CABARET
Marzo de 1210
El trabajo en las minas era pesado. Los primeros días estaba tan cansado que por las noches apenas podía comer y no lograba conciliar el sueño. Después se fue acostumbrando y poco a poco fue cobrando fuerzas. Su cuerpo de muchacho espigado incluso empezó a desarrollar músculos.
Colomba consideraba su deber vigilarle y de vez en cuando visitaba el pueblo minero, siempre acompañada de la Bonne Dame que era su guardiana. En su monótona existencia en las minas, las visitas de Colomba eran para él una agradable variación que anhelaba cada vez más.
Los contactos con los demás mineros eran muy escasos o muy superficiales. Colomba le había avisado de que su acento le delataría, por ello había insistido en que hablara lo menos posible hasta que dominara mejor la lengua.
A veces sucedía que, de súbito, un objeto, un acto o una palabra determinada evocaban en él un recuerdo vago. No eran más que retazos inconexos sobre los que no osaba hablar con nadie. Sin embargo, cada vez sabía con mayor certeza que había ido a parar a un sitio que no tenía nada que ver con su vida anterior. Su instinto le decía que la pérdida de la memoria le protegía de una u otra manera. Por ello, se cuidaba mucho de hablar sobre lo poco que empezaba a recordar paulatinamente.
El Bon Homme que le habían asignado como guardián tampoco le inspiraba demasiada confianza. Más bien tenía la sensación de que éste le vigilaba como un carcelero. El hombre no se apartaba nunca de su lado y le llamaba la atención cada vez que estaba a punto de dar un paso en falso. Día tras día trabajaba junto a él en las minas e intentaba convencerle de lo que él llamaba la verdadera fe. Sólo con Colomba podía mantener una conversación de verdad, pues confiaba plenamente en ella. Colomba era el único eslabón entre él y esa parte de su vida que quedaba a sus espaldas. A veces, ella lograba despistar a su guardiana. En esos escasos momentos, Colomba le contaba que era un caballero y dónde lo había conocido. Al principio esto lo asustó, pues por sus relatos comprendió que en realidad era un enemigo de quienes ahora le ofrecían cobijo. Había matado a los compatriotas y a los correligionarios de estas personas, e incluso a un hombre santo o sacerdote, que él había llamado un perfecto, pero que aquí se llamaba un Buen Cristiano o un Bon Homme. Ese asfixiante sentimiento de culpa fue desapareciendo lentamente para dejar sitio a recuerdos que se presentaban de forma totalmente involuntaria y que no despertaban en él emoción alguna. Más tarde, Colomba empezó a contarle lo que había sucedido en el país desde la llegada del ejército de los cruzados. Cada vez que mencionaba el nombre de un lugar que había sido conquistado por los cruzados y le explicaba lo que había acaecido allí, él veía desfilar imágenes como si hubiese sido un mero espectador de todos esos sucesos.
En otoño habían sitiado Cabaret, le explicó Colomba, y era probable que el propio Amaury hubiera participado en el asedio. La fortaleza con los tres castillos no había caído entonces, en gran parte por su situación inexpugnable, pero también gracias a la ayuda de los muchos proscritos que habían buscado refugio junto a los señores Jordán y Pedro Roger de Cabaret. De entre todos estos faidits que se habían reunido alrededor del estandarte de Cabaret, los más temidos eran los hermanos Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel de Fanjeaux. Eso no era de extrañar, pues su madre era una Bonne Dame que se había visto obligada a esconderse poco antes de la caída de Fanjeaux y la esposa de Pedro de Saint-Michel había tenido que refugiarse en Montségur, un viejo burgo en lo alto de las montañas que ahora estaban reformando y ampliando para dar cobijo a los numerosos refugiados. Así pues, comprendió que se encontraba en medio de los más encarnizados adversarios de la Cruzada.
Por fortuna, le dijo Colomba, gracias a los contraataques y las rebeliones que tuvieron lugar durante el otoño y el invierno, fue posible reconquistar cuarenta poblaciones que habían caído en manos de los franceses. Pero esta situación cambiaría pronto.
—Según las últimas noticias, ha llegado un nuevo ejército de cruzados para reforzar las tropas de Simón de Montfort, —le explicó—, al parecer, la condesa de Montfort también ha viajado hasta aquí. El señor de Montfort debe de tener gran confianza en sí mismo, si cree que este es un lugar seguro para las mujeres.
Era la primera vez que mencionaba el nombre del noble francés. El joven sentado delante de ella esbozó una amplia sonrisa.
—Simón de Montfort, le conozco. ¡No hay dos como él en el mundo!
