CAMINO DE LAVAUR

Mediados de marzo de 1211

La comitiva avanzaba lentamente mientras las nubes de tormenta se agolpaban sobre las tierras montañosas. Habían dejado atrás los bosques y barrancos de la Montaña Negra, que habían atravesado manteniéndose a una distancia segura de la ciudad ocupada de Castres al norte y Saissac al sur. Ya no estaban en territorio del vizconde de Carcasona, que desde noviembre de 1209 se llamaba Simón de Montfort, sino dentro de las lindes del condado de Tolosa. Querían llegar aquel mismo día a Puylaurens y desde allí les quedaría apenas una jornada de viaje hasta Lavaur.

El ritmo que marcaban sobre todo los bueyes que tiraban de los carros era soporífero para un jinete y Amaury había tenido que hacer grandes esfuerzos para no quedarse dormido en la montura por el lento caminar de su caballo que, a rienda suelta, seguía al resto. Pero aquella mañana estaba totalmente despierto. Había perdido de vista a Colomba. Terriblemente preocupado, había recorrido ya varias veces a caballo toda la columna, con la esperanza de descubrirla entre los demás. Estaba seguro de haberla visto la noche anterior, antes de que oscureciera y, sin embargo, por la mañana…, ni rastro. Preguntó a las mujeres con las que ella había vivido en Cabaret. Pero ya sabía de antemano cuál sería la respuesta. Por supuesto, no sabían nada. Amaury maldijo entre dientes. Si ésta volvía a ser una de sus inexplicables desapariciones, ya podría haber elegido un mejor momento. Aunque se hallasen en territorio del conde de Tolosa, eso no significaba que estuvieran fuera de peligro. Él sólo se tranquilizaría una vez que se encontraran a salvo entre las murallas de Lavaur, muy lejos de las tropas de Montfort. Por enésima vez volvió a escudriñar el camino que se extendía a sus espaldas. No había ni un alma. Empezó a llover.

Aparte de con algunos pastores y campesinos, aquella tarde no se cruzaron con nadie. Sólo algunos caballeros hospitalarios envueltos en sus mantos negros con la cruz blanca, que apenas saludaban y no hacían preguntas, sino que volvían la cabeza y se alejaban apresuradamente como si no hubieran visto a nadie y no quisieran entrometerse. Desde el inicio de la Cruzada, los caballeros habían conseguido mantenerse al margen, al igual que los templarios por cierto, que se habían limitado a testificar en algunas actas.

De repente, poco antes de llegar a Puylaurens, la vio caminar. Ella le sonrió como si nada hubiera pasado y él sintió un enorme alivio, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.

Cuando cruzaban la puerta de la ciudad, la abordó. Todas las tensiones y la preocupación de aquel día parecían descargarse del golpe.

—¡Dónde estabas! —dijo sin preguntar, sino casi ladrando.

—De camino hacia aquí, como tú.

—No te he visto por ningún sitio. ¿Sabes el miedo que he pasado?

Ella lo miró con aquellos enormes ojos oscuros e inocentes. El pelo mojado y pegado en las sienes hacía que su rostro pareciera aún más fino.

—No hace falta que te preocupes por mi.

—Pues sí me preocupo. Estoy aquí para protegerte. Es mi tarea, maldita sea. Y tú no estabas. ¿Dónde te habías metido? ¿Dónde vas cuando no estás?

Ella se encogió de hombros.

—¡No me mientas! ¡No te está permitido mentir!

Ella apretó los labios y lo miró con cara de enfado.

—Esta mañana ya habías desaparecido y de repente a media milla de Puylaurens vuelves a surgir de la nada como si fuera la cosa más normal del mundo. Exijo una explicación.

—Empiezas a comportarte cada vez más como un caballero, Amaury, y no lo digo como un cumplido. Ya puedes exigir lo que quieras que de nada te va a servir. Además, eres el único aquí que se preocupa por mí. ¿Acaso crees que no sé defenderme?

