ALBI

Octubre de 1226

Temiendo que, como tantos niños, el nuevo primogénito no llegara a la edad adulta, Beatriz le pidió que la volviera a dejar embarazada. En un principio, Amaury se negó, pero finalmente cedió a sus súplicas. Le dio otro hijo al que llamaron Roberto, como su padre. Poco después de haber dado a luz a su tercer hijo, Juan, Roberto imprimió su sello en una declaración en la cual, con otros veinticinco nobles ilustres, apoyaba al rey en una nueva Cruzada contra la herejía en tierras de Tolosa. Su mano estampó en el lacre el escudo con las merletas, mas en su corazón se había apagado el ardor por una nueva Cruzada.

Quince años antes, Roberto había tomado la cruz por convicción. Ahora lo impelía tan sólo la lealtad al rey, que antes de acceder al trono había residido en Poissy y cuyos hijos habían nacido y sido bautizados allí. Había cedido ante las presiones del rey piadoso, y sobre todo de la reina, una aún más ferviente partidaria de la que iba a convertirse en la tercera Cruzada de Luis. A su vez, Amaury cedió ante la garantía de que sólo participando en la Cruzada podría demostrar que volvía a ser un buen católico. Recibiría la indulgencia plenaria y de nuevo sería un hombre libre. La promesa de que si tomaba la cruz le serían perdonados todos sus pecados fue para Beatriz una razón para alentar al padre natural de sus hijos a que aprovechara la oportunidad. Simón era el único que deseaba fervientemente una nueva expedición de conquista, que esta vez quizá le diera una propiedad y un título en el sur.

Así pues, en mayo y en compañía de su antiguo compañero de armas, vecino y pariente Bouchard de Marly, partieron los veteranos del ejército del rey Luis, quien inspirado por el fuego sagrado capitaneaba las tropas espoleadas por la Iglesia. El rey Luis, que poco después de la muerte de Montfort, siendo aún príncipe, había emprendido una expedición al sur en contra de la voluntad de su padre para salvar la primera Cruzada contra los herejes, había sido responsable de la masacre de Marmande, un baño de sangre que casi igualaba al de Béziers. Sin embargo, no había conseguido tomar Tolosa. Esta vez se había propuesto extirpar definitivamente la perversidad herética que volvía a florecer tras la reconquista de las tierras occitanas.

También los enemigos habían cedido el puesto a una nueva generación: Raimundo de Tolosa, hijo de Raimundo; Roger Bernardo de Foix, hijo de Ramón Roger; y Ramón II Trencavel, el hijo desterrado de Ramón Roger, vizconde de Carcasona, asesinado en 1209.

Todos ellos, jóvenes sedientos de venganza por el agravio que se había cometido contra sus difuntos padres. Les traía sin cuidado que Luis fuera un rey ungido y que por esa razón fuese considerado un semidiós.

El avance del ejército de los cruzados se estrelló pronto contra una sorpresa desagradable. Raimundo VII de Tolosa, quien como legítimo sucesor de su padre había sido excomulgado y privado de todos sus derechos, había encontrado un medio para fastidiar a Luis y su Cruzada. Consiguió convencer a la ciudad de Aviñón de que tomara partido por él. Totalmente en contra de los acuerdos y de las promesas realizadas, las autoridades negaron al rey el acceso a la ciudad y al único puente adecuado para dejar pasar al inmenso ejército sobre el Ródano. El rey, furioso, ordenó que se organizara el asedio.

Hubieron de transcurrir tres meses antes de que Aviñón se diera por vencida, una eternidad. Tres meses en las tierras yermas en torno a Aviñón, donde no había posibilidad de encontrar comida. Era preciso traer de Francia incluso el forraje para los caballos. Tres meses de ataques, escaramuzas, emboscadas, calor y hambre. Cuando por fin pudieron emprender la expedición militar propiamente dicha, ya era casi otoño. Y cuando llegaron al corazón de tierras heréticas, muchos guerreros habían muerto a causa de la diarrea. La temida enfermedad, que ya se había declarado durante el asedio de Aviñón en el ejército, arrasaba como la peste. El rey decidió dejar de lado la ansiada Tolosa y emprender el camino de vuelta.

