CABARET
Finales de enero de 1211
La nueva reserva de agua, que durante un breve espacio de tiempo parecía que iba a ser la salvación de Termes, acabó siendo su perdición. El agua se contaminó por los cadáveres de ratas y alimañas que habían caído en los pozos durante la sequía. Los que de ella bebieron enfermaron y murieron. Fue a finales de noviembre cuando, en lo más oscuro de la noche, los desesperados supervivientes intentaron escapar de su destino pasando por delante del campamento de los cruzados. Pero fueron descubiertos. Los cruzados pasaron a cuchillo a todos los que se les pusieron delante, tras lo cual persiguieron a los que intentaban huir. También apresaron al señor de Termes, que desapareció para siempre en los calabozos de Carcasona Entre tanto, los legados del papa habían arrinconado con astucia al conde Raimundo de Tolosa. Para evitar que se defendiera ante un concilio, celebrado durante el verano de 1210 en Saint-Gilles, los legados simplemente le habían tapado la boca. El conde había quebrantado su juramento en diversos aspectos secundarios y ello les daba razones para suponer que no vacilaría en volver a cometer perjurio en los dos juicios pendientes contra él: uno por la muerte del legado papal Pedro de Castelnau y otro por proteger a la herejía. Por esta razón, los legados le retiraron el derecho a hablar, privándole así de toda posibilidad de defenderse. Con lágrimas en los ojos tuvo que oír una vez más cómo lo excomulgaban.
Para colmo de males, Tolosa, su ciudad, se dividió en dos bandos: la hermandad blanca, que apoyaba a los cruzados, y la hermandad negra, favorable al conde y a los herejes.
En enero, sin saber ya a qué santo encomendarse, viajó a Narbona para mantener conversaciones con Simón de Montfort, el abad Arnaud Amaury y el rey Pedro de Aragón. Montfort, que entre tanto había reconquistado todos los territorios perdidos, a los que había añadido nuevas conquistas, se hincó de rodillas ante el rey y suplicó que le permitiera rendirle vasallaje. El soberano acabó aceptando ante la insistencia de los legados y reconoció a Montfort como su vasallo. Acto seguido, el rey Pedro respondió personalmente de la neutralidad del conde de Foix, sin contar por cierto con la aprobación del propio conde, quien consideraba a Simón de Montfort su enemigo declarado.
En Montpellier, donde se reanudaron las conversaciones, el abad Arnaud Amaury hizo una propuesta generosa e inesperada al conde de Tolosa: si se reconciliaba definitivamente con la Iglesia y expulsaba a todos los herejes de sus dominios, podría conservar sus propiedades. Incluso podría aumentar su territorio con una parte de las tierras confiscadas a los herejes. Pero al formular tales exigencias, que eran totalmente inaceptables, el abad se aseguraba de que el conde no aceptaría este “misericordioso favor”, como lo llamó el eclesiástico. En efecto, Raimundo de Tolosa no tenía la menor intención de convertirse en el instrumento de quienes saqueaban sus tierras, mutilaban a sus súbditos, violaban a mujeres y muchachas, y enviaban a la hoguera a ciudadanos indefensos. Se negó en redondo a dejar marchar a sus mercenarios, a destituir a los judíos de sus cargos, a desmantelar los castillos que poseía, a expulsar a sus caballeros de las ciudades para que vivieran como labradores en el campo, a condenar a sus súbditos a un largo ayuno y a entonar el mea culpa y zarpar, él mismo, por tiempo indefinido a Tierra Santa.
Por fin, el conde Raimundo comprendió que lo que querían los representantes del papa era destruirle a él y a los caballeros occitanos. Por ello ni siquiera se dignó responder a las desmedidas exigencias y partió a la mañana siguiente, de madrugada, para advertir a sus súbditos de que, en lugar de una reconciliación, los legados le habían hecho una declaración de guerra.
El conde de Tolosa no era el único desanimado por el avance del ejército cruzado y el astuto juego de los legados papales. Incluso antes de que se dieran por concluidas las conversaciones en Montpellier, Pedro Mir congregó a sus hombres. Su hermano, cuyos soldados también se hallaban reunidos allí, estaba a su lado. Mir miraba al frente con el ceño fruncido. Saint-Michel daba la impresión de estar abatido.
—Las circunstancias nos han obligado a tomar una decisión que os incumbe a todos, —empezó diciendo Pedro de Saint-Michel—. El rey ha reconocido a Simón de Montfort como su vasallo.
—El rey nos ha dejado en la estacada. Nuestro juramento de lealtad a la casa Trencavel ha perdido todo valor, —gruñó Mir.
—Quien todavía se resista a Montfort, se resistirá a su rey, —prosiguió Saint-Michel.
Amaury escuchaba tenso. Tenía que acostumbrarse aún a que cuando los antiguos vasallos de Trencavel hablaban del rey, se referían a Pedro de Aragón. Para él, el rey seguía siendo el soberano que residía en París.
