CABARET
Finales de julio de 1210
Colomba estaba sentada sobre una gran piedra a orillas del Orbiel. Junto a ella había una cesta medio llena de ropa enjuagada. Al otro lado, sobre una piedra, había dejado las prendas que aún le quedaban por lavar. Se había quitado la parte superior de la túnica negra, la había dejado colgar sobre su cinto y se había arremangado la falda que mantenía apretujada entre sus piernas. Sus pies descalzos se agarraban a la piedra mientras fregaba, frotaba, aclaraba o escurría la ropa. A veces plegaba la tela en un fardo que luego golpeaba con un canto rodado. A pesar de que se hallaba en un valle sombreado en la vertiente norte de la montaña donde se alzaban las torres de Cabaret, el calor apretaba mucho al final de la mañana. De vez en cuando se llenaba las manos de agua y se la echaba en el cuello y en la espalda. Su ropa interior de lino estaba empapada y la tela mojada la refrescaba.
Aparte de Colomba había otras mujeres en la orilla. Cotorreaban y reían sentadas con los pies en la corriente mientras sus manos hacían el trabajo. Sólo Colomba estaba callada. Con creciente furia golpeaba la ropa con la piedra. Estaba enfurecida porque los hechos habían demostrado que estaba equivocada. Minerve había caído después de un asedio de cerca de cinco semanas. Le indignaba la mezquindad con que los cruzados habían tratado a los habitantes de Minerve. Primero habían aislado el castillo y su pueblo del exterior. Nadie había pensado que los cruzados fueran capaces de alcanzar la fortaleza con sus máquinas de guerra. Sin embargo, apedrearon el pozo y el camino que hasta allí conducía desde el otro lado del barranco con una enorme catapulta. Pronto causaron tales destrozos que fue imposible sacar agua. En poco tiempo, el calor del estío y la prolongada sequía hicieron insostenible la situación en la fortaleza asediada. El calor, el hambre y la sed atormentaban a los habitantes y brotaron enfermedades, por lo cual el señor de Minerve no tuvo más remedio que negociar con el enemigo. Cuando a punto estaba de alcanzar un acuerdo con Simón de Montfort, el abad cisterciense Arnaud Amaury lo frustró temiendo que los “enemigos de Cristo” se le escaparan de las manos. Encargó a ambos negociadores que redactaran por escrito y por separado las condiciones del acuerdo. Y sucedió lo que había previsto el abad. Cada cual consideró inaceptables las exigencias del otro. Montfort propuso al señor de Minerve que volviera a su fortaleza y se las apañara para salvarse a sí mismo y a sus habitantes. Éste sabía muy bien que era inútil seguir resistiendo y que no podía seguir exponiendo a sus vasallos a tan dura prueba. Ofreció su rendición incondicional y a cambio se le aseguró que todo aquel que se reconciliara con la Iglesia católica se salvaría. Tanto Arnaud Amaury como los de Minerve sabían que los Buenos Cristianos jamás harían tal cosa. Aunque Montfort les imploró que volvieran a la verdadera fe para salvarse, ciento cuarenta subieron voluntariamente a la hoguera que los cruzados habían preparado en el barranco, al pie de la fortaleza. Sólo tres Bonnes Dames se dejaron convencer para abjurar del Verdadero Cristianismo, al que a partir de entonces llamarían fe herética. Un triunfo personal de la madre de Bouchard de Marly, el cruzado que llevaba ya ocho meses en poder del señor de Cabaret.
