LAVAUR
Finales de abril de 1211
Amaury se apoyó contra las almenas y cerró los ojos por un instante, agotado por los dimes y diretes de los soldados, el bramido del gélido viento del norte y el estruendo de las piedras que el enemigo lanzaba incesantemente contra la muralla. Una nueva descarga, que se estrelló contra la fortificación, hizo estremecer todo su cuerpo. Miró hacia un lado y vio una nube de polvo que se alzaba en el lugar del impacto, no lejos de donde se hallaba él. La muralla seguía aguantando, a pesar de las descargas que se sucedían día y noche. Sin embargo, los matacanes estaban en peor estado. La cubierta de madera estaba muy dañada y en algunos lugares había desaparecido por completo la ampliación, incluido el pasillo, por lo cual ya sólo podía utilizarse el adarve empedrado. También se abrían grandes orificios en las partes más altas de las almenas. Si se asomaba con cuidado podía ver las catapultas y balistas, las torres de asalto, el bosque de tiendas rodeado por una empalizada de madera y el puente que los cruzados habían tendido para conectar entre sí a las diferentes divisiones del ejército.
En un principio, Montfort no había tenido suficientes soldados para cercar por completo Lavaur. Por ello, unos cuantos nobles de Tolosa habían podido entrar en la ciudad. Mientras el conde Raimundo de Tolosa mantenía conversaciones con los comandantes franceses, en las que sólo había conseguido que le cantaran las cuarenta por no obedecer a la Iglesia, sus tropas de apoyo habían logrado entrar subrepticiamente en la ciudad atravesando un boquete en el cordón. Mientras tanto, el conde de Foix había roto el armisticio, había atacado un contingente de tropas de apoyo compuesto por guerreros frisones y alemanes, entre los cuales no hubo supervivientes, salvo uno, que consiguió informar a Montfort. Después, los cruzados habían recibido refuerzos del norte y habían aislado Lavaur del mundo exterior. De eso hacía ya casi cuatro semanas, y desde entonces no se habían producido cambios.
El joven caballero se puso en pie. No había podido hacer gran cosa, salvo participar en unos cuantos ataques que no habían servido de nada. Dirigir la defensa de una parte de la muralla y confiar en poder bajar de nuevo sano y salvo se había convertido en una rutina diaria. Debido a los destrozos causados en el adarve y en las almenas, esta tarea era cada día más peligrosa. Corrió agachado hacia el lugar donde había instalada una pequeña catapulta, llamada magonel. Esperó a que los peones hubieran lanzado un proyectil y miró para comprobar si había dado en el blanco. Uno de los enemigos fue alcanzado en una pierna y se tiró al suelo gimiendo, pero por desgracia, las máquinas de guerra de los asediadores seguían en pie. Volvió a posar los ojos en el magonel. El aprovisionamiento dejaba bastante que desear, sólo quedaba media docena de piedras junto a la máquina. Con unas palmaditas en el hombro, alentó a los tres hombres que manejaban el magonel:
—¡Seguid así! —exclamó, y siguió avanzando con dificultad por la muralla.
Había un continuo ir y venir de ciudadanos que trajinaban con piedras y vasijas llenas de agua hirviendo y pez ardiente hacia el lugar donde los cruzados intentaban llegar a la muralla. Envió a algunos de ellos al magonel y les ordenó que agilizaran el transporte de piedras. Después abordó al sargento de los arqueros.
—¡Dos heridos! —contestó éste.
Amaury miró a los hombres que yacían desfallecidos contra las almenas. Habían sido alcanzados por piedras, uno en la cabeza y el otro en el hombro. Estaban más muertos que vivos. El caballero agarró por el hombro a dos de los que transportaban piedras y señaló a los heridos.
—¡Lleváoslos! —gritó por encima del estruendo.
