TOLOSA

Septiembre de 1216 hasta el 25 de junio de 1218

—He encontrado a esa zorra lujuriosa, la tal Colomba.

Había sido una observación casi casual. Nada más, pero suficientemente alarmante: Simón sabía cómo se llamaba. ¿Acaso había conseguido sonsacar algo a las personas con las que Colomba había vivido en Tolosa y había descubierto ahora dónde se hallaba? ¿La había encontrado realmente? ¿O sólo fanfarroneaba y éste era únicamente un nuevo método de intimidación? A fin de cuentas, tenía tanto miedo a Roberto que ya no se atrevía a usar la violencia física contra su primo menor. Simón no dijo nada más y partió hacia Francia, dejando a Amaury martirizado por las dudas.

Por lo demás, la situación de Amaury no había mejorado en absoluto. Acababa de completar tres años en su calendario de Lavaur cuando los cruzados entraron en Tolosa y los Poissy trasladaron su base. Ahora estaba encerrado en uno de los calabozos del castillo de Narbonnais, que antes había pertenecido al conde Raimundo. Habitaba un cuartucho desolador desde el cual no podía ver nada de lo que acontecía fuera y donde Simón prosiguió con su estrategia de violencia verbal. Empezó un nuevo calendario, que no se basaba en la luz del día, sino en la monotonía de su existencia diaria: una comida y un cuenco de agua diarios, y de vez en cuando una paca de paja fresca con la que había de limpiar su celda.

El monje, que desde el regreso de Roberto y Simón le visitaba una vez a la semana para descargar sobre él una sarta de oraciones y exorcismos, fue reemplazado por el confesor de los Poissy, que había venido desde el norte para volver a encarrilar a Amaury por el buen camino. El bondadoso clérigo supo convencerle de que su única posibilidad de sobrevivir era regresando plenamente al seno de la madre iglesia. Con sus acciones había anulado todas las ventajas que tendría que haberle aportado la Cruzada. Después de la muerte de su primera esposa, en lugar de ganarse al cielo y luchar contra los enemigos de Cristo, se había amancebado con una mujer herética.

Amaury se dio cuenta avergonzado de que en efecto no había pensado por un solo momento en la pobre Eva, quien, con tan sólo catorce primaveras, había fallecido durante el parto. Ni siquiera recordaba su rostro. Lo había borrado por completo de su mente la impresión que Colomba le había dejado. Entregó al clérigo el dinero que le quedaba, veinte monedas como aquella primera vez, y le pidió que las llevara a la abadía de Abbecourt para que los monjes rezaran por el descanso de su alma. Hubiera querido hacer algo parecido para Colomba, pero en su imaginación ya la oía reír.

“¿Rezar por los muertos? ¿De qué sirve eso? Los Bons Hommes rezan y velan cuatro días y cuatro noches al muerto al que han administrado el consolamentum. Así se aseguran de que el espíritu del muerto regresará sano y salvo al cielo sin que intervenga el demonio. Eso es suficiente”.

Sin embargo, el confesor estaba satisfecho. Se marchó al norte con Roberto y Simón, quienes de vez en cuando regresaban brevemente a sus dominios para encauzar sus asuntos a fin de que siguieran entrando los ingresos que necesitaban urgentemente para la guerra.

Por un breve espacio de tiempo los cruzados creyeron haber alcanzado definitivamente su objetivo. Una vez que el papa hubo confiscado las posesiones del conde Raimundo de Tolosa, los Poissy volvieron a viajar al norte, ahora en compañía de Montfort. El comandante rindió tributo al rey francés por todos los territorios conquistados, que a partir de entonces quedaban oficialmente dentro de su dominio. Gracias a ello gobernaba un reino más grande que el del propio rey. Sólo en el viaje de vuelta descubrieron que el hijo del conde Raimundo se había negado a aceptar la decisión del papa y había movilizado a un ejército para recuperar lo que le correspondía por derecho. El noble de diecinueve años entró en Beaucaire, el cuartel general de los cruzados en Provenza, y cercó a la guarnición estacionada en el castillo. Mientras tanto, muchas ciudades se rebelaron y se unieron al estandarte del conde. Montfort se apresuró a ayudar a sus camaradas, mas después de un asedio de nueve días hubo de admitir que en aquella ocasión llevaba todas las de perder. Emprendió la retirada y regresó a Tolosa.

