuestos a aceptar su cuerpo. Llevaba ya seis años pudriéndose encima del suelo. ¡Un festín para las ratas!

Amaury se levantó bruscamente. De joven se habría abalanzado sobre su primo. Ahora se limitó a darle la espalda como si no existiera.

—Tu río se rebaja a unas afirmaciones que son groseras, indebidas e indignas de un caballero, —le dijo a su pupilo—. Un buen cristiano no se ríe del enemigo vencido, sino que se muestra compasivo.

Beatriz siguió de inmediato su ejemplo. Gasce se dejó deslizar del banco hasta tocar la tribuna con los pies. Los que estaban en el podio se habían puesto en pie. Bajo la dirección del legado papal y de las demás dignidades eclesiásticas, el conde semidesnudo fue conducido hacia la catedral y una vez dentro hacia el altar. Allí se arrodilló hasta que el resto del grupo hubo entrado para presenciar la penitencia.

Cuando los Poissy se disponían a entrar en la iglesia, Simón se quedó súbitamente parado en el zaguán. Asió al pequeño Gasce del brazo, lo atrajo hacia sí y le señaló el témpano sobre sus cabezas, que representaba el día del juicio final. Allí estaba el demonio, que arrastraba a los condenados al infierno.

—Allí van a parar los herejes, —le dijo Simón secamente.

Con la mano indicó las arcadas donde los repulsivos ayudantes del demonio esperaban las almas de los condenados.

—Allí está la caldera del infierno. Allí también van a parar los desertores que protegen a los herejes. —Lanzó una mirada elocuente en dirección a Amaury.

—Venga, que estorbamos a los demás, —dijo Beatriz apresuradamente.

Su amonestación era casi superflua, pues la multitud ansiosa por entrar los empujaba ya.

Amaury siguió la ceremonia con creciente disgusto. El legado castigó al conde Raimundo con un azote antes de darle la absolución y levantar la excomunión.

—¿De qué sirve esta humillación? Por todos los santos, ¿qué ha hecho de malo? —murmuró irritado—. Es un buen católico, eso nadie lo pone en duda. Ni siquiera se le acusa de complicidad en un asesinato, como se hizo con su padre. Lo único que ha hecho es exigir sus derechos. Si un hombre ya no puede luchar por lo que le pertenece, ¿qué le queda?

Beatriz asintió compasivamente.

—Es la reina, —susurró—. Todos le tienen miedo. Ahora el conde de Tolosa ya sabe con quién trata.

—Me da mucha pena, —dijo Gasce.

—Es un espectáculo triste, —admitió Amaury—. Han aprovechado esta oportunidad para exhibir el poder del rey y dejar bien claro que él es quien manda aquí. El conde Raimundo tiene que pagar para aumentar la gloria de nuestro soberano menor de edad, y la Iglesia apoya esta farsa.

Beatriz se inclinó hacia él y le susurró:

—O el de la reina Blanca. Su devoción es ejemplar. Los prelados dependen de ella. No me extrañaría que la reina les hubiera dictado este espectáculo humillante. —Se enderezó de nuevo y añadió en voz alta, para que Simón pudiera oírla—: ¡Que la Virgen María proteja a la reina Blanca! ¡¿Qué habría sido de nuestro país si ella no hubiera conseguido conservar el trono para su hijo, cuando los barones intentaron secuestrar al príncipe hace año y medio?! Si yo fuera tan valiente como ella, si yo tuviera su fuerza, no tendrías que proteger a mi hijo contra quienes ansían arrebatarle su herencia.

A pesar de su timidez, Beatriz estaba bien informada. Seguía manteniendo el estrecho vínculo que los Poissy tenían con la reina Blanca desde que ella diera a luz al joven Luis en Poissy. Beatriz deseaba que Gasce se educara en la corte del rey en cuanto tuviera edad para ello. Amaury prefería guiar personalmente al joven, aunque sabía que nadie podría proteger mejor los derechos de Gasce que la reina. Le repelía la idea de que su hijo se contaminara con el profundo odio que sentía la reina por la herejía del sur. Ya había transmitido su piedad rayana en el fanatismo al joven rey, sobre el cual ejercía una gran influencia. Además, su ambición no conocía límites. Luis le consultaba antes de tomar una decisión, por lo cual ella reinaba con él. No era difícil adivinar qué consecuencias tendría esto para el país de Raimundo de Tolosa.

