SAINT-MARCEL

Marzo de 1212

Sin ella, el mundo estaba vacío y todo carecía de sentido. De golpe, le habían arrebatado lo que más quería y con ella al niño no nacido que él había engendrado. Le desesperaba no saber lo que le había pasado o dónde se encontraba y con quién. Era como si una rata le devorara lentamente las entrañas. Quizá habría sido más fácil si hubiera sabido que estaba muerta.

Por su cabeza desfilaron todos los posibles culpables. Si eran los Buenos Cristianos, por lo menos estaría a salvo durante un tiempo. Seguramente recibiría de nuevo el consolamentum después de nacer el niño y sería acogida en una de sus casas. Pero ¿qué sucedería con el niño? ¿Adónde se la habían llevado, dónde debía buscarla él en toda Occitania? Además, si volvía a llevar una túnica negra no estaría segura en ningún sitio, tarde o temprano los cruzados tomarían el pueblo donde se escondiera y la llevarían a la hoguera. Sin embargo, su sentido común le decía que no habían podido ser los Buenos Cristianos, muy a pesar de los mantos negros de Wigbold. A fin de cuentas, los Buenos Cristianos no recurrían nunca a la violencia. Se la habían llevado los cruzados o acaso habían sido los mercenarios, pues también el enemigo recurría a los servicios de estos asesinos profesionales. Sabía exactamente lo que les pasaba a las mujeres que caían en sus manos. Violaban incluso a las embarazadas para luego asesinarlas o abandonarlas como un trasto viejo. El hecho de que hubiera oído hablar en occitano no significaba nada. Muchos señores del sur luchaban en las filas de los cruzados, después de haberse sometido a Montfort y haberle rendido tributo. Desertores como Pedro Mir. Por otra parte, tampoco cabía esperar nada bueno de los faidits. A menudo saciaban sus deseos de venganza contra el invasor cometiendo monstruosas crueldades. Amaury se estremeció.

¿Y si los mantos negros que Wigbold parecía haber visto eran las sotanas de clérigos que se habían llevado a Colomba a un convento? Colomba, una monja…: la idea era tan ridícula que la desechó por inverosímil. Sin embargo, algunas Bonnes Dames de Fanjeaux se habían dejado convertir por el monje español Domingo y habían entrado en su convento de Prouille.

¿Quién era el desconocido que los había seguido a escondidas para atacarlos, golpearlos y raptar a Colomba? ¿Tenía algo que ver con aquella noche, cuando Wigbold fue a hacer sus necesidades y él oyó un ruido que le hizo recelar? Y luego estaba la historia de la daga entre los postigos del guarnicionero de Tolosa. Una cuestión familiar, le había dicho Colomba. ¿Se trataba de su padre, de un hermano o un tío que quería recuperarla por alguna razón? ¿Acaso habían escapado de este misterioso pariente para caer en manos de los cruzados o alguien los había seguido desde Tolosa, a pesar de todas sus precauciones?

No conseguía responder a todas sus preguntas. El mundo se había cubierto con un manto de nieve pura y virgen que borraba todas las huellas y que apagaba todos los ruidos.

En compañía de Wigbold recorrió durante días los alrededores en busca de Colomba o sus secuestradores, hasta que el frisón dijo:

—Tú, regresa. El dinero se acaba. Nosotros, luchamos por dinero nuevo.

No había otra alternativa. Ambos se habían quedado sin un céntimo y apenas tenían víveres para subsistir unos cuantos días más. Wigbold esperaba impaciente que los cruzados reanudaran la lucha y estaba de suerte. A finales de febrero, Simón de Montfort, siguiendo el consejo del cisterciense Arnaud Amaury, que continuaba siendo el comandante en jefe del ejército de los cruzados, decidió conquistar la fortaleza de Saint-Marcel. El conde de Tolosa reaccionó como si le hubiera picado una víbora. Montfort acababa de instalar sus tiendas delante de las murallas de Saint-Marcel cuando Raimundo marchó hacia el norte acompañado por el conde de Foix. Una vez llegados a la fortaleza sitiada, pudieron entrar sin problemas en el castillo, pues Montfort no tenía suficientes hombres para aislarla por completo del mundo exterior.

