TOLOSA
Finales de junio de 1211
Transcurrió más de una semana. Llegó un nuevo domingo en el que las campanas de las iglesias callaron y no se celebraron misas en la ciudad vilipendiada por la cristiandad, que justo antes del asedio había sido abandonada por todos los sacerdotes, frailes y sacristanes. El calor del sol cubría las calles como una manta paralizante y quien podía se resguardaba en el relativo frescor de un lugar sombreado. Las altas temperaturas obligaban a concentrar la lucha temprano por la mañana o al final de la tarde.
Mientras hacía guardia cerca del castillo condal, Amaury vio cómo el comandante de los mercenarios, Hugo d’Alfaro, salía apresurado y de muy mal humor. El navarro gruñó algunas órdenes breves y desapareció en dirección a su cuartel, acompañado de algunos caballeros de su séquito. Después, no pasó nada durante bastante tiempo.
Tras el cambio de guardia, Amaury regresó al monasterio, donde acampaba con un contingente de peones en el refectorio de los frailes, y se dejó caer en la paja sin quitarse la armadura. Desde el inicio del asedio, nadie se había desvestido. En ambos bandos, temían que el enemigo los sorprendiera desarmados. Escuchaba las voces a su alrededor. Parecía ser que D’Alfaro había propuesto realizar un ataque a gran escala contra el campamento de los cruzados. Amaury se incorporó.
—¿Cuándo será? —quiso saber.
—No lo harán. ¿Acaso te has hartado de vivir? —los hombres se rieron de buena gana.
Amaury volvió a tumbarse. Al parecer, al conde Raimundo no le agradaba el plan y quería limitarse a la defensa. Al final de la conversación, el conde había tildado al español de aventurero, asegurando que si le dejaba hacer, su temeridad le costaría sus tierras. A continuación, había prohibido a sus hombres emprender semejante ataque sin su consentimiento. Muchos de los peones respaldaban la postura del conde Raimundo. No tenían demasiadas ganas de acabar en un nuevo baño de sangre.
—Si D’Alfaro tiene tantas ganas de que lo atraviesen con la espada, no podremos detenerlo.
—¡Ese navarro es un fanfarrón! ¡Venga, que dé el primer paso con sus mercenarios, si se atreve!
—En mi opinión, lo único que le interesa a ese putañero español es el poder.
—Eso es en cualquier caso lo único que le interesa a Montfort, —dijo Amaury desde su cama de paja—. Hace ya tiempo que no lucha para erradicar la herejía, ni siquiera para emprender una expedición de castigo porque alguno de Tolosa matara hace tres años al legado papal. Se ha apropiado de los títulos de Trencavel y no descansará hasta que también haya añadido los de Tolosa a su nombre.
Los hombres lo miraron asombrados.
—Es cierto, —prosiguió Amaury—, Montfort está ebrio de ambición. El objetivo por el que llegó aquí se ha convertido en un medio para saciar su sed de poder.
—¿Cómo lo sabes?
—Cualquiera que reflexione un poco puede verlo.
Se hizo un silencio embarazoso.
—Hugo d’Alfaro tiene razón, —prosiguió Amaury—, el tiempo suele favorecer a los sitiadores. El conde tiene que frenar a los cruzados. Si ahora no se atreve a hacerse fuerte, luego lo aplastarán y entonces sí podría perder sus tierras. Lo miraron atónitos. Justo cuando Amaury empezaba a preguntarse si habían comprendido lo que les decía, se originó el alboroto. ¿Qué más les daba a ellos cuáles eran los motivos de Montfort? ¿Acaso no había contado los muertos que habían dejado en el campo de batalla en los diez días que duraba ya el asedio? ¿Quiénes tenían que soportar los primeros golpes en la vanguardia? No los caballeros protegidos con cotas de malla, que no cesaban de hablar de coratge. ¡Mucho ruido y pocas nueces! Al menos, el conde se preocupaba por sus súbditos y no enviaría nunca a sus hombres hacia una muerte segura. ¿Y qué había de malo en esperar al enemigo al abrigo de las murallas? Allí fuera, bajo el sol abrasador, Montfort se hartará pronto de sus planes. Hacía más calor que en el infierno.
