DE CAMINO
4 de mayo de 1211
Colomba estaba acurrucada sobre una roca, la mano apretada contra la herida palpitante en el hombro. Estaba tan cansada que ni siquiera sabía ya dónde le dolía. ¿Qué era el dolor comparado con los casi cuatrocientos Buenos Cristianos que habían perecido en las llamas? En el resplandor rojizo del sol naciente volvió a ver cómo los cuerpos retorcidos se desplomaban uno tras otro hasta que no hubo mas que cenizas y huesos calcinados. Se había quedado mirando petrificada hasta que Amaury la había separado inadvertidamente de la multitud, para iniciar su huida.
Junto a ella, Amaury miraba apático al frente. Aparte del terrible espectáculo de las personas consumidas por el fuego, Amaury no podía borrar de su retina la imagen de Roberto. Lo había visto junto al mar de fuego con Simón, que se había unido más tarde a él para ser testigo de la quema de herejes. Escondido debajo del capuchón del fraile, Amaury había observado desde una prudente distancia cómo los dos Poissy, que por lo visto no habían tenido oportunidad de hablarse en todo el día, intercambiaban algunas palabras y cómo después Simón miraba agitado a su alrededor. A continuación habían mantenido una acalorada discusión. Después, Roberto ocultó la cara entre las manos y permaneció así un rato sacudiendo de vez en cuando la cabeza mientras Simón seguía hablando y gesticulando como era su costumbre. Por último, se les había acercado Bouchard de Marly, quien sin duda había añadido su propio relato. El lenguaje corporal de Simón era claro como la luz del día: “¿Ves? Ya te lo había dicho, ha traicionado a Montfort y tú lo has absuelto; ¡nos ha traicionado y tú lo has dejado escapar!”. El final de su discurso era inequívoco. Había hecho un ademán pasándose la mano por la garganta. Entonces, el pobre Roberto, que siempre se había esforzado por mantener unidos a sus parientes, se había alejado como un hombre apaleado.
—No queremos ser mártires, —dijo Colomba de repente. Tenía la voz ronca debido al cansancio. Al no obtener ninguna respuesta, prosiguió—: Precisamente queremos seguir viviendo para predicar el Verdadero Cristianismo. ¿Por qué crees si no que huimos de Cabaret? Si los cruzados matan a todos los Buenos Cristianos, no quedará nadie para indicarnos el camino de regreso hacia la patria celestial. Entonces las almas de los ángeles permanecerán aprisionadas eternamente y el dios de las tinieblas saldrá victorioso. El infierno terrenal perdurará eternamente, pues este mundo seguirá existiendo mientras las almas del cielo sigan atrapadas en él. En cuanto la última alma haya renegado del mundo maligno y se haya liberado para regresar al mundo celestial invisible, este mundo se deshará en la nada.
»Está escrito que todo ha sido creado por Él. Él ha hecho la luz, la vida y todo lo que es real. Sin Él no hay nada. El mundo no es nada. —Sonaba como si ella misma intentara convencerse de que la lógica de los Buenos Cristianos podía explicar el sacrificio que habían hecho por su fe en la hoguera. Al mismo tiempo intentaba disculparse por el hecho de seguir con vida—. El mundo no existe realmente, pues no hay amor. El mundo es una ilusión, la ilusión del mal. Allí sólo hay tinieblas y todo es efímero y caduco, porque el diablo no es capaz de crear nada perenne. —Cogió un puñado de tierra seca, la pulverizó y dejó que el viento se llevara el polvo contra la luz del sol—. Nada, —dijo. Se detuvo unos instantes para luego proseguir.
—Sin Él se hicieron las tinieblas y la muerte. Todas las cosas efímeras serán destruidas, así como su creador. La muerte tampoco es nada. —Dejó caer la mano y empezó a sollozar.
Junto a ella, Amaury se despertó de su paralizante sentimiento de culpa. La cogió entre sus brazos y apretó su cabeza contra el hombro.
—Llora, —dijo suavemente—, llora, pero por los dos. Mis lágrimas se han secado.
Aunque estaba demasiado agotado para levantar un dedo, empezó a acariciarla. Sintió su delicado cuerpo estremecerse contra el suyo. Consolarla era un poco como consolarse a si mismo, era como compensar lo que sus compatriotas habían hecho a los de Colomba. Sin embargo, con ello no conseguía calmar el dolor que le martirizaba desde el momento en que se había encontrado cara a cara con Roberto. La mirada de asombro, contenta y herida a la vez, le quemaba el alma como un hierro candente. Ojalá compartiera la firme convicción de Colomba de que existía un camino hacia otro mundo, una posibilidad de escapar del pozo de engaño y traición en el que él se había hundido. Pero, aunque había aceptado la convenenza, que le garantizaba que después de su muerte regresaría en un cuerpo más adecuado para soportar los sufrimientos y las responsabilidades de un Buen Cristiano, no estaba en absoluto seguro de que ello fuera a suceder realmente. Para él, el infierno seguía siendo una realidad tangible, la venganza de un dios al que él había abandonado.
