LAVAUR
3 de mayo de 1211, al anochecer
También el taller estaba abandonado. Los telares con los que trabajaban los Bons Hommes cuando se establecían por un tiempo en una ciudad esperaban inmóviles a que alguien volviera a ponerlos en movimiento. Sin el familiar ruido de los pedales que subían y bajaban el lizo, el taller parecía un antro hasta el cual llegaban atenuados los ruidos de la calle. En los haces de luz que entraban ya sólo bailaba el polvo de los hilos que se habían detenido.
A Amaury no se le había perdido nada allí. Subió por la escala hasta el piso superior y encontró las camas y los enseres patas arriba. De nuevo abajo, inspeccionó la estancia que había en la parte trasera de la casa y después entró en la casa colindante. Si Colomba había estado como de costumbre en compañía de la Bonne Dame, tenía que hallarse escondida por aquí. Estaba casi seguro. A fin de cuentas, los soldados habían transportado a tres mujeres, un número impar. ¿Acaso no sabían que los Buenos Cristianos nunca estaban solos, que tanto los hombres como las mujeres que habían recibido el consolamentum iban siempre en parejas para apoyarse en la dura vida a la que estaban condenados y para impedir que uno de ellos diera un paso en falso? Colomba tenía que estar por aquí. Lo único que debía hacer él era encontrarla antes de que otros se le adelantaran.
Cuando volvió a salir a la calle sin haber logrado nada, oyó ruidos procedentes de un edificio situado un poco más lejos, en una bocacalle que estaba siendo rastreada sistemáticamente por los soldados. La batida tenía lugar bajo la mirada vigilante de un cansado caballero, que daba órdenes encorvado en su montura. Sin dudarlo un solo momento, Amaury enfiló hacia el lugar de donde provenía el ruido. Sabía que los caballeros del ejército de cruzados no descansarían hasta haber capturado a todo el mundo y hasta haber vaciado la ciudad. Éstas debían de ser las órdenes de Montfort.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.
—¡Ah! Sólo se están desfogando. Este está siendo un día largo para todos.
—Para algunos el día ya ha acabado. —En lugar del pretendido sarcasmo, su tono delataba una triste resignación.
Entró en la casa. En la penumbra pudo distinguir vagamente algunas figuras. Primero vio a dos niños asustados acurrucados en un rincón. Tenían los ojos abiertos de par en par y la mirada fija en el suelo en el centro de la estancia donde unos soldados se divertían con una muchacha y su madre. La mujer les lanzaba las peores maldiciones, pero ellos no hacían más que reírse. De repente, la muchacha pegó un grito penetrante. Los niños se echaron a llorar.
—¡Ya basta! —gritó Amaury—. ¡Dejadlas en paz y haced vuestro trabajo!
—Nos estamos asegurando de que aquí ya no quedan herejes, —dijo riendo uno de los soldados.
—Los herejes no follan, —rió el otro. Se levantó y compuso su ropa.
—No comen carne y no juran sobre la cruz. Dado que no disponemos de estas dos últimas cosas, lo hacemos así, —aclaró el primero a mayor abundamiento.
—¡Largo! —gritó Amaury.
Cuando hubieron desaparecido, se acercó a la madre.
—¿Ha estado aquí Colomba? —le preguntó. Ella negó con la cabeza.
—No la conozco.
—Una perfecta…, una Bonne Dame, —corrigió él, al ver que había utilizado la palabra francesa—. Así de alta, —señaló hasta su hombro—. Delgada, el cabello oscuro, joven. Colomba.
—No conozco a ninguna perfecta.
Era inútil. Claro que no se fiaba de él, a fin de cuentas llevaba la cruz en su ropa.
—Cuida de tu hija, —le dijo, y dio media vuelta.
