DE CAMINO
Febrero de 1212
Abandonaron Tolosa al atardecer. Salieron de su escondite justo antes de que cerraran la última puerta de la ciudad, confiando en que así nadie pudiera seguirlos. A pesar de ello, Colomba no dejaba de mirar atrás. Cabalgaba a lomos de una mula entre los dos jinetes, mientras la silueta de la ciudad se alejaba lentamente sobre el resplandor del sol poniente. ¿Se había percatado el otro de su huida o habían conseguido despistarlo?
Wigbold finalmente había deshecho el nudo gordiano, poniendo así fin a la discusión de si debían permanecer en Tolosa o huir de la ciudad. Simplemente había constatado que en aquellos momentos, ninguno de los tres tenía trabajo y que, en vista de que no Podían vivir del aire y que su profesión era la guerra, no les quedaba más remedio que buscar un foco de conflicto. Por el camino encontrarían alojamiento para Colomba, en algún pueblo que no estuviera amenazado y donde pudiera traer al mundo a su hijo con toda tranquilidad. A Amaury no le entusiasmaba la idea de que, si bien la alejaba de un peligro, la acercaba a otro. Estaba convencido de que en la ciudad se hallaban más seguros que fuera de ella y además temía que el viaje resultara demasiado agotador para Colomba y que provocara un parto prematuro. Sin embargo, dadas las circunstancias, no parecía existir una solución mejor y ella le aseguró que era capaz de aguantar el viaje. Se sentía bien y estaba contenta de estar al aire libre, después de permanecer durante tanto tiempo encerrada en casa en la ciudad superpoblada.
Puesto que no debían llamar la atención y por tanto no podían utilizar antorchas para iluminar el camino, cabalgaron mientras lo permitió el crepúsculo. Después frenaron a sus caballerías y siguieron avanzando a paso de buey guiados por la luz de la luna. La noche era muy fría. Las nubes desfilaban delante del astro plateado impelidas por el viento del noroeste. Más tarde otras más espesas ocultaron la luna, y ellos siguieron vagando como ciegos por un mundo sin luz. Por último empezó a llover. Amaury se detuvo y junto con Wigbold descargó las piezas de la tienda de campaña. Montaron el campamento a tientas, debajo de unos árboles y matas. Después durmieron bajo la lona que se agitaba al viento, turnándose para hacer guardia. No osaron encender una hoguera. Debía de haber pasado ya la medianoche cuando Amaury se despertó alarmado por un ruido. Durante unos instantes permaneció tumbado escuchando si el ruido se repetía, mas no oyó nada aparte del bramido del viento. Había dejado de llover. Se incorporó y salió de la tienda. El viento le golpeó en la cara y él cerró apresuradamente la lona detrás de sí para no despertar a Colomba. La oscuridad era absoluta.
—Wigbold, —susurró. No hubo respuesta—. ¡Wigbold! ¿Dónde estás, demonios?
Las nubes se apartaron unos instantes y una luna opaca iluminó por un momento el campamento. El frisón no estaba en el lugar donde lo había visto por última vez, no había ni rastro de él. Eso era extraño. ¿Acaso había ocurrido en efecto algo raro y su compañero había ido a investigar? Buscó alrededor del campamento, mas no osó alejarse de la tienda de campaña. No quería perder de vista a Colomba ni un solo instante. El frisón seguía sin dar señales de vida, pero todo parecía seguro. La luna se ocultó y el mundo volvió a sumirse en la oscuridad. A tientas encontró el camino de vuelta a la tienda y entró. También a tientas buscó el lugar donde yacía Colomba y tocó la manta y el bulto de su barriga. Ella se movió y suspiró en sueños. Tranquilizado, fue a sentarse en la entrada de la tienda, agarrando la empuñadura de su espada.
Había estado sentado así durante bastante tiempo cuando lo despertó de un sobresalto un crujido que se acercaba rápidamente. Entonces oyó también unos pasos. Despacio, sin hacer ruido, desenfundó la espada. Movió silenciosamente las piernas dobladas para poder levantarse de un salto en cualquier momento y esperó, tenso de pies a cabeza. El viento seguía agitando los árboles y rasgaba las nubes. Amaury se quedó aterido. En el contraluz de la luna surgió una figura maciza, demasiado ancha para ser Wigbold, que se alzaba justo ante sus pies. Esgrimió el arma con ambas manos y lanzó un mandoble. El hierro chocó contra algo de madera, seguramente un escudo. El golpe hizo temblar sus huesos.
