GAILLAC
Octubre de 1211
Asediarían al hijo de puta, al traidor Montfort en Carcasona, lo desollarían vivo —si conseguían atraparlo— y después entrarían en Montpellier y en el camino de vuelta asaltarían Lavaur y así reconquistarían todo el territorio. Las amenazas de los occitanos habían sido mayores que sus acciones. Todo había sucedido de forma bien distinta en la llanura a los pies de la colina de Castelnaudary. ¿Había sido la astucia de Montfort, la temeridad de Foix, la indecisión de Tolosa o la división entre los señores del sur lo que había decidido la lucha? Lo más seguro era que, como de costumbre, se echara la culpa a los mercenarios. Pues todo empezó a torcerse tan pronto como el conde de Foix abandonó el campamento militar occitano para atacar un convoy con el que Bouchard de Marly había llegado desde Lavaur a fin de llevar refuerzos y provisiones a Montfort. Amaury, que junto con los mercenarios había seguido al conde de Foix, recordaba sólo el estandarte de Bouchard con el águila y el estruendo de los gritos de guerra en ambos bandos. “¡Tolosa! —se oía a un lado y al otro—: ¡Montfort!”. Y la voz de Bouchard de Marly por encima de todos: “¡Marly y la santa Virgen María!”. Habían luchado a muerte, casi seguros de la victoria, pues el tamaño de su ejército superaba con creces al del enemigo. Hasta que de súbito los mercenarios dejaron caer las armas, se abalanzaron sobre el convoy y se largaron con el botín. En aquel momento, Simón de Montfort, que se había atrincherado en el fuerte de Castelnaudary, descendió por la ladera y los atacó con sus jinetes por el flanco. Los occitanos, de repente en minoría, se defendieron heroicamente, pensando que recibirían la ayuda del conde de Tolosa. Sin embargo, los del campamento occitano no dieron señales de vida y el conde de Foix tuvo que huir después de sufrir graves pérdidas. Los mercenarios que aún quedaban, entre ellos los mercenarios montados de D’Alfaro, escaparon por los pelos de la matanza.
Cada vez que lo recordaba, Amaury notaba el impulso de encoger~ se de vergüenza. ¿Cómo era posible que hubieran perdido siendo tantos y los otros tan pocos? Sentía aún más vergüenza porque formaba parte de la horda de mercenarios que había provocado la derrota. ¡Idiotas! Y menos mal que Wigbold había luchado a su lado hasta el final.
Pensándolo bien, tenía que admitir que Montfort había sabido aprovechar el azar como un buen estratega, y que el conde Raimundo no había dado ninguna respuesta. Los únicos por los que sentía respeto eran algunos faidits y el conde de Foix con su hijo, que habían luchado hasta que sus armas se habían roto. El escudo del conde de Foix incluso se había partido en dos.
El conde Raimundo de Tolosa se había refugiado con sus ropas en los burgos reconquistados a orillas del Tarn, a la espera de que llegara el invierno. Su ejército tenía que arreglárselas sin los soldados del conde de Foix, que jugaban al escondite con Montfort en el suelo. Los mercenarios tenían poco que hacer por aquí. Wigbold se impacientaba cada vez más a medida que pasaban los días. Su enorme cuerpo exigía continuamente comida y bebida, y no parecía hartarse nunca de las mujeres. Se gastó el dinero que había reunido vendiendo su botín de guerra con igual rapidez con que lo había conseguido. Amaury sopesó su propia bolsa. Le quedaba suficiente. No había hecho más que arreglar sus armas. El resto era para Colomba y el niño. Siempre pensaba en ella. Durante los meses de invierno, las acciones bélicas quedarían reducidas a la mínima expresión, pensó, y todo el mundo se recluiría en su fortaleza. Con la llegada de la primavera y las temperaturas más suaves, cuando los caminos fueran más transitables, se reanudaría la lucha con renovada energía. Quizá pudiera regresar a Tolosa durante ese respiro obligatorio.