LAVAUR

Enero de 1213

La celda en la que estaba encerrado era seca y estaba bastante limpia. Había una abertura en la pared exterior a través de la cual podía ver una franja de cielo. Tenía un colchón de paja y dos mantas aunque no hacía mucho frío, salvo cuando el viento golpeaba contra la fina hendidura. En un rincón contra la pared exterior había un hueco en el piso donde podía hacer sus necesidades. A horas fijas le pasaban comida y bebida a través de un postigo de la puerta y, aunque un grillete alrededor del tobillo y una cadena lo sujetaban al suelo, tenía suficiente libertad de movimientos. En si, su situación no era tan lastimosa.

No era el castigo físico ni la falta de libertad lo que más hacía sufrir a Amaury. A veces incluso deseaba hallarse en circunstancias más lamentables y estar tan debilitado y enfermo que su sufrimiento llegara pronto a su fin. Lo que convertía su vida en un infierno eran sus propios pensamientos, dominados casi por completo por Colomba.

¿Qué le había ofrecido él aparte del niño que había engendrado en su seno y que ella ni siquiera había deseado? Cuando recordaba los dos años que había pasado con Colomba, se daba cuenta de que siempre habían estado en desacuerdo por una u otra razón. Casi siempre por su fe. Incluso después de que él aceptara la convenenza, el Verdadero Cristianismo seguía interponiéndose entre ellos como una barrera insuperable. Él tenía la culpa. Él había entablado la lucha contra el ángel que le impedía llegar hasta el corazón de Colomba, el ángel que casi había estado dispuesto a retirarse a la patria celestial. Aparentemente había ganado la batalla; a fin de cuentas ella había regresado a este mundo y se había entregado a él. ¿Cómo podía Amaury, con todas sus falsas seguridades, haber sido tan egoísta y exigir que fuera sólo suya? Ella nunca le había pertenecido del todo, así como tampoco él había abrazado completamente el Verdadero Cristianismo. Se había quedado atascado en algún lugar, entre el sacrificio que deseaban los Buenos Cristianos para alcanzar la libertad final y el yugo del pecado original de la Iglesia romana, que mantenía la amenaza del infierno y la condenación eterna, como una espada encima de las cabezas de los hombres. Él había tenido la culpa de todo lo sucedido y la inseguridad sobre el destino de Colomba alimentaba el remordimiento que lo consumía.

De bien poco le servía empezar a comprender lentamente cómo había sucedido todo. Sólo ahora caía en la cuenta de que Wigbold tenía que haber sabido desde el principio quién era y quién lo buscaba. Su encuentro en Tolosa y el intento de Wigbold de reclutarlo para la horda de mercenarios de D’Alfaro había sido un plan premeditado. Seguramente lo habría podido entregar mucho antes a los cruzados, pero lo más probable es que no lo hubiera hecho porque había descubierto que también Colomba era una fugitiva a la que podía traicionar por mucho dinero. Comprendió que la daga había sido clavada en el postigo del guarnicionero a instigación de Wigbold para asustarlos y obligar a Colomba a abandonar la casa y emprender la huida. Ello la convertía en una presa más fácil de atrapar.

Pero ¿una presa de quién? Esa era una pregunta a la que todavía no conseguía contestar.

Mientras estas especulaciones seguían dando vueltas en su cabeza, también tenía a Roberto y Simón para recordarle su traición.

Por lo visto, habían establecido su base en Lavaur, pues cuando no realizaban una expedición militar con Montfort, la cabeza de Simón se asomaba con regularidad por el postigo. Le echaba miradas llenas de odio y le soltaba todo tipo de maldiciones relacionadas principalmente con el hecho de que Montfort no hubiera concedido ningún feudo a los Poissy en el territorio conquistado debido a que un pariente suyo se había pasado al enemigo. Bouchard de Marly había sido testigo de ello y quién sabía si también Pedro Mir, que ahora militaba en sus filas, le había contado algo a Montfort.

Por su parte, Roberto se limitaba a entrar de tarde en tarde en la celda, mirarlo con el semblante triste, para luego volver a salir sin haber dicho una palabra. Eso lo afectaba más que la sarta de insultos de su primo, y él no tenía valor para abrir la boca. Por lo demás, el contacto que tenía con el mundo exterior se reducía al criado que todos los días le traía la comida.