Wigbold parecía oler que habían vuelto a declararse las hostilidades. En su deficiente occitano dejó claro que se iba hacia Saint-Marcel. El joven caballero apenas reaccionó, pero cabalgó apático detrás del frisón.

Igual que había sucedido durante el asedio de Tolosa, las tropas occitanas eran mucho más nutridas, lo cual les permitía atacar con regularidad el campamento enemigo para sembrar el caos y desanimar a los sitiadores. Además, a diario se enviaban patrullas para vigilar los alrededores e interceptar los convoyes procedentes de Albi, que suministraban alimentos y material a los cruzados. Pronto, los occitanos dominaron todos los caminos y los cruzados se vieron forzados a retirar soldados del asedio para que acompañaran a los convoyes a fin de que éstos pudieran alcanzar sin problemas el campamento militar.

Amaury participaba maquinalmente en las acciones bélicas, que para él consistían en una rutina diaria en la que apenas era necesario utilizar la razón. Cuando no salían a atacar, encabezaba una pequeña patrulla para saquear los alrededores. Por lo general, solían encontrarse tan sólo con campesinos y pastores, algunos peregrinos o másicos ambulantes que divertían unos cuantos días a los soldados, para luego seguir su camino y difundir las noticias de las acciones bélicas. Cuando se hallaba en Saint-Marcel, permanecía en el campamento que los occitanos habían levantado fuera de las murallas del castillo, justo delante del cuartel de los cruzados donde, junto al estandarte rojo con el león dorado de Simón y Guy de Montfort, ondeaban los colores de Poissy. Tenía que encargarse en persona de cuidar de su caballo y sus armas, una tarea que normalmente correspondía a un escudero o un palafrenero. A fin de cuentas ya no era más que un mercenario a caballo que sólo tenía autoridad sobre los diez peones, también mercenarios, que formaban su unidad. Él los guiaba hasta el enemigo, y en cuanto entraban en el campo de batalla, se abalanzaban como una jauría de perros salvajes sobre sus contrincantes, matando y robando hasta saciarse.

Así prosiguió el asedio de Saint-Marcel sin que sucediera nada importante. Lo único que se logró fue que los cruzados se sintieran cada vez más frustrados debido a que sus transportes de alimentos caían en las emboscadas de los occitanos. Sólo era cuestión de ganar tiempo y esperar a que la carestía de los sitiadores fuera tan acuciante que tuvieran que abandonar la lucha. Con este propósito salía Amaury una y otra vez, acompañado por Wigbold y seguido por un puñado de jinetes y peones. Su compañía parecía una horda de caballeros bandidos, aunque sus soldados no merecían en sentido alguno el título de caballeros. No creían ni en Dios ni en el diablo, y no se sentían vinculados a promesa ni deber alguno, a diferencia de las unidades disciplinadas de Montfort, que eran capaces de ir al mismísimo infierno por su comandante y que formaban una verdadera unidad. En la batalla de Castelnaudary había quedado demostrado que un ejército sin disciplina militar no podía actuar con energía, y que a pesar de su mayoría numérica perdería ante un ejército disciplinado. Sin embargo, de momento y a pesar de esta regla del arte de la guerra, el caos organizado de Occitania llevaba las de ganar.

Gradualmente, la apatía de Amaury se fue transformando en un odio intenso hacia los cruzados, y las escaramuzas se convirtieron en una grata distracción a la que se entregaba de todo corazón. Espoleado por la idea de que sus antiguos camaradas eran seguramente culpables de la desaparición de Colomba, consideraba cada golpe que podía asestarles como un acto de revancha personal. Cuando no tenía que combatir, permanecía sombrío, con la mirada perdida intentando no pensar en lo que le había ocurrido a Colomba, pues de lo contrario temía volverse loco de desesperación. En ese sentido, Wigbold le servía de bien poco. Ni siquiera comprendía por qué se preocupaba tanto por una mujer. Según el frisón, aún quedaban muchas y él aprovechaba ávidamente esta circunstancia. De dónde sacaba el dinero para pagar los servicios de las prostitutas era un misterio en el que Amaury prefería no profundizar. En lugar de ello, le atormentaba el sentimiento de culpa. No tendría que haber hecho caso a Wigbold. Tendría que haberse quedado con Colomba en Tolosa, donde habría podido protegerla mejor. Ahora quizá estuviera muerta, y con ella el hijo que llevaba dentro, sin haber recibido el consolamentum y por ello la había condenado a otra vida en este mundo miserable lleno de guerras y de violencia. Esa idea era insoportable.