Ciento cuarenta Buenos Cristianos quemados vivos por las llamas… Cada vez que lo pensaba, los ojos de Colomba se llenaban de lágrimas. Había oído los terribles detalles de boca de los refugiados y heridos de Minerve, que eran atendidos en Cabaret. Los recuerdos de Béziers la acosaban con más fuerza que nunca y ella golpeaba con furia una y otra vez la piedra contra la ropa. Pero sobre todo estaba enfurecida con Amaury porque había tenido razón. Los cruzados, le había dicho él, eran capaces de todo y eran tan numerosos que ninguna fortaleza, por muy fuerte que fuera, podía ofrecerles resistencia durante mucho tiempo. Colomba no podía creerlo, no quería creerlo. El país era inmensamente grande, había tantos pueblos y castillos donde los Buenos Cristianos se ocultaban y tantos señores que los protegían. Había burgos construidos en lo alto de los peñascos, como nidos de águilas. ¿Cómo querían conquistarlos? Bien era cierto que después de la caída de Minerve, el ánimo de los señores occitanos estaba por los suelos. Se habían entregado al enemigo y habían entregado sus posesiones a cambio de tierras en la llanura abierta que no gozaban de la protección de las murallas. Uno de ellos era el señor de Montreal, por lo cual quedaban eliminados dos de los tres grandes negociadores que habían querido involucrar a Pedro de Aragón en la cuestión. ¡Cabaret no se daría tan fácilmente por vencida! La irritaba que los cruzados se sobrestimaran de tal forma. La sacaba de quicio que Amaury estuviera tan convencido de que los cruzados eran invencibles. Sin embargo, el día que le contaron lo de la hoguera de Minerve, Amaury no había osado mirarla a la cara, pues se avergonzaba de sus compatriotas. ¡Si lo único que le retenía aquí era su sentimiento de culpa, por ella ya podía largarse! Todo lo que él decía y hacía era contradictorio. Decía que los Buenos Cristianos eran hombres temerosos de Dios y que sentía un profundo respeto por ellos, que vivían de una forma más pura que la mayoría de los clérigos católicos. Sin embargo, no quería convertirse en uno de ellos y profesaba a escondidas su fe católica. Decía que seguía sintiéndose un extraño en Cabaret. Sin embargo, no quería regresar con sus compatriotas. No toleraba que se hablara mal de Simón de Montfort. Sin embargo, se había unido nada menos que a Pedro Mir, que con su cuadrilla de navajeros sigilosos asaltaba al enemigo desde las montañas. ¿Qué quería él en realidad? La piedra golpeó contra la ropa. ¿Y qué quería ella en realidad?
—¡Colomba! —gritó una de las mujeres en tono de reproche—, ¡si sigues así, agujerearás la ropa!
Alzó la vista, su mano se quedó congelada sobre el fardo de ropa. Al otro lado, donde se extendía el lecho seco del río Grésilhou, por debajo del pueblo de Cabaret, se acercaban el ruido de herraduras y el golpeteo de espuelas y arreos. Mir y sus hombres regresaban de una correría por los territorios conquistados. Colomba se levantó de un salto y cruzó el río saltando de piedra en piedra sobre sus pies descalzos para ver a los jinetes antes de que desaparecieran detrás de las fortificaciones del pueblo. Cuando hubo llegado al puente sobre la cascada, donde en verano el agua del Grésilhou se filtraba hasta el Orbiel, vio llegar a la comitiva. Se acercaban en fila india desde el otro lado del barranco. Los caballos estaban sudados y avanzaban a rienda suelta golpeando cansinamente con sus cascos contra las piedras. Los hombres estaban cubiertos de polvo y manchas de hollín con las que se habían camuflado el rostro hasta quedar casi irreconocibles. Colomba fijó la vista en la lejanía. Dado que no podía portar su propio escudo, Amaury llevaba, como la mayoría de los demás jinetes, los colores de Cabaret. No montaba el caballo blanco que le había dado Mir. En sus saqueos nocturnos, los hombres siempre utilizaban caballos oscuros. El corazón de Colomba latía con fuerza. Cada vez que Mir salía, ella temía que él no volviera. Los jinetes pasaron uno por uno delante de sus ojos, sin que ella lo reconociera. El último ya había pasado de largo cuando de detrás de la curva apareció un rezagado que llevaba un segundo caballo de las riendas. Un hombre yacía transversalmente sobre la silla de montar del último caballo. A Colomba se le cortó la respiración. En ese momento, el último jinete levantó la mano, se quitó la capucha de mallas y se soltó la de cuero que le protegía la cabeza. Después se inclinó hacia adelante y se sacudió el pelo que estaba empapado de sudor y que se le había pegado a la cabeza. Una amplia sonrisa apareció en el rostro de Colomba. Era Amaury. No podía nunca esperar hasta echar pie a tierra y siempre empezaba a desvestirse en la montura. No veía razón alguna para esperar hasta encontrarse en territorio seguro. Se había adaptado rápidamente a la falta de disciplina en la unidad de Mir. El noble le había dado un sobrenombre el mismo día en que se conocieron. Lo llamaba Cap Perdut. Cabeza perdida, ése era Amaury, el atolondrado. Pero era precisamente esa ingenuidad desconcertante lo que la atraía de él y además estaba convencida de que gracias a ella Amaury conseguía salir airoso de las situaciones más precarias.