En Albi, las fuerzas de Roberto habían disminuido tanto que se vio obligado a desmontar de su caballo. Amaury se quedó atrás con él. Al contemplar el rostro demacrado de su hermano, el rencor cedió ante el remordimiento.

—¿La has encontrado? —susurró Roberto con voz debilitada.

—¿A quién?

Roberto lo miró en silencio. Sus ojos brillaban debido a la fiebre.

Amaury se mordió el labio inferior.

—¿Cuándo quieres que la haya visto?

—Tuviste ocasión de hacerlo. —Roberto intentó incorporarse y Amaury le colocó una almohada en la espalda—. ¿Acaso pensabas que te creí cuando dijiste que las patrullas enemigas te habían bloqueado el camino?

—Era cierto, tuve que desviarme.

—¿Un desvío de cuatro días?

Durante el asedio de Aviñón, había un ir y venir continuo de clérigos, embajadores y correos que venían a ofrecer al rey la rendición de sus respectivas ciudades. Podían llegar al campamento de los sitiadores cruzando el puente de piedras de Saint-Bénézet y siguiendo la orilla del Ródano por una senda estrecha, al pie de las rocas, que era impracticable para el ejército con su material pesado.

Por miedo al ejército de los cruzados que se acercaba, toda la zona desde el Ródano hasta Carcasona y Albi se había dado por vencida de antemano y había jurado lealtad al rey, mientras éste seguía estancado con su ejército en Aviñón. Luis no disponía de suficientes correos y Amaury le había ofrecido sus servicios. A fin de cuentas hablaba la lengua del país y conocía la mayoría de los caminos. Sin dudarlo ni un momento, había aprovechado la oportunidad para pasar por Cabaret en el camino de vuelta.

Era como si el tiempo se hubiese detenido, era como si se despertase de un mal sueño que había durado quince años. Las casas y los talleres de las Bonnes Dames y los Bons Hommes estaban abiertos de par en par y seguían funcionando con normalidad. El señor Pedro Roger residía en su castillo encima de las orillas del Orbiel. La única diferencia era que los hijos de Pedro Roger eran ahora hombres hechos y derechos y, al igual que su padre, gobernadores de Trencavel. Poco antes de que Amaury abandonara Cabaret, el señor Jordán se había casado con la bella Orbrie. Entre tanto había cambiado a esta seductora por otra esposa. La Iglesia de Dios se había encogido de hombros y no había puesto impedimento alguno, pero la Iglesia de Roma había puesto el grito en el cielo acusándolo de bigamia.

Los hermanos no tenían la más mínima intención de someterse al rey francés. Muy al contrario, dieron cobijo a más de treinta faidits refugiados que, como ellos, eran en su mayoría antiguos vasallos de Trencavel. Además, el obispo de los Buenos Cristianos del episcopado de Carcasona había establecido su sede en la fortaleza de la cima de la montaña. En Cabaret, el ambiente estaba más caldeado que otrora, cuando Montfort amenazaba la fortaleza.

—¿Colomba?

Amaury describió qué aspecto tenía. Además, no era un nombre muy corriente.

—¡Ah, Colomba de Limousis!

Amaury asintió esperanzado. No sabía que se llamara así.

—No, nunca regresó.

Sin duda, la decepción podía leerse en su rostro. Su informante se restregó pensativo la barba gris.

—Al que sí volví a ver fue a su padre, —dijo el viejo solícito—. Regresó para arreglar algunos asuntos. Eso fue cuando los señores de Cabaret tomaron de nuevo posesión del castillo, hará un lustro. Lo recuerdo porque hacía años que no se le veía por Cabaret. —Su tono delataba respeto—. Una persona así no pasa desapercibida.

—¿Por qué?

El otro le lanzó una mirada escrutadora.

—Por aquí no vienen tan a menudo caballeros hospitalarios.

A Amaury le asaltaron todo tipo de imágenes del pasado. Tras unos instantes empezó a perfilarse una imagen clara del caos de sus recuerdos.

“¡¿Sanjuanistas?!”, habría exclamado en otro tiempo, y quizá habría agarrado y sacudido al asustado anciano. Sin embargo, los años de soledad en un entorno hostil lo habían convertido en hombre prudente.