Montfort había sido un comandante temido, mas había tenido que luchar sin el apoyo del rey Felipe Augusto, que no sentía demasiado entusiasmo por la Cruzada en sus Estados vasallos. Sólo el valiente estratega Raimundo VII había sido capaz de derrotar al comandante que todos creían invencible y reconquistar las tierras que había perdido su padre. Por el contrario, el rey Luis VIII había luchado personalmente. Tras su muerte a causa de la diarrea en el viaje de retorno de su Cruzada, su primo Humberto de Beaujeu había asumido el mando supremo, y había continuado la lucha alentado y apoyado por la viuda del rey. Durante dos años había asolado las tierras alrededor de Tolosa, destruyendo las cosechas y causando daños irreparables a los viñedos, privando así a la ciudad de su principal fuente de ingresos. Una catastrófica afluencia de refugiados y la hambruna que inevitablemente le siguió obligaron al conde Raimundo a doblegarse. Cedió ante la propuesta de que podría mantener su título y que éste sería reconocido oficialmente a cambio de su rendición. Blanca triunfó. Este tratado de paz olía a sus ansias de dominación, que ciertamente contribuían a mantener la dinastía de los Capetos, pero que supusieron la caída de la de Tolosa. No existía en el mundo ni un guerrero, por muy intrépido que fuera, capaz de cambiar la situación. El país de las ciudades libres del que tan orgullosa se sentía Colomba, el país de los trovadores que cantaban al amor y de los Buenos Cristianos que viajaban trabajando y predicando para difundir sus creencias pacifistas, sería anexionado por un reino modesto que gracias a ello se convertiría de golpe y porrazo en un coloso. Incluso se había creado una organización especial, dirigida por clérigos que se hacían llamar jueces de la Inquisición o inquisidores, y que eran ayudados por laicos, para interrogar a la población a fin de descubrir a los herejes y llevarlos ante los tribunales. Montfort se había limitado a gobernar el país con el látigo en la mano, pero ahora también el báculo se había convertido en un arma para la opresión.

Amaury se despertó de un sobresalto de sus cavilaciones al notar que Gasce le tiraba del brazo.

—¡Tienes que rezar! —le advirtió el niño.

Se apresuró a ponerse de rodillas, mas no podía dejar de pensar en los bosques de la Montaña Negra. ¿Habría luchado el hijo de Colomba en la guerra que según los rumores se había prolongado durante dos años en torno a Cabaret? ¿Cuántos años debía contar ahora? Diecisiete…, más o menos la misma edad que tenía él cuando partió hacia el sur con el ejército de los cruzados. Con repentina intensidad fueron surgiendo las imágenes de los últimos días que pasó con Colomba. Volvió a ver cómo su mano se deslizaba sobre el abultado vientre de ella. Había notado que el niño se movía y había apretado la oreja contra el vientre para oír el latido de su corazón.

Dios, ¿por qué volvía a recordarlo todo como si hubiese sido ayer? ¿por qué después de tantos años volvían a llenársele los ojos de lágrimas al recordar aquellos últimos momentos? ¿Qué aspecto tendría el joven? ¿Se parecía a ella? ¿Era creyente de la Iglesia de Dios? ¡Sin duda! ¿Qué sería de él si los inquisidores obligaban a los buenos ciudadanos a entregar a los herejes? ¿La cárcel, la hoguera? ¡Wigbold! De un sobresalto alzó la cabeza y miró alrededor. Tenía que encontrar al frisón. ¡¿Dónde se había metido ese traidor?!

Ya no cruzaba las manos, sino que las cerraba en un puño o buscaba nervioso el cinto donde solían colgar sus armas. Ahora las guardaba su escudero, fuera de la iglesia, pues estaba prohibido ir armado dentro del recinto sagrado. La inquietud se fue apoderando de él. Apenas aguantaba ya estar en el recinto repleto y fue presa del pánico. Habría querido abrirse camino con los codos para poder salir afuera, pero abandonar la misa antes de que ésta acabara era un sacrilegio. En aquel momento sintió la mano de Beatriz sobre la suya. La acarició suavemente y le susurró palabras tranquilizadoras que lo calmaron un poco. La miró fugazmente, mas no se atrevió a sonreírle y retiró la mano, por temor a Simón, que seguía al acecho como un reptil sediento en busca de una prueba que confirmara sus sospechas. Después pasó su mirada a la cabeza inclinada del niño, al caballo rubio oscuro que ondulaba como el suyo. Quería acariciarlo, pero se contuvo, consciente de la presencia de Simón, a quien no se le escapaba nada. Pensó que debía pedirle a Beatriz que le cortara el cabello al niño. Y el otro, ¿tendría el mismo pelo o lacio como el de Colomba y de un castaño como las avellanas maduras? De su interior se escapó un sollozo. Llenó sus pulmones de aire, cerró los ojos y empujó el pulgar y el índice en la cuenca de éstos. ¡Tenía que controlarse!

—¿Qué te pasa? —preguntó la voz infantil a su lado.

—¡Reza, maldita sea! —dijo Simón.