—El rey ha aceptado ese cambio de poder. Prefiere evitar que se extienda el conflicto y a través de esta reconciliación quiere lograr una paz duradera con los invasores.
—Nos ha traicionado. Su corazón no está aquí, sino en España. Quiere derrotar a los sarracenos, —le interrumpió Mir.
Su hermano volvió a tomar la palabra apresuradamente, antes de que Mir pudiera seguir escupiendo su amargura.
—No nos queda otra alternativa que jurar lealtad a nuestro nuevo señor. Hemos de abandonar cualquier esperanza de poder recuperar nuestras posesiones de otra manera. En estos momentos, nuestro mensajero se dirige hacia Carcasona para anunciar nuestro sometimiento. En cuanto recibamos la noticia de que Montfort está dispuesto a aceptar nuestro vasallaje, abandonaremos Cabaret. —Lo dijo resignado, como si no estuviera convencido de que fuera la decisión correcta.
—Dios está del lado de los cruzados. Su avance es imparable. Nos hemos equivocado, —dijo Mir sombrío.
—¡Esto no significa que nos hayamos puesto en contra de la Iglesia de Dios! —protestó Saint-Michel—. Seguiremos protegiendo a los Buenos Cristianos hasta la muerte, sea como sea.
Nadie lo dudaba ni por un instante. A fin de cuentas, antes de la rendición de Fanjeaux, el caballero se había asegurado de que su esposa, quien, como él, era creyente de la Iglesia de Dios, estuviera a salvo en Montségur. También Mir había sido desde siempre un seguidor del Verdadero Cristianismo.
—Nuestros soldados de Fanjeaux tienen por supuesto el deber de regresar con nosotros, —dijo Saint-Michel—. Los caballeros que se nos han unido por voluntad propia quedan eximidos de cumplir su promesa de seguirnos. El señor Pedro Roger de Cabaret los recibirá con los brazos abiertos.
No quiso decir más, pero su triste figura era muy elocuente. Por lo visto, la decisión que habían tomado le gustaba menos que a su hermano, quien le palmeó el hombro para animarlo y le susurró al oído algo que le hizo sonreír débilmente.
Amaury se preguntó cómo serían recibidos los dos caballeros de Fanjeaux por Montfort. Si el comandante era sensato, no les pondría demasiadas trabas. A fin de cuentas, la salida de ambos de Cabaret significaba una sensible pérdida para las tropas de Pedro Roger. Pero ¿sería Montfort tan indulgente y dejaría que la ventaja estratégica primara sobre sus ansias de venganza? ¿Les creería cuando se arrodillaran ante él y le juraran lealtad? Sin duda sabía que no estaban en absoluto convencidos de su decisión. Era totalmente increíble que estos dos hombres dieran de súbito la espalda a los Buenos Cristianos y defendieran la causa de ese otro Dios, que no era el suyo. ¡Eran unos traidores! Peor aún, ¡traidores de su propia fe!
Invadido por un arrebato de náusea dio la espalda al espectáculo y dando codazos empezó a apartar coléricamente a sus camaradas, que se tragaban la rendición como si fuera lo más normal del mundo, ¡hijos de Judas!
Cuando se hubo alejado de ellos y hubo alcanzado la senda que conducía desde las tres torres hasta el valle, contuvo de repente sus furiosos pasos. Hijos de Judas, así había llamado él a los herejes cuando partió hacia el sur con los cruzados. No porque renegaran de la herejía, sino precisamente porque la apoyaban. ¿Quién había renegado aquí de su fe, quién era en realidad el traidor? ¿Qué le había sucedido para que ahora viera las cosas al revés? Por lo visto esta guerra lo trastocaba todo y a todos, la gente cambiaba como si nada de bando y de Iglesia, nada era sagrado, ya no existía verdad alguna. Recordó el modo en que Mir le había ofrecido el jamón cuando quiso anular el consolamentum. ¡Como si bastara un simple pedazo de carne para cambiar de Dios!
Incluso Montfort echaba agua al vino. También él consideraba que el fin justificaba los medios. Más tarde, cuando Mir y Saint-Michel comparecieran ante él, se cuidaría mucho de mencionar los vínculos de éstos con la herejía, de mentar a su madre que se escondía en algún lugar por ser perfecta o de preguntar por la esposa de Saint-Michel que permanecía con los herejes de Montségur.