—Claro que no, —respondió con aplomo—. ¿Con quién habló?

—Sospecho que con Pedro Roger o con el señor Jordán. Los jóvenes señores no lo habrían reconocido. Seguramente se trataba de una formalidad. Qué quieres, con tantos cambios de poder.

—De eso viven los escribanos, —asintió Amaury sin darle importancia—. Hay sitios que han cambiado cuatro o cinco veces de manos. Ahora que el rey está de camino, pueden ponerse de nuevo a redactar escrituras. ¿Acaso la orden de San Juan adquirió por la Cruzada posesiones que pertenecían a Cabaret?

—Las iglesias y los conventos nunca sueltan lo que les ha sido entregado, —protestó el viejo—, y menos aún los monjes de órdenes militares. Los templarios no lo hacen, ni tampoco los caballeros hospitalarios. Aunque hay que admitir que no malgastan el dinero en su propia gloria, sino que lo dedican a la reconquista de Tierra Santa. La Iglesia de Roma es avariciosa, una glotona que rebaña el dinero hasta que no queda nada. ¡No, seguro que no vino para devolver sus posesiones!

Pero ¿a qué había venido entonces?

—Durante diez años hemos soportado el yugo de los invasores, —prosiguió el anciano—, y lo peor de todo es que encima teníamos que pagar su “guerra santa”. ¡Cada familia debía pagar al año tres deniers para que no olvidáramos “que el país había sido conquistado con ayuda del papa y de la santa Iglesia”! ¡Nos hicieron pagar por toda la miseria que nos causaron! Las casas de los Buenos Cristianos fueron ocupadas por sacerdotes que las convirtieron en rectorías. Echaban el guante a quien no acudiera a misa los domingos y las fiestas de guardar, y le obligaban a pagar una multa de seis deniers. ¡Seis deniers!

—Vergonzoso, —admitió Amaury.

Se sentía cada vez más miserable. Bien es cierto que había escondido en su alforja el manto con la cruz en el pecho, pero aun así se sentía incómodo.

—Ya soy demasiado viejo para excitarme, pero estoy dispuesto a defender Cabaret con las armas si vuelven a intentar someternos.

Amaury asintió compasivamente y le dio unas palmadas en el hombro para animarlo. Después se disculpó.

En Cabaret no consiguió averiguar nada más. No podía acudir a los castellanos para preguntarles qué tratos habían tenido con el padre de Colomba. En lugar de ello cabalgó hacia Homps, el principal albergue de caballeros hospitalarios de la región. Allí preguntó por el antiguo señor de Limousis. Le contestaron que había partido hacia Tierra Santa tres años antes.

Más de dos meses después de la visita clandestina de Amaury a Cabaret, el señor Jordán de Cabaret se presentó inesperadamente ante el rey cuando éste llegó por fin a Carcasona. Se hincó de rodillas para someterse al soberano y Luis le otorgó el perdón, aunque exigiéndole que regresara a Cabaret para convencer a su hermano y a sus primos de que firmaran la paz. Mientras se movía intranquilo como un león enjaulado a la espera de que se hubieran escrito las cartas de amnistía y reconciliación, varios obispos y abades lo sometieron a un interrogatorio sobre su bigamia. Los prelados le ordenaron que abandonara a su segunda esposa y volviera con Orbrie. Jordán prometió a regañadientes que se enmendaría. Amaury procuró formar parte de la escolta que debía proteger al noble durante el viaje de vuelta a Cabaret.

—¿Colomba de Limousis? —repitió el señor Jordán al tiempo que negaba con la cabeza.

—Su padre estuvo en Cabaret, poco después de vuestro regreso, hace ya cinco años.

El noble lo examinó con una mirada recelosa que se detuvo sobre la cruz que llevaba en el pecho.

—Es un caballero hospitalario, —aclaró Amaury.

El otro se encogió de hombros.

—Si el señor Pedro Roger está dispuesto a someterse al rey y si Cabaret pasa a la corona, es aconsejable que nos informéis sobre los conflictos que tuvieron lugar en el pasado, —dijo Amaury con dureza—, para que no nos topemos con sorpresas desagradables.