Amaury se puso en pie y salió, alejándose de las risas burlonas de los demás. El aire nocturno era fresco. Aquí se estaba mejor que en la habitación abarrotada, donde los hombres se excitaban y no hacían más que soltar sandeces. Se sentó sobre el pequeño muro de piedra que rodeaba el patio del monasterio. Mantenía en sus manos el hacha de guerra, de la que nunca se separaba. Hizo oscilar suavemente el arma mientras miraba el cielo estrellado. Era como si desde el oscuro firmamento, la impotencia cayera como una maza sobre él. Cualquiera podía ver lo que iba a suceder. ¿Por qué no había nadie que parara los pies a Montfort? ¿Por qué no frenaba el papa su codicia? Montfort era un estratega brillante que conspiraba con el abad del Cister, un zorro astuto capaz de engatusar al papa. El bondadoso e indeciso Raimundo de Tolosa no era un adversario digno de ellos, aunque ahora estuviera al mando de varios miles de hombres. Seguía queriendo convencer a Roma de que sólo recurría a las armas para defenderse, seguía buscando una posibilidad de encontrar una solución pacífica.
Su hacha había dejado de balancearse y colgaba inmóvil entre sus rodillas. ¿Qué haría él, Amaury, en su lugar? Sin duda, no esperaría de brazos cruzados. La fuerza de Montfort era su rapidez. Gracias a ello siempre podía decidir dónde y cuándo abriría el ataque. Quien quisiera vencerlo debería adelantársele para tener de su lado la ventaja de la sorpresa. Hugo d’Alfaro tenía razón… El caballero degradado a la categoría de peón suspiró. Si hubiese podido dar su opinión en un consejo de guerra, habría apoyado el plan de D’Alfaro. Pero no tenía ni voz ni voto, ni siquiera disponía de los diez hombres que antes formaban su séquito personal. No era nadie, apenas era capaz de salvar su propio pellejo.
Amaury se mordió tan fuerte el labio inferior que notó el gusto de la sangre. Agarró el hacha con ambos puños y se levantó. Con paso decidido abandonó el patio del monasterio y avanzó en la oscuridad en dirección al castillo condal hasta llegar al cuartel general de los mercenarios navarros. Allí fue detenido por un centinela. Detrás de la puerta cerrada se oían ruidos, como si a esas horas de la noche reinara un ajetreo nervioso.
—¿Qué buscas? —le preguntó secamente el soldado.
—Tengo que hablar con Hugo d’Alfaro.
—Imposible, —se limitó a responder el otro.
—Déjame pasar, Wigbold me ha llamado.
—¿Wigbold? Espera aquí.
La puerta se cerró sin dejarle ver lo que sucedía al otro lado. El frisón apareció en la puerta antes de lo que pensaba y en cualquier caso antes de que pudiera cambiar de parecer. No dijo nada, asió a Amaury por el jubón de cuero y lo arrastró adentro. La puerta se cerró a sus espaldas.
—Tú, llegas a tiempo. Tú tienes cojones, —farfulló el mercenario dándole un manotazo en el hombro que casi lo derriba.
—Carne de demonio lo llamamos aquí, —respondió el joven caballero—. Quiero hablar con D’Alfaro. Su plan es bueno. Tiene que intentar convencer al conde de Foix, a éste quizá le gusten más sus ideas que las del conde Raimundo.
—No es necesario, Raimundo es cobarde. Nosotros atacamos. Mañana. —Dichas esas palabras, Wigbold hizo un ademán significativo llevándose el índice a los labios—. Tú, sabes secreto. Tú, tienes que luchar con nosotros ahora. —Sonrió triunfalmente.