Dos años antes, él era otro hombre. Había tomado la cruz lleno de fervor, convencido de que regresaría cargado de gloria y honor, purificado de sus pecados, con la perspectiva de un nuevo futuro y, una senda brillante que conducía directamente al cielo.
Con la mano izquierda buscó la cruz que seguía pegada a su túnica y con las uñas empezó a arrancar la cera cuajada hasta que finalmente tuvo entre sus manos las dos tiras impregnadas de sangre. La sangre seca había adquirido un color marrón rojizo. Las soltó, primero una y luego la otra, y las tiras cayeron serpenteando hasta el suelo junto a sus pies. Con cuidado las juntó con la punta de la bota hasta formar de nuevo una cruz, que luego pisoteó. Emitiendo un grito ahogado, golpeó y hundió el talón en el suelo hasta que la cruz desapareció. Después, jadeando, se quedó mirando la tierra removida. Entre tanto, Colomba se había soltado de su abrazo y observaba en silencio sus movimientos. Ya no lloraba. Seguía sentada allí, encogida, y parecía tan poquita cosa en el hábito de fraile demasiado holgado que la noche anterior se había puesto sin rechistar siguiendo las órdenes de Amaury. El vestido aún desprendía el penetrante olor corporal del fraile. Al menos, era negro.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—No lo sé.
—¿Hemos de seguir adelante?
—No podemos seguir. Estamos demasiado cansados y ya amanece.
Aunque habían andado toda la noche, seguramente seguían estando en territorio ocupado. Amaury buscó con la mano la empuñadura tallada de su daga, la de la mujer del cirujano. Era la única arma que llevaba consigo y no le serviría de nada si se topaban con los cruzados. Quizá fuera más seguro permanecer en este escondite hasta haber descansado. Además, la herida de la pierna le dolía horrores. Era mejor que siguieran su camino en cuanto cayera la noche. Colomba suspiró profundamente y se dejó caer entre los matorrales. Ni siquiera se esforzó en buscar un lugar cómodo. Amaury miró atrás y dudó, luchando contra la tentación de tumbarse a su lado. Se inclinó hacia ella y le cubrió la cara con la capucha para protegerle los ojos de la luz del sol. Después dobló las rodillas, apoyó sobre ellas los brazos cruzados y por último la cabeza. Le podía más el miedo a un asalto que el cansancio.
Amaury se despertó de un sobresalto. Yacía acurrucado en el suelo, en la misma postura en que había estado sentado. Sentía un vacío debajo de las costillas que pedía a gritos que lo llenaran. Se sentó, se estiró y miró la posición del sol, que irradiaba un calor agradable. Debía de ser el atardecer. Colomba seguía tumbada junto a él entre los matorrales. Tampoco ella se había movido apenas. Alargó la mano hacia Colomba. Cuando la tocó, ella murmuró algo y se tumbó sobre un costado. Él sonrió. Así tendría que ser siempre, pensó, tan tranquila y tan cercana. Poco después Colomba abrió los ojos y miró sorprendida a su alrededor hasta que encontró el rostro de Amaury. Una sombra se posó sobre sus rasgos relajados.
—Soñaba que todo había pasado, —gimió mientras se incorporaba.
—Casi ha pasado. Te llevo a Montségur.
Había trazado su plan con esmero. Darían un gran rodeo para evitar Tolosa y luego viajarían hacia el sur. Les llevaría mucho tiempo, mas de este modo eludirían por completo el territorio ocupado por los cruzados. Una vez en tierras del conde de Foix estarían a salvo, sobre todo en Montségur. Muchas Bonnes Dames habían huido hacia allí, sobre todo desde Fanjeaux. ¿Acaso Pedro de Saint-Michel, hijo de una Bonne Dame, no había llevado primero a su esposa al burgo de Montségur antes de unirse con su hermano al señor de Cabaret?
—No iré a Montségur, —dijo Colomba decidida.
Amaury sacudió la cabeza compasivamente. ¿Cómo podía haber pensado que los sucesos de Lavaur la habrían convertido definitivamente en la criatura enternecedora e indefensa de hacía unos momentos?
—Es el único lugar donde puedo dejarte sintiéndome tranquilo.
Señaló al sur, hacia la lejanía brumosa, donde las colinas se mezclaban con el firmamento. Allí debía de encontrarse el macizo montañoso.
—Quiero ir a la Montaña Negra.
—No puedes ir allí. Está infestada de cruzados.
—Yo… tengo amigos que me ayudarán.