No nos gustaría estorbar u ofender sin quererlo a los sanjuanistas.

El rey ha llegado a un acuerdo sobre vuestras tierras, no sobre vuestras disputas.

El señor Jordán suspiró. En Carcasona ya lo habían interrogado prolongadamente y estaba harto de preguntas. Conociendo la actitud belicosa de sus parientes, no tenía muchas ganas de volver a Cabaret. Y lo desanimaba aún más que hubieran enviado a alguien para interrogarlo sobre semejantes minucias.

—Los derechos que ejercía el señor de Limousis en nuestro territorio pertenecen definitivamente a la orden de San Juan, —respondió con frialdad—. Nos opusimos a ello, pero su hija ya no es de este mundo y… —Se detuvo asombrado por el desconcierto en el rostro de su interlocutor.

—¿Y? —preguntó Amaury intentando recomponerse.

—Su hijo no será reconocido como heredero legítimo. Con ello ha puesto fin a una prolongada disputa.

Amaury se estrujaba el cerebro, intentando ordenar sus ideas, arrasadas por una oleada de emociones. ¿Se refería tal vez al hijo del señor de Limousis? Pero Colomba nunca le había hablado de su hermano. En realidad nunca había hablado de su familia. ¿Era posible que…?

—¿Qué hijo? —espetó.

En aquel momento fueron interrumpidos por un grito de alarma. Un grupo de jinetes había aparecido de repente al borde de un bosque y se acercaba a gran velocidad. El señor Jordán miró fijamente hacia la llanura.

—Faidits, —dijo—. Creo que es preferible que no sigáis adelante. Por lo visto ya nos encontramos en territorio hostil para los cruzados.

La escolta tenía la orden de acompañar al señor de Cabaret hasta los límites de sus tierras. Pero puesto que el enemigo había osado acercarse tanto, la protección ya no era necesaria. De cualquier forma, la unidad armada era demasiado pequeña para entablar un combate. Por ello, los soldados volvieron grupas y se alejaron en dirección a Carcasona. Amaury no hizo ningún ademán de marcharse. Permanecía inmóvil en su montura y miraba al señor Jordán de hito en hito.

—¿El hijo? —preguntó, esta vez con más cuidado.

—Desde el punto de vista de la Iglesia católica, la unión era ilegal, por tanto también todos los hijos nacidos de ella. Todo depende de cómo se mire. Ya conocéis los criterios que mantiene la Iglesia de D…, la iglesia herética. Celebra matrimonios sin sacramento y además no bautiza a los recién nacidos. En cuanto el rey empuñe el cetro en Cabaret, este problema dejará de existir. Propiamente dicho, ese hijo no existe.

Mientras tanto, los jinetes se habían acercado mucho. Amaury saludó al noble que prosiguió con su escolta, y se apresuró a espolear a su caballo.

Había hecho bien en regresar en aquel momento a Carcasona.

Unos días más tarde se enteró de que el señor Jordán había sido atacado por los faidits, que lo habían llevado a Tolosa acusándolo de traidor y lo habían encerrado en la prisión. Al pensar de nuevo en aquella conversación sentía que la desesperación le oprimía la garganta como una mano estranguladora. Habría preferido regresar a Cabaret, pero Roberto ya estaba enfermo y no podía abandonarlo.

Los ojos febriles seguían mirándolo interrogantes.

—No la encontré, —dijo Amaury, y palmeó suavemente la mano de Roberto, que yacía sin fuerzas sobre la manta. Se puso en pie, abrió el toldo y respiró profundamente. El olor a enfermedad le daba náuseas.

—Creía que te me habías escapado. Sigo temiendo que te quedes aquí, —le oyó decir desde el catre—. Has de regresar, Amaury.

—Hay tiempo de sobra, —respondió desde fuera.

—Me han dicho que Simón ya ha marchado.

—El rey tiene prisa, también él está enfermo. Los que no puedan seguir viajando tienen que quedarse.

—¿El rey también está enfermo? ¿Y eso qué puede importarle a Simón? Sabe que moriré. Si tiene prisa es porque quiere aprovechar la oportunidad.

Amaury se dio la vuelta y regresó junto a la cama de su hermano.

—Me quedaré contigo hasta el final.