—Creo que tenemos que hablar, Colomba, —dijo una voz a su costado.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo como si la hubiesen pillado dando un paso en falso. Se hincó de rodillas y murmuró las palabras obligadas frente a la Bonne Dame, que la escuchó pacientemente y le contestó con las frases acostumbradas. Era una mujer de edad mediana que desde hacía años dirigía en Cabaret una casa para mujeres y muchachas que deseaban recibir el consolamentum. Hizo un gesto para que Colomba se sentara a su lado en el borde del puente de piedra.
—Tienes la mirada huidiza de alguien que se siente culpable.
La muchacha bajó los ojos.
—Creo que sé lo que te pasa. Tiene que ver con ese joven de Salsigne, ¿no es así?
No hubo respuesta.
—Ya nos preocupaba que te relacionaras con él cuando trabajaba en las minas. Pero a la sazón él había recibido el consolamentum y por eso hicimos la vista gorda. Ahora la situación ha cambiado por completo. No sabemos de qué lado está. ¿Acaso ha vuelto a caer en la fe católica?
—No estoy segura.
—¿Te ha hablado alguna vez de otra fe que no sea la nuestra? ¿Ha intentado alguna vez sembrar dudas en ti, convencerte para que aceptes otras ideas?
—Nunca me ha hecho dudar.
—¿Te has parado a pensar alguna vez lo que habrías hecho si fueras libre en tus acciones? ¿Acaso su regreso al Mal no te ha hecho lamentar el haber aceptado el consolamentum?
—Precisamente espero poder ganarle para la verdadera fe.
—¿Estás segura de que eso es todo? ¿No hay otra razón de que siempre busques su compañía?
—Alguien ha de preocuparse por su suerte. No tiene a nadie más.
—Creo que estás enamorada de él.
—¿Yo…? ¿Enamorada? —tartamudeó Colomba.
—En una ocasión te besó, me lo contaste.
—De eso hace ya tiempo. Lo hizo porque yo le había pegado.
—Recuerdo la historia que me contaste. Una reacción curiosa para alguien a quien acaban de pegar. ¡Y eso que él llevaba la túnica!
—No ha vuelto a suceder.
—¿Está él enamorado de ti?
Colomba levantó los ojos y miró suplicante a la Bonne Dame.
—Nunca se lo he pedido. Ambos tenemos un recuerdo terrible de Béziers. A veces hablamos de eso… —Se interrumpió. No era cierto, estaba mintiendo. La mujer no dijo nada, esperó pacientemente a que prosiguiera—. Sucedieron cosas terribles. ¿Por qué no podemos vivir en paz los unos con los otros? ¿Por qué no nos soportan como los soportamos nosotros a ellos? Yo estaba tan segura de todo. Pero si aquí sucede lo mismo que en Minerve, no sé si tendré el valor de… —Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas.
—De soportar las persecuciones y enfrentarte a la muerte, por el amor de Dios y por tu salvación, —completó la Bonne Dame.
—De morir en la hoguera, —dijo Colomba sollozando—. En Béziers era tan valiente, no tenía tiempo de pensar. Ahora tengo miedo.
—Has elegido esta vida de forma bien meditada. Una vez que te has distanciado del mundo maligno, de esta vida, de este cuerpo, entonces el paso ya no es tan difícil, entonces lo ansías, pero nunca es fácil. Aún eres muy joven. Te ayudará si, como yo, vives durante largo tiempo de forma pura y tienes la sensación de que casi has completado tu tarea. No es sensato que sigas viendo a ese joven. Ello trastorna tu serenidad. Sería preferible que te mantuvieras alejada de él. El enamoramiento es una trampa del dios de las tinieblas.
—¡No estoy enamorada! —exclamó.
La Bonne Dame alzó un dedo a modo de advertencia.
—Creo que no estoy enamorada, —se corrigió Colomba.
—¿Y pretendías salir a su encuentro de esta guisa?
