TOLOSA
Enero de 1212
Aquel invierno, Simón de Montfort no dio descanso a sus hombres. Después de que la última quinta de cruzados hubiera cumplido su cuarentena y regresara a casa, Montfort emprendió algunas expediciones militares desde su base de Fanjeaux con su pequeño séquito de leales, muchos de ellos caballeros de la primera hora, y conquistó algunas poblaciones. En diciembre regresó al norte, y en Castres recibió un regalo de Navidad. El día del santo nacimiento, un contingente de cruzados frescos se presentó ante la puerta bajo el mando de su hermano Guy de Montfort, que acababa de regresar de Tierra Santa. La alegría del reencuentro fue grande y de inmediato hicieron planes para emprender una nueva ofensiva. Apenas una semana más tarde conquistaron Les Touelles y asesinaron sin contemplaciones a toda la población. A continuación, y como si su ejército fuera inmune a los caprichos de los elementos, los Montfort se dirigieron hacia los burgos perdidos a orillas del Tarn, aguantando las tormentas, el granizo, la escarcha y el viento.
Para sorpresa de Amaury, el conde Raimundo no parecía dispuesto a defender el territorio. Dio la orden de desalojar los burgos, para que no se repitiera la matanza de Les Touelles, y ordenó que sus tropas se retiraran a tres fortalezas del norte. El propio conde regresó con sus soldados a Tolosa. Aunque Amaury tendría que haber permanecido en el norte bajo el mando de Hugo d’Alfaro, consiguió regresar a Tolosa con el conde. Wigbold lo siguió como un perro leal. Cansado y helado empezó a buscar a Colomba. No estaba en casa donde la había dejado. Llamó a la de las Bonnes Dames.
—No sé si está aún en la ciudad, —le contestaron evasivamente.
—¿Que no está en la ciudad? ¿Dónde puede haber ido? ¡Está embarazada de siete meses!
Le respondieron encogiendo los hombros a modo de disculpa.
Un terrible presentimiento se apoderó de él. Fue a ver a la comadrona y le preguntó si Colomba había estado allí.
—¿Eres el padre? —quiso saber ante todo.
—Sí, sí, —dijo apresurado—, ¿está bien?
—El embarazo va bien. —La mujer asomó la cabeza por la puerta y escudriñó la calle a derecha e izquierda e hizo entrar a Amaury—. Pero no sé lo que le pasa a ella. Afirma que la persiguen. No sale nunca de casa. Creo que está algo confusa. —Se llevó el dedo índice a la sien y lo hizo girar.
—¿La persiguen? —Amaury estaba visiblemente alarmado.
—Es su primer parto. No es raro que sienta miedo e inseguridad. —Colocó la mano sobre el brazo de Amaury y lo pellizcó para tranquilizarlo—. No te preocupes, muchacho, por lo demás está sana. Será un niño robusto.
—¿Dónde está? ¿Está aquí? —Miró por encima del hombro de la mujer hacia la estancia en penumbras.
—Me hizo prometer que no se lo diría a nadie. Por eso tomo tantas precauciones cuando alguien pregunta por ella. Vive con mi hermana, que está casada con el herbolario. Trabaja para ella.
Amaury pensó que no tomaba precisamente demasiadas precauciones. Dadas las circunstancias, le había costado poco enterarse del paradero de Colomba. Pero Colomba tampoco estaba en casa del herbolario. Había trabajado allí durante unas semanas, mas cuando un día dijo que el herbolario vendía hierbas que no servían para lo que las recetaba, él le había dado a entender que debía irse a otro sitio. Típico de Colomba, pensó Amaury. Después había ido a vivir a casa de una sobrina de la mujer, cuyo marido vendía vino. También había abandonado esa casa después de un tiempo, según ella porque no se sentía segura.
Amaury empezó a buscar receloso por las agitadas calles de Tolosa, intentando descubrir al que la perseguía a ella y, ahora, quizá también a él. Pero ¿de quién debía desconfiar entre la muchedumbre? ¿Tenía que buscar a las personas de las que se ocultaba Colomba entre los mercaderes y vendedores ambulantes, los porteadores de agua, los pregoneros, los campesinos que vendían sus productos en la ciudad o los numerosos refugiados procedentes de las tierras azotadas por la guerra? ¿Era el mendigo que seguramente se había autolesionado para despertar la compasión, o acaso habían encargado al paralítico junto a la puerta de la ciudad, que realmente había nacido contrahecho, que mantuviera los ojos abiertos? Y ese retrasado mental que lo miraba absorto con la lengua fuera de la boca, ¿estaba realmente tan loco como parecía? No sabía qué temía Colomba, pero poco a poco empezaba a comprender algo de su miedo.