De súbito se vio de nuevo a sí mismo ante el gran comandante que lo alababa por los servicios prestados. Sus ojos resplandecían pero los de ella se entornaron.
—¡¿Has luchado con él?! —Miró asustada a su alrededor, pero por fortuna su guardiana estaba ocupada en otros asuntos.
—Sería dichoso si tuviera la mitad de su valor, —declaró Amaury, de buenas a primeras.
Ella le lanzó una mirada llena de aversión, dio media vuelta y se alejó sin decir nada. Él se quedó mirándola perplejo. Por fin oía un nombre que significaba algo para él, que tenía un rostro, y por fin se acordaba del hombre al que había admirado, al que había considerado como su gran ejemplo, ¡y ahora ella no quería ni oírle! Salió corriendo detrás de Colomba. Cuando la hubo alcanzado, ella siguió andando con pasos cortos y furiosos. Él caminaba a su lado.
—Está bien, lo admito, han sucedido cosas terribles. ¿Acaso los vuestros no han matado a nadie? Yo he combatido en el otro bando pero también ellos luchaban para defender su fe. ¿Cuál es la diferencia?
—Lo dices como si te enorgullecieras.
—¿Es que un hombre no puede estar orgulloso de sus hazañas de guerra?
—Los nuestros luchan por la libertad de creer lo que quieran. Vosotros lucháis para quitarnos esa libertad.
Por un momento no supo qué replicar. Podría haber dicho que su fe estaba amenazada por la expansión de la herejía, mas prefería no usar esa palabra y además en su memoria no lograba encontrar hechos que lo demostraran.
—Las guerras nacen por la codicia y la sed de poder, las peores tentaciones del demonio —le oyó decir—. Vuestros obispos y sacerdotes predican el odio y la venganza. Nosotros no pedimos a nadie que luche por nosotros, preferimos morir. Luchar es de bárbaros.
—Es un arte que exige muchos conocimientos y mucha práctica —protestó él.
—¿Un arte? Como mucho es un oficio. Quizá pueda decirse que, para un caballero, conquistar un burgo es más o menos lo mismo que tallar la madera para un ebanista o confeccionar un manto para un sastre.
—La milicia es más digna que el oficio de un artesano, por ello se llama arte de la guerra.
Ella se detuvo bruscamente.
—¿Cómo que más digno? Vosotros no hacéis nada, sólo destruís.
—Es una tarea digna y un deber noble. Tiene que ver con el honor y la conciencia. Es una aspiración más alta que el trabajo manual. Y además hay diferencias de categoría. Hay señores y caballeros, campesinos y criados. —Por si acaso, de momento no incluyó a los clérigos—. Sin nuestra protección no podéis vivir.
—O sea, ¿que nuestro trabajo es inferior? Sin nuestro pan no tendríais nada que comer, sin la ropa que confeccionamos os pasearíais en cueros.
Él se echó a reír, pero a ella no le hacía ninguna gracia.
—Si todo el mundo pensara como nosotros, ni siquiera necesitaríamos protección. Ya no habría luchas. Vosotros habéis asesinado, mutilado, violado, robado y encima tú estás orgulloso de ello. ¿Te parece eso noble? O sea, que la gloria militar apestaba. Todo aquello era muy desconcertante. Sabía que había luchado por una causa noble. Ahora, de súbito, resultaba que tenía que avergonzarse de lo que había hecho.
—No existen diferencias de clases —le dijo ella indignada mientras seguía avanzando y tomaba el camino en dirección a Cabaret, que se hallaba a tres millas de distancia—. Tu alma es igual que la mía, la mía es igual que la de cualquier mendigo y la del mendigo es igual que la de un rey o de vuestro papa.
—Todos somos iguales ante Dios, —admitió él—. Pero en este mundo hay diferencias. Con la sangre de mis antepasados he heredado sus virtudes nobles. Por ello esa sangre me otorga el derecho a mandar a mis subordinados y a dar órdenes. Sin esa jerarquía reinarían el caos y la anarquía.
—Eso es porque creéis en un dios maligno, un dios que somete y castiga, un dios vengador. Él os ha susurrado la palabra mágica “poder”. Y ahora intentáis imitarle y jugáis a ser Dios. Tienes razón, hay una diferencia: quien tiene poder y lo utiliza para someter a otros, tiene un alma mala. Cuanto más caiga un hombre en esa tentación, más largo será el camino de su alma hacia la redención. Las almas más impuras habitan en los cuerpos de condes y reyes, de arzobispos, cardenales y papas. ¡Ésos son los cortesanos de Satanás!