Una búsqueda por la casa no dio ningún resultado. Una vez abajo, miró detenidamente a la madre y a la hija. Ésta le sonreía agradecida, pero dio un paso atrás cuando él quiso ayudarla al salir. El caballero seguía montado en su caballo. Sus hombres, una docena de peones y un sargento, sacaban sacos de trigo y ropa de las casas y los cargaban en un carro confiscado. Cerca de allí había un pequeño grupo de ciudadanos apiñados, principalmente mujeres y niños, que habían sido capturados. Un monje lo registraba todo minuciosamente nombres, objetos, cantidades.
—¡Tú, el de ahí! —dijo el jinete tan pronto Amaury se asomó por la puerta y con su guante de malla señaló al joven caballero—. No vuelvas a meterte con mis soldados.
—Entonces tendrás que controlarlos mejor. Montfort ha prohibido semejantes excesos.
—¿Desde cuándo? —preguntó el jinete.
Amaury observó detenidamente al noble. El blasón de su escudo no le resultaba familiar. Sospechaba que el hombre había llegado hacía sólo unas semanas con los últimos refuerzos del norte. Esto significaba que tampoco él reconocería los colores de Cabaret.
—Desde Béziers, —respondió—. Yo estuve allí.
El jinete se encogió de hombros.
—De eso hace mucho.
En efecto, habían cambiado muchas cosas desde los primeros días de la invasión de las tierras occitanas, pensó Amaury. Montfort se había convertido en un señor ambicioso y rencoroso que castigaba sin piedad la menor oposición. Para él, una vida humana no valía nada. Salvo la de sus compañeros de guerra, por quienes arriesgaba su propia vida.
Siguió merodeando un poco y en un momento de descuido entró en la siguiente casa. La puerta estaba abierta; la cerradura, rota. En el pasillo olía a hierbas. Una puerta abierta daba acceso a una habitación que según parecía era la consulta de un cirujano. Sobre la mesa había unas tenazas y unas lancetas para sangrías. También aquí se le habían adelantado los soldados. Las puertas abiertas de un armario sólo mostraban baldas vacías y en el suelo había vasijas rotas. Un líquido pegajoso y de olor penetrante se había esparcido por las baldosas. Al lado había un libro abierto que los saqueadores por lo visto no habían considerado suficientemente importante. Detrás de la habitación se hallaba la cocina. Tampoco allí había nadie. Una escalera de piedra daba acceso a una despensa donde, para su asombro, todo seguía intacto en su sitio. Eso era extraño. Los cruzados necesitaban víveres y no desperdiciarían un botín como éste. ¿Acaso alguien había revuelto intencionadamente la consulta del médico para dar la impresión de que los soldados ya habían pasado por allí? Amaury registró la estancia mal iluminada, pero no pudo encontrar ni en la despensa ni en el sótano colindante un escondite que fuera lo suficientemente grande para Colomba. Ya estaba en el último escalón cuando oyó voces, tan claramente como si en una habitación junto a él hubiera gente hablando. Sin embargo, allí no había ninguna persona y no había oído a nadie entrar en la casa. Al volver a registrar descubrió que el ruido procedía de un conducto tapiado que desaparecía en el techo. En la parte inferior, el conducto desembocaba en un pozo del piso del sótano. En el aire flotaba un penetrante olor a orina y excrementos. En aquel mismo instante oyó pisadas encima de su cabeza, gritos de soldados y un “¡chsss!” apagado procedente del conducto. Amaury subió la escalera en dos zancadas.
—¡Por aquí! —gritó—. ¡Ya han estado arriba!
Los pasos se desplazaron en su dirección, escalera abajo. Tres soldados entraron en la despensa.
—Cargadlo todo, —ordenó haciendo un amplio gesto hacia las provisiones—. Por lo demás, aquí no queda nada.