En su lóbrega mazmorra, Amaury se enteró de la entrada de Montfort. Los hombres de Tolosa se armaron y lo recibieron con barricadas en las calles. Allí donde conseguía penetrar con sus soldados, era atacado por mujeres y niños que desde los tejados lo bombardeaban con cacharros y basura. El comandante sofocó la revuelta con mano dura. Ordenó que incendiaran el barrio judío y que sus tropas saquearan la ciudad. Después, mientras emprendía una expedición de castigo en los alrededores de Foix, el joven Raimundo de Tolosa se abrió paso en Provenza. Montfort se vio obligado a marchar de nuevo hacia el este, para refrenar al joven tunante. Mientras tanto, el destituido conde de Tolosa hizo acopio de valor y partió con un ejército desde Aragón para atravesar los Pirineos. No tardó en llegar a las murallas de su propia capital, donde fue recibido entre vítores por la población.

—Dios nos ha dado la espalda, —dijo Roberto, quien se presentó de súbito en el calabozo de su hermano después de haber estado ausente durante meses—. La batalla de Beaucaire fue un mensaje divino. A partir de aquel momento todo fue de mal en peor.

Parecía exhausto. Los ocho años de guerra en la que él y sus hombres habían seguido al ejército sumamente ágil de Montfort, de un avance forzado a la siguiente expedición agoradora, habían dejado huella en su rostro curtido. Era como si los contratiempos de los últimos meses hicieran aflorar de súbito el cansancio de todos aquellos años.

—Hemos sido demasiado ambiciosos, —dijo suspirando—. El Altísimo ha rechazado el juicio del concilio. El papa, que nos dio la razón, ha muerto. Mientras avanzamos lentamente en un frente, nos arrollan a galope en el otro. Ya no controlamos los acontecimientos Amaury no reaccionó. Había alcanzado un estado de absoluto desinterés. Lo único que lo mantenía vivo era su odio a Simón y su deseo de vengarse por el mezquino juego que practicaba con él.

—Colomba ha confesado dónde ha ocultado al niño, —le había dicho su primo un día—. Lo educan los herejes, en una de esas casas de mujeres.

—¿Dónde?

—Aquí en Tolosa, por supuesto.

Y unos días más tarde:

—Hemos limpiado a fondo la casa y la hemos incendiado. Esa bastarda murió en el incendio.

—¿Era una niña?

—Sí.

Se habían desvanecido todas sus esperanzas de que Colomba aún se hallase con vida. Estaba muerta, no podía ser de otro modo. Incluso su imagen empezaba a borrarse de su mente. Lo único que aún le acompañaba era la voz de ella en su cabeza: “Si es niña se quedará conmigo y la cuidaré hasta que sea suficientemente grande para tomar su propia decisión”. Simón mentía. Si tenía una hija, seguro que no estaba con las Bonnes Dames.

—Ya no podemos entrar en la ciudad, —prosiguió Roberto—. Han hecho barricadas en todas las calles y han levantado un muro de empalizadas para aislar el castillo. Nos hemos retirado aquí a la espera de que lleguen las tropas de apoyo.

El pánico y la agitación habían penetrado incluso en el calabozo de Amaury, aunque él desconociese entonces la razón. Roberto se rió secamente.

—Es increíble. El año pasado hicimos derribar todas las fortificaciones para evitar que la ciudad se nos volviera a resistir. Ahora están organizando de nuevo la defensa a una velocidad increíble, muros, torres, puertas, toda la muralla, todo.