—Maldita sea, —oyó decir a Wigbold—, tú, asustadizo.
—¿Dónde estabas, hombre? —exclamó Amaury. Entonces vio que la deformidad de la figura la había provocado una manta que el frisón se había echado sobre los hombros.
—¿Es que tengo que cagar junto a la tienda?
—No, mejor no, —dijo Amaury soltando una risita nerviosa.
Después del incidente, ninguno de los tres volvió a dormir, pues también Colomba se había desvelado. Comieron pan y desmontaron el campamento para poder partir tan pronto como amaneciera.
Había algo extraño en el suceso nocturno, aunque Amaury no conseguía definir qué era lo que le molestaba. Seguramente, se trataba del miedo que le había invadido cuando creyó que otro, que no era Wigbold, estaba en el campamento. Intentó ahuyentar estos pensamientos y concentrarse en el presente. Querían llegar a la fortaleza donde se habían retirado las tropas de los condes de Tolosa y de Foix después de renunciar a los castillos de Tarn para dispersar al ejército de los cruzados y desbaratar los planes de Montfort. El comandante se encontraba en aquellos momentos en Albi, pero era de suponer que intentaría reconquistar también los pueblos que los occitanos le habían arrebatado en otoño. Amaury debía procurar evitar los lugares donde acampaban las guarniciones de los cruzados, y al mismo tiempo elegir la ruta más corta hacia su destino.
En cuanto se hubo cerciorado de que en el camino no había nada sospechoso y que nadie los seguía, partieron en dirección noreste. Acababan de ponerse en camino cuando Amaury vio a lo lejos a un grupo de jinetes que se alejaban visiblemente apresurados de un conjunto de edificios. Interrogó a Wigbold con la mirada, pero éste se limitó a encogerse de hombros. Un campesino que pasaba por allí les dio la solución.
—Es Garidech, una encomienda de los caballeros hospitalarios.
En cuanto el campesino se hubo marchado, Colomba asió las riendas de Amaury frenando a su caballo detrás de unos pinos, que los ocultaban de los hombres en la lejanía.
—Hemos de salir del camino. Así pueden seguirnos el rastro fácilmente.
—¿De qué tienes miedo?
De pronto parecía muy inquieta y él no lograba explicarse por qué, a no ser que fuera por los sanjuanistas.
—No te preocupes por ellos, —le dijo a Colomba—, los sanjuanistas no se han inmiscuido nunca en la lucha. No están a favor de los cruzados, ni tampoco a favor nuestro.
Hizo una señal a Wigbold. El frisón se apeó del caballo, avanzó hasta más allá del grupo de árboles, escudriñó en la lejanía, se encogió de hombros y volvió lentamente hacia los caballos.
—¿Adónde van? —quiso saber Amaury.
—Tolosa.
Eso pareció tranquilizar a Colomba. A pesar de ello dijo:
—Me sentiría más segura si borrásemos nuestro rastro de una u otra forma.
—Eso prolongaría innecesariamente el viaje.
—¿Qué es más importante?
Amaury, que estaba tenso y cansado, empezó a ponerse de mal humor.
—¿Qué crees tú, Wigbold? —le preguntó.
—Tonterías, —dijo el frisón—. Colomba se imagina cosas. Cuidado, de lo contrario tú contagias.
Se santiguó. Amaury y Colomba intercambiaron una mirada.
—Vieja costumbre, —dijo Wigbold riendo y arrugando la nariz.
—De lo contrario, ella me contagiará, —lo corrigió Amaury malhumorado.
—Sí, tú, —dijo el frisón—. Uno basta.
Se pusieron en marcha.
—Cree que son figuraciones mías, —susurró Colomba.
—No se lo podemos tomar a mal, no le hemos contado nada. No es asunto suyo. Amaury deslizó pensativo los dedos por las crines de su caballo. Sé inclinó hacia un lado y contempló el escudo que colgaba junto al animal detrás de la montura. En la superficie que había hecho restaurar por completo después de la batalla de Castelnaudary podía apreciarse una abolladura provocada por un golpe de espada. Se volvió hacia Wigbold que cabalgaba detrás de ellos y le preguntó:
—¿Te llevas siempre un escudo cuando te alejas para vaciar tus intestinos?
