CABARET

Principios de marzo de 1211

Por supuesto, Colomba se había enterado. No lo decía, pero se le notaba. Estaba feliz. Sus conversaciones ya no estaban dominadas por el conflicto entre dos creencias contrarias, y eso era un alivio para Amaury. Sólo le explicaba algo si él se lo pedía. A partir de aquel momento Amaury empezó a asistir a las reuniones de los Buenos Cristianos. Tenía que hacerlo, pues el señor de Cabaret acudía con regularidad a las predicaciones y sólo quienes lo acompañaban en tales ocasiones gozaban de su plena confianza.

Aparte de esto, la vida en Cabaret seguía su curso. Ahora que Amaury tenía acceso al castillo de Pedro Roger, le asombraba que en su corte y la de su hermano Jordán se celebraran fiestas como si nada ocurriera. Todos los sucesos que habían tenido lugar desde el ataque del ejército de los cruzados no podían impedir que allí todo el mundo cantara y bebiera a su antojo. Dado que los trovadores famosos evitaban la zona de guerra, doña Brunisenda, la esposa de Pedro Roger, se dejaba admirar por poetas y trovadores de menos talento. Los escuchaba amablemente mientras ellos alababan sus virtudes, pero no se dignaba mirarlos cuando le pedían algo más que un gesto indulgente.

Mayor aún fue la sorpresa de Amaury cuando un día descubrió que Colomba asistía al banquete, armada con su propio cuenco y su propia copa para evitar que alguna migaja de comida prohibida se metiera en su frugal ración de pescado y verdura. La razón de su presencia era para él un completo misterio. No formaba parte de la corte y a él le parecía que desentonaba mucho con su túnica negra entre los suntuosos ropajes de brocado de los caballeros y las damas de la nobleza. Su atención se desvió pronto hacia Orbrie, una beldad temperamental de cabellos negros que provocaba a todos y que sabía bailar como ninguna y por consiguiente era el centro de la fiesta. Provenía de una familia adepta al Verdadero Cristianismo y se murmuraba que el señor Jordán quería tomarla por esposa.

A principios de marzo, la alegría se acabó súbitamente. Desde hacía algún tiempo se especulaba que Simón de Montfort pretendía atacar de nuevo Cabaret. En sí, aquello no era ninguna sorpresa. Ahora que el rey de Aragón había vuelto la espalda a sus vasallos, que el conde de Foix había de mantener por fuerza la neutralidad, que Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel se habían sometido al comandante y que no cabía confiar en la ayuda del conde Raimundo de Tolosa, Cabaret estaba sola. Con la llegada de nuevos cruzados y la cercanía de la primavera, Montfort podía estar seguro de cercar con más éxito que antes el bastión de los tres burgos.

Una noche, Colomba fue a contarle que se habían celebrado conversaciones en el castillo. El señor de Cabaret había congregado a los Bons Hommes que le asesoraban a la hora de tomar decisiones importantes. Por lo visto, el motivo había sido la llegada de un correo procedente de Carcasona. Colomba advirtió a Amaury de que se pusiera en guardia. A la mañana siguiente muy temprano se decretó una orden por la cual todos los Buenos Cristianos que se hallaran en territorio de Cabaret debían prepararse de inmediato para partir. Justo después, los caballeros fueron convocados en la sala del señor Pedro Roger, que los esperaba enfundado en sus mejores galas. Junto a él estaba su hermano Jordán, acompañado de Orbrie, y al otro lado lo flanqueaba Brunisenda, que también iba vestida como si se tratara de un acontecimiento festivo.

—Hombres, —dijo el señor del castillo con voz emocionada—, nuestro espía en Carcasona nos dice que el enemigo está a punto de atacar Cabaret. Es vuestro deber y también el nuestro proteger a todos los que se hallan en nuestro territorio, y a todos los súbditos de Cabaret. No disponemos de suficientes soldados para organizar un ataque y si nos expusiéramos al calvario de un asedio desesperado, no podríamos servir a todos aquéllos que dependen de nuestra protección. Por estas razones hemos decidido entregarnos, mas no al nuevo vizconde de Carcasona. Intentaremos cambiar nuestra herencia por otro feudo. He explicado esta propuesta a nuestro prisionero, el caballero Bouchard de Marly, señor de Saissac, y le he ofrecido la libertad a cambio de determinadas garantías. Si estamos bien informados, debido a sus lazos de parentesco y amistad con Montfort, tiene suficiente peso para darnos garantías y suficiente influencia ~ para poder cumplir sus promesas. Ni que decir tiene que sólo dejaremos marchar al prisionero cuando hayamos puesto a salvo a los Buenos Cristianos. Por consiguiente, la rendición no tendrá lugar hasta la noche.