Llevaban unas tres semanas apostados delante de Saint-Marcel cuando una noche Wigbold entró borracho perdido en la tienda de campaña, tropezó con su catre y a punto estuvo de salir por el otro lado atravesando el toldo de la tienda. Amaury, quien como de costumbre estaba ensimismado en sus pensamientos y todavía no había dormido, tuvo justo el tiempo de agacharse, pues de lo contrario el frisón lo habría aplastado. El coloso fue a parar contra las armaduras y allí se quedó tumbado y durmiendo la mona. El joven caballero se levantó irritado, alejó a su camarada del valioso equipo arrastrándolo por los tobillos hasta sacarlo de la tienda y vació un cuenco de agua de lluvia encima de él. Wigbold sacudió la cabeza, batiendo la mandíbula y las mejillas como un perro empapado. Miró a Amaury con ojos vidriosos y empezó a maldecir. Se incorporó tambaleante y con los puños cerrados se acercó al otro, que lo volvió a derrumbar propinándole una patada contra el tobillo.

—Borracho estúpido, —le lanzó Amaury—, ya lucharemos mañana.

Wigbold se sentó de cuclillas, murmuró algo incomprensible y devolvió parte del vino que lo emborrachaba. Eso pareció despejarlo un poco, pero no calmó su combatividad. Con un ataque inesperado agarró las piernas de su compañero y lo derribó. Los dos hombres rodaron por el suelo sin dejar de luchar, Wigbold sacudiendo sus manazas con violencia y Amaury buscando lugares vulnerables donde poder alcanzar al gigante. Finalmente consiguió agarrarlo por un brazo, que retorció hábilmente obligando a Wigbold a tumbarse boca abajo sin poder moverse so pena de dislocarse el hombro.

El caballero se sentó jadeando encima de él, mientras el frisón juraba como un carretero.

—Y ahora me vas a contar lo que realmente sucedió con Colomba, —ladró Amaury.

—¿Qué?

—De dónde sacas de repente el dinero para pagar a las putas y beber hasta estar borracho como una cuba.

—Yo gano con dados, —declaró el frisón con lengua de trapo.

—Tonterías. Nadie quiere jugar contigo a los dados. Si ganas amenazas al que no quiera seguir jugando y si finalmente pierdes te lías a puñetazos. Tus partidas acaban siempre en jaleo.

Con su mano libre agarró la bolsa de Wigbold y la sacudió para vaciarla. Unas monedas de oro cayeron al suelo. Su sorpresa fue mayor que su cólera.

—¿De dónde has sacado todo este dinero? —le preguntó.

—Los dados, —repitió Wigbold.

Amaury suspiró. Quizá fuera cierto lo que decía el frisón y tal vez había encontrado nuevas víctimas en el campamento para practicar su juego favorito. Quizá había tenido suerte unas cuantas veces. Todo era posible. La desaparición de Colomba lo había desesperado tanto que incluso empezaba a sospechar de su compañero de armas. Soltó el brazo de Wigbold. El mercenario se incorporó al tiempo que se restregaba el hombro poniendo cara de dolor.

—Cabrón, —gruñó.

—En eso me habéis convertido. Conozco todos vuestros trucos.

Procura estar despejado. Saldremos antes del amanecer.

