CABARET

Abril de 1210

Amaury sabía una cosa con certeza: por muy impulsiva que hubiera sido, su decisión de quedarse en Cabaret era irreversible. Si volvía con los cruzados, lo considerarían un traidor, y no le aguardaba un destino muy distinto al del escribano francés al que habían arrastrado por las calles de Bram y luego ahorcado. A fin de cuentas, se paseaba por voluntad propia entre los herejes, mientras que a unas decenas de metros se hallaba Bouchard de Marly, quien llevaba ya cuatro meses prisionero en el castillo. Por tanto tenía que quedarse, pues no había solución intermedia. A decir verdad, había de admitir que ni siquiera le costaba demasiado. Se había acostumbrado al duro trabajo en las minas y además estaba cerca de Colomba.

Aunque no lo suficientemente cerca. Los terribles rostros mutilados de los ciudadanos de Bram lo perseguían en sus sueños. Una y otra vez se despertaba sudando en plena noche y en la oscuridad veía el rostro de Colomba, en el cual los ojos morenos, la graciosa nariz y los finos labios habían dejado sitio a heridas abiertas, como si lo mirara una calavera. En tales momentos, una única idea acaparaba sus pensamientos: ponerla a salvo, llevársela lejos de Cabaret.

Además, se había dado cuenta de otra cosa: estaba enamorado de ella.

Esto era lo que más le asombraba, sobre todo porque se trataba de un amor imposible. En sí no era tan extraño. Colomba era una chica guapa. Era muy distinta de Eva. Sin sentir la más mínima vergüenza era capaz de decir cosas que a él le sacaban de quicio, para luego hacerse la inocente y la ofendida si él se enfadaba. Además, en lo tocante a la posición social, Colomba era inferior a él, y por consiguiente sólo podían tener una aventura, algo que, aunque él quisiera, era impensable. Pero por encima de todo era una hereje y no sólo eso, sino que estaba a punto de convertirse en una perfecta. Al principio ya le había advertido de que no la podía tocar. Ni siquiera podían hacerlo sus correligionarios masculinos. Para saludarla se limitaban a tocarle la manga. Aquella vez que la había abrazado, en el camino de Salsigne a Cabaret, había sido suficiente para despertar su virilidad. Él mismo se había sobresaltado. Por una sola vez le había permitido cogerle de la mano, pues de todas formas ya había pecado y luego, durante todo el camino, él no había podido evitar fantasear cómo sería hacer el amor con ella, a pesar de haberse esforzado por encauzar sus pensamientos en otra dirección.

Si hubiese sido sensato, se habría marchado aquel mismo día. Pero a causa del drama de Bram seguía aquí, con su sentimiento de culpa, sus dudas, su temor y un amor con el que no sabía qué hacer, pues no osaba expresarlo.

Mientras tanto, Simón de Montfort conquistaba un lugar tras otro con sus leales y sus tropas de apoyo frescas, y en un breve espacio de tiempo consiguió apoderarse de todo el Minervois. Sólo se libraron la propia Minerve y el castillo de Ventajou, gracias a su emplazamiento inexpugnable. Después, las tropas enemigas se acercaron a Cabaret. El señor Pedro Roger se preparó para la lucha y mandó buscar hombres en Salsigne para que le ayudaran a reforzar las obras de defensa de Cabaret. Sin tener que pensarlo dos veces, Amaury se ofreció voluntario y se mudó al pueblo al pie de la fortaleza.

No llegaron a asediar la ciudad. Un buen día, Montfort se aventuró a entrar en el valle del Orbiel, pero seguramente recordó las pérdidas que había sufrido en septiembre del año anterior. Por ello se contentó con asolar las laderas que quedaban fuera del alcance de las armas de la fortaleza. Maldiciendo y amenazando, sus soldados arrasaron y arrancaron los valiosos pámpanos de los viñedos. A continuación, sus jinetes se pasearon a caballo delante de la fortaleza desde una prudente distancia, y agitando las cepas, gritaban que a partir de ahora los señores de Cabaret tendrían que beber agua. Atrincherado detrás de las murallas que él mismo había ayudado a restaurar, Amaury intentaba divisar al temible comandante. Le enfurecía el triste espectáculo de los viñedos asolados, precisamente cuando los sarmientos acababan de brotar. Ardía en deseos de participar en la lucha, aunque sólo fuera porque por lo menos tendría la sensación de proteger a Colomba contra el enemigo y de demostrar que no era uno de esos que habían mutilado a aquellos inocentes ciudadanos.