Su declaración provocó una profunda consternación. Sólo Amaury fue presa del pánico. Confiaba en poder acompañar a los Buenos Cristianos hacia su nuevo refugio, pues así podría proteger a Colomba y él estaría también a salvo. ¿Qué debía hacer si el señor Pedro Roger le ordenaba seguirle hacia el nuevo feudo en territorio ocupado? ¿Qué pasaría si se topaba con Bouchard y éste lo reconocía? Poco a poco empezó a percatarse de que el señor de Cabaret no esperaba su aprobación. No era como Montfort, quien siempre consultaba a sus caballeros y escuchaba sus consejos. Aquí todo estaba cocinado de antemano. A fin de cuentas, no había tiempo que perder, los cruzados podían emprender en cualquier momento el avance hacia Cabaret.

Inmediatamente después de que los señores de Cabaret hubieran tomado su decisión, doña Brunisenda había mandado abrir los baúles donde se hallaban las ropas de su esposo y había escogido una camisa de seda y un suntuoso sobretodo con un manto a juego. Habían mandado llamar a un herrero para que quitara los grilletes al prisionero. Habían enviado a algunos criados armados de ropas, jofainas y cuchillas de afeitar al calabozo de Bouchard, para que pudiera comparecer con dignidad, no sólo como prisionero, sino como un huésped apreciado. Amaury comprendió que los caballeros sólo habían sido convocados en el castillo para dar un recibimiento impresionante al noble francés. Tenía que irse de allí, pero ya era demasiado tarde. El heraldo pidió silencio, indicó a los caballeros y a sus escuderos que se separaran en dos filas para formar un pasillo de honor, golpeó el suelo con su vara, y con aire de suficiencia abrió la puerta de la sala de armas.

—¡El señor Bouchard, señor de Marly y Saissac!

El rostro moreno y curtido de Bouchard se había tornado tan blanco, tras casi año y medio de prisión, que su palidez recordaba a la de un enfermo. Por lo demás no había cambiado nada. Tenía buen aspecto, aparte de que su figura se había hinchado un poco y sus músculos se habían debilitado a causa de su existencia forzosamente inactiva. En otras circunstancias, Amaury se habría acercado al antiguo camarada de Montfort y quizá lo habría abrazado. Sin embargo, ahora quisiera ser invisible. El francés entró lentamente en la sala y parpadeó debido a la intensa luz que entraba por las ventanas. Los caballeros irguieron la espalda, mientras los señores de Cabaret miraban muy serios al frente. Brunisenda, con el rostro imperturbable, era la única que se había sentado y Orbrie echó los hombros hacia atrás haciendo resaltar sus pechos bajo la túnica de seda bordada en oro. El cruzado recorrió con la mirada los rostros a su derecha e izquierda, como si quisiera grabarlos en la memoria. Amaury sudaba, sentía el corazón palpitar en la garganta. Hubiera preferido esconderse detrás de las anchas espaldas de su vecino. ¿Qué posibilidad había de que Bouchard, después de su largo confinamiento en soledad, reconociera a un conocido en un lugar donde su cara no debería estar? Bouchard se acercaba, miró a su izquierda y después volvió otra vez la cabeza a la derecha hasta que pasó delante de Amaury. Entonces se detuvo. Cegado por un haz de luz que atravesaba la sala como una espada brillante entre la luz atenuada, entornó los ojos hasta casi cerrarlos y por las rendijas observó larga y detenidamente el rostro del otro. Después lo examinó de pies a cabeza. El joven caballero se esforzaba por adoptar una actitud neutral, evitando al máximo la mirada escrutadora del francés. ¿Tal vez dudara Bouchard al verlo tan cambiado? Ya no era el larguirucho, el barbilampiño que había salido de Poissy hacía casi dos años. Además, llevaba el pelo más corto de lo que se estilaba en el norte y no peinado hacia atrás, sino con la raya en medio, como la mayoría de los occitanos. La pelusa de su barbilla se había convertido en una espesa barba que tenía que verse claramente, pues hacía algunos días que no se afeitaba. Sus hombros y su pecho eran más anchos y sus miembros más musculosos que antes. ¿Acaso Bouchard, en el momento en que Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel le tendieron la emboscada, sabía ya que el menor de los hijos de Poissy había caído en Alaric? La mirada de Bouchard pasó al siguiente caballero en la fila y Amaury se disponía a respirar tranquilo cuando, de súbito, el francés volvió a mirarlo. Parecía como si dudara y abrió los labios como queriendo decir algo. Amaury buscaba febrilmente un modo de dejarle claro que él era otro, sin que su voz lo delatara. Su garganta estaba seca. Le costó mucho reunir la suficiente saliva y moverla con la lengua hacia adelante. Mientras tanto se esforzaba por mirar a Bouchard con una vehemencia cargada de odio. Con una mirada de desprecio escupió en el suelo entre los dos. Todos los presentes contuvieron la respiración. De inmediato, los caballeros que se hallaban a su lado lo cogieron por los brazos para controlarlo, temiendo que atacara al francés. Casi podía sentir la mirada furiosa de Pedro Roger. Al mismo tiempo se sonrojó, no de ira, como creían los demás, sino de vergüenza. Las facciones de Bouchard se endurecieron, su mano saltó al lugar donde llevaba la daga colgada del cinto, pero la dejó descansar sobre la empuñadura. Al parecer, comprendió a tiempo que era menester ser diplomático y que por ello aquel insulto habría de quedar impune. Dueño de sí mismo, volvió la mirada hacia la otra fila. Una vez hubo llegado al final del pasillo de honor, se dirigió al señor de Cabaret.

