LAVAUR
De agosto a diciembre de 1213
—No hace falta que vayas a quejarte ante Roberto, no te creerá.
Simón resultó estar en lo cierto al hacer esta afirmación después de poner fin, repentinamente, al régimen de terror al que había sometido a Amaury durante meses. Cuando su hermano mayor regresó de sus propiedades en Francia, ya no quedaba rastro del ensañamiento de Simón. Los moratones habían desaparecido, mientras que las contusiones Internas que aún no se habían curado no podían verse.
Sin embargo, Amaury no lograba evitar crisparse y empezar a sudar cada vez que Simón aparecía delante del postigo de su celda. Con el paso del tiempo, también eso desapareció.
El primogénito de los Poissy había permanecido más tiempo del previsto en París, donde el delfín francés hacía los preparativos para emprender personalmente una nueva Cruzada, en un momento en que en la corte aún no se sabía que el papa había declarado que la guerra santa ya no era deseable. Sin embargo, después de que, en abril, el rey Felipe Augusto cancelara repentinamente el viaje del príncipe Luis porque ya veía a su hijo subido al trono del rey inglés, que había caído en desgracia ante la Iglesia, Roberto había partido con él hacia Flandes. Después de haber derrotado a los ingleses en dos batallas contundentes, a principios de julio en Saintonges y a finales de ese mes en Bouvines, Roberto había regresado al sur. Ahora, los Poissy volvían a salir regularmente con sus soldados para apoyar a Montfort, que emprendía sin descanso expediciones de saqueo en los alrededores de Tolosa. Con miras a un último asedio definitivo se destruyó toda la cosecha para agotar las reservas de víveres de la ciudad.
Entre tanto, el calendario de Amaury abarcaba ya dieciocho meses y lentamente iba perdiendo toda esperanza de abandonar con vida la celda. Entonces, Roberto rompió de forma inesperada su silencio. Un día compareció en la celda con expresión sombría. Una arruga de preocupación surcaba su entrecejo. Amaury se puso en pie y lo miró interrogante.
—Acabo de hacer mi testamento, —empezó a explicar Roberto—. No te extrañará que haya nombrado a Simón mi heredero. Beatriz administrará la herencia, mientras él siga luchando por Dios contra los herejes.
Se refería al hecho de que su mujer no le hubiera dado aún descendencia. En otras circunstancias, Amaury habría heredado el título de castellano del castillo de caza real en Poissy y las posesiones de la familia en los alrededores.
—No sabes cuánto lo lamento, —añadió Roberto—. Me habría gustado que todo fuera diferente.
Amaury tragó saliva.
—Si ambos perecemos, lo cual es probable, —prosiguió Roberto—, su hijo lo heredará todo.
—¿Porqué…?
—Tú ya no existes. Sólo nosotros y Bouchard de Marly sabemos que estás aquí. Y Montfort, por supuesto. Para los demás pereciste en la caída de Alaric.
—Quiero decir: ¿por qué precisamente ahora? ¿Qué ha pasado?
—El rey de Aragón avanza hacia Tolosa con un ejército seis veces superior al nuestro. Un correo de Montfort nos convoca cuanto antes a Fanjeaux, donde se congrega el ejército de los cruzados. En el mejor de los casos, libraremos batalla en campo abierto y lucharemos a muerte. El sacerdote ya ha oído mi confesión y he encomendado mi alma a Dios. Saldremos tan pronto como hayamos hecho todos los preparativos.
—¿Y yo?
Roberto suspiró.
—Yo no quería que sucediera esto. Soy un hombre temeroso de Dios, pero no veo otra alternativa.
—¿Qué quieres decir?
—Desde el principio criticaste la actuación de los jefes del ejército, de Montfort y del abad Arnaud Amaury. En algunos casos tenías razón. El santo padre siempre ha dicho que hay que proteger a quienes deseen regresar al seno de la Iglesia de Roma. La Iglesia ha de acoger en todo momento a quien llama humilde y arrepentido a su puerta y en todas las ocasiones debe recibir llena de compasión a todos los penitentes. No siempre ha sido así. El abad del Cister ha demostrado ser más despiadado que el más cruel de los soldados. —Se santiguó y enderezó la espalda—. Las leyes de la guerra pueden anular otras reglas. Lo mismo sucede en el bando contrario. Hace apenas un mes, esos perros heréticos atacaron a los nuestros en Pujol y pasaron a cuchillo hasta el último hombre. Habían dado su palabra de honor de que perdonarían la vida a los nobles. En lugar de ello los arrastraron detrás de sus caballos por las calles de Tolosa y después los ahorcaron. No son mejores que nosotros. ¿Por qué te pusiste de su lado?