—¡Me preocupo porque te quiero! —Se le había escapado sin que pudiera evitarlo y además en aquel momento tampoco le importaba. Era un momento ridículo para una declaración de amor, que él había imaginado bien diferente—. Te quiero. Sé que no puede ser, pero siempre estaré a tu lado. —Hablaba con voz ronca. Ya no estaba enfadado.

Colomba palideció. ¿Hacía ya un año que él le había cogido la mano por primera vez en el camino de Salsigne a Cabaret? Le había dado un beso en la frente. Después no la había vuelto a tocar nunca más. Ella había pensado, esperado, pero también temido que todo pasara sin más. Pero, no obstante, gozaba de su presencia y de la atención que él le prestaba. Siempre quería verlo. ¿Era eso amor? No lo sabía. Se quedó mirando de hito en hito el rostro crispado de Amaury buscando qué decir, y compadeciéndose de él. Sentía una extraña sensación en el vientre. Hubiera querido abrazarlo para consolarlo.

Una figura oscura se interpuso entre ellos.

—Colomba, hay personas que necesitan cuidados. Y tú… —La Bonne Dame se volvió a Amaury y lo miró con actitud expectante—. ¿Y bien?

Amaury dobló una rodilla, para no meterse en el barro, e inclinó la cabeza mientras recitaba las palabras del melioramentum que ya conocía de memoria.

—No debes molestarla, —dijo la Bonne Dame cuando se hubo erguido de nuevo. Mientras tanto, Colomba había desaparecido.

—Lo sé, pero la naturaleza sigue su curso.

—¿La naturaleza? Querrás decir la carne maligna. Los ardides del diablo son inagotables. Ella ya se ha distanciado de todo esto. Si intentas seducirla para que peque, serás cómplice del demonio.

—La amo y no me importa que todo el mundo lo sepa. El amor no puede ser malo.

—Tienes razón, el amor procede del buen Dios. Pero el deseo, jovencito, eso es cosa del diablo.

—Hago lo que puedo por distinguir ambas cosas.

Nunca hubiese osado hablarle de esa forma a un sacerdote católico. Le costaba acostumbrarse a que aquí las mujeres podían ocupar el mismo cargo y que le podían leer la cartilla. Todo era aún demasiado nuevo para poder mostrar la humildad que le habían inculcado en casa, aunque veía que los Buenos Cristianos vivían de forma más pura que muchos de los canónigos o abades, que se atiborraban y se rodeaban de todos los placeres de la vida. Ellos ni siquiera tenían canónigos o abades. La Iglesia de Dios sólo tenía diáconos y un puñado de obispos, nada más. No tenían ningún ejército de prelados, ni jerarquías devoradoras de dinero, ni iglesias y palacios llenos de tesoros artísticos. Con su estilo de vida austero, los Buenos Cristianos infundían más respeto. Nada los separaba de los creyentes corrientes, porque se movían con toda sencillez entre la gente del pueblo y no se aislaban en edificios enormes e inaccesibles. Quizá fuera ésta la razón por la cual Amaury había adquirido más conciencia de su responsabilidad y la libertad de decidir por sí mismo sobre su vida, más que si le amenazaran con el infierno. Colomba también tenía esta libertad.

—Es ella quien ha de decidir lo que quiere y lo que no. Yo ya tengo bastante con mis propios sentimientos confusos, —dijo.

—Entonces te convendría refrenar un poco esos sentimientos; ¿Acaso no tenéis que montar el campamento? —Y con estas palabras dio por terminado el sermón.

Se sentía confuso, ésa era la palabra. Toda la situación era confusa. Si hubiera ocurrido en Poissy, todo habría sido más sencillo.

Habría pedido permiso a Roberto, quien después habría negociado con el padre de ella sobre el matrimonio y él la habría tomado por esposa. El santo sacramento los habría unido de por vida y la Iglesia le habría alentado a tener descendencia. Aquí todo era distinto. En lugar del sacramento, un hombre y una mujer se unían por medio de una promesa y procrear no se consideraba una virtud, sino la colaboración con el demonio, quien de este modo podía mantener su maligna creación. Por fortuna, eso no tenía por qué preocuparle, pues de todas formas no podía tomarla por esposa ni tener hijos con ella. Colomba había elegido otro camino. ¿Qué otra cosa podía hacer él sino dedicar su vida al servicio de quienes eran perseguidos como herejes?

