LAVAUR
3 de mayo de 1211, por la tarde
Descalzo en la capilla del castillo había dado las gracias a Dios por su victoria. Allí estaba ahora, Montfort el intrépido, Montfort el cruel, con la melena que ondeaba sobre sus hombros, su figura atlética orgullosamente erguida y su ceño fruncido en un gesto de afligida seriedad mientras dictaba sentencia:
—En dos ocasiones me habéis jurado lealtad y en dos ocasiones habéis faltado a vuestra palabra y os habéis vuelto contra mi. Merecéis correr la suerte de un traidor. Os condeno a morir en el patíbulo.
Frente a él se encontraba el señor de Montreal. Su enorme estatura habría eclipsado a Montfort si no le hubieran obligado a arrodillarse ante el comandante. Luego Montfort se dirigió a los más de ochenta caballeros que habían defendido Lavaur y sobrevivido al asedio.
—¡Caballeros y vasallos de Montreal! Habéis seguido dos veces a vuestro señor en su traición contra su señor feudal. Merecéis la misma sentencia que él: la muerte en el patíbulo.
Una oleada de espanto atravesó las filas. Todos habían esperado ser entregados a cambio de un rescate, un derecho que podía reclamar cualquier noble. Amaury, que como los demás estaba arrodillado detrás de su señor y con las manos en la espalda atadas a los tobillos, miraba desconcertado a su antiguo comandante. Junto a él había un Bon Homme, que había intentado salvar su pellejo haciéndose pasar por caballero. Un terrible error de cálculo.
Tanta desgracia le había hecho olvidar el dolor de la pierna. Paralizado por el horror, seguía los movimientos de los carpinteros del ejército de cruzados que instalaban a toda velocidad una horca. Por lo visto, Montfort tenía prisa por ejecutar la sentencia.
“Colomba, Colomba”, resonaba en su cabeza. ¿La habrían hecho prisionera con los demás Buenos Cristianos? ¿Se hallaría ante el obispo y perseveraría en su propia fe? ¿O habría seguido su consejo y se habría desprendido de su túnica oscura? ¿Cómo se podía reconocer a un Buen Cristiano si no era por la túnica negra o azul oscura? Simplemente, bastaba pedir a todo el mundo que jurara sobre la cruz que serviría a la santa Iglesia romana. ¿Tendría ella el valor de negarse? Aflojaron un poco los grilletes del señor de Montreal y lo guiaron ~ hasta el patíbulo. El verdugo tuvo que ponerse de puntillas para pasar la soga por la gran cabeza. Un clérigo intercambió unas cuantas palabras con él. Después la soga se tensó y el lazo se cerró en torno al cuello del noble, el travesaño de la horca cedía bajo el peso del caballero. Los frailes rezaban, los nobles del ejército cruzado seguían el espectáculo en actitud estoica manteniendo las manos sobre sus armas. La desesperación se arremolinaba en el cerebro de Amaury. EL dolor en la pierna que ahora soportaba todo su peso volvió a azotarlo en toda su intensidad. Un poco más, pensó, luego todo habrá pasado. ¿Le esperaba en el más allá el infierno con sufrimientos aún más duros? ¿O regresaría y tendría una nueva oportunidad para reunificar su alma con una creación mejor que la de este infierno terrenal?
El cuerpo del señor de Montreal empezó a dar sacudidas, su rostro cobró un color morado. De súbito se oyó un crujido apagado. La horca se partió en dos como una rama seca, y el noble se desplomó y quedó tumbado en el suelo tosiendo y agitándose. Incluso los caballeros que acompañaban a Montfort miraban horrorizados.
Montfort avanzó con aplomo y llamó al verdugo.
—Acaba pronto con esto, —le dijo—. Ahórcalo a él y a los demás miserables. Tal vez Amaury fuera el único de los condenados que había entendido al francés. Apretó los ojos y rezó mientras el verdugo y sus ayudantes realizaban su macabro trabajo. Pero su oído captaba todos los sonidos repugnantes que se iban acercando lentamente. Oyó unos pasos que se detuvieron ante él. A su espalda, alguien soltó la cuerda que unía sus muñecas. Delante de Amaury había un clérigo. Miraba con severidad al joven caballero, mas en sus ojos oscuros vio compasión.
—¿Estás listo para reconciliarte con el Señor, hijo mío?
—¡No quiero morir! —gritó Amaury con voz quebrada.
—Tranquilo, chico. Si eres culpable de traición, mereces morir. ¿Has profesado la fe herética?
Amaury asintió y negó al mismo tiempo con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra.