—¿Qué?
—Cuando vas a cagar.
En el rostro del frisón apareció una expresión de absoluta inocencia.
—¿Yo? ¿Anoche?
—Sí, tú. ¿Por qué te llevaste un escudo, y por qué el mío?
—Yo contaminado también, —dijo el gigante rubio sonriendo—. Todo tonterías. Error en la oscuridad.
Amaury suspiró. Volvió grupas, regresó sobre sus pasos, los guió hasta un arroyo poco profundo y después a través de un viñedo hasta que llegaron a una senda que dejaba Garidech a la derecha y que conducía a un bosque. Llevaban tres días de viaje cuando alcanzaron las colinas en la orilla norte del Tarn, una zona atravesada por innumerables riachuelos que habían excavado despeñaderos y barrancos, como trampas ocultas en los bosques. Si querían llegar hasta las tropas que acampaban en Saint-Antonin, evitando a la vez las fortalezas ocupadas por los cruzados y los caminos principales, no les quedaba más remedio que seguir esta ruta. Era un terreno ideal para esconderse, pero también para ser atacado.
Del cielo grisáceo empezaban a caer los primeros copos de nieve cuando Wigbold regresó a galope tendido de una expedición de reconocimiento.
—Cruzados, —fue todo lo que dijo y señaló justo delante de ellos.
Amaury apartó enseguida la mirada del camino y guió a los demás río arriba siguiendo un arroyo hasta que llegaron a un lugar donde no podían ser vistos desde el camino. La nieve caía ya en gruesos copos.
—Mejor desmontar, —dijo Wigbold mientras se dejaba deslizar de la montura. Amaury ayudó a Colomba a apearse de la mula. Al estar parados podían oír mejor el ruido de los cascos que se acercaban. El sonido se detuvo súbitamente. Conteniendo la respiración escucharon el silencio sólo interrumpido por el crujir de los copos de nieve al derretirse sobre sus ropas. ¿Acaso los cruzados habían encontrado su rastro? ¿Se preguntaban tal vez si eran los de una patrulla enemiga que les tendía una emboscada? Oyeron que, no lejos de allí, un caballo resoplaba. Colomba se hizo un ovillo. Amaury se puso delante de ella para defenderla con su cuerpo si era preciso y desenfundó lenta y silenciosamente la espada. Se oyeron voces de hombres y después el golpeteo atenuado por la nieve de los cascos de los caballos. ¿Se alejaban los jinetes o querían precisamente ir a su encuentro a través de los matorrales? Captó algunas palabras y se extrañó de que no fueran en francés sino en lengua occitana. Miró a Wigbold. El frisón movía la muñeca describiendo pequeños círculos con su porra. Su otra mano descansaba sobre el cuchillo que llevaba en el cinto.
No sabía de dónde habían venido, pero tenía la sensación de que eran atacados por todos lados. ¡Oh, Dios, ojalá Colomba consiguiera ponerse a salvo a tiempo! Con su enorme vientre, se movía cautelosa sobre la senda escarpada entre las rocas, cada vez más arriba, en busca de un escondite. Amaury se dio la vuelta y esperó al enemigo blandiendo la espada, dispuesto a entablar un combate que ya daba por perdido de antemano. En aquel momento vio con el rabillo del ojo que Colomba había dejado de subir y avanzaba lentamente hacia el borde del precipicio. Por un momento se quedó de pie allí, con expresión serena. No delataba miedo, ni tampoco prisa, como si no oyera el golpeteo de los cascos y el chocar de las armas que se acercaban. Como un pájaro que contempla la profundidad antes de lanzarse al vacío con las alas extendidas, abrió los brazos y saltó con un pequeño impulso desde las rocas. Acaso confiaba Amaury en que sólo caería su mitad material y que su alma se desprendería, y se elevaría al cielo como una tenue mariposa de alas finas como un velo de gasa. Pero su cuerpo se precipitó en el vacío como una piedra. Amaury siguió la caída lleno de espanto y con una extraña sensación en el estómago. Primero, un brazo golpeó contra una roca que sobresalía y crujió como una rama seca, después su cabeza chocó contra la pared de la montaña. No emitió sonido alguno. Sólo se oyó un golpe apagado cuando su cuerpo dio contra el suelo. Amaury miró por encima del borde y escudriñó el abismo. Exhaló un sollozo ahogado.