—Colomba siguió la dirección de la expresiva mirada. Se sonrojó cuando vio que la blusa mojada se pegaba a sus pechos como una segunda piel. La mujer exhaló un suspiro.
—Soy tu guardiana, pero no soy un centinela. No te voy a prohibir nada ni tampoco voy a espiarte. Has elegido esta vida voluntariamente y has de actuar conforme a ello. No has de hacer nada porque así lo desee otro. Deberías ser la primera en saberlo.
—Con estas palabras, la Bonne Dame se levantó y caminó lentamente de vuelta al pueblo.
—Colomba se quedó atrás, mientras en su interior se libraba una batalla. Hubiese querido salir corriendo hacia Cabaret para ver si Amaury había regresado sano y salvo, para preguntarle dónde había estado, qué experiencias había tenido y qué botín habían capturado los hombres. Una voz más fuerte en su interior le decía que todo lo que él le contara tendría que ver con la violencia. ¿Acaso no había visto el muerto que transportaba sobre el último caballo? Y a ella, la violencia, en cualquiera de sus formas, la horrorizaba.
—Pero ¿acaso no podía ir hasta allí con el pretexto de que necesitaban su ayuda? Si había heridos, habría que cuidar de ellos y habría que limpiar y amortajar a los muertos. Se estremeció. Por fortuna nunca había tenido que hacer ese trabajo. Era una tarea reservada a las mujeres mayores. Sólo las había ayudado para entregarles lo que necesitaban y durante el año había tenido que hacerlo demasiadas veces, pues ya habían muerto muchos de los desgraciados de Bram. Dio media vuelta con decisión y regresó a la colada que había dejado sobre las piedras. ¡No estaba enamorada! ¿Cómo podía estarlo de alguien que creía que existía un solo Dios que había causado toda esta miseria al crear un mundo que no era perfecto, un paraíso en el cual el Mal crecía de un árbol?
—Amaury se despertó sobresaltado de un sueño intranquilo.
—¡Inútil! ¡Gandul! ¡Chusma holgazana!
—Pedro Mir avanzaba maldiciendo entre los soldados de sus caballeros y los despertaba dando patadas a derecha e izquierda. El sol estaba aún alto en el cielo, apenas habían descansado un par de horas desde que habían regresado a Cabaret.
—El joven caballero se levantó gimiendo. Pensó que había poca diferencia entre un campamento militar francés y uno occitano. En ambos casos te llamaban holgazán y no te daban ni un segundo de tranquilidad.
—¡Levanta ese culo holgazán de la paja! ¡Hacia la medianoche tendremos que haber llegado a Carcasona!
—¿Carcasona? Los caballeros se miraron asombrados y se pusieron en movimiento. Mir ya había salido y los esperaba fuera. Su hermano, Pedro de Saint-Michel, también estaba con él. Nadie se había tomado la molestia de cambiarse. Muchos estaban demasiado cansados y sólo se habían desprendido de su armadura. En pocos instantes todos se congregaron delante de sus comandantes.
—Montfort piensa atacar Termes. Saldremos en cuanto caiga la noche. El señor Pedro Roger de Cabaret dirigirá personalmente esta expedición.
—La noticia provocó una reacción de incredulidad. ¡Termes! Si la conquista de Minerve rayaba en lo imposible, una toma de Termes podía calificarse de proeza sobrehumana. El castillo se alzaba a una altura vertiginosa sobre un peñasco inaccesible, a cuyo pie un arroyo se precipitaba en un abismo. Sólo una de las caras era accesible a través de una ladera de bancales, donde el enemigo tenía que acercarse al burgo sin ningún tipo de protección. Por consiguiente, podía defenderse tan bien que cabía calificarlo de inexpugnable.
—Después de eliminar al señor de Minerve y tras la rendición de Montreal, habría sido más lógico que Montfort atacara Cabaret, pero por lo visto eso todavía lo asustaba. En cambio, la familia aristocrática de Termes, que estaba unida por matrimonio a la casa de Minerve y que además profesaba abiertamente el Verdadero Cristianismo, se creía prácticamente intocable. Los señores de Termes manifestaban desde hacía generaciones una clara hostilidad contra los clérigos católicos y saqueaban iglesias y conventos, mientras que sus mujeres dirigían casas para Bonnes Dames. Saint-Michel tomó la palabra.