Inspeccionó las reservas de flechas y después indicó que quería saber si el enemigo había socavado mucho la muralla. Un arquero le hizo sitio y él se asomó con cuidado a través de una abertura del chirriante adarve. En la profundidad, al pie de la muralla, los zapadores protegidos por un techo de escudos intentaban socavar la muralla con ayuda de un ariete. El armatoste llevaba ruedas y lo movían lentamente sobre palos colocados transversalmente en el foso. Una lluvia de piedras y lanzas cayó cerca del techo de escudos, que hasta entonces parecía inmune a todos los ataques. Tampoco las antorchas servían de nada. El tejado estaba recubierto de pieles mojadas, por lo cual era imposible prenderle fuego. Día tras día, los cruzados volvían a intentar tenazmente abrir una brecha en la muralla, hasta entonces en vano. Los de abajo trabajaban con todas sus fuerzas para mantener en pie y empujar el armatoste, mientras que los de arriba intentaban con igual tesón anular los progresos que los otros habían conseguido con sumo esfuerzo. El señor de Montreal había tenido la idea de acribillar el tejado de escudos con estacas afiladas. Esta nueva arma, fabricada con los restos de los matacanes, acababa de llegar y Amaury tenía curiosidad por saber si funcionaría. Observó cómo aunando fuerzas conseguían poner en su sitio una estaca enorme para luego dejarla caer verticalmente por un orificio en el suelo del adarve. Acompañada por gritos de victoria, la punta de la estaca se clavó en el escudo como si se tratara de pan tierno. Abajo se oyeron los gemidos de los zapadores alcanzados. Una segunda estaca, que se ladeó durante la caída, abrió el techo de escudos.
—¡Ahora agua y aceite! —gritó Amaury, gesticulando.
El líquido ardiente se coló por el agujero en el techo de escudos y de nuevo se oyeron gritos de dolor. El armatoste empezó a retroceder. Sobre la muralla se oían gritos de alegría, que luego se perdieron entre el clamor que surgió un poco más lejos. Amaury intentó ver qué pasaba. En una parte de la muralla más allá de la siguiente torre se agolpaban los hombres. Se asomaban peligrosamente y se reían e insultaban al enemigo. Justo enfrente del lugar donde estaban, había una torre de madera que los cruzados habían construido allí. Encima de la torre habían colocado una gran cruz, que era como una espina en el corazón de los de Lavaur. La cruz no tenía para ellos ningún valor, era únicamente un signo gratuito y despreciable, pues simbolizaba la victoria de Satanás sobre Cristo Después de intentar durante días y días alcanzar la cruz con sus catapultas, por fin habían conseguido darle con una piedra. No había dado en el blanco, pero en cualquier caso habían conseguido ladear el odiado símbolo del enemigo y romperle uno de los brazos. Por pequeña que fuera, era una victoria que necesitaban desesperadamente. Unos días antes, la moral de la guarnición había quedado maltrecha cuando se descubrió que las tropas que se acercaban con el estandarte de Tolosa no eran tropas de apoyo para liberar a los asediados, sino hombres de Tolosa bajo el mando del obispo, que acudían en ayuda de los sitiadores. Ahora los de la muralla festejaban y lanzaban una blasfemia tras otra a las cabezas de los cruzados.
—Si hubieran ahorcado a tu hermano, ¿también adorarías la horca? —oyó decir Amaury a alguien.
En un reflejo estuvo a punto de santiguarse. A pesar de su conversión al Verdadero Cristianismo, esta blasfemia aún le dolía.
Se apresuró hacia la escalera para anunciar la retirada del techo de escudos al señor de Montreal, que estaba al mando de la defensa de la ciudad. A medio camino tuvo que pegarse a la pared para no ser aplastado por un jinete a quien la victoria recién lograda había tornado temerario y que se había encaramado a la muralla con caballo y todo. El joven caballero miró perplejo al jinete que agitaba triunfante el blasón de Lavaur al enemigo. Con mucha bravura guiaba a su caballo a galope corto por el adarve, donde los matacanes casi habían desaparecido, permitiendo así que los cruzados le vieran todo emperifollado. Alentado por sus compañeros, que le contemplaban desde abajo, realizó unas cuantas cabriolas, para los cuales la muralla era apenas suficientemente ancha. Se oyó gritar la palabra proeza, un término que tenía que ver con la clase de valor que hacía palpitar el corazón de las mujeres. Todos los trovadores occitanos hablaban de ello. Para un nórdico frío como Amaury, esa acrobacia no era una proeza sino más bien una inaceptable demostración de temeridad que ponía en peligro a los demás. Montfort habría reprimido de inmediato semejante espectáculo, pensó. En efecto, los dos camilleros que se dirigían hacia la escalera con uno de los arqueros heridos tuvieron justo el tiempo de ponerse a salvo. El Otto, que seguía apoyado contra las almenas, tuvo suerte de no ser aplastado por los cascos del caballo.