Como un cancerbero vigiló aquella noche el campamento montado apresuradamente. No se le escaparía ni un solo movimiento de Colomba, tenía que averiguar adónde iba cada vez que desaparecía. Sin embargo, nada perturbó la tranquilidad del campamento y al alba, Colomba apareció junto a la fuente con las demás mujeres para buscar agua. Se echó a reír al ver la cara de sueño de Amaury y la torpeza con la que se incorporaba.

Amaury no tuvo oportunidad de hablarle. La Bonne Dame no perdía ni un solo momento de vista a su pupila y él no osaba quebrantar la prohibición.

Tampoco consiguió acercarse a Colomba durante la última parte del recorrido de tres días, pues estaba siempre rodeada de mujeres. Aun así se alegraba de saber dónde estaba y de que no hubiera intentado desaparecer nuevamente.

Antes de que cayera la noche llegaron a Lavaur, donde los Buenos Cristianos fueron acogidos en las casas de sus hermanos y hermanas. Amaury se unió a la guarnición bajo el mando de la castellana, la viuda Guiraude, que gobernaba la ciudad en nombre de sus hijos.

Saber que Colomba permanecía en la casa de las Bonnes Dames no tranquilizaba en absoluto a Amaury. Aquella noche tampoco consiguió pegar ojo, no porque temiera que ella se fuera, sino porque intentaba adivinar qué haría Simón de Montfort. Si los espías de Cabaret sabían que los cruzados se disponían a asediar su fortaleza, seguro que, a su vez, los espías de los cruzados habrían informado a su comandante de que los herejes de Cabaret se habían salvado y habían huido hacia Lavaur. ¿Hacían bien los Buenos Cristianos sintiéndose seguros detrás de las murallas de esta ciudad que se hallaba dentro de las fronteras de Tolosa? ¿No era probable que a Montfort le trajera sin cuidado que Lavaur formara parte del señorío del conde de Tolosa y que ordenara perseguir a los herejes que se hallaban en la ciudad? Amaury conocía suficientemente bien a Montfort para adivinar cuál era la respuesta.

Al día siguiente por la tarde consiguió por fin separar a Colomba de su acompañante empujando a sus camaradas como una cuña entre las dos mujeres y arrastrándola rápidamente de una manga hacia una callejuela.

—¡Tenemos que largarnos de aquí cuanto antes!

—¿Por qué?

—Porque Montfort viene hacia aquí.

—No sé nada al respecto, —dijo ella sacudiendo con decisión la cabeza. Como si lo que ella no supiera no pudiera suceder de ningún modo.

Él hizo un gesto desesperado, se inclinó hacia adelante y empezó a hablar en voz más alta, como si con ello fuera a convencerla de que llevaba la razón. Hablaba deprisa y atropelladamente.

—Ha sido una estupidez traer aquí a todos los Buenos Cristianos. Tendríamos que habernos dividido para ir, no a un único lugar, sino a diferentes sitios. Tendríamos que habernos dispersado en la Montaña Negra. Intenté hacérselo comprender a los caballeros, pero nadie quiso escucharme. Por el amor de Dios, intenta tú convencer a los Buenos Cristianos de que tenemos que irnos de aquí. Hemos de seguir avanzando hacia el norte.

—No te preocupes. Montfort está con su ejército en Cabaret.

—¿Cómo lo sabes?

Ella se encogió de hombros.

—Es pura lógica.

—Bueno, quizá esté en Cabaret. Pero ¿por cuánto tiempo? ¡Aquí no estamos a salvo, Colomba! Hay demasiados Buenos Cristianos.

—Estamos en territorio de Raimundo de Tolosa. Si Montfort osa cruzar la frontera, el conde nos ayudará.

—Tolosa está debilitada a causa de la discordia. Allí, los partidarios y los adversarios de la Cruzada andan a la greña. El conde arriesgará demasiado si se inmiscuyera ahora en la lucha, aunque esté en su derecho. Tengo miedo, Colomba. No puedo dormir por el miedo a verte morir en la hoguera. ¡Huyamos juntos!