Él se santiguó, asustado por sus vehementes palabras, mientras Colomba seguía el movimiento de sus manos sobre la túnica de estameña con una mirada llena de horror.
—¡Estás ensuciando la túnica de un Bon Homme con la señal del demonio! ¡No olvides quién eres ahora! —siseó.
—Podéis bautizarme y ponerme una túnica negra, pero soy y seguiré siendo otro.
El rostro de Colomba estaba desencajado por la cólera y la decepción. Aceleró el paso. ¿Cómo podía haber creído nunca que sería capaz de convertirlo? Aún le faltaba mucho por aprender antes de poder convencer a otro con sus palabras. Pero tenía que proseguir en su intento de salvarlo. Pues desde que estaba curado y su cuerpo se fortalecía, parecía como si el mal lo dominara cada vez más.
—La diferencia entre señores y criados es una invención del demonio, —prosiguió ella—, igual que todo este mundo malo. Esa sangre, de la que tanto te enorgulleces, es una invención del demonio, tanto como tu cuerpo. En la cárcel de carne y sangre, el diablo tiene prisionero un trocito de tu espíritu celestial que ha sido creado por el buen Dios. ¿Cómo puedes creer que has heredado las virtudes de tus antepasados a través de la sangre? La sangre no lleva nada espiritual, es tu alma terrenal. La ves, pero no está aquí, es una ilusión creada por el demonio. Todo lo que ves, lo que sientes, ha sido ideado por el demonio, un mundo falso en el cual todo es efímero. El maligno no puede crear nada bueno ni eterno, aunque sí engaño y violencia, sufrimiento y muerte, que han sido inventados por el demonio.
¿Significaba eso que las montañas, los valles, los ríos, las flores, los pájaros, toda la creación no había sido obra de Dios sino del demonio?
—¡No sabes lo que dices! —exclamó él.
Colomba hablaba igual que el Bon Homme que le llamaba “hermano” y que lo seguía como una sombra. También habían venido otros Buenos Cristianos a predicar, y hablaban tan bien que a él ni siquiera se le ocurría nada que replicar. Ella no podía evitarlo, se lo habían inculcado ellos. ¿No era terrible que los herejes utilizaran a una muchacha tan joven y tan inocente para difundir sus mentiras? Pero su torrente de palabras era imparable y ella seguía hablando incansable, al ritmo de su paso apresurado.
—El otro mundo, el invisible, la patria celestial del alma, es eterno, ha sido creado por el buen Dios. ¿Cómo podéis afirmar que Él ha creado este mundo? Es como pretender que el buen Dios ha sembrado el Mal en su propia creación. En tal caso, el Mal procedería de Él mismo, que es todo bondad. ¿Acaso no ves que es imposible?
—¿Y si resulta que lo ha hecho para purificar al hombre, para que pague por sus pecados?
—¡Mentiras! ¡Todo mentiras de la Iglesia romana que ha traicionado la doctrina original de los apóstoles! Al buen Dios no se le ocurriría hacer pagar a los hombres. Dios es bueno, Dios es omnipotente, ¿estás de acuerdo conmigo?
—Sí, por supuesto.
—¿Cómo puede entonces, con toda su bondad y su omnipotencia, crear un mundo en el que prolifera el Mal y que él no puede controlar? ¿Acaso Dios puede crear una piedra que Él mismo no pueda levantar?
De nuevo se quedó boquiabierto.
—¡Te han envenenado con blasfemias! —gritó.
Quería agarrarla del brazo, hubiera querido sacudirla, pero ella retrocedió y echó a correr.
—Sabes que no puedes tocarme. Puede que todavía no sea una Bonne Dame, pero procuro mantener mis promesas. Es más de lo que puedo decir de ti.
—¡Dos dioses! Es la peor de las herejías, ¿acaso no lo sabes? —dijo jadeando—. ¡Por qué si no empieza el credo con las palabras “creo en un solo Dios”! —Sus palabras le salían inconscientemente de la boca como si recitara una lección de memoria.
—¡Mentiras de vuestra Iglesia de Satanás! ¡No! ¡No me toques!
La alcanzó de dos zancadas y la agarró por la túnica negra. Ella tropezó y cayó, su pie resbaló por la empinada pendiente junto al camino, pero antes de que pudiera seguir cayendo, él la cogió y la levantó. Mientras sujetaba su cuerpo con las manos se sorprendió de lo delicada que era. Nunca antes la había tenido tan cerca. Olía bien. Ella intentó soltarse protestando con fuerza y antes de que él se diera cuenta de lo que pasaba, le dio una bofetada en plena cara. Demasiado sorprendido para reaccionar, retrocedió tambaleándose unos pasos hasta recuperar el equilibrio.