El señor Pedro Roger de Cabaret no se quedó mirando de brazos cruzados. Ordenó a sus jinetes y arqueros que hicieran una salida a fin de ahuyentar a los invasores. Amaury se unió a ellos, aliviado de que por fin se emprendiera algo. Armado con su pico se abalanzó hacia la puerta de la ciudad y salió con los demás por propia iniciativa. El enemigo desapareció antes de que él hubiera podido acercarse suficientemente. Sólo los jinetes y los arqueros pudieron hacer algo. Éstos consiguieron alcanzar a Montfort en el pecho, mas no se desplomó de su caballo. Siguió luchando y más tarde se retiró con los demás. Amaury oyó los gritos de alegría cuando el enemigo emprendió la huida y se dio cuenta de lo ridículamente inútil que era, a pie con una herramienta que no se parecía en nada a un arma. Casi llorando de impotencia contempló los destrozos que habían causado sus antiguos compañeros de combate y luego arrojó el pico lejos de sí.

—¡Dadme una espada y un caballo y les daré una lección! —gritó.

—¿Quieres montar a caballo? —preguntó alguien a su espalda.

El joven se volvió de golpe. Detrás de él había un jinete que le miraba divertido desde lo alto de su caballo. Era Pedro Mir, el guerrero de Fanjeaux.

—Puedo montar como nadie, casi nací sobre un caballo, —fanfarroneó Amaury belicoso, olvidando su condición y su aspecto actual.

El otro le contestó con una risa burlona.

—Tienes ganas, ¿no? Mi escudero cometió la insensatez de dejar que le tiraran del caballo. Fue pisoteado por una docena de jinetes y nunca podrá volver a montar. Si es cierto lo que dices, intenta atrapar su caballo. —Le señaló un punto en la lejanía, donde un caballo blanco sin jinete galopaba a bastante distancia detrás de las tropas enemigas.

—Se necesita un caballo para atrapar a un caballo. Así podría alcanzarlo antes de que vos llegarais a pie a Cabaret.

Para sorpresa suya, Pedro Mir echó pie a tierra y le tendió las riendas.

—¿Qué apostamos? —dijo sonriendo mientras examinaba al joven de pies a cabeza.

—Si lo atrapo… ¡Antes de que yo llegue a pie a Cabaret, será mío!.

—¿Y qué me darás si no lo atrapas?

—Entonces seré vuestro escudero.

El caballero soltó una carcajada.

—Eso suponiendo que quiera tener un escudero como tú. Antes de elegirte a ti tengo a otros diez mejor preparados que tú que se mueren de ganas por servirme.

—Yo no me muero de ganas, —dijo Amaury. No le atraía en absoluto la perspectiva de tener que pasar el resto de sus días limpiando las armas de otro. Había estado acostumbrado a que otro lo hiciera por él—. Sólo quiero un caballo y un arma. Si espero más, podré olvidarme del jamelgo.

Montó de un salto en la silla y echó a galopar, dejando tras sí a Pedro Mir envuelto en una nube de polvo.

Acaso el caballero de Fanjeaux confiaba en que el aspirante a jinete se cayera en un abrir y cerrar de ojos. Pero tal como había dicho, Amaury regresó con el caballo, antes de que el otro hubiera alcanzado las torres en la cima. Se apeó de un salto del corcel y le entregó las riendas al propietario. No había olvidado montar a caballo, pero sus músculos ya no estaban avezados. Satisfecho, dio las gracias al caballero y se alejó tambaleándose sobre sus piernas con la sensación de que entre ellas cabía un carro, y seguido por el caballo blanco humeante.

—¡No tan rápido, jovencito! —Pedro Mir volvía a estar sentado en su montura y avanzaba a su lado. Frunció las oscuras cejas. Con su mano cubierta por un guante de hierro señaló la túnica negra de Amaury—. Explícame por qué un futuro Bon Homme arde en deseos de derramar sangre.