Pasado un tiempo, Simón empezó a fanfarronear sobre las conquistas de los cruzados y a explayarse sobre la violencia con la que asustaban y reprimían a los herejes y a sus protectores. Aunque era evidente que Simón pretendía herir al prisionero informándole extensamente sobre las desgracias de las personas con las que simpatizaba, ello le permitía seguir en cierta medida el avance de la guerra. Empezó a señalar los días en una especie de calendario en la pared de su celda y, dado que no dominaba el arte de la escritura, fue añadiendo signos que representaban las conquistas, las destrucciones, las matanzas y los saqueos de los cruzados. La triste lista abarcaba ya más de ocho meses cuando Simón, después de haber estado ausente durante un largo periodo de tiempo, volvió a entrar en la celda.

—Ya sólo es cuestión de tiempo, —le aseguró con evidente regodeo—. Tolosa está completamente aislada. Hemos conquistado a todos los vasallos de los alrededores.

Durante dos meses habían asolado los contornos hasta los límites de la ciudad donde todo el mundo había buscado cobijo, desde refugiados procedentes del territorio ocupado, campesinos con todo el ganado que pudieron salvar, hasta faidits con sus soldados y mercenarios. Tolosa estaba llena a rebosar de gente y por lo pronto también de víveres, pero no tenía ninguna salida. La ciudad estaba lista para la matanza, como un cerdo cebado.

—¿Y el conde Raimundo? —preguntó Amaury cautelosamente.

—Ése ha tramado algo con el rey Pedro de Aragón. ¡Esos españoles no son de fiar! Los dos han hecho creer al papa que la Cruzada ya ha logrado su objetivo. Ese vil español nunca ha querido emprender nada contra los herejes. Ahora el santo padre nos ha ordenado firmar la paz, ¡como si esto no estuviera infestado de herejes y de sus secuaces! El reverendo abad Arnaud Amaury se encargará sin duda de impedirlo. ¡Ja!

El prisionero no hizo ningún comentario. Si Tolosa estaba realmente amenazada, era muy posible que el rey Pedro se viera impulsado a enviar a su enorme ejército, con el que acababa de aplastar a los sarracenos, al otro lado de los Pirineos. Lo podía hacer basándose en los vínculos familiares que lo unían a la casa de Tolosa y la alianza que había entablado con el conde de Foix. Eso cambiaría considerablemente la situación. Si además el papa conseguía detener la Cruzada…

—Es cuestión de tiempo, —repitió Simón, visiblemente destemplado—. Montfort ha dictado nuevas leyes para esa tierra dejada de la mano de Dios. ¡Leyes francesas! Ahora al menos podremos controlar a esa gentuza a la que aquí llaman nobleza. Ya no tendrán voz ni voto, ya no podrán hacer la guerra y ni siquiera podrán llevar armas, y sus mujeres sólo podrán casarse con nobles franceses. De este modo los someteremos. Esas bestias de Laban acabarán extinguiéndose. Por no hablar de los herejes y sus seguidores. Por fin podremos exterminarlos sistemáticamente. Bougres, —escupió al suelo y miró con desdén a Amaury—. Tú eres uno de ellos, ¿no?

El joven caballero se encogió de hombros con indiferencia. Hacía tiempo que la violencia verbal de su primo había dejado de afectarlo. Sólo pensaba en los orgullosos señores de Occitania, que deberían ver impotentes cómo les arrebataban todo lo que tenían, incluso a sus hijas.

—Y tu querida también, por supuesto. Ya atraparemos a esa asquerosa puta herética. Eso te asusta, ¿no?

Su cara perdió el poco color que le quedaba después de haber estado tanto tiempo encerrado en su celda. Intentó desesperadamente controlar sus pensamientos que amenazaban con desbocarse. Los Poissy no sabían nada de Colomba. ¿Qué sabía Simón? ¿Quizá sólo había captado algo? ¿Acaso estaba viva? ¿Era padre o viudo o tal vez ambas cosas o ninguna de ellas?

—No tenéis nada que ver con ella, —dijo fríamente. Casi nunca se ponía en pie cuando Simón entraba en la celda. Pero ahora empezó a levantarse lentamente de la cama de paja en la cual había estado sentado—. No es ninguna puta, es mi mujer.

—¿Mujer? —se burló Simón—. ¡Cómo puede ser tu mujer! A fin de cuentas esos asquerosos libertinos condenan el matrimonio para poder follar a su antojo. Desprecian los sacramentos, así que también el del matrimonio. Pues claro que es una puta. Al derramar tu semen entre sus piernas, has mancillado la sangre de los Poissy, ¡nuestra sangre!

—Es mi mujer. Ha llevado a mi hijo, —sostuvo Amaury obstinadamente.

