TOLOSA

Junio de 1211

Tolosa parecía más un campamento militar que una ciudad próspera. Los vasallos del conde Raimundo y numerosos faidits se habían congregado allí y se armaban para enfrentarse juntos al enemigo. También los condes de Foix y de Comminges se habían unido a ellos con sus tropas. La vida de la ciudad estaba totalmente desquiciada. Las calles, ya de por sí abarrotadas, se hallaban totalmente obstruidas, pero todos aceptaban sin rechistar las molestias. La población respaldaba como un solo hombre al conde, incluso el partido católico, que durante mucho tiempo había apoyado al obispo. Las hermandades blanca y negra, católicos y seguidores de la Iglesia de Dios, los faidits y los mercenarios españoles, todos estaban dispuestos a arriesgar su vida, bien por la libertad de los ciudadanos, por los derechos de su señor, bien por su fe. Mientras los legados del papa volvían a lanzar un anatema contra la ciudad, Tolosa se puso en estado de defensa.

Amaury anunció que no podía mantenerse al margen y que se apuntaría para luchar. Colomba lo miró entristecida, pero no protestó.

—Así que esto es vivir, —dijo—: morir cada vez un poco y volver a nacer, aunque no haya muerte de por medio. La sola idea de que quizá no regreses me hunde en un profundo duelo.

—Volveré, —dijo confiado, a la vez que daba unos golpecitos contra el hacha de guerra y la espada corta del sargento. No había vuelto a encontrar la daga de la mujer del cirujano.

Pero no había calculado que ahora le iban a mirar con recelo y que ya no le reconocerían como caballero. No tenía el caballo ni las armas que correspondían a un caballero, llevaba los colores del señor de Cabaret, un noble que se había sometido a Montfort, y cuando mencionaba el nombre de Pedro Mir, lo miraban con desdén. Mir había elegido el bando de Montfort y ahora luchaba con los cruzados. Era una extraña sensación: no era nadie, era aún menos que un criado.

—Nosotros, —dijo una voz a su espalda—, ningún problema.

Se volvió y vio el rostro sonriente de un hombre alto con una cabellera rubia como el heno.

—Tú. Caballo, armas, todo.

—¿Quién eres?

—Yo, —contestó el extranjero en deficiente occitano a la vez que se golpeaba el pecho—, enemigo Iglesia, herejes también.

—¿Qué quieres decir? ¿Eres amigo o enemigo de los Buenos Cristianos?

—Sí, si.

—Un mercenario, ¿no?

—Frisón, —fue su orgullosa respuesta—. Wigbold. Ven.

Amaury miró con desconfianza al gigante rubio.

—No, gracias. Conozco vuestros métodos de trabajo. Ni por diez caballos.

Dio media vuelta y se alejó.

—¡Entonces, tú criado! —exclamó el frisón—. ¡Carne de lanza!

Esa era la cruda verdad y no le gustaba. Cuando el conde Raimundo recibió la noticia de que los cruzados se acercaban a Tolosa, salió con sus tropas para atacarles antes de que pudieran organizar un asedio. Junto con los condes de Foix y Comminges comandaba a quinientos caballeros, entre ellos un contingente de mercenarios procedentes de Navarra. Amaury se encontraba entre los soldados de a pie que fueron enviados por delante de los jinetes hacia el puente de Montaudran, para impedir al enemigo cruzar el río Hers. A paso ligero se dirigieron hacia el puente que se hallaba a unas cinco millas de distancia, y lo destruyeron antes de que Montfort lo alcanzara. Asimismo consiguieron sabotear el puente siguiente, pero aún no habían acabado el trabajo cuando los cruzados aparecieron en la otra orilla y empezaron a cruzar el río sobre lo que quedaba del puente y luego vadeando el agua. Los soldados de a pie, que como de costumbre formaban la vanguardia, cogieron sus armas y arremetieron contra todo el que intentaba acercarse a la orilla. Amaury se encontraba entre ellos y vio cómo los cruzados se ahogaban en su propia sangre. No obstante, él y sus camaradas no pudieron impedir que la siguiente línea de ataque, cubierta por los arqueros, alcanzara la orilla. De inmediato, los peones del enemigo se colocaron disciplinadamente detrás de una hilera de escudos con las lanzas hundidas oblicuamente en el suelo. Amaury sabía lo que iba a acontecer. Los jinetes occitanos avanzaron, empujando a los peones que los precedían. Forzado de este modo a correr a trote ligero, Amaury vio cómo se le echaba encima la hilera de lanzas. No había escapatoria.

—¡Por Tolosa y Colomba! —gritó, y con un fuerte movimiento de su hacha abatió la lanza que amenazaba con perforarle el vientre.

En un impulso de supervivencia fue golpeando todo lo que se le acercaba hasta que por fin hubo creado un poco de espacio a su alrededor. En aquel momento, los jinetes de Tolosa pasaron delante de él lanzando heroicos gritos de guerra para batirse con los caballeros de Montfort. Amaury permanecía de pie en la tierra removida temblando entre las patas de los caballos. Era mucho mejor estar encima de uno de los animales que a su lado, pensó. Por un momento ni siquiera pudo ver dónde se hallaba el enemigo. Por todos lados sonaban gritos, algunos en una lengua que ni siquiera comprendía, y de vez en cuando veía pasar como ráfagas los colores de cotas que no reconocía. Montfort debía de haber recibido refuerzos del norte, pensó. Eran tantos que los occitanos tuvieron pronto que abandonar el campo. El ejército de cruzados se abalanzó sobre ellos como una oleada. Ni siquiera fue necesario dar la orden de retirada, pues eran empujados en dirección a la ciudad dejando atrás innumerables muertos y heridos. Amaury se abrió camino hacia Tolosa, contento de que por lo menos su pierna estuviera curada y que pudiera moverse con rapidez.