—Lamento no encontrar aquí a los dos caballeros a quienes debo mi cautiverio. Me hubiera gustado intercambiar algunas palabras con ellos, —dijo agriamente.

—Los caballeros de Fanjeaux han partido antes que nosotros, —le respondió el señor Pedro Roger. No añadió que sus filas estaban enormemente diezmadas a causa de la partida de Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel. La pérdida de estos fervientes guerreros y sus soldados había sido una de las principales razones por las que decidió no resistir más al enemigo—. Se han rendido en Carcasona al señor Simon de Montfort. Yo prefiero poner mi persona y mi castillo en vuestras manos porque me he dado cuenta de que sois un hombre sabio y honrado al que tengo en alta estima. Os confío mi vida y la de mis allegados, así como la de mis súbditos, y os entrego todo lo que poseo. Renuncio a mi libertad y os devuelvo la vuestra, con la esperanza de que pagaréis mi favor y mi confianza con la misma generosidad.

Lo que quería decir era que se entregaba incondicionalmente y que, en contrapartida, no esperaba condiciones humillantes, sino otro feudo a cambio del suyo.

El señor Jordán pronunció palabras del mismo estilo y dijo que el exprisionero era sincero y un hombre de carácter que no se rebajaría a hacer promesas falsas. Bouchard de Marly escuchó en silencio las adulaciones de sus anfitriones. Durante dieciséis meses había carecido de noticias y había tenido que creer lo que le contaban sus enemigos. Anhelaba la libertad y deseaba ver a sus amigos. Si rechazaba la propuesta, sin duda lo matarían. ¿Estaban en una situación tan desesperada que no les quedaba más remedio, o acaso por fin habían entrado en razón y optaban por una rendición sin resistencia, algo que ahorraría a todos, y por tanto también a Montfort, muchos disgustos y los costes de un largo asedio? Si aceptaba la propuesta, Cabaret, la fortificación que los cruzados tanto codiciaban, caería en su regazo como una manzana madura. Llevaba reflexionando sobre ello desde la noche anterior y su decisión era firme, pero los dejó aún unos momentos en la incertidumbre mientras miraba uno por uno a los miembros de la casa de Cabaret. Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz de la sala. Ahora advirtió la sonrisa provocadora en la comisura de los labios de Orbrie, quien respondió a su atención con un guiño.

—Nunca he traicionado a nadie, ni he inducido a nadie a hacerlo, —respondió con el debido orgullo.

Sus palabras atravesaron el alma de Amaury como una espada abrasadora. Sabía que el noble decía la verdad. Lo conocía suficientemente bien como para saber que cumpliría todas sus promesas. Montfort se alegraría tanto por el regreso de su buen amigo que no le negaría nada. Pensar en ello le hacía sentirse miserable. Dieciséis meses en los calabozos de Cabaret no habían convertido a Bouchard en otro hombre. Seguía siendo fiel a su fe y a su señor. ¿Qué era él, Amaury, que había traicionado a todos y a todo, sino un miserable desertor? Había estado tan seguro del significado de su extraño sueño, pero ahora empezaba a tener serias dudas de si lo había interpretado correctamente.

—Acepto vuestra propuesta y os doy mi palabra de honor de que cumpliré mis promesas y nunca os traicionaré. Lo juro por la Virgen María, —dijo Bouchard, y para dar más énfasis a sus palabras, se santiguó.

Por un momento, en la sala pudo sentirse una gélida tensión. Sin duda los había horrorizado el gesto de Bouchard, pero sobre todo sus dolorosas palabras. Los Buenos Cristianos condenaban cualquier juramento como si se tratara de un crimen. El señor Pedro Roger carraspeó.