Mientras los soldados sacaban sacos de guisantes y unos cuantos cántaros de vino, Amaury se colocó en el pasillo, justo delante del hueco de la escalera que conducía al piso superior. Una vez que se lo hubieron llevado todo, a excepción de algunas vasijas rotas, abandonó su puesto y subió de puntillas por la escalera de piedra. Arriba se hallaban las habitaciones privadas del cirujano, donde dos grandes ventanas daban a la calle. Desde allí podía ver al caballero sobre su corcel y al fraile junto al carro repleto de víveres. Con cuidado recorrió la habitación, alejándose al máximo de la ventana, hasta que encontró una pequeña puerta que miraba hacia una habitación en penumbra. Vio una cama y, contra las paredes, cajas y baúles de vestidos y ropa de cama. Las paredes estaban recubiertas de tapices de lino que colgaban desde el techo hasta el suelo. En un rincón vio el retrete cuyo conducto había transportado las voces hasta la despensa. La cama estaba vacía.
~¡Colomba! —susurró—, Colomba, ¿estás ahí?
Por un momento le pareció que alguien contenía la respiración. Después sólo oyó el silencio. Amaury siguió recorriendo la habitación y se agachó para mirar debajo de la cama. ¿Sería tan tonta de esconderse en un lugar tan previsible? Pero no, no se veía nada. Había otra posibilidad, que tampoco era muy original. Se incorporó y deslizó su mano por el tapiz que cubría la pared, presionando en distintos lugares.
—Los soldados lo hacen con cuchillos o porras, —dijo—. Tienes suerte de que yo haya llegado antes.
Al otro lado de la habitación algo se movió. Una mujer se asomó tímidamente de detrás del tapiz y cayó de rodillas delante de él.
—¡Perdonadme, señor! ¡Soy la mujer del cirujano, no soy una hereje!
—No, eso ya lo veo, pero escondes a una. ¿Dónde está?
Impacientemente, apartó el tapiz detrás de ella. Y allí estaba, erguida y orgullosa, como si quisiera demostrar que no tenía miedo. Él contempló desconcertado la túnica azul oscura que seguía llevando a pesar de todo. Ella miró con igual espanto la cruz en su pecho y soltó un grito de consternación.
—¡Calla! ¡Por el amor de Dios, calla!
La atrajo hacia sí y le tapó la boca con la mano, mientras se inclinaba hacia la puerta y miraba hacia la ventana. ¿La habrían oído los de afuera? El carro había desaparecido, también el fraile, pero el caballero seguía en su sitio.
—No tienes ni idea de lo que ha pasado…, no me quedaba más remedio…, ¿por qué sigues llevando esa maldita túnica?
Amaury intentó arrancársela del cuerpo, mientras Colomba pataleaba y se retorcía para impedírselo.
—¡Suéltame! —dijo desde detrás de su mano.
—Sólo si te estás quieta.
Ella asintió con vehemencia, y Amaury retiró la mano. La mujer del cirujano seguía de rodillas y no se atrevía a moverse. No entendía nada de lo que estaba pasando. Lo único que era evidente es que éste era un cruzado y que Colomba estaba en peligro.
—Tienes que salir de aquí. ¡Y no puedes hacerlo vestida así!, —gruñó Amaury.
—No tengo intención de renegar de mi fe. Antes prefiero morir
—Entonces, ¿por qué te escondes? Porque tienes miedo de acabar en la hoguera, ¿no?
—No tengo miedo. Como de costumbre, no entiendes nada.
—Lo entiendo muy bien. Vosotros queréis morir como mártires como ese sacerdote que quiere revolcarse en su propia sangre. Por mí podéis hacerlo. ¡Anda, a qué esperas! ¡De lo contrario, quítate eso!
Ella lo miró profundamente ofendida.
—No ansiamos morir como mártires, nosotros…
Él no la escuchaba. Como siempre, la conversación acabaría en una disputa inútil que lo enfurecía. Sin mediar palabra, le arrancó la túnica azul y la escondió debajo del colchón.
—Quémala en cuanto tengas la ocasión, —le dijo a la mujer del cirujano—, y dale algo para ponerse.
Ahora, la mujer reaccionó. Se dirigió a uno de los baúles y lo abrió para elegir un vestido. Colomba estaba tan atónita que no podía decir nada. Roja de cólera y de vergüenza, permanecía de pie en su camisa con los brazos cruzados delante del pecho para ocultar su feminidad.
