CABARET

Octubre de 1210

—Señor, te rogamos que bendigas con Tu mano mayestática esta espada, para que pueda servirte, para que proteja tus iglesias, defienda a las viudas y a los huérfanos y te libre del azote del paganismo; para que sea temida por el Mal y para que sea justa, tanto en el ataque como en la defensa.

Amaury deslizó sus temblorosos dedos sobre el metal. Recordaba el día en que le habían armado caballero. Recordaba cómo había unido las manos y las había colocado entre las de su señor, jurándole lealtad. Con los ojos apretados y con cara de haber visto algo asqueroso, se secó el sudor de la frente. Iría al infierno, de eso estaba seguro.

Lo había perdido todo, sus posesiones, sus hermanos, sus amigos, su nombre y su honor. Pues una cosa era robar convoyes y saquear tierras de cultivo y otra muy distinta era atacar a sus propios camaradas. Aquella vez, en las afueras de Carcasona, no había sido la única. Durante todo el verano había seguido a los hermanos Mir y Saint-Michel y al señor de Cabaret para saltear los convoyes que llevaban víveres, material y tropas de reserva a los asediadores de Termes. No se había limitado a atacar en aquella primera ocasión a Crépin de Rochefort, sino que más tarde había vuelto a atacar a otros cruzados que conocía personalmente. Había herido a varios y tenía la certeza de haber matado a uno. El que hasta entonces no se hubiera cruzado con Roberto o Simón de Poissy era pura casualidad. Había roto su promesa de lealtad, había caído en la ignominia. Y por si esto no fuera ya bastante grave, no dejaban de atormentarle las imágenes de los prisioneros que habían hecho entre los cruzados y que por orden del señor de Cabaret habían sido terriblemente mutilados antes de ser devueltos al enemigo. Había permanecido en Cabaret por vergüenza ante lo que Simón de Montfort había hecho a los desgraciados de Bram. Pero acababa de descubrir que sus nuevos señores eran de la misma calaña. Estaba marcado, iría al infierno, no cabía la menor duda.

—¿El infierno? —Colomba se echó a reír—. El infierno no existe.

Estaban sentados juntos en el puente sobre la cascada del río Grésilhou. A Colomba le gustaba sentarse en aquel lugar y él iba a buscarla allí a menudo. La observó con la mirada melancólica de quien está ensimismado.

—Cuando llegue el fin del mundo, todos seremos juzgados por el tribunal celestial. Será el juicio final. Unos irán al cielo y otros, al infierno, donde serán torturados eternamente, —dijo sombrío.

Se estremecía de sólo pensar en los monstruos esculpidos en piedra que adornaban las torres y los tejados de las iglesias de su patria. Así eran los monstruos y demonios deformes que poblaban el infierno, donde atormentarían perpetuamente a los condenados con sus escalofriantes instrumentos de tortura. Sus ojos volvieron a buscar el metal recién bruñido que descansaba en sus manos.

—Eso lo creéis porque vuestro Dios se venga y castiga, —dijo Colomba—. Un Dios que es la fuente de todo lo bueno no quiere estas cosas. Y aunque quisiera, no podría hacerlo. No existe el infierno, por lo menos no como lo veis vosotros. El verdadero infierno es este mundo.

Amaury suspiró y sacudió la cabeza.

—Lo digo en serio. ¿Qué hay de peor para el alma celestial que estar encerrada en un cuerpo y tener que resistir todas las tentaciones de la vida en la tierra? Tener que volver a nacer y a morir una y otra vez, de un cuerpo a otro, sin que nunca se acabe. No puedo imaginarme un infierno peor.

—Las almas no transmigran. Dios crea cada vez nuevas almas. —Su voz sonaba cansada, como si comprendiera que no tenía sentido argumentar contra lo que ella afirmaba.