Amaury se disponía a seguir su camino cuando cerca de él sonó un crujido que no presagiaba nada bueno. Una piedra arrancó la parte superior del adarve y después golpeó contra la fortaleza. El proyectil le rozó el hombro y cayó junto a él. Amaury se agachó, al tiempo que se protegía la cabeza contra los pedazos de piedra y las astillas proyectadas. El caballo también se había asustado y el jinete tuvo que hacer uso de todas sus habilidades para dominarlo. Sin duda, los de afuera pudieron ver los movimientos del asustado animal y el miedo del caballero a caer al vacío, pues de entre las líneas enemigas se oyeron gritos de alegría. Para demostrar que no había sido alcanzado y que la muralla seguía en pie a pesar de todo, el jinete volvió a agitar la bandera y prosiguió su marcha triunfal. Amaury se incorporó.
—¡Estáis locos! ¡Aún no les hemos vencido! —les gritó.
Volvió corriendo al lugar donde yacía el arquero herido, lo cargó sobre su espalda y descendió lentamente por la escalera. Al llegar abajo rechazó la ayuda de un peón y se dirigió personalmente hacia el lugar donde las Bonnes Dames de Lavaur cuidaban a los heridos. La puerta estaba abierta. Entró directamente, dejó que el arquero se deslizara de su espalda y se quedó unos instantes de pie para recuperar el aliento. En la penumbra debajo del techo bajo vislumbró unas cuantas camas y unas figuras que se movían entre ellas. No podía verles las caras. Por supuesto, había confiado en encontrar a Colomba, pero no tenía tiempo de preguntar dónde estaba. Alguien le pasó un tazón de agua que bebió de un trago. Después corrió a informar al señor de Montreal.
Aquella misma noche, los cruzados repararon el techo de escudos. Durante el asedio de Carcasona, una construcción semejante había sido decisiva y no cabía duda de que tarde o temprano conseguirían socavar la muralla bajo la protección del túnel móvil. Al amanecer lo intentarían de nuevo.
Había que destruir el techo de escudos, ordenó el señor de Montreal sin rodeos. Unos días antes, desde el interior habían excavado un túnel debajo de la muralla que desembocaba en el foso y cuyo objetivo era sabotear el techo de escudos. La primera vez actuaron de noche y consiguieron llevarse las estacas sobre las cuales se vía el armatoste e introducirlas en la ciudad. Después empezaron a utilizar el túnel a plena luz del día para evitar que los cruzados salvaran el foso con nuevas estacas.
En aquel momento, todos los caballeros de la ciudad habían sido reclutados a fin de cubrir con una maniobra de distracción a los temerarios que iban a salir de la fortaleza para hacer un intento de Sabotaje nocturno. El caballo de Amaury rascaba impaciente la tierra apisonada. Desde hacía semanas, el animal no había dado más que algunas vueltas de la mano del mozo de cuadras y Amaury conseguía controlarlo a duras penas. “Salid y volved a entrar a toda prisa”, les había dicho el señor de Montreal. Eso tenía que bastar para distraer al enemigo. No podían correr el riesgo de que los cruzados, se colaran con ellos en la ciudad.
Amaury no pudo evitar recordar la masacre de Béziers y se preguntó si Colomba también temía una repetición de aquel baño de sangre. Esperó tenso la orden, sujetando fuertemente las riendas con la mano izquierda. Los caballos estaban tan frescos que ya no habría quien los parara una vez que vieran el campo libre. En la otra mano sostenía el hacha de guerra que descansaba sobre su rodilla.