Amaury miraba la pared que tenía delante. Sabía exactamente con cuántas piedras habían construido su celda, conocía cada una de sus irregularidades y habría sido capaz de pintar con los ojos cerrados el dibujo de los intersticios de las piedras. Había hecho el calendario con más esmero que la vez anterior. Aún no habían acontecido muchas cosas. Una expedición militar hacia el extremo occidental, donde Montfort había obligado a la heredera de un pequeño condado en los Pirineos, una mujer de treinta y tres años, a contraer matrimonio con su hijo menor de quince años a fin de asegurarse la lealtad de los vasallos de aquélla. Después había limpiado algunos nidos de bandidos a orillas del Ródano, según palabras de su primo Simón. Por supuesto, Montfort regresaría de inmediato de los límites de su reino hacia la ciudad condal para ayudar a la guarnición.

Al poco, Roberto volvió a visitar a Amaury.

—Montfort ha establecido su cuartel general aquí, en el castillo, —le dijo—. Estás justo debajo de sus narices. Recemos para que no se huela nada.

Bien poco podía hacer Amaury en su situación. Por un momento tuvo la tentación de armar mucho ruido para que el comandante empezara a hacer preguntas y acabar de este modo con su vida vegetativa, pero pensó que no conseguiría armar suficiente jaleo para lograrlo. Además, con ello no sólo arrastraría a su primo, sino también a su hermano.

Roberto volvió a visitarlo mucho más tarde. Llevaba vendado el brazo izquierdo y tenía peor aspecto que veces anteriores.

—No podemos conquistar la ciudad cercándola y dejando morir de hambre a sus habitantes, —le dijo—, no tenemos suficientes hombres, y además, ellos siguen recibiendo víveres y refuerzos desde fuera.

Se echó a reír como burlándose de sí mismo y se dejó caer en la paja junto a su hermano menor.

—Casi empiezo a tenerte envidia. Ya me gustaría a mí quedarme aquí por un tiempo. Hemos lanzado varios ataques contra las murallas. Fue un baño de sangre. No tengo ni la menor idea de cuántos soldados perdimos allí. La población entera lucha hombro a hombro, hombres, mujeres y niños. No creo que podamos tomar Tolosa, a no ser que lleguen nuevos cruzados. —Su voz estaba cargada de resignación. Montfort ya no es el mismo de antes. Las riendas se le escapan de las manos. Cuando llegó aquí con sus tropas se jactaba de que no se desensillaría ningún caballo antes de que Tolosa fuera tomada. Fanfarronadas Entonces, el otoño aún no había empezado, y ahora ya es casi Navidad.

Permaneció en silencio durante un rato apoyando la cabeza contra la pared, con los ojos cerrados, mientras Amaury miraba apáticamente al frente. ¿Y qué le importaban a él las desgracias del ejército de los cruzados? Ni siquiera conseguía alegrarse. Por supuesto, Roberto no envidiaba realmente su posición. Por un momento se figuró cómo sería si pudiera ocupar por un tiempo el lugar de su hermano: Roberto conseguiría por fin algo de tranquilidad, aunque fuera en una mazmorra, y él estaría allí fuera delante de la ciudad sitiada, si al menos se podía llamar asedio al deficiente bloqueo de los cruzados. Una idea disparatada. En cuanto se le presentara una oportunidad, desertaría.

—La firmeza de Montfort está cimentada sobre arenas movedizas, —dijo Roberto de repente—. Ha oprimido a sus nuevos vasallos con leyes despiadadas y los ha explotado con impuestos demasiado elevados. Con ello no ha hecho más que provocar la resistencia. Sus crueldades han acrecentado los deseos de rebeldía del pueblo. Incluso nuestros guerreros más veteranos creen que ha ido demasiado lejos. —Después de reflexionar durante un rato, añadió—: Si perdemos este combate, será la prueba de que el dominio de Montfort sobre Tolosa es ilegal. Tendríamos que haber hecho caso a la primera maldición divina, nuestra derrota en Beaucaire. La ciudad y las tierras pertenecen al conde Raimundo por derecho de nacimiento. Nosotros no teníamos derecho a quitárselas, aunque hubiese renunciado a sus posesiones a causa de sus crímenes. Sus bienes corresponden a su hijo. A veces me pregunto si Montfort, el soldado de Dios, no está siendo utilizado como medio para ponernos a prueba.