—Estaba confuso. Confuso y enamorado, —tartamudeó Amaury.
—¡Ya puedes ahorrarte esas excusas cuando comparezcas ante el tribunal celestial!
—Quién sabe dónde y por quién seremos juzgados, —respondió Amaury inseguro. Roberto lo miró sin entender y el prisionero prosiguió—: Vosotros habéis creado vuestro propio tribunal. ¿Quiénes sois para juzgar a otros? Está escrito: “No juzgues y no serás juzgado”. ¿Quién tiene derecho a quitarle la tierra a estas personas, a matar a sus mujeres e hijos, a perturbar toda su existencia y a mutilar a ciudadanos inocentes?
—Es el derecho del vencedor, —respondió Roberto secamente—, y Dios nos ha dado la victoria. Los dominios de los herejes serán para el primer católico que se adueñe de ellos. Es lo que ha prometido el papa, pues los herejes y los infieles carecen de derechos.
—El papa no os ha ordenado que os venguéis de vuestros contrincantes condenándolos a la horca, al estrangulamiento, a la hoguera, sin ningún tipo de proceso. La sagrada escritura nos prohíbe matar. El propio Cristo rechazó la ley del talión.
—No seas tan ingenuo. Ya te he contado lo que hicieron en Pujol.
—Tal vez las leyes de guerra también hayan anulado sus reglas.
Sea como fuere, en circunstancias normales no conocen la pena de muerte. Quien comete un crimen es condenado como mucho a vivir como un Bon Homme, una vida de monje, pero más dura. Son buena gente y su fe ni siquiera es tan descabellada. Nunca os habéis tomado la molestia de escucharlos antes de quemarlos en la hoguera. Tal vez habríamos podido aprender algo unos de otros. Todo lo que ellos dicen está escrito en el mismo evangelio que el que predican vuestros sacerdotes.
—¿Vuestros sacerdotes? Nuestros, querrás decir.
—Vosotros, nosotros, ellos, ya no sé con quién estoy.
Roberto lo escuchaba sacudiendo la cabeza con el rostro desencajado. Volvió a hacer el signo de la cruz sobre su pecho.
—Mi hermano, un hereje, —gimió—. ¿Cómo puedes haber caído tan bajo? Y yo que pensaba que aún podrías hacer algo por la causa de Dios. Tú los conoces, hablas su lengua, conoces sus pueblos, su gente y sus nombres. Me he equivocado. Te he dado una oportunidad, pero no has demostrado ningún arrepentimiento. Ahora comprendo por qué no has pedido nunca ver a un sacerdote.
—Ya no sé qué es bueno y qué no, —reconoció Amaury tímidamente.
Roberto suspiró.
—El tiempo apremia, —dijo—. Si no regreso, estarás a merced de Simón. Quién sabe lo que hará una vez que tenga la mano libre. Está tramando una venganza. Guillermo era como un hermano para él.
—¡No podéis culparme de la muerte de Guillermo!
—Sea como fuere, he dado instrucciones al criado que te trae la comida todos los días. Si caigo en la batalla, te matará, rápida y silenciosamente. Los traidores acaban en la horca. Lo único que puedo ofrecerte es un final compasivo. Aún te doy la oportunidad de reconciliarte con la Iglesia antes de que esto ocurra. Pediré a un sacerdote que te visite dentro de poco. —Se dirigió hacia la puerta.
—¡Espera! —gritó Amaury. De repente quería abrazar a su hermano y extendió las manos, pero Roberto estaba ya en el umbral de la puerta y la cadena a la que él estaba atado no era suficientemente larga—. Por lo menos, despidámonos —suplicó.
El caballero permaneció inmóvil. Su mirada era dura.
—Que Dios se apiade de tu alma. Rezaré por ti, —se limitó a decir.
Después desapareció.
El sacerdote vino, presenció su representación de penitente arrepentido y marchó satisfecho. El criado le traía la comida como siempre, sin entrar nunca en la celda. Sólo abría el postigo, introducía el brazo para que Amaury pudiera recoger el cuenco y luego volvía a cerrar el postigo. Rápida y silenciosamente, había dicho Roberto.