—Sí, sí, y luego Dios dice de sopetón: basta ya de diversión, voy a juzgarlos a todos, ya sea un viejo con una vida pecadora a sus espaldas o un recién nacido que ni siquiera ha tenido oportunidad de distinguir entre el Bien y el Mal, pero que según vosotros arrastra el pecado original y sólo por ello puede ser enviado al infierno. ¡Qué injusto es vuestro Dios!

—Algunas cosas no pueden explicarse de manera racional, simplemente son así.

—Porque vuestros sacerdotes lo dicen, y vuestros obispos, y vuestros arzobispos, y los cardenales y el papa. Todos esos hombres tan respetados, que se conceden a sí mismos cargos importantes, que presiden la mesa en la corte de los señores, que visten mantos de brocado y que llevan anillos de oro con piedras preciosas. Ordenan que se les construyan palacios para vivir, e iglesias de mármol, adornadas con oro y plata para su Dios. ¿Por qué ha de habitar Dios en una casa de mármol?

—Deja ya de sermonear, —exclamó Amaury.

Sabía que ella tenía razón, pero su cabeza estaba tan llena de remordimiento y de sentimiento de culpa frente a sus hermanos que ya no soportaba su lógica.

—¿Te has preguntado alguna vez si Cristo les ha dado ese ejemplo? —insistió ella.

Amaury no dijo nada. Los Buenos Cristianos vestían una sencilla túnica negra, se movían con humildad entre la gente del pueblo y se ganaban su frugal comida en los talleres o en el campo. No tenían iglesias ni conventos. Su iglesia estaba allí donde se reunían y predicaban.

—Esos falsos maestros enseñan mentiras. ¿Acaso pueden demostrar que Dios sigue creando nuevas almas? —prosiguió Colomba.

Él se encogió de hombros.

—Nosotros sí. Dios no crea continuamente almas nuevas, eso sólo lo hace el diablo. Todo hombre tiene dos almas. Una ha sido creada por Satanás e incita al hombre a cometer malas acciones. Esta alma es visible, al igual que todo lo que ha creado el maligno. Esta alma es la sangre. Por ello muere el cuerpo cuando ha perdido la sangre. La otra alma es invisible y ha sido creada en el cielo. Está encerrada en el cuerpo de carne y hueso como un esclavo del demonio. Estas almas transmigran aquí en la tierra de un cuerpo a otro y se van haciendo cada vez más viejas, hasta que finalmente aprenden a conocer el Bien y dan la espalda al Mal. Sólo entonces pueden abandonar este infierno terrenal. Puedo demostrarlo.

—¿Acaso fuiste una mosca o algo así en una vida anterior? —dijo Amaury malhumorado.

—¿Una mosca?

Amaury le contó lo que Pedro Mir le había dicho la primera vez que se vieron cuando quiso matar una mosca. Ella rió.

—Sólo regresan a los cuerpos que tienen sangre, los de los hombres, los animales o los pájaros. Mir te tomó el pelo. No se fiaba de ti, intentaba averiguar cuánto sabías de nuestra fe y hasta dónde habías llegado como Bon Homme.

—No muy lejos.

—No, nunca quieres escuchar las prédicas. Por ello no conoces la historia del Bon Homme que recordó algo que le había sucedido en una vida anterior.

Vio que él enarcaba las cejas, pero aparte de esto no reaccionó.

—El alma de aquel hombre había pasado después de una muerte anterior al cuerpo de un caballo. De su vida como caballo recordaba que había sido propiedad de un señor y que una noche cabalgaba con él persiguiendo a un enemigo. Avanzaban por un terreno rocoso y su casco quedó atascado en la grieta de una roca. Lo recordó porque le dolió mucho al intentar soltarse, y cuando por fin lo consiguió, perdió la herradura. Al morir el caballo, su alma regresó al cuerpo de un hombre y esta vez se convirtió en un Buen Cristiano. Trabajando y predicando fue recorriendo el país con su compañero, como hacen todos los Bons Hommes, y un día llegaron a la zona donde en su anterior vida había realizado aquel recorrido nocturno. Reconoció el lugar y le dijo a su compañero que en una vida anterior, cuando era caballo, había perdido allí una herradura. El otro lo creyó inmediatamente y se ofreció a ayudarle a buscar. Juntos exploraron el terreno y al poco encontraron la grieta. La herradura seguía atrapada allí.

