DE CAMINO

Mayo de 1211

Hacia la Montaña Negra… Sonaba más fácil de lo que era. Para empezar habían huido justo en dirección contraria, escapando de los cruzados. Bien es cierto que Amaury estaba dispuesto a dar media vuelta, pero se encontró con que el camino se hallaba cortado por todo tipo de movimientos de tropas. Una parte de los cruzados había cumplido su cuarentena y se disponía a emprender el camino de retorno a casa. La milicia católica de Tolosa regresaba a esta ciudad. En dirección contraria se acercaba una delegación de más de cien ciudadanos de Puylaurens, dispuestos a entregarse al enemigo, aunque apenas unas semanas antes habían ofrecido hospitalidad a los refugiados de Cabaret. Al ver que se aproximaba el ejército de los cruzados, su señor había dejado todo lo que poseía y había partido hacia Tolosa, en compañía de algunos leales, para sumarse a los demás señores desterrados que apoyaban al conde Raimundo. Montfort se había instalado provisionalmente en Lavaur para poner orden y preparar nuevos planes. Sus patrullas batían los alrededores y sus correos mantenían como siempre un estrecho contacto con los nuevos vasallos del territorio conquistado. Roberto y Simón de Poissy andarían buscando al benjamín de la familia, posiblemente ayudados por Bouchard de Marly. Amaury esperaba fervientemente que los tres no hubieran comunicado su repentina aparición y su también inesperada huida a Montfort. Le tranquilizaba pensar que seguramente el comandante no les prestaría muchos soldados para emprender su búsqueda.

Luego estaba el problema del aprovisionamiento. Los alrededores eran sistemáticamente saqueados por los cruzados, que al fin y al cabo habían de mantener a todo un ejército. Amaury consiguió robar un pedazo de tocino, pero Colomba se negó a comerlo, pese a que estaba muerta de hambre y que le costaba seguir a su acompañante, aunque éste no pudiera avanzar rápido debido al dolor en la pierna.

Llevaban tres días de camino cuando Amaury empezó a tener la desagradable sensación de que alguien los seguía. Cuando avanzaban de noche, le parecía oír algo a lo lejos cada vez que se paraban. Si avanzaban de día, le parecía ver detrás de ellos siempre la misma figura en el camino. No dijo nada a Colomba para no preocuparla, pero no la dejaba sola ni un momento y no la perdía de vista, ni siquiera cuando ella se agachaba entre los matorrales para seguir la llamada de la naturaleza. Apenas dormía, salvo algunas cabezadas que echaba de día mientras Colomba vigilaba. Al quinto día cambió varias veces de dirección para librarse del perseguidor. Aunque dejó de ver la figura, no pudo quitarse de encima la desagradable sensación.

—¿Te has perdido? —le preguntó Colomba—. Tenemos que ir hacia el este.

—Allí hay una granja donde quizá nos puedan dar algo de comer.

Lo miró con desconfianza.

—¿Qué pasa, Amaury?

—Sólo soy cauteloso, no quiero dejar rastros y por esto cambio de dirección.

—Ya va la tercera vez. Así no llegaremos nunca.

No la podía engañar, conocía el país y los caminos mejor que él. Se iba haciendo de noche y ellos avanzaron en silencio hacia la granja. Al llegar descubrieron que la granja y los edificios anexos estaban abandonados. Los habitantes habían huido de los cruzados y no les habían dejado ni una migaja. Hacía poco de ello pues la ceniza del hogar aún estaba caliente. Temblando de cansancio, Colomba hundió las dos manos en el cubo lleno de agua que Amaury le ofreció, y bebió.

—Nos quedaremos aquí, —decidió el caballero—, así podremos descansar. Más tarde, por la noche seguiremos adelante. Hemos de irnos antes de que amanezca. Sacó el resto del tocino y cortó una fina loncha.

—Ten, por favor, come algo, de lo contrario ni siquiera podremos seguir andando, —dijo casi suplicante.

Colomba miró con repulsa el trozo de carne y volvió la cabeza.