El frisón empezó a recoger con mano temblorosa las piezas de oro y las deslizó una a una en la bolsa. La mitad volvió a caer al suelo, por lo cual tuvo que recogerlas de nuevo. Amaury no tenía ganas de ayudarle. Regresó a la tienda, se sentó en su catre, se cubrió con la manta y miró sombrío al frente. Fuera oyó a Wigbold murmurar y maldecir en su propio idioma incomprensible. Por lo visto se hallaba contando las monedas, pero estaba tan borracho que las cuentas no le cuadraban. Por un momento, Amaury consideró la posibilidad de levantarse e investigar con quién había estado jugando su compañero. Lo detuvo el hecho de que hubiera más de quinientos caballeros con sus soldados estacionados en el campamento occitano. Era imposible, y además quizá no quisieran admitir que habían jugado. ¿Acaso jugar a los dados no era considerado un juego demoníaco también en el sur? En cualquier caso, no entre los mercenarios.

Se tumbó en el catre. ¿Eran imaginaciones suyas o sus sospechas estaban fundadas y Wigbold había traicionado a Colomba por dinero, y la había entregado al hombre de Tolosa o a los cruzados? Intentó reconstruir mentalmente cómo podía haber sucedido todo, pero casi enseguida se dio por vencido. La respuesta a esa pregunta no lo acercaría más a ella. Una asfixiante sensación de impotencia se apoderó de Amaury. Lo único que le quedaba era la imagen de Colomba en su recuerdo, su fino rostro rodeado del pelo castaño como las avellanas, los rasgos delicados que ahora recordaba como si la tuviera delante. Su esbelta figura, el sonido de su voz. Lloró. Wigbold entró a rastras en la tienda y se desplomó sobre el catre. ¿Quién era el frisón: un amigo o un enemigo? Unos instantes más tarde ya roncaba. Amaury siguió mirando fijamente el vacío negro que tenía encima de su cabeza hasta que tocaron diana.

El convoy avanzaba lentamente por el camino que llevaba de Albi a Saint-Marcel. En la fría mañana de invierno, los lomos sudorosos de los bueyes humeaban, sus aparejos crujían y los ejes de las ruedas chirriaban. Una escolta de caballeros armados hasta los dientes acompañaba a los carreteros, que no cesaban de vigilar nerviosos las colinas circundantes. Amaury estaba tumbado boca abajo en un saliente, escondido detrás de unos matorrales, y desde allí oteaba la lejanía.

—Veinte hombres, —murmuró.

Wigbold, que había ocultado su cabellera rubia debajo de un gorro de cuero, se puso en cuclillas junto a él y asintió satisfecho.

Una sonrisa se deslizó por su tosco rostro. Hoy estaban de suerte. Tenían doce jinetes y diez soldados de a pie, y además podían atacarlos por sorpresa.

—Nosotros nos encargamos, —anunció Wigbold disponiéndose a levantarse, sin dejar de mirar una pendiente larga y suave por la cual, con la ventaja de la diferencia de altura, podían abalanzarse sobre el enemigo. Amaury lo retuvo.

—Ese lugar ha sido utilizado otras veces. Allí nos esperan.

Señaló a la izquierda donde el ancho valle se estrechaba y el camino serpenteaba siguiendo el curso de un arroyo. La senda era muy angosta y estaba llena de fango, y en algunos lugares había charcos profundos.

—Allí no tendrán más remedio que avanzar uno detrás de otro, —observó Amaury.

Señaló un árbol desarraigado que había caído de la ladera y que ahora se apoyaba contra otros árboles manteniendo un equilibrio inestable.

—Haremos caer este árbol sobre el camino y así dividiremos el convoy en dos. Nuestros arqueros están escondidos en la ladera, desde donde pueden apuntar bien. Si nos cubren con sus flechas, nosotros podremos atacar, yo a los jinetes de la vanguardia y tú los carros y la retaguardia.

—¿Por qué muchas molestias? —objetó Wigbold.

—No quiero sufrir pérdidas innecesarias.

En efecto, tuvieron que trabajar duro para tenerlo todo listo a tiempo. Finalmente, el árbol se derrumbó en el momento preciso y fue a parar justo delante del primer carro de bueyes. Los animales se quedaron petrificados. Los caballos en la vanguardia querían huir despavoridos. Sus jinetes se afanaban por dominarlos y no hundirse en el barro cuando fueron sorprendidos por una lluvia de flechas.