Dos días más tarde, y consumido por la preocupación, la encontró en la cocina detrás del taller de un guarnicionero, donde estaba limpiando un hervidor. Toda la casa olía a piel y grasa. Colomba se sobresaltó cuando lo oyó entrar con sus pesadas botas y suspiró aliviada al reconocerlo. Se secó el sudor de la frente, se irguió y apoyó las manos en los riñones para enderezar la espalda. El bulto en su vientre era claramente visible. Una sonrisa alegre se posó en su rostro. Amaury corrió a abrazarla.
—¿Por qué estás aquí? ¿qué ha pasado?
Ella bajó los ojos y respondió vacilando, como si no quisiera hablar.
—Está en la ciudad. Lo he visto.
—¿A quién?
—Ya sabes a quién me refiero.
—¿Y por ello te escondes y no osas salir de casa? ¿Te ha visto?
—No lo sé. —Enmudeció y se protegió el vientre con las manos. De súbito pareció darse cuenta de que él la había encontrado a pesar de que ella no le había dejado ningún recado—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Te han seguido? ¿te han visto entrar?
—¿Cómo quieres que sepa si alguien me sigue?
No le respondió.
—¿Qué quiere de ti?
—Que regrese, —le respondió titubeante.
—¿Que regreses adónde?
—Es una especie de… cuestión familiar. —Apretó los labios y no dijo nada más.
—Colomba, ¿cómo puedo protegerte si no quieres contarme contra qué he de protegerte?
—No necesito protección. Me las he arreglado sola durante cuatro meses.
—Siempre dices lo mismo. Tienes tantas ganas de ser fuerte e independiente, pero ahora las cosas han cambiado. Eres más vulnerable que nunca y me necesitas. Quiero saber la verdad.
Ella alargó los brazos hacia él, puso las manos alrededor de su cuello y lo atrajo hacia si.
—Eres un amor y te quiero. Dame un beso.
—Esa no es una respuesta.
Tensó los músculos y se echó hacia atrás para que ella no pudiera besarlo. Colomba se puso de puntillas e intentó llegar hasta él, pero su barriga se lo impedía. El cálido cuerpo de ella contra sus ateridos huesos disipó su indignación; su propia impertinencia hizo que se excitara. Su virilidad empezó a erguirse. Colomba se rió. De repente la pregunta que tenía en la punta de la lengua parecía carecer de importancia. Era desesperante, lo había desarmado con su risa. ¡Dios, cuánto la había echado de menos! Su respiración se hizo más pesada, la rodeó con sus manos, la acarició encima y debajo de su túnica y la besó por todo el cuerpo. Sus pechos, que antes podía cubrir con una sola mano, eran ahora más grandes y firmes. Aparte del vientre, todo su cuerpo estaba más lleno. Hubiese querido ahogarse en ese delicioso cuerpo y le traía sin cuidado que esa carne femenina, de olor dulzón fuera una creación del diablo. Ahora que se hallaba embarazada, apenas se parecía ya a la perfecta que casi había llegado a ser.
Aquella noche durmió con ella, y también a la siguiente, en la vivienda que había encima de la guarnicionería. Hubiese preferido que Wigbold hiciera guardia abajo, pero no consiguió convencer al frisón. Estaba despilfarrando el poco dinero que le quedaba.
El tercer día, muy de mañana, lo despertó de un sobresalto un altercado en el taller del piso inferior. Empezaba a amanecer y la habitación estaba prácticamente a oscuras. El guarnicionero y su mujer discutían a voz en grito. Entre las voces muy levantadas oyó que alguien sacudía los postigos del taller. Amaury se vistió apresuradamente y descendió por la escalera. Colomba ya estaba trabajando en la cocina. No se entrometía en la pelea del matrimonio.
—¡Tú mismo cerraste ayer! —protestó la mujer.
El guarnicionero le respondió gruñendo que llevaba haciéndolo veinte años, y que nunca había fallado nada. Volvió a sacudir los postigos con los que cerraba su tienda y tiró con fuerza de los pomos, pero éstos no se movieron.
—Voy a ver fuera, —dijo Amaury.