No sonaba muy convencida. Amaury se preguntó quiénes podrían ser esos amigos. A fin de cuentas, Cabaret estaba ocupado por la guarnición enemiga, y el señor Pedro Roger se había establecido en un señorío cercano a Béziers, que le habían dado a cambio de sus posesiones.
—Si es cierto que tienes amigos en alguna parte, ¿por qué no te han ayudado antes, antes de que Lavaur fuera asediada?
No obtuvo ninguna respuesta.
—Yo no te abandonaré. Te quiero demasiado. Es justo como cantan vuestros trovadores: mi destino está en tus manos, aunque seas inaccesible y sepa que mi amor no será correspondido nunca. No me quites el placer de ayudarte. Colomba esbozó una tímida sonrisa.
—Ahora dices bobadas como si fueras uno de ellos.
Pensó en los apasionados trovadores que en el castillo de Cabaret habían entonado canciones insinuantes, para luego, a hurtadillas, meterse en la cama de la dama que acababa de rechazarlos con gran ostentación. Pensó en las damas nobles que no dudaban en engañar con otro a sus esposos, y si era preciso también a sus amantes.
—El juego amoroso es una farsa asquerosa, —dijo con inesperada vehemencia—, sólo falsedad y fingimiento. El deseo es el padre del demonio.
—¿Te refieres a lo que sucedió en Lavaur? Lo hice para salvarte de las garras de los cruzados. Me horrorizó tener que utilizarte así. Te pido perdón.
—Me refiero a que si seguimos juntos somos un peligro el uno para el otro. Llévame a la Montaña Negra, ya has hecho suficiente. Mis… amigos me ayudarán.
—Te juro que no te volveré a tocar, no como ayer, ni tampoco… como esta mañana.
Colomba abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó y apretó los labios con fuerza.
—Lo sé, no debería jurar, —dijo Amaury.
Pero ella negó con la cabeza y lo miró con cara de culpable.
—No es eso, —susurró.
—¿Qué, entonces?
—No podemos seguir juntos. Si te encuentran conmigo, te tomarán por un hereje. Si me encuentran contigo, me tomarán por una puta.
—Sólo los malpensados juzgan de ese modo. Quizá los cruzados.
—Es verdad, Amaury. Toda mujer tiene algo de puta, aunque sólo sea en el último rinconcito de su pensamiento. —Agarró con los dedos algunos pliegues del hábito y arrugó la tela formando una bola, que luego separó de un tirón. Si el hábito del benedictino no hubiese sido de tan buena calidad, lo habría desgarrado—. “Odia el hábito que está manchado por la carne”, —susurró mientras tiraba con violencia de la tela.
—Eres una santa.
—¡No, no, no lo soy! —Empezó a sacudir la cabeza con fuerza.
—Un ángel, —corrigió él rápidamente.
—Como mucho un ángel. Un ángel con las alas rotas que tiene que aprender de nuevo a volar. Y ayer ese ángel te pegó…, no porque te quisiera detener, o… sí, también por eso, sino porque…, porque me asusté al darme cuenta de que me gustaba que me tocaras.
Antes de que Amaury pudiera pensar una respuesta, ella prosiguió:
—Por ello huí contigo de la ciudad. Tendría que haber estado con las otras mujeres en la hoguera, pero me escondí. No porque quisiera vivir para predicar nuestra fe, sino porque…, porque yo misma me doy miedo. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Por qué es todo tan difícil? ¡No puedo morir, Amaury, todavía no soy lo suficientemente pura! —Bajó los ojos.
Por un momento, se quedó tan perplejo que no supo qué decir, mas su corazón estaba alegre. “Dios mío —pensó—, me quiere, ¡siempre me ha querido!”.
Le cogió la mano, que se apoyaba, blanca y fría, sobre el suelo.
—Colomba, te estás torturando. Eres demasiado joven para sacrificarlo todo. Apenas has vivido. Siempre puedes volver a ser una Buena Cristiana y hacerlo mejor, más tarde, —dijo.
Ella le dejó hacer y Amaury la acarició suavemente con unos temblorosos dedos, que pronto subieron por su brazo. La sangre latía en sus venas. De súbito Colomba retiró el brazo, pero él la agarró y la apretó contra sí. Ella apenas se resistió.
—Llévame a la Montaña Negra, —le suplicó en un último intento de ofrecerle resistencia.
—Te llevaré a donde quieras. Al sol, a las estrellas, ¡al cielo!
Sus labios buscaron los de ella, que en lugar de resistirse lo abrazó. Sus manos desaparecieron bajo el hábito, pero no hicieron más que explorar con cuidado. Quería consolarla, no abusar de ella. Dios, qué delicada era. Era tan frágil que él tenía miedo de sus propias fuerzas. Con su boca secó las lágrimas de sus mejillas y le besó los ojos.
—No llores, —susurró—, el amor no puede ser malo. A fin de cuentas, Dios es amor, ¿no?