Antes de que comprendieran lo que pasaba, Amaury y sus jinetes se habían abalanzado sobre ellos, mientras Wigbold y sus hombres se concentraban en la retaguardia y sobre todo en las provisiones. A continuación se desencadenó una breve e intensa lucha, que pronto se resolvió sin que entre los mercenarios hubiera muchos heridos.

Por el contrario, los cruzados habían sufrido fuertes pérdidas. Unos cuantos habían conseguido escapar de la lucha salvos y sanos, y habían puesto tierra por medio; tres habían muerto y cinco heridos buscaban refugio dando traspiés. Unos pocos fueron hechos prisioneros. No había ni rastro de los carreteros. Amaury se quitó el yelmo y dio la orden a los peones de conducir los carros y los bueyes hacia Saint-Marcel. Pero aún no podían irse. Los mercenarios registraban el cargamento y lanzaban todo lo que no fuera de su agrado.

La harina y las alubias, una parte importante de los víveres para los hombres de Montfort, pero para los mercenarios un lastre inútil, se iban mezclando con el barro. Acto seguido, todos quisieron probar el vino que encontraron. Sobre todo Wigbold dio buena cuenta del preciado líquido. Por último apartaron el árbol a rastras y el grupo se dispuso a emprender el camino de vuelta. Los prisioneros avanzaban con las manos atadas a la espalda, detrás del carro al que los habían sujetado con una cuerda.

El viaje de vuelta a Saint-Marcel era lento y monótono. Normalmente era Wigbold quien se quedaba dormido durante el camino de vuelta, pero en aquella ocasión, Amaury, agotado por la falta crónica de sueño, apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Su cansancio, el paso regular de su caballo y el brillo tímido del sol de invierno que finalmente había salido de detrás de las nubes eran más fuertes que su voluntad de resistirse. Las riendas se deslizaron entre sus manos, el caballo alargó el cuello y siguió dócilmente al corcel negro de Wigbold.

Se despertó de un sobresalto. Sacudió la cabeza y miró alrededor.

Wigbold seguía cabalgando a pocos pasos, delante de él, pero algo no cuadraba. No oía el crujir y chirriar de los carros de bueyes.

Como si le hubiera picado una avispa, se volvió en su montura. Le seguían dos mercenarios a caballo, pero no había ni rastro de los demás. Por lo visto habían abandonado el camino y avanzaban por una senda estrecha que no era adecuada para los carros.

—¡Eh, frisón! ¿Dónde está el botín? —gritó.

Wigbold se volvió y sonrió sin dar respuesta. Amaury cogió las riendas indignado y espoleó a su caballo hasta ponerse a la altura del frisón.

—¿Dónde están los carros? El convoy pertenece al conde de Tolosa y a nadie más. Él es quien paga nuestra soldada, ¿no es cierto?

—Vosotros ya habéis robado y despilfarrado bastante. ¡Harina, alubias, alimentos muy valiosos, por lo que otros tendrán que padecer hambre! —A cada palabra se iba enfureciendo más.

—Eso lo decido yo, —dijo Wigbold, golpeándose el pecho con el índice.

El mensaje era claro.

—No eres más que un vulgar bandido, un ladronzuelo. ¡Puedes irte al infierno con tu chusma! —gritó Amaury. El otro ni siquiera reaccionó—. De acuerdo, ¿dónde está entonces mi parte? Dame lo que me corresponde.

Wigbold seguía sonriendo. Con la mano derecha hacía oscilar lentamente la porra. Por un momento, Amaury se sintió atraído por el ágil movimiento. De súbito algo le pasó por la cabeza. Esa porra había sido lo último que había visto y lo único que podía recordar del momento justo antes de la desaparición de Colomba. Después, su cabeza había estallado.

—¡Rata asquerosa! —siseó.

Su mano asió la empuñadura de su espada, pero sabía que no tenía ninguna posibilidad contra el gigante y sus dos compinches. Tiró de las riendas y hundió las espuelas en los costados del caballo.