Durante todo ese tiempo, Amaury había mantenido la mirada fija en su espada. Entonces levantó la vista. Colomba le sonreía.

—Sucedió de verdad. Yo misma he visto la herradura. ¿Nunca has tenido la sensación de que llegabas a algún lugar y pensabas “ya he estado antes aquí”, aunque estabas seguro de no haber puesto nunca los pies en ese lugar?

Él asintió titubeante.

—Estamos aquí, en este mundo, para hacer penitencia por el pecado que hemos cometido en el cielo, cuando los ángeles sucumbieron a las tentaciones del diablo. Pero hay una diferencia, algunos han pecado más que otros, pues algunos ángeles deseaban más que otros abandonar el cielo. Por ello algunas personas necesitan más tiempo para acabar, en un cuerpo bueno, en manos de los Buenos Cristianos. Finalmente, todas las almas se reunirán con su espíritu celestial, también las de quienes ahora son católicos. Sólo que los que llevan una mala vida tardarán más en llegar. El infierno no existe. Sólo existe el fuego en que se consume el alma mientras no ha encontrado un nuevo cuerpo para regresar. Nadie va al infierno, Amaury. Tú tampoco.

—¿Qué pasará entonces con el mundo y el diablo, cuando todas las almas regresen al cielo?

—En cuanto la última alma haya abandonado la tierra y haya regresado al paraíso celestial, el Mal desaparecerá del mundo y con ello el propio mundo, que es creación del maligno. Los cuatro elementos se unirán, como está escrito en los libros sagrados, y no quedará nada. El dios de las tinieblas, que es incapaz de crear algo eterno, quedará encerrado por su propia impotencia en la nada que perdurará eternamente. La herida que ha infligido a la eternidad se habrá curado.

Amaury empezó a enfundar lentamente la espada.

—Sabes explicarlo muy bien, Colomba. Parece indiscutible. Pero ¿qué hago yo con la herida de la eternidad? Ya tengo bastantes cicatrices en mi alma. Antes envidiaba a mis hermanos y a mi primo, porque eran más fuertes y porque luchaban mejor que yo. Intentaba superarlos siendo más listo que ellos. Se lo hacía notar incordiándolos con preguntas para las que no tenían respuestas. Su única defensa era tratarme de estúpido. Sobre todo Guillermo. Fastidiarle a él me causaba el mayor placer porque siempre conseguía enfurecerlo. Ahora está muerto y yo soy como ellos. —Con un golpe seco hundió la espada en su funda—. Antes, luchar era un juego hermoso, un arte noble. Vosotros me habéis enseñado a matar a mi propio pueblo. Soy un traidor.

—¿Qué esperabas cuando decidiste luchar bajo el estandarte de Pedro Mir? Querías protegernos, ¿no?

Él soltó una risa corta y desdeñosa.

—Protejo la vida de personas que por lo visto ansían morir.

—No tienes derecho a decir eso. No buscamos la muerte. Sólo que no podemos huir de ella. Has elegido bien, Amaury. Proteges a las personas que amas.

—Yo también amaba a mis hermanos y a mi primo. Amaba a Simón de Montfort.

—Eso es algo que no puedo comprender. ¡Ese hombre es el mismísimo demonio!

—No para aquellos a quienes ama. Arriesga su vida por sus amigos.

Colomba se levantó repentinamente.

—¡Entonces, por qué no vuelves a su lado!

—No puedo hacerlo. Me mataría.

—¿Eso quiere decir que estás aquí tan sólo por tu propia seguridad?

Estaba de pie delante de él, plantada en jarras y lo miraba indignada desde lo alto, cual pájaro negro con las alas alzadas dispuesto a emprender el vuelo, hacia el cielo, pensó él. ¡Cuánto había cambiado desde aquel día en que la vio en Béziers, hacía ya más de un año! La grácil muchacha se había convertido en una mujer. ¡Y pensar que entonces ya le había parecido tan adulta!