—¡No me toques, no me toques, no me toques nunca más! —siseaba. Era más de lo que los nervios de Amaury podían soportar. Observó el gesto impotente con el que ella intentaba ocultar su embarazo y sintió que se le caía el alma a los pies. Unas lágrimas de arrepentimiento e impotencia rodaron por sus mejillas dejando un rastro en el polvo y el hollín que recubría su rostro. Unas horas antes, de eso hacía una eternidad, también había llorado al ver a su hermano. Pensó que se hallaba en una situación absurda, dividido entre las dos personas a las que más quería y que se sentían traicionadas por él. No pudo evitarlo, la abrazó para consolarla y al mismo tiempo ocultar su emoción. Colomba retrocedió horrorizada hasta apoyar la espalda contra la pared. Él le había puesto las manos encima, su cuerpo contra el suyo y su rostro húmedo contra su frente. Él notó el calor de su cuerpo a través de la tenue tela de su camisa, pero se sentía demasiado desgraciado para excitarse. Además, ella no dejaba de golpearlo intentando apartarlo. Detrás de él, la mano de la mujer del cirujano cogió una daga que estaba escondida entre la ropa. Se levantó, ocultando el arma entre los pliegues de su falda, y se acercó silenciosamente, haciendo acopio de valor para una acción que consideraba su obligación, fueran cuales fueran las consecuencias.
—¿No decías que Montfort lo había prohibido? —dijo súbitamente una voz suave. Amaury se volvió de golpe, protegiendo a Colomba con los brazos. El fraile se hallaba en la habitación con su cuaderno en la mano. Sonreía astutamente. La mujer del cirujano se quedó petrificada donde estaba, apretando la daga en la mano que seguía escondiendo entre su falda.
—Venga, —dijo el clérigo—, toma a la hija de Belial. Si se resiste, es que es una hereje. Mientras tanto, yo observaré.
Después de estas palabras se lamió los gruesos labios con la punta de la lengua. Colomba ya no estaba sonrojada. Palideció y todo su cuerpo, tenso de la resistencia, empezó a temblar. Amaury inclinó la cabeza hasta colocar su boca junto a su oreja.
—Tranquila, ni siquiera puedo hacerlo, —le susurró—. Por el amor de Dios, cede un poco.
Con los dedos le cogió la camisa y levantó lentamente la tela hasta sentir sus piernas desnudas. Colomba se había quedado yerta. La besó en el cuello. A pesar de todo, el olor de su cuerpo lo excitaba. Después levantó una pierna y empujó la rodilla entre sus muslos. Le pareció que el cuerpo de Colomba se relajaba lentamente.
—Si quieres verlo tendrás que acercarte más, —dijo sin mirar al fraile.
Con el rabillo del ojo vio que el hombre se aproximaba ansioso hasta colocarse a su lado. Inmediatamente soltó su mano derecha de la camisa de Colomba que cayó sobre su pierna alzada. Con un gesto como si se dispusiera a apartar su propia ropa cerró el puño y tensó los músculos listo para asestar un golpe. Su codo chocó con fuerza contra la papada del fraile. Mientras se volvía para darle un puñetazo en plena cara sintió que algo le rozaba la espalda. El clérigo cayó fulminado. Colomba lanzó un grito y se desplomó. La mujer del cirujano se inclinó sobre ella y empezó a gemir histéricamente. La daga cayó en el suelo junto a ella.
—¿Qué has hecho, mujer? —exclamó Amaury.
Cayó de rodillas y extendió las manos hacia el rostro lívido, pero ahora no osaba tocarla. Todo lo que hacía por salvarla de las garras de los cruzados parecía condenado al fracaso. No conseguía más que ponerla en mayor peligro.
—Yo…, yo quería ayudarla, —dijo por fin la mujer.
—Querrás decir que querías apuñalarme.