—Los cruzados han sacado de la ciudad sus máquinas de asedio y las están desmontando y preparando para transportarlas a Termes. Seguramente saldrán mañana. Hemos de actuar con suma rapidez. Nuestra tarea es atacar el campamento de noche y destruir el material de guerra.
—¿Cuántos seremos? —quiso saber un caballero.
—Trescientos, —respondió Mir.
—¿Y ellos?
—Según nuestro hombre en Carcasona, no son más de cien. No hay caballeros, sólo infantería y soldados montados.
—Por lo demás sólo hay criados y carreteros desarmados, —explicó Saint-Michel.
—Se oyeron risas desdeñosas.
—Un juego de niños, —fue el comentario.
—Eso sólo lo sabremos esta noche, —dijo Mir secamente y alzando la voz para que se le oyera por encima de los caballeros que no paraban de gritar que ya se encargarían ellos de todo—. Así que, caballos frescos, señores, armadura completa y hachas.
—Amaury regresó a su cuartel y empezó a ordenar sus armas. Después de haber informado a los soldados que estaban a sus órdenes y de prepararlo todo, se dirigió a las cuadras. Montaría en el caballo blanco, que era más rápido y estaba más descansado que el alazán con el que había cabalgado la noche anterior. Una manta de lino oscuro, que cubría al animal hasta las rodillas delanteras sería suficiente para avanzar de noche sin ser visto. Una vez acabados los preparativos, los caballeros tomaron una cena ligera. Reinaba un ambiente animado entre los hombres, la perspectiva de golpear al enemigo con esta acción de sabotaje relativamente sencilla les hacía sentirse despreocupados. Amaury comió rápidamente algo de pan y alubias y salió afuera. El calor del día todavía es —~ taba atrapado entre las laderas de las montañas. En el resplandor del sol de la tarde, las casas de Cabaret proyectaban largas sombras sobre la tierra seca y elevaban los tres castillos con sus torres hasta el cielo. Amaury llamó a la casa de las Bonnes Dames donde vivía Colomba. Abrieron la puerta. No, no estaba allí y no sabían dónde podía estar.
—Pero ¿adónde habrá ido? —preguntó Amaury señalando con un gesto amplio las casas y las torres como queriendo decir: ¡no habrá ido muy lejos!
—La Bonne Dame se encogió de hombros.
—Creo que esta mañana la vi en el puente.
—Podría ser.
—Un mal presentimiento se apoderó de él.
—No se habrá ido, ¿verdad?
—¿Necesitas algo?
—No. Esta noche salimos. Confío en poder volver.
—¿Otra vez? —La mujer lo miró asombrada, mas no le preguntó nada, y sacudió compasivamente la cabeza—. Si vienes para que te den la convenenza, tendrás que ir al más viejo de los Bons Hommes. ¿Sabes dónde está su casa?
—No, yo…, eh…, sí.
—No necesitaba para nada la convenenza, una especie de contrato que sellaban los creyentes a fin de, en caso de caer mortalmente heridos, poder recibir el consolamentum en el lecho de muerte aunque hubieran perdido el conocimiento y ya no pudieran recitar las 130 oraciones preceptivas. Estaba casi seguro de que Mir y Saint-Michel habían llegado a un acuerdo de este tipo. En tal ocasión, seguro que habían hecho un generoso donativo a la Iglesia de los Buenos Cristianos.
—Sólo saludadla de mi parte, —dijo.
—Rezaremos para que volváis sanos y salvos. Ve con Dios.
—La puerta se cerró y Amaury regresó sin prisas para recoger a su caballo y ponerse la cota de malla.
—Salieron mucho antes de que se hiciera de noche. A la luz del sol poniente avanzaban tan rápido que pronto pudieron distinguir la silueta de la ciudad que se dibujaba contra el cielo estrellado. Al igual que la noche anterior, la luz de la luna iluminaba suficientemente el camino para poder avanzar. El señor Pedro Roger de Cabaret envió a un explorador que más tarde regresó diciendo que el campamento se hallaba a orillas del Aude, donde los guijarros del río formaban una base llana y firme para trabajar con material pesado.