—Estoy aquí porque yo…

Se detuvo bruscamente. Por supuesto, no podía decirle que la amaba, eso era inconcebible. Haría el ridículo. Además no estaba seguro de qué sentimientos abrigaba ella por él. En diversas ocasiones, las mujeres de la casa en la que ella vivía le habían dicho que no estaba. Le decían la verdad, de eso estaba seguro, pues las Bonnes Dames no mentían nunca. Pero ¿dónde se metía? ¿Por qué se escondía de él? Intentó cambiar de conversación.

—Tengo miedo de que te suceda algo terrible. No te vistas más de negro, es demasiado peligroso. Ahora hay Buenos Cristianos que llevan ropas azules, para no ser reconocidos.

Ella negó con la cabeza, lenta y firmemente.

—Se acercan cada vez más, Colomba. Una vez hayan conquistado Termes, llegarán hasta aquí. ¿Crees que Montfort dejará que su amigo Bouchard de Marly se pudra para siempre en vuestras mazmorras? Si ha esperado es porque aún no ha llegado el momento. Volverá, te lo aseguro.

—No tengo intención de colgar mi túnica y menos por él. Y además, Termes es invencible.

—No lo es. El señor Raimundo ya negoció en una ocasión sobre las condiciones de la rendición.

—Porque se habían quedado sin agua. Pero ¿acaso no se desencadenó una tormenta aquella misma noche? —Volvió a sentarse a su lado en el borde del puente. A sus pies, el Grésilhou se precipitaba contra las rocas—. Gracias a esa lluvia torrencial vuelven a tener suficiente agua para meses. Tus sacerdotes católicos lo llamarían una señal del cielo, un milagro. Vosotros diríais que Dios está de vuestra parte. El agua es una materia terrenal y por tanto demoníaca. Satanás está jugando con vosotros. Termes no caerá.

—Eso sólo demuestra que el señor Raimundo está dispuesto a humillarse ante los cruzados. Si la necesidad le ha obligado a hacerlo una vez, puede volver a ocurrir.

—Pronto será invierno, Amaury. Termes está repleto hasta los topes de provisiones y ahora hay agua de sobra. Serán los cruzados quienes pasen penurias, tendrán que soportar el mal tiempo en las montañas. Ya han partido algunas de las tropas que habían servido la cuarentena. Si no llegan refuerzos, y en invierno no llegarán, a Montfort no le quedarán suficientes hombres para mantener el asedio. Ya verás que entonces se retirará con las orejas gachas.

—¿Cómo es que estás tan enterada? ¿Quién te da tantas noticias? ¿Tiene esto que ver con las veces que has desaparecido de repente sin que nadie quisiera contarme dónde estabas?

Colomba apretó los labios.

—¿Y si resulta que no tienes razón? Entonces Montfort llegará hasta Cabaret. ¿Qué harás entonces, Colomba? —No osó pronunciar la temida palabra. ¿La hoguera?

—Confío en que podré huir a tiempo.

—Pero no quieres renunciar a la túnica negra. Estás jugando con tu vida.

Ella se encogió de hombros.

—O sea, que yo tengo que arriesgar la mía para salvar la tuya. Es eso, ¿no?

—No tienes por qué salvar mi vida. La vida no es más que un calvario, trabajos forzados al servicio del demonio. Si quieres puedes librarte, como yo.

Su voz sonaba menos convencida que otras veces. Por un momento todo quedó en silencio, salvo el sonido de la cascada.

—Colomba, ¿dónde estás cuando no estás?

Lo miró de hito en hito sin decir nada. Después apartó la mirada.

—Tengo que irme. Me espera mi trabajo. Ya nos veremos.

Se levantó de un salto y se alejó. Demasiado apresurada, pensó Amaury, ¿o eran tan sólo imaginaciones suyas?