Volverían a Fanjeaux, donde asentaba sus reales un fanático suprior español, llamado Domingo, que llevaba ya varios años intentando convertir a los herejes de Occitania. Las historias que le habían contado acerca de este misionero parecían indicar que estaba impulsado por el mismo fervor sagrado que los propios herejes, a quienes combatía con sus propias manos. Envuelto en un hábito sencillo, recorría el país predicando con suma humildad y pobreza, y aspiraba con la misma pasión que ellos a una buena muerte, que le llevara al reino eterno en el más allá. Lo que más ansiaba era entrar en el cielo ciñendo la corona de mártir. Los cruzados decían que el misionero tenía un carácter tan encantador que nadie era capaz de resistírsele. En cambio, los Buenos Cristianos contaban que no había conseguido ganar a muchos para su fe, seguramente porque era famoso por las duras penitencias que imponía a quienes se convertían. ¿Acosaría a Mir y Saint-Michel con sus ansias de conversión y los paralizaría con sus castigos, o tendría que respetar a los guerreros heréticos, si ello le convenía más a Montfort en el marco del sometimiento del pueblo occitano? ¿Qué diría el hermano Domingo de un cruzado que había recibido el consolamentum y que protegía a los herejes? No, a Amaury no se le había perdido nada en Fanjeaux. En su caso no valían las reglas de excepción. Había traicionado a la Cruzada, había escupido a Dios en la cara. Su temor por el castigo que pendía sobre su cabeza era por lo pronto más grande que el sentimiento de culpa que arrastraba consigo. Un largo calvario en alguna mazmorra sofocante o la terrible muerte reservada a los traidores era una pesadilla tan aterradora que parecía peor que la amenaza mucho menos concreta del infierno. Hubiera preferido morir con las botas puestas, defendiendo a las personas a las que había acabado queriendo como si fueran su propio pueblo, por muy herejes que fuesen.
Aquella noche, Amaury tuvo un extraño sueño. Se encontraba en una sala que se parecía mucho a un scriptorium, donde los monjes solían inclinarse sobre los manuscritos para leer o copiarlos. Esta estancia tenía ventanas a ambos lados, por las cuales entraba una luz brillante. A la cabeza de la sala había una mesa y sobre ella un libro grueso. Junto al libro había un candelabro con una sola vela encendida. Sin que nadie se lo hubiera dicho, Amaury supo que se acercaba el fin del mundo. El sol se apagaría, mas su luz seguiría brillando mientras permaneciera encendida la vela junto al libro. Mientras pensaba en ello, empezó a notar cómo disminuía la fuerza de la luz que entraba por las ventanas. En esta estancia, que por lo visto era el último refugio de la humanidad, se habían congregado algunos para escapar de su destino. Ancianos y ancianas, madres con sus hijos, y personas de todas las edades y clases se agolpaban en la sala. Sin embargo, reinaba un solemne silencio que presagiaba un terrible desastre. Todos sabían que había una posibilidad de salvarse, mas les quedaba poco tiempo, tal vez demasiado poco. Había que leer por completo el libro antes de que se consumiera la vela.
Por esta razón, alguien estaba sentado a la mesa, leyendo el libro en voz alta. Narraba el volumen la historia de un hombre que erraba por el mundo, y quien se asomara a la ventana podía verlo caminar, en uno u otro país lejano. Aquel hombre era el único que podía salvarlos. Si era capaz de llegar a tiempo hasta la sala, algo que sólo sucedería en la última página del libro, volvería la luz y seguiría brillando eternamente. Si no lo lograba, el mundo quedaría envuelto en tinieblas, un frío gélido caería sobre la tierra y helaría todos los mares y ríos, y en ella no podría sobrevivir ningún hombre.
La tensión era insoportable. Le quedaban aún muchas páginas por leer y la vela se hacía cada vez más pequeña, mientras la cera goteaba continuamente sobre la mesa. Aunque ya no estaba permitido, Amaury miraba de reojo una de las ventanas. Abajo, en la profundidad, se extendía el campo bajo la creciente oscuridad y en la lejanía entre penumbras vio a este hombre que caminaba apresurado como si también él intentara llegar a tiempo. La lectura avanzaba a un ritmo desesperadamente lento, la cera goteaba, quedaba aún una página. Fuera, la oscuridad era casi completa. El demonio envolvía el mundo con un enorme manto negro, y su apestoso aliento llenaba la estancia. La vela apenas tenía oxígeno y a la luz de la llama parpadeante pasó la última página. Abajo, en la profundidad, alguien llamó a la puerta. Amaury sintió como si intentaran estrangularlo. La luz de la vela brilló por un instante y empezó a apagarse hasta que en la oscuridad sólo pudo verse la mecha incandescente. En aquel preciso momento se abrió la puerta. Entró el hombre y con él la luz del sol que penetró con toda su gloria por las ventanas. Al día siguiente, Amaury fue a la casa de las Bonnes Dames en que vivía Colomba. No la encontró y de nuevo nadie quería o podía decirle adónde había ido. Después se dirigió al taller de los Bons Hommes de Cabaret y se arrodilló ante el más anciano de la casa. Con sus manos sobre el libro del evangelio de san Juan aceptó la convenenza, el contrato que le garantizaba que cuando llegara su última hora recibiría el consolamentum, aunque hubiera perdido el conocimiento o no fuera capaz de formular las palabras pertinentes.