LAVAUR

3 de mayo de 1211, por la mañana

Amaury avanzaba por el adarve arrastrando la pierna. Estaba preocupado. Por la mañana, al subir a la muralla había descubierto que el enemigo no había parado en toda la noche. A los pies de la muralla habían levantado dos montículos de ramas, leña y cáñamo. En sí no era extraño, pues utilizaban todo lo que tenían a mano para llenar el foso a fin de que las torres de asalto pudieran llegar hasta la muralla. Pero aquella mañana lo recubrían todo con trigo verde y hierba y eso no tenía sentido. Estos materiales tan blandos quedarían aplastados por el peso de las máquinas. Sin embargo, parecía ser importante, pues no escatimaban vidas humanas para colocar el material en su sitio. Si un peón era alcanzado por las flechas o las piedras, era desalojado de inmediato y otro ocupaba su lugar. A poca distancia, fuera del alcance de los proyectiles más pesados, habían preparado el techo de escudos. Amaury hizo una señal al sargento.

—Ve a avisar al señor de Montreal. Que todos se preparen para un ataque. Pide refuerzos para esta parte de la muralla.

Lo que él no podía ver era que también habían puesto grasa entre los dos montículos que abarcaban gran parte de la longitud de la muralla. Instó a los portadores a que se dieran prisa con el abastecimiento. Se transportaron piedras, agua, pez y aceite hirviendo hasta la parte amenazada de la muralla y Amaury puso a los hombres en posición de apedrear a los agresores.

Cuando el enemigo encendió el material con antorchas, un humo espeso y grasiento empezó a salir de la capa de hierbas verdes. Ahora Amaury habría deseado que acudiese en su ayuda el viento que durante días había azotado la muralla. Pero el viento había amainado el día anterior y la columna de humo subía derecha y se repartía entre los matacanes o lo que quedaba de ellos.

—¡Agua! —gritaron los defensores de la muralla.

Pero en lugar de apagar el fuego, el agua no hizo sino avivar el humo. Amaury se dirigió cojeando hasta el lugar del desastre y gritó que no tenía sentido luchar contra aquel fuego, pero sí contra los soldados dispuestos detrás de él y listos para el ataque. El humo no tardó en penetrar por las aberturas del suelo de la galería. La asfixiante humareda se esparció y permaneció suspendida debajo del tejado. Los tiradores y porteadores fueron a buscar refugio maldiciendo y jadeando. No pasó mucho tiempo hasta que también los arqueros huyeron.

Amaury se quedó con unos cuantos hombres. Se tapaba la boca y la nariz con la punta de su sobretodo e intentaba distinguir entre las nubes de humo lo que sucedía abajo. Sólo se veía el techo de escudos que los cruzados habían colocado entre los dos montículos contra la muralla. Pero podía adivinar cuanto ocurría debajo de él. Sin duda, Montfort había traído minadores para que socavaran la muralla. Dado que gracias al humo ya no caían proyectiles, los hombres podían hacer su trabajo con relativa tranquilidad. Excavarían la tierra debajo de la muralla y colocarían puntales para sostener el agujero. Una vez que éste fuera lo suficientemente grande, encenderían un fuego, los puntales se quemarían y esa parte de la muralla se derrumbaría. Los cruzados no tardarían en entrar en la ciudad sin obstáculos.

No había nada que hacer, era imposible defender la fortaleza desde la muralla. Amaury tenía los ojos llenos de lágrimas a causa del humo, que era ya tan denso que casi lo asfixiaba y que le obligó a retirarse a la torre más cercana, desde cuyas troneras aún se podía atacar al enemigo lanzando flechas y lanzas. Tosiendo y jadeando hizo un gesto a su sargento para que se acercara. El hombre se abrió paso a duras penas en la abarrotada estancia.

—¡Sigue vigilando la muralla! ¡En cuanto se haya disipado el humo, coloca a tus hombres aquí! —consiguió decir a pesar de que su garganta irritada le provocaba tos—. Los que no hagan falta aquí… —Volvió a toser y señaló hacia abajo—. Colócalos para detener al enemigo en cuanto se derrumbe la muralla.

Después se apresuró hacia el castillo donde el señor de Montreal había instalado su cuartel general. Con él se hallaba su hermana, doña Guiraude, que, pálida y tensa, escuchó en silencio el informe de Amaury.

—Propongo socavar la muralla desde el interior en ese mismo lugar para así detener a esos perros, —propuso uno de los caballeros—. Más vale atacar ahora que defendernos luego, —era su filosofía.

—Demasiado peligroso, —opinó el señor de Montreal—, lo más probable es que entren en nuestro túnel y no podamos detenerlos.

Otros querían excavar un túnel para llenar el agujero del enemigo con humo o taparlo antes de que el ataque fuera un hecho. Sin embargo, no era más que aplazar lo inevitable.

—Nos prepararemos para el asalto, —decidió el señor de Montreal.

Amaury volvió a subir una vez más al adarve para ver hasta dónde había avanzado el enemigo. No se podía ver gran cosa. El techo de escudos seguía en su sitio y el humo impedía aún toda actividad desde la muralla. Aunque en otros lugares se habían intensificado los lanzamientos de proyectiles, aquí se habían interrumpido. Reinaba una calma ominosa. De súbito, los que se hallaban detrás de la cortina de humo empezaron a cantar. El sonido irreal fue aumentando hasta alcanzar un volumen amenazador. Amaury, que reconocía el Veni Creator Spiritus y que sabía lo que sucedía cada vez que Montfort pedía a los jefes espirituales esa oración, sintió escalofríos.

Hostem repellas longius, pacem que dones protinus: ductore sic te praevio vitemus omne noxium, —cantaban los frailes—, aleja al enemigo, danos pronto la paz: guíanos para que el mal no pueda dañarnos.

Después todo sucedió muy rápido. Una parte de la muralla se derrumbó con un enorme estruendo. Luego cayó lo que quedaba de la barrera y una multitud imparable de cruzados atravesó la brecha. Los desgraciados que caían heridos por las flechas quedaban atrapados bajo los pies de los que los seguían. En un abrir y cerrar de ojos, las tropas de Montfort se distribuyeron por las calles de la ciudad, consiguieron apoderarse de la puerta y dejaron entrar a la caballería. El desánimo entre los ciudadanos había llegado a tal extremo que se entregaron en masa al enemigo suplicando clemencia. Poco después, los peones y los arqueros cesaron de oponer resistencia.

Ahora, rodeado del hedor del humo que impregnaba sus ropas, Amaury defendía a caballo, con los demás caballeros, la entrada al castillo de doña Guiraude. Pero pensaba en otras cosas. Su única preocupación era no caer en manos de los cruzados. Además, quería ir cuanto antes en busca de Colomba para ponerla a salvo.

Era una lucha sin esperanza. Los cruzados estaban en franca mayoría, y al enterarse de que el resto de la guarnición se había rendido tan pronto, muchos de los caballeros perdieron todo ardor combativo. Aquéllos que por la mañana habían afirmado que defenderían Lavaur hasta la última piedra se arrodillaban ahora ante el enemigo.