No sabía cuánto tiempo transcurrió hasta que por fin estuvieron al resguardo de las murallas de la ciudad. Dejó caer sus brazos agotado. Le pesaban demasiado para sujetar algo y el hacha de guerra cayó al suelo junto a sus pies. Más de cuatrocientos muertos se habían quedado en el campo de batalla, más o menos el mismo número en ambos bandos, oyó decir. El hijo bastardo del conde Raimundo había caído en manos del enemigo. Además, se enteró de que, durante su marcha hacia el puente de Montaudran, los cruzados habían perpetrado una matanza entre los campesinos. Habían destruido las cosechas y arrancado las vides del suelo. Amaury murmuró una serie de maldiciones y recogió su arma con las manos, que aún temblaban por el esfuerzo. Mientras se incorporaba vio delante de él un caballo humeante. Era un enorme semental negro azabache con grandes calzas que recubrían casi por completo sus cascos.

—Vaya pelea, ¿no? —dijo sonriendo el frisón rubio—. ¿Todavía entero?

Amaury asintió. Aparte de algunos cardenales, chichones y rasguños, había salido bien parado.

—Has tenido suerte, —dijo el mercenario—. Mejor ser jinete, ahora hay caballos de sobra.

Señaló los dos caballos que llevaba de las riendas. De las sillas colgaban las armas capturadas, unos cuantos cascos y la cota de malla de un cruzado. Amaury titubeó antes de contestar:

—Prefiero ser un peón sin caballo que un mercenario saqueador que roba a los muertos y a los heridos.

—Nosotros luchamos por Tolosa, —le espetó el mercenario—, por vosotros también. El comandante Hugo d’Alfaro es senescal del Agenais, amigo del conde. Volvió grupas y se alejó, haciendo sonar las armas. Amaury miró deseoso los dos caballos apresados y la cota de malla. Por fortuna no tuvo tiempo de arrepentirse de su negativa. El enemigo ya estaba montando su campamento fuera de las murallas. Los adarves de la muralla y las cincuenta torres de la ciudad estaban abarrotados de soldados. Otros vigilaban las doce puertas y el resto tenía que estar listo para un posible ataque.

En cuanto los cruzados se hubieron instalado, intentaron tomar la ciudad al asalto. Apenas repuesto de la aventura en el puente de Montaudran, Amaury tuvo que salir de nuevo con los peones bajo el mando del conde de Foix, para mantener al enemigo a distancia. Mientras los jinetes se dedicaban al arte de guerra superior, los peones se concentraban en destruir las máquinas de asedio de los cruzados. Regresaron triunfadores con tres grandes techos de escudos. Pero también llevaban cientos de heridos, y en el campo de batalla quedaron innumerables muertos.

En los días siguientes, apenas tuvo ocasión de ver a Colomba. Ella había buscado refugio en casa de una Bonne Dame, donde como de costumbre ayudaba a las mujeres que cuidaban de los heridos. En una ocasión, Amaury cogió a un compañero herido sobre sus hombros y lo llevó a la casa de las mujeres para poder verla un momento. Ella le preguntó atemorizada si pensaba que el conde Raimundo conseguiría mantener la ciudad. Amaury le aseguró que nadie permitiría una segunda Lavaur, que Tolosa estaba llena de soldados combativos y que ni siquiera Simón de Montfort era capaz de derrotar a la alianza que formaban Tolosa, Foix, Comminges y los mercenarios de Navarra.

—Y por si eso no fuera suficiente, —añadió—, por aquí se pasea un frisón que recluta a todo el que aún no tenga armas. Es fuerte como un oso y su caballo es tan grande que sobre él pueden cabalgar tres hombres. Le he visto atravesar de un mandoble a un cruzado, con cota de malla y todo, como si partiera en dos una calabaza.

—Haz lo que tengas que hacer, pero ahórrate los detalles, —le dijo Colomba en tono de reproche—. Cualquiera diría que encima disfrutas.

Amaury se puso serio y respondió:

—Sólo quiero decirte que no has de preocuparte. Los cruzados no tienen suficientes soldados para sitiar toda la ciudad. Podemos salir cuando queramos. Hace poco atacamos un convoy de víveres procedente de Carcasona. Y esos idiotas han destruido las cosechas de los alrededores. Nosotros no pasaremos hambre, ¡pero los cruzados sí!

Después no volvió a verla. Tenía que estar siempre dispuesto, pues los condes habían decidido mantener las puertas abiertas vigilándolas día y noche para poder lanzar ataques relámpago. A tal fin incluso se destrozaron cuatro puertas nuevas de las murallas.

La confianza de Amaury en el conde Raimundo iba creciendo día tras día. En los últimos dos años había visto a menudo cómo un lugar fortificado caía porque los asediados se recluían detrás de las murallas cerradas a piedra y lodo y esperaban pasivamente a que el enemigo se decidiera a partir con las manos vacías. No lo habían logrado nunca. Siempre habían sido los asediados los que habían tenido que abandonar la lucha, bien por la superioridad del enemigo, bien por falta de agua o alimentos. Por fortuna, Tolosa no parecía dispuesta a sucumbir de la misma forma.