La paja limpia era un gozo y al igual que las noches anteriores se tumbaron muy juntos para darse calor. Para no dormirse, Amaury yacía con los ojos abiertos de par en par, sujetando a Colomba entre sus brazos. Nada perturbaba el silencio y sin embargo le parecía oír todo tipo de cosas. El grito de una lechuza, el crujir de una hoja, el soplo del viento, el más mínimo ruido bastaba para aguzar su vigilancia. Había yacido así durante un tiempo y casi se había quedado dormido en dos ocasiones cuando lo despertó un golpe sordo. Se levantó despacio para no interrumpir el sueño de Colomba y salió afuera de puntillas. El suelo crujió. Mejor, así no podría entrar nadie sin que él se diera cuenta. Colomba suspiró en sus sueños y se dio la vuelta. Por un instante, Amaury permaneció junto a la entrada. La débil luz de la luna permitía distinguir los contornos de los edificios anexos. Nada se movía.

El perseguidor debía de ser alguien enviado por Roberto para encontrarlo. Si ese hombre estaba allí, tenía que procurar mantenerlo alejado de Colomba. Mejor aún: se adelantaría al perseguidor y lo atacaría. Eso suponiendo que consiguiera encontrarlo, pues el hombre no se mostraba nunca. Además, había algo que no le gustaba de esta situación. ¿Por qué no había atacado todavía? Podría haberles alcanzado fácilmente, pues a lo largo del viaje habían tenido que pararse a menudo para descansar. ¿Acaso esperaba la ocasión para sorprenderlo mientras dormía y dejarlo fuera de combate antes de que pudiera defenderse, temiendo que un combate acabara mal? Además, él no había dormido, no le había dado la oportunidad de sorprenderlo, aunque no podría seguir aguantando por mucho tiempo.

Amaury salió afuera. Al llegar al pozo cogió agua fresca del cubo con la mano, bebió y luego se mojó la cara. Refrescado por el frío viento de la noche que acariciaba su piel mojada, fue a sentarse contra la pared del pozo y estiró las piernas. Por él, el enemigo invisible podía venir ya. Lo atraería fingiendo que dormía. Cerró los ojos, en duermevela, atento a cualquier ruido. Poco después se sumergió sin darse cuenta en un profundo sueño. El golpe vino como si hubiera caído un relámpago justo encima de su cabeza. Casi al mismo tiempo oyó un chillido agudo. Amaury se levantó de un salto. ¡Colomba! Tuvo que agarrarse un momento al pozo para recuperar el equilibrio. Después avanzó a trompicones sobre sus piernas entumecidas hacia la entrada de la granja. Apenas había dado cinco pasos, cuando tropezó con algo y cayó cuán largo era. La daga se le escapó de la mano y golpeó contra el suelo. La buscó a tientas en la oscuridad y sus dedos se hundieron en algo caliente y húmedo. Olía a sangre. En aquel momento oyó que crujía el suelo.

—¡Colomba! —gritó.

¡Qué estúpido había sido al dejarla sola, creyendo que sólo él corría peligro! Y ella no tenía nada para defenderse, suponiendo que quisiera hacerlo. Ah, allí estaba la daga. Se puso de pie lentamente y entró corriendo en la granja, por lo menos ésa era su intención, pues chocó contra algo demasiado robusto para ser Colomba y envuelto en cuero que crujía. Sin pensarlo dos veces atacó a ciegas con la daga, sin saber si acertaba ni dónde hería al otro. El extraño se dio la vuelta pegando un grito de dolor e intentó agarrarlo.

—Filh de putan! —gritó una voz.

A continuación se produjo un breve forcejeo, en el que Amaury arrastró a su contrincante afuera para rodar junto con él por el suelo hasta pararse contra el obstáculo con el que había tropezado antes. De una u otra manera consiguió herir de nuevo al otro. El hombre le quitó la daga de un golpe, se soltó y desapareció gimiendo en la noche.

Amaury volvió a entrar cojeando en la granja, donde encontró a Colomba sana y salva.

—¡Qué has hecho! —exclamó. Sonaba como si hubiera llevado a cabo algo terrible. Él no le respondió.