Roberto se hundió un poco más en la almohada. Esbozó una sonrisa.

—¿Cómo está Bouchard? —quiso saber.

Amaury negó elocuentemente con la cabeza. Unos días antes, también Bouchard de Marly había fallecido a resultas de la perniciosa enfermedad, aunque ello no afligía en absoluto a Amaury.

Ahora, Roberto y Simón eran los únicos que lo sabían todo. Roberto hizo una mueca de dolor.

—Has de regresar, Amaury. Tienes que proteger a tus hijos contra Simón.

Amaury contuvo la respiración. Se hizo un silencio embarazoso.

—¿Acaso creías que no lo sabía?

Amaury desvió la mirada hacia las costuras del toldo. No podía soportar por más tiempo el reproche silencioso en el rostro demacrado.

—Beatriz es más sensata de lo que crees. Me confió tu deshonrosa propuesta en cuanto comprendió lo que querías de ella. —Los calambres en su vientre le impidieron seguir hablando. Tuvo que recuperar el aliento antes de proseguir—: No lo hizo por amor a ti. Lo hizo porque me quería y porque sabía que actuaba en interés de la casa de Poissy. —Roberto negó lentamente con la cabeza—. Lo que tú no sabías es que con ello te castigabas a ti mismo. Tenía previsto darte más libertad, quizá incluso dejarte libre antes, pero me vi obligado a apartarte de tus hijos. No podía permitir que establecieras un vínculo con ellos. A fin de cuentas yo era el padre.

Amaury permaneció en silencio y volvió a morderse el labio.

—Querías vengarte de mí y sobre todo de Simón. —Intentó reírse burlonamente—. ¡Ay, hermanito! Encargué a Beatriz que llevara a cabo el plan porque no veía ninguna solución mejor para mi propio dilema: Simón, o un bastardo con la sangre de los Poissy en sus venas.

Una nueva punzada le impidió hablar. Respiraba con esfuerzo sin dejar de apretar los dientes. Sintió que el esputo y la sangre salían incontroladamente de su cuerpo. Su cuerpo, su cama, todo apestaba.

—Tienes que regresar, —dijo jadeando—. Debes ayudar a Beatriz, de lo contrario Simón podrá con ella, pues no sabe defenderse contra la intimidación y la violencia.

—Tengo un hijo que me necesita aún más, —dijo Amaury con dificultad.

—¿Aquí…? ¿De ella?

Las palabras de Jordán de Cabaret no podían tener otra explicación.

—¡Ay, hermanito! —dijo de nuevo Roberto—. Antes de salir de Poissy volví a hacer testamento. En él te he nombrado tutor de los niños, por si yo no regresaba. Ya no puedo ayudarlos. —Se detuvo, agotado por el esfuerzo que le suponía hablar. Tras unos instantes prosiguió—: Este es mi último deseo, que mis hijos me sucedan, que la sangre de mi padre, que también era la tuya, se mantenga para Poissy. Tú mismo te has arrinconado, Amaury. Ya va siendo hora de que asumas las consecuencias de tus actos. Has de defender los derechos de tus hijos.

Regresar a Poissy para proteger a unos hijos que no podían saber que él era su padre. Mientras que en Occitania crecía un muchacho al que le habían arrebatado sus padres y su herencia, y que sin duda sería educado para proseguir la desesperada lucha de los proscritos que defendían al Verdadero Cristianismo.

—Júramelo, sobre mi lecho de muerte, —le ordenó la voz casi inaudible de Roberto.

Amaury se cubrió el rostro con las manos y gimió. Lo había hecho todo mal, desde el momento en que se había unido a la maldita Cruzada de Montfort. Había destrozado a todos, sobre todo a sí mismo. Con el triunfo de su venganza, que había celebrado en el silencio de su soledad en la torre, había forjado sus propias cadenas.

Se santiguó.

—Juro que los protegeré hasta que tengan edad suficiente para distinguir el Bien del Mal, y hasta que sean lo bastante fuertes para defenderse por si solos. Lo juro sobre la tumba de mi padre y a la luz de todos los ángeles del cielo.

Posó los labios sobre la mano sudorosa de su hermano. Después se abalanzó afuera para vomitar.