Sólo entonces se dio cuenta Amaury de que al otro lado lo flanqueaba uno de los jinetes de Mir, el mismo que le había seguido como una sombra desde el momento en que el caballero le entregara el corcel. Si hubiera caído en la tentación de largarse con el animal, no lo habría conseguido. La angustia le encogió el corazón. ¿Acaso Colomba no le había advertido contra los dos exiliados de Fanjeaux? Ahora, por culpa de su comportamiento impulsivo, había sido descubierto precisamente por Pedro Mir. Pero le había ido bien montar a caballo. Por un momento había vuelto a saborear la vida a la que estaba acostumbrado. Le sabía a poco y ello lo envalentonó. Además, ¿qué era más creíble que la verdad?

—Me administraron el consolamentum cuando estaba gravemente herido y pensaban que moriría. Antes era un caballero, avezado en la lucha. En lugar de ello, ahora tengo que vivir como un asceta. No es fácil, sobre todo cuando suceden cosas como la de hoy.

Con un gesto indolente, el guante señaló hacia una de las tres torres encima de ellos.

—Sígueme. —Mir desmontó y dio las riendas a su mozo de cuadras.

Sintiendo que el corazón le latía con fuerza, Amaury siguió al noble por la estrecha senda que se extendía bajo las tres fortalezas. No le quedaba más remedio, pues el otro jinete también había desmontado y le seguía tan de cerca que le pisaba los talones. Cuando la senda se bifurcó, Mir eligió el camino que conducía al castillo central y entró en el patio amurallado. Allí permaneció de pie mirando de hito en hito a Amaury.

—Así que eras un caballero, pero has recibido el consolamentum y ahora vives como un asceta. Sin embargo, afirmas que quieres un caballo y un arma. Incluso estás dispuesto a apostar y a ofrecer tus servicios como escudero si pierdes. Luego vas y atrapas al jamelgo y por lo visto tenías intención de quedártelo. ¿Qué piensas hacer con él? Los Bons Hommes siempre van a pie.

—Fue un arrebato, la fuerza de la costumbre.

—¿De dónde vienes?

—De Salsigne.

—¿Cómo te llamas?

—Aimery.

Eso sonaba mejor que Amaury, un nombre del norte de Francia. Además no había nombre más odiado que Arnaud Amaury, el abad del Cister que tenía el mando del ejército cruzado.

—Aimery de Salsigne, tu historia no cuadra.

Amaury se sonrojó.

—No miento, —dijo con voz ronca.

—Pues claro que no. —Su voz rezumaba sarcasmo.

—Ni siquiera me está permitido mentir. Me vigilan día y noche para evitar que dé un paso en falso. Si cometo un error, tengo que pagar por ello: tres días de ayuno o cien genuflexiones.

Se hizo un silencio. Una mosca zumbó alrededor de la cabeza de Mir y se posó en el pabellón de su oreja, para luego revolotear entre sus rizos negros hasta su cuello sudado. Mir alzó la mano. Amaury siguió sus movimientos, creyendo que iba a matar a la mosca de un golpe seco. En lugar de ello, el caballero se limitó a espantar al insecto.

—Les dije que se había cometido un error, que yo no era consciente cuando me administraron el consolamentum.

La mosca volvía a revolotear alrededor de ellos. Por lo visto le atraían las gotas de sudor en la frente de Amaury, pues realizó un vuelo rasante y aterrizó justo encima de sus cejas. Ya irritado por el interrogatorio, Amaury agitó impacientemente el brazo para matar al insecto, pero el guante de hierro de Mir le apartó la mano de un manotazo antes de que pudiera tocar la mosca, que se alejó volando.

—¡Un Bon Homme no puede matar! ¿Acaso no has aprendido que un alma también puede reencarnarse en un animal?

—Yo… sí, —balbuceó—. Ya veis que no sirvo para esto. Quieren convertirme en un santón. Les he pedido que lo anularan, pero no quieren escucharme.

—Les resulta difícil volver a entregar al Mal un alma que ya han salvado. ¿Estás seguro de querer anular el bautismo?

—Admiro a los Bons Hommes. Pero sus aspiraciones son para mi demasiado altas.

—Eso podemos remediarlo.

Miró al otro jinete, que seguía inmóvil detrás de Amaury, hizo un ademán y sonrió. El hombre desapareció en el castillo y regresó al poco con un jamón. Mir desenfundó su daga y cortó un pedazo de jamón.