—Sabes perfectamente que eso es imposible.

Su respuesta se perdió entre el bullicio a sus espaldas. Sonaban órdenes. Amaury caminó hasta el final del callejón para ver qué pasaba. Una larga columna de caballeros armados entraba en la ciudad.

—Es el señor de Montreal, el hermano de doña Guiraude.

—Creía que el verano pasado se había sometido a Montfort, —dijo Colomba asombrada.

—Entonces, es que ha roto su promesa para apoyar a su hermana. ¡Trae consigo más de ochenta caballeros! Por lo visto no soy el único que espera que los cruzados ataquen la ciudad. El señor de Cabaret no nos ha dejado escapar para que cayéramos aquí en una trampa. Ven conmigo ahora que todavía es posible.

—No quiero huir. No tengo miedo, —dijo ella valiente, pero le temblaba la voz.

Amaury no podía soportarlo más. Era como si alguien le estrujara el corazón como un paño.

—¡Por lo menos, quítate ese maldito hábito! ¡Hace tiempo que saben que algunos de vosotros vais vestidos de azul oscuro! Por Dios, Colomba, te quiero demasiado. Me vuelvo loco sólo de pensar que puedes caer en sus manos.

—No has de hablar de amor, Amaury, —dijo ella suavemente.

—No te engañes, Colomba. Tú también me amas, ¿no? ¿Por qué si no te has esforzado tanto por convertirme al Verdadero Cristianismo? ¿Por qué no has saciado con otros tus ansias de conversión? ¿Por qué sigues buscándome para hablar conmigo, ahora que soy uno de los vuestros? ¿Y por qué te alegras tanto de verme? No puedes seguir ocultando la verdad. Va siendo hora de que reconozcamos que estamos enamorados.

—Yo no estoy…

—¡Silo estás!

Ahora ella se enfadó.

—¿Acaso eres tú quién decide si estoy enamorada?

—No, claro que no. Venga, Colomba, sólo quiero ayudarte. No sería la primera vez que una Bonne Dame rompiera su promesa para casarse. Siempre puedes volver a recibir otra vez el consolamentum. Más tarde, cuando tengas más años, cuando se haya acabado la guerra, cuando nosotros…

No le dio tiempo a acabar. La Bonne Dame que había acompañado a Colomba había conseguido por fin abrirse paso entre la muchedumbre después de que hubiera pasado la tropa de jinetes, y se acercaba a ellos indignada. Sin decir palabra se colocó delante de Amaury y lo miró imperiosamente. Él se hincó de rodillas para mostrarle respeto. Ella le respondió gruñendo entre dientes los términos rituales para luego añadir:

—No quiero volver a verte junto a ella. ¿Eres capaz de obedecer o tendremos que obligar a Colomba a quedarse en casa para que no vuelva a encontrarse contigo? Ya no podrá hacer su trabajo. Te decides.

Amaury se mordió el labio inferior. Habría querido gritarle que se metiera en sus propios asuntos. En lugar de ello dijo en tono contenido:

—No hace falta que la encerréis, aunque lo que más deseo en el mundo es estar con ella. Durante más de un año he sabido reprimir mi deseo. Ya habría ocurrido mucho antes de no ser por el profundo respeto que siento por ella. —Y dirigiéndose a Colomba dijo—: Perdóname, es culpa mía que ahora estés en dificultades. No puedo evitar amarte, pero me equivoco al esperar de ti algo más que el amor al prójimo que sientes por todos los demás. Cuando te veo, tan bella y tan dulce, me olvido de que soy tan sólo un simple mortal mientras que tu alma está a medio camino del cielo. No soy digno de ti. —Se inclinó ante ella—. Benedicite, Bonne Dame.

El Nunca antes le había demostrado el respeto que debía a un Buen Cristiano. Cuando volvió a incorporarse vio cómo Colomba se secaba apresuradamente los ojos con la manga antes de dar media vuelta y seguir a la otra mujer.