—Señor Bouchard, os invito a ser mi huésped hoy para que podamos discutir en buen entendimiento los detalles de nuestro acuerdo. Más tarde, antes de vuestra partida, os ruego aceptéis tomar la comida conmigo y mis allegados.

Acompañó estas palabras con un gesto cortés, mientras calculaba cuánto tiempo necesitaría para poner a salvo a los Buenos Cristianos. El francés no podía salir hacia Carcasona antes de la noche. Esto les daría por lo menos una jornada de ventaja, sin contar con el tiempo que necesitarían los cruzados para celebrar la vuelta del noble antes de ponerse en camino.

—Señor Pedro Roger, os agradezco vuestra hospitalidad y acepto con sumo gusto vuestra invitación, —respondió Bouchard con una inclinación igualmente cortés.

—Permitidme, —dijo el señor del castillo afablemente—, que os deje un momento a solas con el señor Jordán y las damas. Estarán encantados de distraeros.

Orbrie fue la primera en acercarse a él. Su penetrante risa inundó la sala. Brunisenda se unió a ellos y dijo que le habían contado que el francés era poeta. Sentía curiosidad por sus versos.

Los caballeros apenas habían abandonado la sala cuando el señor Pedro Roger se abalanzó sobre Amaury. El joven volvió a quedarse sin sangre en las venas. ¿Qué debió de pensar el señor de Cabaret de su inexplicable interés por el prisionero? El noble se detuvo ante él resollando como un toro.

—¡Idiota! ¡Tu estupidez podría haber echado a perder todo el plan! Puedes estar satisfecho de que ese hijo de puta francés haya hecho caso omiso de tu grosero agravio.

Aunque sus rodillas aún no se habían repuesto del susto pasado en la sala de armas, ahora Amaury temblaba de indignación por aquel insulto. Quería defender a Bouchard, pero se guardó mucho de expresar semejantes palabras. El otro aún no se había desahogado del todo.

—¡Si hubiera exigido una satisfacción, habría corrido sangre! Por lo visto ha sido más sensato que tú y ha comprendido que éste no es momento para el rencor, sino para la sensatez.

El joven tartamudeó unas palabras de arrepentimiento.

—Te había elegido para que lo escoltaras con otros dos hombres hasta Carcasona porque según Mir hablas su idioma. Pero veo que era una mala idea. Me traen sin cuidado las cuentas que tengas pendientes con él, o él contigo, con tal de que te mantengas alejado de él.

Tal vez creía que Amaury había formado parte de la patrulla que había tendido la emboscada a Bouchard y que algo había sucedido entre ellos durante la escaramuza. Gruñó algo más y añadió:

—No me arriesgaré a una segunda confrontación entre vosotros. No quiero volver a verte hasta que él se haya largado a Carcasona.

Eso era justo lo que deseaba Amaury.

—Me marcharé con los Buenos Cristianos.

—No es necesario. Ya he sustraído suficientes hombres a mis tropas para que los acompañen. Te quedarás en Cabaret hasta nueva orden.

Amaury negó decidido con la cabeza. No le apetecía nada seguir al noble, que a cambio de su nido de águila seguramente recibiría uno u otro feudo en la llanura donde los cruzados podían entrar y salir a su antojo. En su nuevo dominio, el señor de Cabaret estaría tan indefenso como un puerco espín sin púas. Pero sobre todo, no quería abandonar a Colomba.

—Seguiré a los Buenos Cristianos.

—No puedes desobedecerme así como así. Cuando Mir se fue me juraste obediencia. Te debes a tu promesa.

Amaury no se doblegó ante esta muestra de poderío. Miró a su alrededor. Algunos caballeros habían seguido la discusión y asentían aprobatoriamente.

—Soy creyente de la Iglesia de Dios, —declaró levantando la voz para que todos lo oyeran—. Los Bons Hommes confirmarán que he contraído la convenenza. Me han dicho que por ello puedo romper el vínculo con mi señor. Para quien comprende el Bien, la autoridad de la Iglesia de Dios está por encima de la de su señor.

El noble lo miró en silencio. Más que nadie comprendía lo indefenso que estaba frente a esta reflexión. Amaury sonrió satisfecho sobre su propia perspicacia. Su reacción no fue del agrado del otro.

—¡No quiero volver a verte nunca más!

Tras estas palabras, el señor de Cabaret regresó a la sala de armas. Amaury se apresuró a liar el petate. Poco después encontró a Colomba entre los que huían y se habían congregado en la senda que iba desde Cabaret hacia el corazón de la Montaña Negra.

—¿Adónde vamos? —fue lo primero que preguntó ella.

—A Lavaur, —contestó él.