Así pues, Hugo d’Alfaro se había propuesto llevar a cabo su plan sin la aprobación del conde de Tolosa. Amaury comprendió entonces que todo el mundo en el cuartel de los mercenarios se estaba preparando para un ataque. Y el hecho de que le hubieran hecho partícipe de este secreto significaba, en la lógica de Wigbold, que no podía hacer otra cosa que participar en la lucha. Pues bueno, ése era el motivo que le había traído hasta aquí, sólo que no había contado con que el comandante de los mercenarios lo fuera a hacer solo.
—En tal caso me presentaré ante D’Alfaro.
El frisón negó con la cabeza.
—¿Es que no quiere saber con quién trata?
—La manzana podrida apesta sola.
—Entonces quiero una lanza, una espada, una cota de malla y un escudo, —dijo—, espuelas y un caballo.
Wigbold señaló el hacha de guerra.
—Esta es buena, también.
—Sólo si puedo acercarme lo suficiente.
Metió el hacha en su cinto y siguió al gigante rubio primero hasta la sala de armas, donde habían amontonado el botín de guerra, y después hasta las cuadras. Cuando empezaron a anunciarse los primeros rayos de sol, Amaury estaba completamente equipado y además había consumido una copiosa comida con los demás mercenarios.
—Ahora descansar, —dijo Wigbold.
—¿Cómo que a descansar? ¿Cuándo atacaremos?
—Tú, espera. Luego hace calor y el conde Raimundo y el enemigo duermen. Tú, paciencia.
Sucedió exactamente como le había dicho. En ambos campamentos esperaron recelosos a que el otro bando tomara la iniciativa en el frescor de la mañana. Cuando todo parecía indicar que no sucedería nada, se dispusieron a tomar la comida, precedida, en el campamento de los cruzados, de una misa. El sol avanzaba hacia el cenit y la temperatura aumentaba a igual ritmo. Apenas saciados por la frugal ración de alubias y fruta, los cruzados fueron a buscar refugio a la sombra asfixiante de sus tiendas de campaña y se tumbaron para descansar sin desprenderse de sus armas. Detrás de la puerta del cuartel de los mercenarios, los caballeros esperaban la señal para el ataque montados sobre sus inquietos caballos. El calor era casi insoportable, el sudor les chorreaba por el cuerpo. Delante de ellos, los peones mercenarios estaban preparados, armados con cuchillos y porras. Hugo d’Alfaro ya había hecho su ronda matutina. Había apostado a algunos de sus hombres en dos de las dieciséis puertas con que contaba ya la ciudad, ordenándoles en secreto que le dejaran vía libre en el momento convenido.
—¡Ojo, no destruir las máquinas de asedio! ¡Demasiado pesadas! ¡Sólo el campamento! —advirtió Wigbold.
Amaury asintió. Parecía lógico. Él mismo había podido comprobar en dos ocasiones lo inútil que era intentar destruir el material de asedio.
Tan pronto el navarro regresó a su cuartel, montó sobre un caballo fresco y dio la orden de salir. Los hombres cruzaron la puerta como una horda enloquecida. Antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, habían cruzado ya las dos puertas de la ciudad y se abalanzaban como una nube de saltamontes sobre el campamento de los desprevenidos cruzados, que estaban sumidos en una profunda siesta. Las primeras víctimas cayeron ya antes de que los centinelas pudieran dar la alarma.
Amaury no tuvo empacho en atacar traicioneramente a sus antiguos compañeros de armas. Muchos de los estandartes coloridos que coronaban los pabellones le resultaban desconocidos. Pertenecían a las tropas frescas venidas de Luxemburgo y Alemania. Se limitó a seguir el ejemplo de los caballeros de D’Alfaro, se abalanzó sobre la tienda más próxima y hundió su lanza en la tela, que se desgarró como si fuera una camisa ajada. La tienda se desplomó sepultando a los hombres que acababan de despertarse sobresaltados y buscaban sus armas. Wigbold, que cabalgaba detrás de él, pisoteó con el caballo a los hombres que luchaban por liberarse de la lona y silenció sus gritos apagados hundiendo su lanza varias veces en la masa. Los soldados de a pie remataban el trabajo, aporreando a todo lo que seguía moviéndose. Después abrían la lona para quedarse con todo lo que hubiera de valor debajo de ella. Esta escena se repitió en innumerables ocasiones. Por falta de espacio para manejar su lanza, Amaury tuvo a veces que cortar con unas cuantas estocadas los vientos de las tiendas de campaña. En poco tiempo, gran parte del campamento militar de los cruzados había sido destruida. Los caballeros y peones de D’Alfaro abatían, pisoteaban, aporreaban o ensartaban con la espada todo lo que encontraban a su paso, ya fueran hombres o animales.