—¡Un bastardo, encima eso! Desde el principio supe que habías cometido alguna estupidez, pero que nos traicionaras de la forma más vil, que mancharas nuestro nombre, eso ni siquiera yo lo creía posible. Guillermo, que en paz descanse, tenía razón. Tendríamos que haberte enviado de vuelta a casa. Justo después de Béziers. —Sacudió su puño delante de la nariz de Amaury y empezó a gritar—: Tú no puedes tener ninguna mujer, jovencito, tú no puedes casarte, no sin el consentimiento de Roberto. Dios santo, aún recuerdo cómo estuvo llorando en el foso junto a los huesos de Guillermo. SI, los encontramos. Tuvimos que remover todo el foso. Salieron los restos medio descompuestos de toda la guarnición, pero no los tuyos. Sólo un trozo de tela desgarrada con nuestro escudo. Tenía que ser tu túnica. Creíamos que tu cuerpo había sido devorado por los animales salvajes o por los buitres. Roberto estaba desconsolado. Más tarde lo comprendimos: habías desertado, eras un traidor, habías traicionado a tu patria, peor aún, ¡protegías a los herejes!

—Eso no fue lo que sucedió, —protestó Amaury, pero su voz quedó ahogada por la de Simón, que siguió con su perorata:

—Quien protege a los herejes es igual que un hereje, ha dicho el santo padre. Pero tú eres peor: un falso católico es mucho más peligroso que un hereje. Y encima te enorgulleces de haber engendrado a un niño con esa ramera. Y lo llamas hijo. Pues bien, una cosa es segura, nunca será un Poissy. ¡Me dan náuseas sólo de pensarlo!

Amaury tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse. Habría querido abalanzarse sobre el otro, insultarlo. Lo retuvo el hecho de que Simón estuviera armado. Además, era fuerte como un toro y estaba bien entrenado, mientras que Amaury sentía cómo sus músculos se habían debilitado después de aquellos meses de obligada inactividad. No habría tenido ninguna posibilidad frente a Simón y tampoco servía de nada insultarlo.

—¿Qué queréis de mi? —preguntó desanimado.

—Poca cosa, —dijo Simón soltando una risita despectiva—. Que reflexiones sobre tus pecados hasta morir en la más profunda miseria, espero. Preferiría verte colgado, la suerte que merece un traidor. Si de mi dependiera, hace tiempo que te habría entregado a Montfort. Ése sí sabría qué hacer contigo.

—¿Qué hago aquí entonces?

—Pregúntaselo a Roberto cuando regrese. Está en Francia de permiso para administrar nuestras posesiones. Entre tanto quizá puedas contarme algunas cosas. ¿Cómo se llama esa zorra, de dónde viene?

—Lo siento, Simón, no lo conseguirás, —dijo Amaury sacudiendo la cabeza con decisión—. No sacarás nada de mí.

—¿Crees que así no caerá en nuestras manos? Dentro de poco entraremos en Tolosa. Allí estuviste con ella antes de que te cogiéramos, ¿no es cierto? Ya la encontraremos y también al niño. Sólo nos costará más tiempo y más esfuerzo que si me lo cuentas tu.

Simón lo agarró con un movimiento inesperado. A pesar de que se resistió con todas sus fuerzas, no pudo impedir que el otro le pusiera ambas manos en la espalda, atara sus muñecas con una correa y después lo lanzara al suelo, donde lo envolvió en las dos mantas de su cama hasta que quedó tumbado como una oruga en su capullo.

—Así me gusta, —gruñó Simón—, Roberto me ha implorado que no te toque ni un pelo. Así que no lo haré. Y ahora dime quién es esa puta.

—Vete al infierno.

—Tú serás el primero en irte. Y yo te ayudaré, asqueroso traidor.

Con estas palabras empezó a darle patadas donde podía, poniendo mucho cuidado en no darle en la cabeza. Cuando por fin se detuvo, Amaury permaneció tumbado, encogido y aturdido por el dolor. Intentó relajar los músculos. Jadeaba y gemía débilmente.

—¿Vale la pena? —preguntó Simón con desprecio—. Venga, hombre, dímelo. ¿Qué sabes de ella?

—Nada, —susurró Amaury—, ni siquiera sé si todavía vive.

Quería añadir que tampoco sabía si el niño había llegado a nacer, pero la última patada le arrancó un grito de sus pulmones y después vomitó. Simón retiró las mantas y le desató las muñecas.

—Reflexiona sobre esto, —dijo—. Volveré. De momento Roberto se quedará en Francia.