—Tenemos que irnos de aquí cuanto antes, —dijo.

Pero primero hizo un fuego en el hogar, fabricó una pequeña antorcha y se la llevó afuera. Se agachó junto al cuerpo sin vida que yacía cerca del pozo. Colomba lo siguió y miró asombrada al muerto. Parecía aliviada.

—¿Quién es?

—Es el sargento de Roberto.

Registró las ropas del muerto, encontró algo de pan y un trozo de queso que guardó y luego se ciñó las armas a la cintura: una espada corta y un hacha de guerra. Buscó la daga, pero no dio con ella a la luz de la antorcha. Después empezó a desvestir al sargento y echó su cuerpo al pozo.

—¿Lo has matado tú? —preguntó Colomba.

—No, lo hizo el otro. Ésa fue mi salvación. —Se levantó y la miró cara a cara—. ¿Por qué? ¿Quién era, Colomba?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? No pude verle la cara, estaba oscuro.

—Vino a por ti, ¿no?

Ella se encogió de hombros y apretó los labios. Amaury recordó todas las veces en que ella había desaparecido de repente y en que él le había preguntado dónde había estado. Sabía que era inútil seguir interrogándola.

—Entonces lo seguiré. Está herido, eso me da más posibilidades de alcanzarlo. Quiero saber quién me ha salvado la vida y qué quiere de ti.

Mantuvo la antorcha cerca del suelo hasta encontrar algunas gotas de sangre. Sin preocuparse más por Colomba empezó a seguir el rastro que había dejado el herido.

—¡No, no puedes hacerlo!

Amaury siguió avanzando. Estaba agotado, tenso e irritado, e hizo caso omiso a sus protestas.

—¡Te matarán!

—De ser así ya lo habrían hecho antes.

—No te ha salvado la vida. Quizá haya matado por error al sargento, pensando que eras tú.

—En tal caso quiero saber quién quiere matarme y por qué.

La oyó acercarse por detrás.

—Tengo tanta hambre. Dame primero algo de comer.

—Más tarde, cuando haya solucionado esto.

Ella se quedó parada mientras Amaury seguía avanzando decidido.

—Amaury, vayamos hacia el otro lado.

—Él se ha ido por aquí.

—Quiero decir: no hacia la Montaña Negra.

—¿Qué? —Se detuvo súbitamente y esperó a que ella lo hubiera alcanzado.

—Ya no quiero ir allí. Ahora dame algo de comer.

Él sacó la comida y le tendió el pan, pero Colomba rechazó su mano, cogió el trozo de queso prohibido y lo mordió con decisión. La sorpresa de Amaury fue aún mayor cuando a continuación cogió la loncha de tocino y se la metió en la boca temblando de asco.

—Te he dicho que ahora todo ha cambiado. Que me voy contigo, que soy tuya. —Se secó la boca, colocó su brazo sobre el hombro de él, lo atrajo hacia sí y lo besó en la boca.

Amaury ya no entendía nada en absoluto. Si Colomba quería realmente romper con sus creencias, y no lo hacía sólo para proteger al misterioso asesino o precisamente ajustar cuentas con él, que lo demostrara. Al fin y al cabo, ¿por qué no? Era un momento absurdo para hacerlo, pero toda la situación en la que se hallaban era absurda. Se sentó con ella en el suelo, clavó la antorcha a su lado y empezó a desvestirla. Ninguno de los dos dijo una palabra. Su enfado sólo desapareció por completo cuando la vio yacer desnuda a la luz de la llama. La idea de que el hombre herido debía de seguir cerca y quizá podía ver lo que estaban haciendo lo excitaba aún más. No cabía pensar prueba más convincente de que Colomba ya no quería tener nada que ver con él o con lo que él representaba. Amaury la acarició con suavidad.

—Eres tan divinamente bella que no puedo creer que el demonio haya creado esto, —susurró.

Colomba temblaba De miedo, pero quizá también de deseo, pensó él.

—No tengas miedo, —le dijo—, no te haré daño.