Volvió a guardar silencio. Amaury estaba convencido de que Montfort era la mismísima encarnación de Satanás, del Anticristo.

Roberto se frotó el brazo herido con la mano.

—Nuestra santa guerra ya no es voluntad de Dios, sino del propio Montfort, —murmuró sacudiendo la cabeza—. Si fuésemos sensatos, intentaríamos entablar negociaciones de paz. Pero nadie se atreve a proponérselo. Me gustaría poder retirarme de esta funesta empresa. —Miró a Amaury—. Quien prosiga con esta lucha sufrirá el azote de la venganza divina.

“El buen Dios no es el dios de la venganza, la ira y la muerte. No es un juez despiadado, —protestó la voz de Colomba—, es todo bondad y amor”. Pero el dios de Roma azotaba y pegaba para poner a prueba a los hombres y así reforzar su fe y obligarles a implorarle en la necesidad y superar las pruebas gracias a su misericordia.

—No es la venganza divina lo que has de temer, —dijo Amaury—, sino tu propia conciencia.

—Tengo que estar en paz con mi conciencia antes de que sea demasiado tarde, —admitió Roberto—, con Dios y con mi conciencia.

Apoyó el brazo herido sobre la otra mano. Tenía la frente cubierta de sudor. Debía de tener fuertes dolores. Miró de nuevo a su hermano. Quería decir algo, pero se calló. Después se puso en pie y abandonó la celda.

Durante los meses siguientes, Roberto no volvió a visitarlo.

Montfort no lo dejaba en paz y si se acercaba a los calabozos del castillo de Narbonnais delataría la presencia del renegado mancillado.

Tampoco Simón vino a verlo. Mientras tanto llegó la primavera, al menos eso indicaba su calendario. ¿Habrían llegado nuevos cruzados con la primavera? En cualquier caso, tenían problemas de aprovisionamiento, pues las raciones que le daban eran cada vez más frugales. Seguramente también se les estaba acabando el dinero.

Debía de ser verano cuando Roberto entró de súbito en el calabozo envuelto en su armadura. Presentaba un aspecto terrible. La cara, contraída y gris, y el manto que llevaba sobre la cota de mallas, manchado de sangre. Tenía una herida abierta en la cabeza y estaba mugriento. Sin decir palabra, sacó el hacha de guerra del cinto y se acercó a Amaury. Agarró el arma con ambas manos y la alzó. El prisionero retrocedió y se agachó, al tiempo que se protegía la cabeza con las manos. Como si eso fuera a servir de algo. La hoja zumbó hacia abajo y partió de un solo golpe la cadena que lo mantenía atado a la pared.

—¡Sal, rápido! —dijo el caballero, apremiándolo con un gesto breve.

Tambaleándose sobre sus piernas debilitadas, Amaury siguió a su hermano. Enfilaron un pasillo y luego subieron por una escalera de caracol. Allí, Roberto sacó un atajo de un nicho y se lo entregó.

Poco después, cuando llegaron afuera, Amaury llevaba puestas las ropas ensangrentadas de un arquero de Poissy. Algo le impulsaba a protegerse el pecho con la mano para ocultar la cruz que había cosida en él. Un poco más lejos oyó a unos monjes cantar. Cerró los ojos para protegerse de la intensa luz del sol, se llenó los pulmones de aire fresco y alzó la cabeza al cielo, gozando del agradable calor sobre su piel.