—Cómelo.

Amaury contempló asustado la carne rosada que no había probado desde que el perfecto le visitara en la enfermería. ¿Hablaba en serio Mir, él que era hijo de una Bonne Dame y que había mamado la fe de los Buenos Cristianos? Tragó saliva antes de unir las manos y empezar a rezar el padrenuestro, como había aprendido a hacer antes de probar alimento alguno.

—No reces, —dijo Mir bruscamente—. Si lo haces, hazlo bien.

Amaury mordió la carne. Primero le pareció sólo sajada, pero después nauseabunda. A punto estuvo de escupirla.

—Para los Buenos Cristianos, esto equivale a volver a la falsa fe católica, —dijo Mir.

Amaury volvió a tomar un buen bocado y masticó con fuerza. Ya le sabía mejor.

—Por supuesto que a partir de ahora puedes ser un creyente normal del Verdadero Cristianismo, como yo. Deja la salvación de nuestras almas a las mujeres y los sacerdotes. ¿Quién ha de proteger nuestras posesiones si nosotros no luchamos? Mi sargento te acompañará hasta Salsigne, donde darás a conocer tu decisión a tus maestros y donde podrás devolverles la túnica negra. Después te presentarás ante mí, pues de ahora en adelante estás a mi servicio. Tendrás la oportunidad de demostrar que es cierto todo lo que afirmas.

Colomba lloró cuando le contó lo sucedido. Se lo reprochaba a si misma. Después, cuando él le confesó que sentía alivio por haber tomado esta decisión, ella se enfadó. Le dijo que no quería volver a verlo nunca más. Esto último era inevitable. La veía con regularidad en el pueblo de Cabaret, que se hallaba en el valle, al pie de la montaña con los tres castillos. Pronto se dio por vencida, aunque no cejó en sus intentos de convencerle de la falsedad de sus creencias.

Poco después le contó que Alaric había sido sitiada por los cruzados. Amaury se había preguntado alguna vez cómo era posible que siempre estuviera tan bien informada, mas ella nunca le explicaba quién le traía esas noticias, y ahora él no osó preguntarle, temeroso de delatar dónde se hallaban su hermano y su primo. Pues si Alaric caía, seguro que Roberto y Simón empezarían a indagar y acabarían descubriendo y enterrando el cuerpo de Guillermo. También buscarían el cadáver del benjamín de los Poissy y no lo encontrarían. ¿O acaso los restos mortales de los que habían perecido se habían podrido tanto que ya eran irreconocibles? Seguramente los cuervos y los buitres los habían limpiado hasta los huesos. Se estremeció al imaginarse a Roberto entre los restos humanos en el foso, llorando por sus dos hermanos. Por supuesto celebrarían una misa por la salvación de sus almas, ¡y pensar que mientras tanto aquí intentaban convertirlo a la fe herética!

Su aversión por las crueldades de Montfort en Bram había facilitado su adaptación a los Buenos Cristianos, pero tras recibir la noticia sobre Alaric volvió a aumentar su inseguridad. Además, era casi Pascua, y en Cabaret pocos parecían preocuparse por el sufrimiento y la crucifixión de Cristo, por no hablar de su resurrección. No se celebraban misas, ni había procesiones, nada de nada.

—Cristo no murió en la cruz, —le dijo Colomba—. Cristo es un ángel que Dios envió para enseñar a los hombres cómo liberarse del Mal. No vino para redimir con su sufrimiento los pecados de los hombres, sino para legar a sus apóstoles el bautismo liberador. Y dado que un ángel no puede morir, Cristo no murió en la cruz, ni tampoco resucitó. Lo que los hombres vieron en la cruz sólo era su aparición. Su cuerpo no era el manto satánico en que el demonio mantiene prisioneros a los espíritus celestiales, como en el caso de las personas corrientes como tú y yo. Su cuerpo era una ilusión, una alucinación. ¿Comprendes ahora por qué no adoramos la cruz, sino que abominamos de ella? No es más que un instrumento de tortura, un símbolo del Mal en el que sufrió el ángel que no podía morir.

Todo eso podía ser cierto para los herejes, pero Amaury echaba de menos la regularidad del año eclesiástico, y saltarse los días de fiesta eclesiásticos significaba para él una imperdonable omisión que equivalía a ofender al mismísimo Dios. Le provocaba un sentimiento de culpa que le corroía y que no le dejaba en paz ni un instante.