Abrió el cerrojo de la puerta que daba a un estrecho callejón en la parte lateral de la casa, y salió a la calle. La mujer del guarnicionero correteó detrás de él, contenta de tener una excusa para dejar solo a su destemplado esposo. A aquellas horas de la mañana, la calle aún estaba tranquila. La luz gris de la mañana tan sólo empezaba a asomarse por el estrecho corredor debajo de las fachadas inclinadas de las casas. Amaury deslizó su mano por uno de los costados de los postigos, en busca del fallo. La mujer se había colocado a la altura de la cuneta en medio de la calle para observarlo desde cierta distancia y señalaba hacia el lugar donde se unían los postigos cerrados. Allí, en la ranura entre los dos paneles, sobresalía la empuñadura de un cuchillo o una daga. El filo estaba embutido en la madera y al lado había grabada una cruz. Amaury, que había visto casi al mismo tiempo el objeto, lo cogió con ambas manos y consiguió soltarlo forcejeando. Después se quedó mirando el arma estupefacto. No, no podía equivocarse, era la daga de la mujer del cirujano de Lavaur. Habría sido capaz de reconocer la talla en la madera en cualquier lugar. No había dos iguales en el mundo. Sin inmutarse por el comentario indignado de la mujer, entró corriendo en la casa. A su espalda oyó cómo abrían el postigo, el murmullo satisfecho del guarnicionero y después nuevamente una acalorada discusión cuando éste descubrió la cruz y su mujer le comunicó el curioso hallazgo.
Amaury sostenía el arma en la mano abierta. Colomba miró en silencio la daga, luego levantó los ojos y lo interrogó con la mirada.
—La perdí en el terreno de la granja donde nos atacaron aquella noche. La busqué, pero por lo visto alguien la encontró. —Le lanzó una mirada significativa, pero ella no reaccionó—. ¿Qué puede significar esto, Colomba?
—Sigue en la ciudad.
—Y sabe que vives en esta casa. Tienes que irte de aquí.
Ella reflexionó durante unos instantes.
—Eso es quizá lo que pretende. Quiere que salga afuera. Sólo te ha visto a ti, no está seguro de que también yo me halle aquí. Es mejor que me quede. Tú estás aquí para protegerme, ¿no?
Amaury estuvo a punto de darle la razón, aunque sabía que seguramente no podría quedarse por mucho tiempo. El conde de Tolosa partiría a luchar en cuanto Montfort atacara de nuevo. En aquel momento, el guarnicionero entró de manera precipitada en la cocina.
—Vosotros os largáis, los dos, hoy mismo, —dijo secamente.
—¿Por qué? No puedes echarla así como así.
—¡Ya has visto la cruz en mi postigo!
—Yo tampoco sé lo que significa.
—Esa señal de Satanás no tiene nada que ver conmigo. Va dirigida a ti. Los mercenarios no son de fiar. Aceptan dinero de cualquiera. No quiero en mi casa a tipos que colaboran con los cruzados.
—He luchado para el conde de Tolosa y para el senescal de Agenais, —protestó Amaury indignado.
—¿Para quién más has luchado? A mi no me vengas con cuentos.
—Bueno, me voy, pero deja por lo menos que ella se quede.
—Fuera, los dos. Todos esos refugiados no hacen más que traer problemas. La ciudad está infestada de extranjeros que no tienen ni cinco céntimos. No son más que gorrones que se pasan el día mendigando.
—Colomba trabaja para ti. Sólo te pide un techo para cobijarse. Tiene toda mi soldada para gastar y luego para cuidar del niño. No molesta a nadie.
—Son tiempos difíciles. ¡A causa de esta maldita guerra el comercio se ha quedado estancado!
—Las monturas siempre se venden bien, precisamente ahora. No tienes nada de que quejarte.
—¿Y quién me dice a mí que ella no espía por orden tuya?
—¡¿Qué?!
La idea era sencillamente ridícula. ¡Como si hubiese algo que espiar en casa de un guarnicionero! Se habría abalanzado sobre el hombre si Colomba no lo hubiera detenido.
—No merezco una pelea. Venga, vámonos, —dijo tranquila.
—Ahora no, no pienso hacerlo. Primero tengo que saber adónde puedes ir y si es seguro llevarte allí. En cualquier caso, tú te quedas aquí hasta que yo haya encontrado a Wigbold.
No dejó que le contradijera. Y luego, dirigiéndose al guarnicionero, dijo:
—Cuando vuelva, ella seguirá aquí tal como la he dejado, sin que le hayáis tocado ni un pelo. De lo contrario, deberán cerrar tu negocio por defunción. Así ya no tendrás que preocuparte más por esa cruz en el postigo.