—Has apoyado a los herejes, protegiéndolos, y te has resistido a la santa Iglesia romana, esposa de Cristo, negando el acceso de los cruzados a la ciudad. Por tanto, eres culpable, pero la misericordia de Dios es infinita. A fin de cuentas, pecar es humano. Sólo se condena el que persevera en su pecado. El joven caballero agachó la cabeza. Era incapaz de emitir sonido alguno. Sentía una opresión en la garganta como si ya le hubieran apretado la soga alrededor del cuello.
—Dios pone a prueba a todos los hombres para reforzarlos en su fe, —dijo el clérigo—. Dios azota, corrige, golpea y hace que nos arrepintamos. Pues si un hombre se vuelve hacia Dios en la necesidad y reconoce Su omnipotencia, verá crecer su fe. Por consiguiente, si eres un cristiano sincero, acepta tu destino, para que puedas superar esta prueba con la gracia de Dios. Pues la gracia de Dios te hará receptivo al Bien. Yo aceptaría el martirio si me fuera ofrecido. —El clérigo parecía extasiarse de sólo pensar en ello. Sus ojos oscuros se alzaron al cielo y empezaron a brillar—. Pediría a mi verdugo que no me matara de golpe. Desearía morir lentamente, le suplicaría que primero me sacara los ojos y que luego me arrancara los miembros uno por uno hasta que mi tronco se revolcara en mi sangre para alcanzar ese momento de unidad de voluntad con mi creador. Entonces tendría derecho a llevar la corona de los mártires. El hombre, que portaba los distintivos de un suprior, pero por lo demás vestía sobriamente y calzaba sandalias, colocó sus manos sobre la cabeza inclinada y suspiró.
—Pero si los sermones no sirven de nada, no queda más remedio que usar el látigo, —dijo, y luego murmuró unas palabras en latín.
Amaury tenía la mirada fija en el suelo. Oyó el tintineo de las armas, unas botas se acercaron a las sandalias del clérigo.
—Levántate, —dijo una voz que no había oído desde hacía tiempo. Se puso en pie con dificultad, ayudado por la mano de un guerrero. Alzó los ojos y vio el rostro de Roberto, que lo miraba en silencio, lleno de sorpresa. El rostro de Amaury desencajado por el dolor se crispó. Sus ojos se llenaron de lágrimas. A duras penas pudo reprimir el sollozo que se apretujaba en su garganta.
—Aquí hay un error, reverendo Domingo, —oyó decir a Roberto—… Este hombre ha luchado con nosotros. Está herido. Permitidme que lo lleve a mi tienda. Estaban saqueando las calles de Lavaur. No se trataba de una correría como la de los mercenarios en Béziers, sino de un saqueo organizado bajo la dirección de los nobles, que confiscaban todos los objetos de valor a fin de pagar el préstamo que Montfort había con —tratado con dos banqueros para financiar la guerra. Sacaban a los ciudadanos de sus viviendas y tiendas, y mientras se los llevaban para interrogarlos y exigirles que juraran obediencia a la Iglesia, vaciaban sus casas.
Amaury acompañaba cojeando a un sargento. Seguía teniendo las manos atadas a la espalda. Apenas habían podido avanzar debido al apiñamiento, cuando de repente se produjo una conmoción. El sargento se detuvo para ver lo que sucedía. Parecía tratarse de una mujer, rodeada por un grupo de soldados que la zarandeaban al tiempo que le lanzaban obscenidades. Sus ropas habían quedado reducidas a unos harapos.
—¡Sucia puta herética! —le gritaban—. ¿Es suyo ese hijo que llevas dentro? ¡Lo que podía hacer tu hermano bien podemos hacerlo nosotros!
Luego uno de ellos se quitaba los pantalones y ella desaparecía un rato hasta que otro la levantaba y volvía a empezar el juego.
—¡Es doña Guiraude! —exclamó Amaury horrorizado.
No comprendía cómo los soldados habían conseguido atraparla. Forzosamente tenían que contar con la aprobación de Montfort, pues nada sucedía sin su visto bueno. Empezaba a odiar cada vez más al noble. Unos seis hombres levantaron a la mujer y la llevaron hasta un pozo. Entre gritos la arrojaron a la profundidad. El sargento dio unos pasos en dirección al espectáculo para ver mejor lo que sucedía. Amaury notó que aflojaba un poco los grilletes. Estaba tan concentrado en el espectáculo que por un momento olvidó la preciosa carga que le habían confiado. Los ciudadanos que habían sido testigos de aquella atrocidad protestaban y gemían, mas nadie osó intervenir, ni siquiera cuando los soldados empezaron a lapidar a la indefensa Guiraude hasta sepultarla. Entre tanto, Amaury había conseguido soltarse y había puesto tierra por medio. Cruzó la calle corriendo y siguió su camino atravesando patios y callejuelas. De pronto, el dolor en la pierna no parecía afectarle. Tenía un único objetivo: la casa de las Bonnes Dames.