También detectó una inquietud en Colomba, inusual en ella. Razones había suficientes para ello, desde que el rey Pedro de Aragón había mantenido negociaciones de paz que no habían llevado a ninguna parte. El tratado de paz entre Montfort y el conde de Foix, que pretendía lograr el rey, se había malogrado debido a la abierta hostilidad entre los dos señores. Después de esta fracasada misión de paz, Pedro Roger de Cabaret había abordado al rey junto con los señores de Montreal y Termes, todos ellos antiguos vasallos de Trencavel que se habían negado a prestar juramento de vasallaje al sucesor de éste, Montfort. Con la esperanza de poder detener el avance del ejército de cruzados, ofrecieron al rey convertirse en sus vasallos directos sin la intervención de Montfort, a cambio de que Aragón les prestara ayuda militar. Acaso habían confiado en que el rey Pedro mordiera el anzuelo. Los castillos de los tres señores, Montreal, Termes y Cabaret, formaban un triángulo que, por así decirlo, encerraba Carcasona.

El rey exigió garantías. Pidió que le entregaran los castillos para poder instalar en ellos a sus guarniciones. El precio era excesivo. Los tres señores eran adeptos de la doctrina prohibida, o por lo menos simpatizaban con ella, y se preocupaban por sus súbditos y los innumerables refugiados a los que habían acogido, pero también querían velar por la seguridad de sus propias familias. ¿Acaso Pedro no había obtenido el título de “católico” por su lucha contra los moros en España? Aunque no pretendiera abandonar a sus vasallos, difícilmente podía esperarse de un rey con semejante reputación que se volviera contra la Iglesia romana protegiendo abiertamente a los Buenos Cristianos. Sus dudas las disipó el monarca de un plumazo. El rey exigió la inmediata entrega de Cabaret, que ocupaba un lugar estratégico y era más poderosa gracias a la riqueza de sus minas. Los habitantes de Cabaret contuvieron la respiración. Pero Pedro Roger de Cabaret se negó en redondo y los señores de Montreal y Termes lo apoyaron, pues era muy probable que el rey expulsara entonces a todos los Buenos Cristianos y a sus seguidores.

El rey resultó ser más astuto que sus vasallos. La alianza fracasó, como había previsto el monarca, pero la amenaza que suponía había dado en el clavo: Montfort aceptó un armisticio con el conde de Foix. Pedro Roger de Cabaret regresó apesadumbrado a su fortaleza, que se alzaba sobre las orillas del Orbiel. Sabía que sus posibilidades eran escasas, pero prefería hacer frente a la superioridad numérica del vencedor antes que doblegarse ante su odiada Iglesia. Él mismo era un convencido seguidor del Verdadero Cristianismo y asistía abiertamente a las prédicas de los Buenos Cristianos que llegaban a su castillo. Cabaret volvió a armarse hasta los dientes y se preparó para defenderse.

A mediados de junio llegó la noticia de que los cruzados asediaban Minerve.

—Podrían haberse ahorrado la molestia, —dijo Colomba. Amaury hizo un gesto de desaprobación—. Tú no has estado nunca en Minerve, claro. El castillo está en un lugar donde se juntan dos barrancos y además está tan alto en las rocas que es inexpugnable.

—No hay nada inexpugnable para Montfort. No has visto nunca sus máquinas de asedio.

—Con ellas no logrará hacer nada en ese lugar.

—Es verano, Colomba. Aislarán la fortaleza. Si bloquean el camino hasta el agua, en Minerve morirán de sed y aparecerán enfermedades. Así cayó Carcasona. Aún huelo cómo apestaba la ciudad cuando entramos. Estaba infestada de moscas.

—No pueden llegar a los pozos de agua de Minerve, están en el borde de la ciudad sobre el barranco, y el barranco es demasiado ancho para destruir los pozos con balistas.

—Cuando las cosas se ponen feas, siempre hay alguien dispuesto a traicionar a los suyos.

—No en Minerve. La ciudad no se rendirá nunca, hay demasiados Buenos Cristianos en ella.

Amaury deseó que tuviera razón, aunque no confiaba en absoluto en ello.