Amaury arrasó el campamento con los demás, cegado por un odio que nunca antes había sentido. Su mirada estática sólo captaba la imagen en su memoria de los Buenos Cristianos en la hoguera de Lavaur. Habían sido cuatrocientos. Cada golpe que daba era para vengar a uno de ellos. Al principio, los Bons Hommes y las Bonnes Dames habían cantado con las voces firmes que demostraban el valor con el que afrontaban la muerte. Sus voces habían sonado cada vez más fuertes, como si con ello quisieran negar el martirio del fuego que abrasaba su piel, hasta que finalmente sus palabras fueron ininteligibles y sus cantos se convirtieron en un grito continuo de dolor por la tortura.
—¡Por Lavaur y por Colomba! —gritó agachándose para asestar un golpe de espada a un peón, que había intentado herir a su caballo con un hacha. El peón cayó mortalmente herido sobre una tienda de campaña desplomada, de la que sólo se mantenía en pie el estandarte.
Amaury dirigió automáticamente su mirada hacia el blasón. El sudor le picaba en los ojos y hacía que todos los colores se fundieran en una masa turbia. Sacudió una y otra vez la cabeza para eliminar las gotas de sudor de sus pestañas y cejas. Se pasó la lengua sobre el labio superior y lamió el líquido salado atrapado entre los cañones de su bigote de varios días. De súbito reconoció las tres merletas del escudo de Poissy. Miró a su alrededor. No había ni rastro de Roberto o Simón, pero no lejos de donde se hallaba él, vio surgir de repente el estandarte con el león de Montfort frente al cielo azul, y debajo, al comandante que cabalgaba rodeado de un creciente número de caballeros provistos de armaduras. Por lo visto había conseguido agrupar a sus hombres para iniciar el contraataque. Los dos Poissy lo acompañaban. Amaury sintió que un estremecimiento le recorría la espina dorsal hasta acabar en el coxis con un desagradable hormigueo. Cerró el puño alrededor de la empuñadura de su espada. Le había prometido a Colomba que volvería. ¿Qué sería de ella si no regresaba nunca más? Un jinete pasó justo a su lado, después otro y otro. Era D’Alfaro que se preparaba con sus hombres para detener el ataque de los cruzados. El comandante de los mercenarios gritó una orden y mirando en dirección a Amaury hizo una señal.
—¡Los prisioneros!
¿Prisioneros? Era como si se paseara por un sueño en el cual él no interviniera. Todo se movía alrededor, salvo él mismo. Mantenía los ojos fijos en el yelmo de Roberto, que, bajando y subiendo al ritmo lento del trote de su caballo, se acercaba cada vez más. Una figura negra pasó delante de la visera de su yelmo.
—¡Tú! —gruñó Wigbold—. ¡No duermes, D’Alfaro da órdenes!
Para dar más énfasis a sus palabras dio un mazazo contra el yelmo de Amaury. El golpe del metal lo espabiló del todo. Espoleó a su caballo y, dejando atrás los colores de Poissy, salió galopando en la dirección que le había indicado el frisón. Mientras Hugo d’Alfaro y sus caballeros se entretenían con los nobles de Montfort, Amaury y Wigbold se adentraron más en el campamento con los demás mercenarios montados. Allí, detrás de una cerca de empalizadas estaban encerrados los prisioneros que los cruzados habían capturado en los últimos días. Apenas habían tenido tiempo de liberarlos cuando sonó una nueva orden.