—Ya encontraré los carros, —dijo sin perder los estribos, y se dispuso a galopar pasando de largo de los dos mercenarios en la dirección por la que habían venido.

No llegó muy lejos. Los mercenarios bloquearon el camino con sus caballos impidiéndole pasar. Amaury desenfundó la espada.

—¡Eh, Poissy! —oyó de repente a su espalda.

Volvió de golpe la cabeza, reaccionando automáticamente al oír el nombre por el que hacía tiempo que no lo llamaban. En aquel mismo momento, los dos mercenarios lo agarraron y lo obligaron a apearse del caballo. Intentó en vano quitárselos de encima, al tiempo que daba violentas patadas a su alrededor. Los mercenarios maldecían y uno de ellos lanzó un grito de dolor, pero no lo hirieron.

Después de una breve escaramuza consiguieron atarle las manos a la espalda y llevarlo a rastras hasta Wigbold, que miraba divertido desde su caballo.

—Poissy, —repitió con una sonrisa satisfecha—, tú, sano y salvo vales más.

Sacó un trapo de la alforja, lo sujetó a la lanza que luego alzó. Era el estandarte que había visto ondear, delante de Tolosa, sobre la tienda de campaña de su hermano. Amaury miró horrorizado el escudo de su familia que flameaba al viento encima de sus cabezas.

Después le obligaron mal que bien a subir al caballo y a seguirlos hasta que alcanzaron una elevación desde donde podían divisar el campamento de los cruzados. Permanecieron allí mucho tiempo con el estandarte alzado hasta que un pequeño grupo de jinetes se separó del campamento enemigo.

—Esperar aquí, —ordenó Wigbold.

Amaury se quedó atrás con los dos mercenarios. Vio cómo el frisón, montado en su corcel negro, salía al encuentro de los jinetes. Negociaron durante unos instantes y luego Wigbold regresó acompañado de tres de ellos. Se detuvieron a cierta distancia del prisionero. Por lo visto, ninguno se fiaba de los demás. El primer cruzado, con yelmo y envuelto de pies a cabeza en una cota de malla, miró durante un buen rato hacia arriba y luego hizo una señal a Amaury. En ese mismo momento vio que Wigbold extendía la mano y recibía algo que abría y estudiaba atentamente, después hizo una seña a sus compinches. El mercenario que había sujetado todo el rato las riendas del prisionero golpeó las grupas de su caballo, tras lo cual el animal inició el descenso por la pendiente a trote ligero. En aquel mismo momento, Wigbold se separó de los cruzados, sabiendo que lo cubría el otro mercenario que mantenía un arco listo para disparar. La flecha apuntaba a la espalda de Amaury. También uno de los tres cruzados tenía tensado el arco y con la flecha apuntaba al frisón. Por un momento, Amaury consideró la posibilidad de apartar del camino al caballo, al que podía manejar con suma facilidad con los pies, y así huir. Pero sabía que era inútil. La rienda suelta se enredaría en los matorrales y le alcanzarían en un santiamén. Siguió cabalgando con la cabeza erguida, mirando fijamente al frente.

—¿Quién ha sido más rentable, Colomba o yo? —preguntó amargamente cuando se cruzó con el frisón sin mirarlo.

—Tú, —contestó riendo el mercenario.

—Las recompensas de los traidores están malditas.

Vio con el rabillo del ojo que el otro se santiguaba. Después, el mercenario espoleó a su caballo y más tarde oyó que los tres se alejaban a galope. Mientras tanto había llegado hasta los cruzados y vio que Roberto y Simón se habían quitado el yelmo. No decían nada, sus miradas furiosas eran muy elocuentes. Amaury los acompañó al campamento de los cruzados, en silencio y sin pestañear.

Dos días más tarde, Simón de Montfort levantó el asedio de Saint-Marcel, acuciado por la falta de víveres. Lo último que hizo fue celebrar la misa en su tienda de campaña, soportando las burlas y el griterío de los soldados apostados en las murallas de la fortaleza. Después marchó con su ejército de vuelta a Albi. Los Poissy trasladaron a su prisionero a Lavaur, donde lo encerraron en un calabozo.