—Aún se mueve, —dijo con voz ronca y después gritando—: ¡Dios! ¡Aún se mueve! Presa del pánico, buscó un lugar desde el cual descender hacia el barranco para liberarla de su sufrimiento. Era imposible. La pared de roca vertical desaparecía en la profundidad sin ofrecer asidero alguno. Impulsado por la desesperación, quiso saltar tras ella, pero unos brazos que eran más fuertes que los suyos lo retuvieron. Wigbold lanzó una mirada indiferente por encima del borde de las rocas.
—Convulsiones, —dijo encogiéndose de hombros.
—¡Pero aún vive! —Se soltó, perdió el equilibrio y cayó.
—¡Amaury… Amaury!
Su espíritu pugnaba por abrirse paso hacia la conciencia. La cabellera rubia de Wigbold ondeaba sobre él. Intentó incorporarse, pero sintió un estallido de dolor en la cabeza y se dejó caer gimiendo.
—Colomba no está, —oyó que decía Wigbold.
—¿No está?
El mundo empezó a iluminarse. Vio al frisón de pie junto a él, lo miraba desde lo alto y parecía aún más gigantesco. Su figura estaba rodeada por una infinidad gris de la que caían copos blancos que sobre su cara se convertían en gotas húmedas.
—¿Cómo que no está? ¿Y el niño?
—¿Qué niño?
A pesar del dolor en su cabeza, consiguió incorporarse, apartó a Wigbold y miró alrededor aletargado. No había ni rastro del precipicio en el cual había visto desaparecer a Colomba. Sólo un arroyo de aguas vivas en un pequeño barranco, que se abría paso entre piedras y cantos rodados cubiertos por una capa cada vez más gruesa de nieve. Buscó aterrorizado en derredor.
—¿Dónde está? —gritó.
—Se fue con aquéllos.
—¿Se la han llevado? ¿Quiénes?
—Hombres negros, —dijo Wigbold.
—¡¿Qué?! ¿Sarracenos?
—No, sólo las ropas negras.
Entonces vio que también Wigbold se llevaba la mano a la cabeza con gesto dolorido. De su frente y de su nariz salía un hilo de sangre que se limpió con la mano. Amaury empezó a recordar lentamente lo que había sucedido. Colomba no había saltado. Ni siquiera había visto acercarse al enemigo; ni él tampoco, por cierto. El único que había visto algo era Wigbold, y éste sólo recordaba los mantos negros. ¿Habían sido los Buenos Cristianos? Pero ellos no golpearían nunca a nadie. Cualquiera podía haberse disfrazado con un manto negro. El pavor se apoderó de él.
—Me dijiste que eran cruzados. Pero hablaban occitano. ¿Eran en efecto cruzados?
Wigbold se encogió de hombros.
—Tú los has visto, ¡sabrás lo que has visto!, ¿no? —gritó con voz quebrada. El frisón señaló su coronilla, hizo un gesto con el que quería indicar que le habían golpeado por sorpresa por detrás y volvió a encogerse de hombros. Amaury empezó a buscar. Había huellas por todos lados, las suyas, las de Colomba y las de los caballos y la mula, pero la mayoría era de Wigbold, y luego estaba el lugar oscuro en la nieve donde él mismo había yacido. No se podía ver mucho más. El frisón había pisoteado casi todo el suelo con sus grandes botas y por ello era imposible comprobar si también había huellas de extraños y hacia dónde se dirigían.
—Yo busco también, —le comunicó Wigbold—. Nada.
A pesar de ello, Amaury retrocedió siguiendo el rastro que habían dejado. En efecto, Wigbold también había llegado hasta allí. Por lo visto, al igual que él había regresado hacia el punto donde se habían desviado. Al llegar allí encontró huellas de herraduras en la nieve, demasiadas para ser las de sus caballos. Las siguió un trecho, pero pronto tuvo que abandonar debido al terrible dolor de cabeza y también por la nieve, que caía sin cesar y borraba todos los rastros. Cayó de rodillas emitiendo un grito de desesperación. Habían raptado a Colomba Se la habían llevado.