—Bien —dijo el señor de Cabaret, quien no pedía para sus caballos mejor suelo que los bueyes y mulas de los cruzados.
Sus hombres se apretujaban para ser los primeros en cruzar el río y resultaba difícil contenerlos. El señor Pedro Roger llamó a Mir y Saint-Michel para consultarles. Decidieron cruzar el Aude a una prudente distancia del campamento y se dividieron para atacarlo por tres flancos.
—¡A las armas! —fue el grito de alarma que lanzaron los desconcertados guardias.
Pero ya era demasiado tarde. Una oleada de jinetes inundaba en ese instante el campamento y sembraba confusión y pánico. Los carreteros desarmados se apresuraron a ponerse a salvo y salieron de estampida hacia la llanura abierta. Los soldados de a pie ofrecieron una dura resistencia, pero poco podían hacer contra los caballeros armados hasta los dientes. Una vez llegaron al campamento, los mozos montados de Cabaret echaron pie a tierra y empezaron a destrozar las máquinas de asedio, mientras los jinetes seguían luchando con los soldados de la guarnición. La violencia de decenas de hachazos rompió el silencio nocturno, como si estuvieran talando todo un bosque. Las astillas salían volando y las vigas crujían. Puesto que su pesada armadura le impedía apearse del caballo, Amaury dirigió a sus hombres hacia las máquinas de asedio y sin desmontar empezó a golpear las vigas, contento de haber reforzado su musculatura en las minas de Salsigne.
El señor Pedro Roger contemplaba impaciente los destrozos que estaban causando, sin perder de vista la ciudadela. El material era pesado y las vigas, demasiado gruesas para poder atravesarlas con un par de hachazos. Le parecía que todo iba demasiado lento. ¿Ya habrían dado la señal de alarma en Carcasona? Si en la ciudad se olían algo, no tardarían en enviar tropas de apoyo. ¿Cuántos destrozos podían causar sus hombres antes de que llegaran los refuerzos? Alguien había abierto el corral de los animales de carga y las bestias espantadas no hacían sino incrementar la confusión. Otro había tenido la idea de cortar las cuerdas que sujetaban una carga de vigas a un carro. La carga cayó rodando con enorme estruendo, aplastando todo lo que hallaba a su paso. El ruido provocó un grito de júbilo entre los hombres de Cabaret, que volvieron a abalanzarse con el sudor en las manos sobre las máquinas de guerra. Los bueyes y las mulas salieron de estampida…
—¡Quemadlo todo! —gritó Mir.
Su orden fue acatada por veinte hombres a la vez. Encendieron manojos de paja en las hogueras del campamento de los cruzados y los colocaron debajo de las pesadas balistas. Por un momento las llamas prendieron con fuerza, pero en la noche de verano sin viento, el fuego no tardó en apagarse en cuanto se hubo consumido la paja. Los soldados pidieron más paja y más leña.
—¡El fuego nos delatará, lo verán desde la ciudad! —advirtió Amaury.
—Cap Perdut ha vuelto a encontrar su cabeza, pero ahora ha perdido su corazón. ¡Se le ha caído a los pies! —se burló Mir—. A estas alturas ya se habrán enterado, chico.
Con un ominoso estruendo se derrumbó parte del armazón de una catapulta que a la luz de la luna parecía una enorme flor partida.
—¡Jinetes enemigos! —gritó Saint-Michel, justo cuando empezaba a prender el fuego debajo de un par de balistas.
El pánico cundió entre los soldados de a pie.
—¡Los cruzados!
—¡Retirada!
—¡Nadie saldrá huyendo! —gritó el señor de Cabaret por encima del estruendo. Acto seguido empezó a repartir órdenes—. ¡Hay que destruir esas máquinas de guerra aunque dejemos la vida en ello! ¡Nosotros estamos aquí para defenderos! Él mismo dio el ejemplo saliendo al encuentro de los caballeros de Carcasona blandiendo la lanza. Amaury suponía que los caballeros de Cabaret formarían a la izquierda y la derecha del señor Pedro Roger para así impedir que el enemigo entrara en el campamento. Pero en lugar de ello se agolpaban para ponerse en primera fila y demostrar su valor siendo los primeros en salir al encuentro del enemigo que se acercaba blandiendo las lanzas. Eran más de cien. Ambos bandos disminuyeron la velocidad, los cruzados en una columna cerrada, los occitanos en una formación caótica. A ambos lados se lanzaron gritos de guerra. Después los caballos y los jinetes se abalanzaron unos sobre otros. Las lanzas chirriaban contra los escudos y las espadas golpeaban contra los yelmos.