—¡Agacha la cabeza y reza! ¡Montfort ha muerto, que descanse en paz! —siseó Roberto al tiempo que se santiguaba apresuradamente tres veces seguidas. Amaury lo imitó de un modo mecánico.

Alrededor reinaban un silencio angustioso y un profundo desconsuelo, sólo turbado por los cánticos procedentes de la capilla. En el patio delantero del castillo, unos cuantos caballeros se dirigían apresuradamente hacia el recinto sagrado, donde habían trasladado el cuerpo del comandante justo después del golpe mortal. También oyó el bullicio que venía de más lejos, de detrás de los muros de la ciudad al otro lado del castillo. Allí, los tolosanos celebraban la muerte de Montfort con alegría, redobles de tambor y toque de trompetas.

—¿Cómo ha sucedido? —jadeó Amaury mientras avanzaba torpemente sobre sus piernas entumecidas que se negaban a cooperar, siguiendo los pasos de su hermano, hacia el puente levadizo en dirección al campamento militar.

—Una piedra, lanzada por un magonel. Fue a darle justo en la cabeza. Le destrozó la cara, su cerebro quedó al descubierto. Fue horrible. Uno de los nuestros lo cubrió cuanto antes con un manto. Y tuvo que suceder precisamente cuando se apresuraba a ayudar a su hermano que había sido alcanzado por una flecha.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamó Amaury, recurriendo a una expresión que encajaba con su actual posición—. Nunca le habría deseado semejante muerte.

—Seguramente no llegó siquiera a enterarse de lo que le pasaba. Murió en el acto.

Tuvieron que detenerse porque Amaury no podía mantener el ritmo de su hermano. Le parecía que sus pulmones iban a reventar y se tambaleaba sobre sus piernas. A su izquierda, entre los muertos y heridos en el campo de batalla, se elevaban los restos calcinados de las enormes catapultas, a las que los tolosanos habían prendido fuego tras la muerte de Montfort. A su derecha, en la otra orilla del Garona, reinaba un caos completo. Los cruzados que acampaban allí habían huido abandonando todas sus pertenencias. Entre tanto, los soldados y los habitantes de Tolosa habían apresado a los que quedaban, y saqueaban el campamento militar. Se lo llevaban todo de vuelta a la ciudad: caballos, bueyes, tiendas de campaña, baúles de ropa, armaduras, dinero y víveres, y todo lo que cayera en sus manos.

—Como de costumbre había oído misa justo antes de ir a la batalla, —dijo Roberto—. Aún lo oigo decir después de haber contemplado la hostia y de que el sacerdote hubiera hecho la consagración: “Venga, vámonos. Si es preciso, muramos por Él, que se dignó morir por nosotros”. Hasta su último aliento luchó al servicio de la fe. Era un auténtico caballero de Cristo. Que descanse en paz.

“Una muerte heroica es una muerte inútil, —retumbaba la voz de Colomba en la cabeza de Amaury—, no puedes limpiarte de todo el mal que hay en ti haciendo correr la sangre de otros”.

En silencio, prosiguieron su camino hacia la tienda de campaña de los Poissy, donde Roberto vendó la cabeza de Amaury para que no lo reconocieran. El lino le cubría también buena parte de los ojos. Era un alivio, pues la luz del día empezaba a causarle tanto dolor que le hacía saltar las lágrimas.

—Dios sabe qué habría sucedido si no llego a liberarte, —susurró Roberto mientras embadurnaba la inmaculada venda con su propia sangre—. Si abandonamos el asedio, tendremos que quemar el castillo, con prisioneros y todo.

Cerró un poco más el toldo y sacó por segunda vez el hacha de guerra del cinto. Dejó caer con fuerza la parte posterior de la hoja contra la espinilla de Amaury. El hueso se fracturó y Amaury lanzó un grito.

—Perdóname, hermanito, no puedo arriesgarme. Así no podrás huir ni desertar.