La puerta estaba abierta, como siempre. Dentro había un increíble desbarajuste. Lo habían derribado, roto o abierto todo. Ahora ya no quedaba nadie. Amaury se dejó caer desesperado junto a los restos de una mesa. Le costaba reflexionar con calma sobre lo que debía hacer. En primer lugar, había de librarse de sus ataduras. Miró alrededor en busca de algo con que cortar la cuerda. Todo lo que podía utilizarse o lo que tenía valor, es decir, incluso los cacharros de cocina, había desaparecido. En el hogar aún ardía una lumbre. Con gran esfuerzo consiguió mantener la cuerda contra las brasas hasta chamuscarla lo suficiente para romperla. Con un suspiro de alivio miró sus muñecas. Más valía tener esas peladuras que le había causado la cuerda y las ampollas del fuego que una soga alrededor del cuello, pensó. Ahora tenía que procurar moverse libremente por la ciudad. Si no se encontraba con nadie conocido, lo conseguiría. Era un caballero, llevaba el escudo de Cabaret. Los que conocían ese escudo sabían que Cabaret se había rendido a los cruzados, aunque nadie comprendería qué hacía un caballero de Cabaret en Lavaur. Aparte de que le habían quitado el arma, sólo se distinguía de los demás en que no llevaba la cruz en su ropa. De nuevo, volvió a buscar hasta encontrar una sábana, de la cual separó dos tiras. Con un fragmento de un cacharro de cocina se hizo un corte en el brazo, dejó gotear su sangre sobre la tela y pegó las tiras rojas con cera al pecho. Después salió afuera. Por todas partes había soldados. Apiñaban a los habitantes de Lavaur y con ayuda de los jefes espirituales del ejército cruzado elegían entre ellos a los Buenos Cristianos y se los llevaban enseguida. Algunos de los que se habían quitado las túnicas eran delatados por los temerosos ciudadanos. Amaury los siguió hasta que llegó al lugar donde los congregaban, en un prado al exterior de las murallas. No lejos de allí, los peones empezaban a construir la hoguera. Ni siquiera Amaury había sabido que existían tantos Buenos Cristianos en Lavaur. Allí ya había más de trescientos y seguían trayendo más desde la ciudad. Le asombró la serenidad con la que afrontaban su destino. Muchos rezaban o se abrazaban para despedirse. Otros buscaban apoyo agarrándose a sus hermanos o hermanas, pero ni siquiera entonces los hombres y mujeres se tocaban. Una Bonne Dame que amenazaba con desfallecer fue socorrida por otras mujeres que le dieron ánimos. Si Colomba se encontraba entre ellos, estaba perdida. Moriría en la hoguera y él no podría hacer nada para evitarlo. El joven caballero buscó febrilmente entre los rostros, pero por mucho que buscara no podía encontrarla. Por último emprendió el camino de vuelta a la ciudad. ¿Habría conseguido escapar Colomba, tal como lo había hecho en Béziers? ¿O se ocultaba en algún sitio, esperando una oportunidad para huir? No lo lograría, constató Amaury. Habían cerrado la ciudad herméticamente. Se podía entrar, pero nadie podía salir, si no era acompañado y eso significaba la hoguera. Vio salir a otros tres Buenos Cristianos, rodeados de una escolta de peones armados. Se estremeció al reconocer a la Bonne Dame que le había prohibido tener contacto con Colomba. La fuerza de la costumbre casi le hizo inclinar la cabeza ante ella. La Bonne Dame lo observó con una mirada escrutadora, que después se posó llena de espanto en la cruz de su pecho. Amaury detuvo a la escolta.
—¿Dónde la habéis encontrado?
El soldado al que abordó se encogió de hombros.
—En una casa junto a un taller de tejedores, —respondió otro.
Les hizo una seña para que siguieran adelante con los prisioneros. Mientras se llevaban a la Bonne Dame hacia el prado donde los demás Buenos Cristianos esperaban la muerte, ella volvió la cabeza para mirarlo. Sin emitir sonido alguno sus labios formaron la palabra “traidor”, con la que alcanzó a Amaury como una puñalada en el corazón, más aún que cuando Montfort pronunció la palabra en voz alta. No podía decirle nada, no podía explicarle lo que pretendía hacer, ni siquiera podía ayudarla.