En la oscuridad de la noche, con el resplandor de la luna como única iluminación, era difícil distinguir quién era quién. Los blasones de colores chillones en los escudos de los nobles y las libreas de los de Cabaret y Carcasona sólo se reconocían vagamente. Amaury se hallaba cerca de Pedro Mir en medio del tumulto, que poco a poco se iba desplazando hacia el río. La lucha era encarnizada y en ambos bandos caían heridos. El comandante francés se mantenía al margen de la contienda. Intentaba evaluar los daños que habían sufrido sus máquinas de asedio. Cuando hubo visto suficiente, volvió grupas y lanzando un feroz grito se abalanzó sobre los combatientes que entre tanto habían llegado al río. Se abrió camino entre la multitud hasta que se quedó atascado en el centro, donde la lucha era más intensa. Perseguía al señor de Cabaret, pero se encontró de frente con Mir y sus hombres, que protegían a su señor. Apuntó con su lanza al escudo más cercano y lo redujo a un montón de chatarra. El arma atravesó la cota de malla de su contrincante. El desgraciado caballero cayó en el agua poco profunda. Amaury se horrorizó al ver que el comandante francés hundía después su lanza en el cuerpo caído y desenfundaba su espada. Su siguiente víctima retrocedió, espoleó al caballo e intentó alejarse. El francés lo persiguió y le asestó un mandoble. Encogido por el dolor, el hombre dejó caer su escudo y se llevó las manos al costado. Sin embargo, antes de que el comandante pudiera darle el golpe de gracia, Amaury consiguió abrirse paso y llegar hasta ellos. Habían caído ya tantos heridos y se habían retirado o huido tantos, que el joven caballero tenía de repente suficiente espacio para maniobrar su corcel y su espada. Empuñó el arma con ambas manos e intentó golpear con ella a su enemigo. No consiguió herirlo, pero en cualquier caso pudo evitar que le diera a él. Su camarada herido se agarró a la montura y huyó.
—¡Aimery! ¡A tu derecha! —era la voz de Pedro Mir.
El joven caballero volvió la cabeza de golpe, justo a tiempo para detener el ataque de un segundo contrincante que se inmiscuía en la lucha. Reconoció el blasón de Crépin de Rochefort, un vasallo de Simón de Montfort, cuyas tierras no estaban muy lejos de las de Poissy. Al igual que los Poissy, había sido uno de los primeros en unirse a la Cruzada. El rostro de Rochefort se escondía detrás de la visera de su yelmo. Amaury se alegró de ser irreconocible. La repentina confrontación lo entretuvo justo lo suficiente como para dar una oportunidad al comandante francés de atacar. La espada alcanzó a Amaury de lleno en su escudo. El golpe hizo que todo su cuerpo se estremeciera y le entumeció el brazo y el hombro derecho. Inmediatamente vio cómo la espada de Rochefort caía sobre él. Pero justo antes de que el arma alcanzara su yelmo, oyó tras sí un alarido brusco y casi al mismo tiempo los hierros entrechocaron por encima de su cabeza.
—¡Estás dormido, Cap Perdut! —Mir tiró de él hacia atrás y colocó su caballo junto al de Amaury. Juntos mantenían a los dos franceses a distancia—. ¡Nos largamos! ¡Hemos sufrido demasiadas pérdidas! —gritó Mir.
Reuniendo fuerzas repartieron aún unos cuantos golpes y espolearon a sus caballos tan pronto llegaron a aguas menos profundas.
—¿Y los peones? —preguntó Amaury por encima del ruido de los cascos.
—¡Hace tiempo que se largaron!
—¿Y el señor Pedro Roger?
—¡Sano y salvo! —dijo Mir, y acto seguido maldijo las endemoniadas máquinas, muchas de las cuales seguían casi intactas.
Después no volvieron a hablar. Bastante esfuerzo les costaba huir de los cruzados que los perseguían.