¿Echaría veneno en la comida? Amaury empezó a recelar de todo lo que le daba. Dejó de probar los alimentos y también de beber, hasta que llegó a la conclusión de que así moriría igualmente, aunque de forma más lenta, mientras que los ratones que vivían en su celda engordaban a ojos vistas. A continuación se le ocurrió que primero podía dar de comer a los ratones y luego observarlos. Si todos parecían sanos, él también comía. No sucedió nada. ¿Acaso Roberto había encargado al criado que lo mandara al otro mundo de una rápida puñalada cuando llegara el momento? Se estremecía ante el menor ruido al otro lado de la puerta de la celda, mas nunca se abría.
A medida que transcurría el tiempo, su miedo e impaciencia aumentaron. ¿Se habían enfrentado los dos ejércitos? ¿Cómo había ido el combate? ¿Por qué no le decían nada? ¿Era posible que los aragoneses hubieran apresado a los Poissy y los retuvieran como rehenes? ¿Era posible que los occitanos, bajo el estandarte de Pedro de Aragón, hubieran reconquistado las tierras que les habían sido arrebatadas? No tenía sentido alguno interrogar al criado, pues el hombre nunca le había dicho nada. Si seguía vivo era porque Roberto también lo estaba. Le traía sin cuidado lo que le hubiera pasado a Simón.
Cada vez que se pillaba a sí mismo esperando que su primo hubiera muerto, oía la voz de Colomba que le decía: “No cuesta nada querer a las personas a las que amas. También has de querer a tu enemigo”.
Él no podía hacerlo. Sacaba entonces la conclusión de que nunca Podría ser como ella, y empezaba a dudar de la posibilidad de mejorar en otra vida. Temía estar perdido y que le esperara el infierno. Volvía a oír su voz que le decía: “El infierno no existe, no habrá ningún juicio final. Dios no ha creado a los hombres para condenarlos”.
Debía de ser ya noviembre cuando un día oyó de repente que alguien descorría el cerrojo. La puerta se abrió lentamente, chirriando en sus bisagras oxidadas. Amaury se incorporó, pálido y demacrado, de su colchón de paja. Seguía sin estar preparado para el verdugo que lo mandaría al otro mundo, fuera el que fuera. Empezó a temblar como un azogado y a respirar más rápido. Estaba muerto de miedo y mareado. Al poco sintió un hormigueo en la cabeza y se desplomó.
—¡Oh, Dios mío, que no esté muerto!
Roberto se hincó de rodillas, con la mirada fija en el rostro lívido de su hermano. Simón se agachó, colocó los dedos sobre la yugular de Amaury y volvió a incorporarse.
—No, qué va, el blandengue sólo se ha desmayado.
Amaury recobró lentamente el conocimiento. Vio a Roberto, que se santiguaba y unía las manos, y detrás de él vio a Simón, que lo miraba con desprecio. Ambos parecían cansados, marcados por los sucesos de los últimos meses. Por primera vez desde que estaba encarcelado, Amaury se alegró de verlos. Sonrió.
—¿Roberto? ¡Aún estás vivo! —exclamó.
—Es un milagro, —asintió su hermano—, una señal del cielo.
Había sido una batalla terrible. En Muret, a unas millas de distancia de Tolosa, le contó. El rey de Aragón cayó en combate nada más empezar la batalla. Su escudero llevaba la armadura del rey para que no reconocieran a éste y ello hizo posible el trágico malentendido. ¿Quién podía esperar que luchara en segunda línea? Alguien le había oído gritar que era el rey, justo antes de que lo atravesaran con un sable. Ni siquiera sabían quién lo había matado. Pero los aragoneses comprendieron enseguida que su caudillo había muerto. Cundió el pánico entre los nobles que luchaban con él. Sus soldados se disgregaron y pusieron tierra por medio. Al principio, los cruzados no comprendieron el porqué de un giro tan repentino en la batalla, pero por supuesto Montfort supo aprovechar hábilmente la situación.
—Un milagro, —repitió Roberto.
“Los milagros no existen, —sonó la voz de Colomba en la cabeza de Amaury—, las cosas no pueden ser distintas de lo que son. Sólo sucede algo en la mente, lo que cambia es el modo de ver las cosas. Dicen que Cristo cambió el agua en vino. ¡Como si fuera un mago que sacara palomas de un sombrero!”.
—El rey de Aragón ha pagado por sus pecados, —dijo Simón.
—Habría sido preferible que lo hubiéramos cogido vivo, —objetó Roberto.
—Ni siquiera sabían cómo presentar batalla, cómo formar un bloqueo. Era una pandilla de descontrolados. Cada cual luchaba por su cuenta, ¡como si fuera un torneo! —se burló Simón.