La apartó bruscamente y separó con cuidado la camisa de Colomba de la herida. Por fortuna la puñalada no era muy profunda; Colomba sólo tenía una herida superficial en el hombro. Ya volvía en sí, y se había desmayado más por el susto que por la herida. Amaury intentaba aclarar las ideas.
—¿Dónde está tu marido? —preguntó a la mujer del cirujano.
—Se lo llevaron para que atendiera a los cruzados heridos.
—Venda esto, seguro que sabes cómo hacerlo. —Se levantó y se dirigió a la ventana—. ¡Señor caballero! —gritó. El jinete en la calle levantó la vista. Sus ojos exploraron las casas hasta que descubrió de dónde venía la voz—. Envía a algunos hombres aquí para que se lleven al fraile.
—¿Qué?
Poco después, el caballero entraba en la habitación y exigía una explicación.
—Primero pillo a tus hombres violando a una muchacha, una niña aún, —explicó Amaury—, y ahora un fraile perverso mutila a una mujer con un cuchillo. Me temo que lo he derribado.
—¡Dios mío!
—Hemos de mantener alto nuestro honor y proteger a estas mujeres inocentes contra el populacho y demás chusma que no sabe controlarse. Frailes como éste dan una mala reputación al clero católico y son la causa de que la herejía tenga tantos adeptos en estos parajes. ¡Llevo aquí casi dos años, pero nunca he oído decir que un perfecto hiciera semejante cosa!
El caballero sacudió consternado la cabeza.
—Hemos jurado hacer la guerra para restaurar la fe católica y la paz en este país dejado de la mano de Dios. Pero hacemos lo contrario. ¡Quien abusa de esos desgraciados es un cobarde! —siguió sermoneando Amaury—. Estas mujeres han sufrido demasiado para que encima las hagamos prisioneras. Dame una escolta y las pondré a salvo.
—Tú aquí no harás nada. Yo soy el responsable.
—Hazlo tú entonces. Saca a estas mujeres de la ciudad. Ahora Lavaur es nuestra. Ese superior español, Domingo, alabará tu caballerosidad, tu valor y tu rectitud cuando se entere de que has defendido a capa y espada a estas indefensas inocentes. He oído decir que Montfort lo considera su amigo. Por mediación del superior te recompensará generosamente. —Dio una patada al fraile y se santiguó—. Yo me ocuparé del fraile. A fin de cuentas soy yo quien lo ha abatido. Es responsabilidad mía.
El caballero lo miró en silencio. Después bajó por la escalera con sus pesadas botas, bramó unas cuantas órdenes y volvió a montar.
Era muy arriesgado, pero era la única salida que veía en aquel momento. Quizá Colomba tuviera más posibilidades si apartaba de ella sus manos, que aquel día parecían estar en desgracia. Por su parte, él ya no podría cruzar con tanta facilidad la puerta de la ciudad. La orden de búsqueda de Roberto habría llegado sin duda a los centinelas.
Cuando hubieron dado la vuelta a la esquina con un grupo de mujeres y niños prisioneros que eran conducidos a la puerta de la ciudad bajo la vigilancia del caballero, Amaury levantó al fraile. El hombre gimió, escupió un poco de sangre y preguntó qué había pasado.
—Esto, —dijo Amaury, y le volvió a propinar un golpe dolorosamente preciso debajo de la barbilla.
Mientras el fraile se desplomaba, el joven caballero lo atrajo hacia sí y lo dejó caer sobre su hombro. Colocó el peso en una posición más cómoda, sacó la túnica de Colomba de debajo del colchón y bajó por la escalera. A cada paso sentía un dolor punzante en la rodilla herida. Apretó los dientes y se llevó al fraile hasta el final de la calle, sonriendo a los soldados que aún estaban ocupados allí. En cuanto tuvo ocasión, se escondió en una vivienda y desvistió al clérigo. El hábito cayó holgadamente sobre sus propias ropas. De camino hacia la puerta de la ciudad tiró la túnica azul de Colomba en un pozo negro y juró solemnemente que no dejaría que nunca más Volviera a ponérsela.