—¡Retirada!
Los prisioneros liberados no necesitaban esa incitación. Estaban dispuestos a largarse de allí. Se apresuraron a tomar el camino de regreso a Tolosa, a través del caos, con la retaguardia cubierta por los hombres de D’Alfaro, quienes, cargados con un copioso botín, entraron en la ciudad como triunfadores. Wigbold apenas podía ver algo por encima de la pila que había amontonado en su montura. Su cara ancha y sonriente se ocultaba bajo un suntuoso vestido de seda que había enrollado alrededor de su yelmo a modo de turbante. Amaury mantenía apretado contra el pecho su único trofeo. Era el estandarte con el escudo de Poissy, que había cogido de la tienda derribada.
—¡Ven a ver! ¡Se van! ¡Míralo!
Colomba se hallaba asomada por la ventana en el piso superior de la casa de las Bonnes Dames y señalaba con el dedo las murallas de la ciudad. Estaba radiante de alegría. Era realmente increíble lo que sucedía allí afuera: ¡Montfort y sus hombres abandonaban el asedio! Al despuntar el día, los cruzados recogieron sus cosas y se largaron. No, más bien parecía que se fueran de estampida, pues dejaban tiradas sus pertenencias. Abandonaron máquinas de guerra, carros, herramientas de asedio y gran parte del campamento asolado. Ni siquiera se preocuparon por transportar hacia Carcasona a los enfermos y heridos, y los abandonaron a la misericordia de los de Tolosa.
—¡Somos libres!
Amaury ya estaba arriba y se asomaba junto a ella por la ventana. Era cierto, allí partía el temible ejército de Montfort. Como un perro apaleado, se alejaba con el rabo entre las piernas. No eran tambores, trombones y chirimías los que acompañaban el sonido de los cascos de los caballos y las botas sobre el camino polvoriento, sino un silencio desalentado. En un principio, nadie había osado creerlo pero ahora no cabía la menor duda. También en la muralla reinaba un ambiente de euforia. Los centinelas bailaban en el adarve e increpaban a los cruzados.
—Os hemos dado un susto de muerte. ¡Hemos ganado! ¡Viva Hugo d’Alfaro!
El noble español y sus mercenarios, que un día antes habían provocado la cólera del conde Raimundo, eran los héroes de la jornada.
—¡Estoy orgullosa de ti! —Colomba abrazó a Amaury y cubrió su rostro de besos.
—Pero ahora soy un mercenario, —murmuró Amaury.
—Qué va, eres un caballero al servicio del senescal de Agenais.
Él sacudió la cabeza.
—Hay una diferencia entre los caballeros de Agenais y las tropas irregulares de Navarra y de Dios sabe dónde que siguen a D’Alfaro. Yo formo parte de estas últimas. Escoria.
—Me trae sin cuidado. ¡Eres la escoria más valiente de Tolosa!
Apretó los labios contra los de él para impedir que siguiera protestando. ¿Por qué tenía que dar siempre tanta importancia a su condición, a sus títulos? ¿Qué más daba en calidad de qué había logrado la victoria? ¡Allí partía Montfort, el odiado comandante, con sus malditos soldados de Cristo! No podía imaginarse escena más hermosa. Podía irse al infierno que tanto temía. Cogió a Amaury de la mano y bailando lo condujo escaleras abajo. A pesar de que era muy temprano, todo el mundo había salido a la calle para celebrar la victoria. Cantaban. De repente, Amaury era amigo de los mismos peones que se habían burlado de él. Era el camarada de los mercenarios y volvía a estar en pie de igualdad con los demás caballeros. Todos le ofrecían vino y también Colomba participaba en su gloria.
—Bonita chica, —susurró Wigbold al oído de Amaury, al tiempo que le daba un codazo y hacía un gesto obsceno—. Esta noche, doble fiesta.