—No les faltaba valor. Fue la Providencia Divina lo que nos hizo ganar la batalla. El valor de nuestros soldados era alimentado por su fe en Cristo y su Iglesia, —opinó Roberto.
—Unidad y disciplina, —masculló Simón.
—También eso, —admitió Roberto—. ¿No te das cuenta, Amaury, de que has abandonado la senda de la verdad? Dios ha dado a Sus soldados la gloria de la victoria. El triunfo de Muret demuestra que la santa Iglesia romana es la única Iglesia verdadera. Si el dios de los herejes fuera el verdadero Dios, ¿por qué crees que sufrirían tantas pérdidas? Dios, el único y verdadero Dios, está de nuestra parte y nos guía hacia la victoria. Ha bendecido esta guerra santa.
—Acaba de una vez con ese miserable traidor, —gruñó su primo.
—¡Calla, Simón! —Roberto volvió a dirigirse a Amaury—. Seguimos a Montfort durante dos meses hacia Provenza, donde habían estallado rebeliones. Durante este tiempo, los sucesos me han hecho reflexionar. Dios me ha perdonado la vida y simultáneamente ha perdonado la tuya. No ha querido que se ejecutara la sentencia. Ha abierto la puerta para admitir de nuevo en el seno de su Iglesia al arrepentido. No puedo devolverte tu libertad, sólo puedo darte la vida y la oportunidad de regresar a la verdadera fe.
—¿De qué sirve mi vida si estoy encerrado en esta mazmorra? Aquí me muero, —dijo Amaury, que había vuelto a adquirir algo de color.
—Es el castigo que te mereces, —gruñó Simón—. Aunque la horca habría sido mejor.
—¡Cállate, Simón! —volvió a gritar Roberto, y dirigiéndose a Amaury—. Alégrate de que te dé la oportunidad de salvar tu alma.
—Más vale que primero limpie su conciencia contándonos lo que sabe, —masculló Simón detrás de la barba.
—Ya tendrá oportunidad de hacerlo, —le aseguró Roberto.
—Se lo tendrás que sacar a patadas, —rió el otro desdeñosamente—, pero yo no voy a esperar. El conde Raimundo ha huido a Inglaterra. Dentro de poco ya podremos entrar en Tolosa. Entonces dispondré de todo el tiempo del mundo para investigar. ¡Si es cierto que te has acostado con una puta herética, si es cierto lo que dice Roberto, que crees en sus perniciosas mentiras, lo demostraré! Quitaré esta mancha de nuestro blasón. Si has dado la espalda a la Iglesia de Roma, ¡es que eres un maldito bougre! ¡En tal caso mereces la hoguera! ¿Sabías que los herejes apestan cuando los queman? Yo mismo los he olido, he estado presente. Huelen que apestan. Los buenos católicos no huelen mal.
Amaury se incorporó de un salto y se abalanzó bramando de cólera sobre su primo. Sin embargo, su cuerpo debilitado no podía competir contra el guerrero. Antes de que Roberto hubiera podido intervenir, volvía a yacer sobre la cama de paja con el rostro ensangrentado. Roberto lanzó un puñetazo contra el estómago de su primo, que fue a dar con la espalda contra la puerta de la celda, antes de encogerse de dolor. El primogénito de los Poissy se plantó en jarras al tiempo que se inclinaba sobre él, como un águila con las alas extendidas sobre su presa. Hacía un esfuerzo por controlarse.
—Amaury ha errado, —le gritó—, está a punto de convertirse, pero una vida apenas es suficiente para hacer penitencia. Pregúntaselo al reverendo Domingo. Por ello tendrá que pasar el resto de sus días en una celda. Un buen cristiano ha de mostrarse misericordioso. ¡Si tú sigues provocándolo, causarás más daño a nuestra familia del que nos ha hecho él! Lo considero un fratricidio. ¡Como oses ponerle un dedo encima, cambiaré mi testamento y si muero sin descendencia, dejaré todas mis posesiones a la orden de los templarios!
Los dos caballeros permanecieron unos instantes mirándose cara a cara en silencio, hasta que Roberto hubo recuperado la calma. Entonces dijo:
—Esto es exactamente lo que os advertí hace cuatro años. Se ha sembrado la cizaña entre los tres. Hemos venido a este país para restaurar la paz, pero hemos acabado enzarzados en una guerra personal. ¡No merecéis la palabra hermanos!
Cuando Roberto lo agarró del brazo y se lo llevó afuera, Simón volvió a lanzar una mirada asesina a Amaury.