El viento seguía aullando alrededor de las torres y ahogaba el ruido de los hombres que avanzaban arrastrándose bajo la muralla cargados de bolsas de paja y antorchas incandescentes, que habían cubierto para protegerlas del viento. Cruzaron el foso sin ser vistos y llegaron al lugar donde se hallaba el techo de escudos. Allí colocaron la paja contra la pared de madera de la mole, volvieron a encender las antorchas y esperaron a que ardiera. Desde la entrada del túnel, el humo formaba volutas que se elevaban hacia el cielo, donde unas pesadas nubes pasaban con rapidez delante de la luna. El fuego apenas había tenido tiempo de prender cuando los vigilantes del techo de escudos dieron la alarma. El grito de alarma no sólo provocó conmoción en el campamento de los cruzados. Los de la muralla también seguían de cerca la operación. Las órdenes retumbaron en la noche, el rastrillo empezó a subir, mientras el puente bajaba y las puertas se abrían de par en par, cual presa que cediera por la presión del agua, para escupir a los caballeros. Amaury sintió cómo la multitud lo arrastraba hacia afuera. Su caballo tiraba de las riendas, las orejas echadas hacia atrás, la cabeza alta encima de la grupa del caballo que galopaba delante de él. Levantó el hacha de guerra, listo para golpear. Lo primero que vio aparecer fueron las catapultas que realizaban día y noche su destructor trabajo. Junto con los demás caballeros arremetió contra los hombres que manejaban la catapulta. Antes de que se diera cuenta, ya los había dejado atrás sin saber a cuántos había alcanzado. Pasó delante de una mole negra, una de las torres de asalto que se utilizaban para acosar con flechas desde lo alto a los defensores de la muralla. Entonces se encontró entre los carros y las tiendas de campaña. Se oyeron más gritos de alarma, en algún lugar sonó un trombón. Alrededor iban surgiendo más sombras. La noche se llenó de gritos y el sonido de las armas al entrechocar.
—¡Regresad! —oyó que alguien decía detrás de él.
Sus camaradas desaparecieron de su vista, tragados por la oscuridad. Su caballo corcoveó y retrocedió como si algo lo hubiera alcanzado. Volvió grupas y hundió sus espuelas en los costados del animal, sin dejar de esgrimir el hacha. Algo le golpeó justo debajo de la rodilla derecha, una ráfaga de dolor atravesó su pierna, pero consiguió mantener las extremidades inferiores apretadas a la montura y se abalanzó en dirección a la puerta. Mercenarios, pensó, ésos golpeaban con las porras todo lo que se les ponía delante, ya fueran hombres o caballos.
Amaury fue uno de los últimos en cruzar el puente levadizo justo antes de que una lluvia de flechas detuviera a los que le perseguían. Tuvo que pegarse al cuello del caballo para poder pasar por debajo del rastrillo. Volvían a zumbar piedras en el aire. Si aún quedaba alguien fuera, estaba perdido sin remedio. Se detuvo jadeando.
—¿Lo hemos conseguido? —preguntó.
No obtuvo respuesta, pero por las maldiciones que oyó alrededor comprendió que habían fracasado. Se apeó del caballo y cayó al suelo lanzando un grito de dolor. Alguien lo levantó. Consiguió mantenerse en pie cojeando sobre una pierna, agarrado a la silla de montar, hasta que el dolor empezó a desaparecer. Mientras tanto, oyó decir que los hombres que habían encendido el techo de escudos habían regresado por el túnel y habían conseguido evitar por los pelos que el enemigo los siguiera. Ahora estaban tapiando el túnel.
Apoyándose en el brazo de un camarada, Amaury se dirigió a la casa de las Bonnes Dames. La puerta se abrió. Poco después yacía sobre una mesa. Se incorporó a medias para ver qué tenía en la pierna. Los círculos de hierro de su cota de malla le habían perforado la piel. La zona estaba ensangrentada e inflamada. No se había roto nada, le dijeron. Seguramente era un esguince. No había nada que hacer, el dolor iría desapareciendo lentamente. Le vendaron la pierna. Él sólo las escuchaba a medias. Sus ojos buscaban detrás de ellas en la oscuridad.
—¿Está Colomba? —preguntó.
—No creo que esté aquí, —fue la respuesta.
Apartó las manos que lo vendaban.
—Si está allí, —dijo sin apartar los ojos de la oscuridad—, decidle que estoy bien y que ha de cuidarse mucho.