—¡Pequeña bruja! —exclamó.
Su explosión de cólera no dio para más. Frente a él, Colomba se había quedado petrificada. Se miraba horrorizada la mano derecha al tiempo que la mantenía lo más alejada posible de su cuerpo.
—¡Dios mío, mira lo que me has hecho hacer! —Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Apenas lo he notado.
—Amaury no lo dijo para tranquilizarla, pues estaba demasiado furioso, sino que su orgullo le impedía demostrarle que la bofetada lo había cogido por sorpresa y que quizá le había afectado más de lo que quería admitir.
—No entiendes nada, —dijo ella sollozando con indignación—. He recurrido a la violencia. En lugar de convertirte, me dejo arrastrar por el Mal. Ahora todo habrá sido inútil, tendré que empezar de nuevo. Y yo sólo quería ayudarte.
—¿Ayudarme? ¡Ofendiendo a Dios y a mi Iglesia, negándome mi linaje y mis derechos, la sangre de mi padre, mis hermanos…!
Se calló bruscamente. Era como si la explosión de cólera hubiera desencadenado en su cerebro un proceso que todos los cuidados y la ayuda prestada no habían sido capaces de iniciar. ¿Hermanos? Le vinieron a la cabeza algunos nombres. “Tu hermano no es digno de tu sangre”, oyó que alguien decía en su memoria. Todas las vivencias del año anterior lo arrollaron como una ola gigantesca.
—Deseaba tanto que también tú te liberaras, —sollozaba Colomba.
Él ni siquiera la oía. Era como si alguien le hubiese dado un fuerte golpe en la cabeza, volviendo a colocarlo todo en su sitio y desterrando la apatía que aturdía sus sentimientos.
—¡Oh, Dios! —Escondió la cara entre las manos—. ¡Oh, Dios, Guillermo! —gimió.
En aquel mismo instante le asaltaron todo tipo de preguntas. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Cuánto tiempo hace que cayó Alaric? ¿Dónde están ahora Roberto y Simón? ¿Qué les ha sucedido entre tanto? ¿Habrán encontrado y enterrado el cuerpo de Guillermo? ¿Saben que todavía estoy vivo? ¿O acaso creen que yo también perecí? No, Alaric sigue ocupada por los del sur, allí no pueden entrar. Eso lo tranquilizó un poco.
Lentamente bajó las manos. Con los ojos escudriñó la lejanía. Sabía que allí, detrás de la siguiente montaña, estaba Carcasona como una oscura topera en la llanura nevada. Cuando regresara, ¿cómo debía explicar su larga ausencia? ¿Qué había sucedido entre tanto? Si Montfort lo interrogaba y si él se confesaba —¡Dios, cuánto tiempo hacía que no se había confesado!—, tendría que contar que le habían administrado el consolamentum, ¡el bautizo de los herejes! Sería castigado por el obispo de Carcasona en presencia de todos. ¡Lo encerrarían o quizá algo peor! Miró a Colomba, que ya se había calmado un poco, pero que seguía demasiado ocupada consigo misma como para haber notado lo que le sucedía a él. Tendría que explicar dónde había estado y quién le había cuidado. Nunca los traicionaría. Él no estaba con los del sur, pero tampoco con los del norte. Estaba aprisionado entre dos mundos. Su antiguo mundo ya no lo aceptaría como era ahora. En el nuevo no se sentía a gusto. Sus puños se cerraron alrededor de los pliegues de la túnica negra que no le correspondía. Habría querido arrancársela allí mismo. ¿Qué harían Roberto y Simón si le vieran vestido de esta guisa? ¿Y Montfort?
—O sea, ¿que ahora tu bautizo es nulo porque me has pegado? —le preguntó en un intento por situarse en el presente.
—No, qué va, sólo tengo que hacer penitencia por haber dado un paso en falso, —dijo ella resignada.
—Lo siento por ti. Sois buena gente, a pesar de vuestras creencias.
—¿Qué quieres decir ahora con eso?
—Nunca podré aceptar tu fe. No es culpa tuya, no hace falta que te lo reproches. Simplemente somos demasiado diferentes. Regresaré contigo a Cabaret, no puedo seguir aquí.
—¿No puedes…? ¿Por qué…?
—No me preguntes nada, de todas formas no podría contestarte, Y si tienes que hacer penitencia, hazla por esto.
Le cogió la mano que se dejó caer, pequeña y delicada, en la suya y la atrajo hacia sí. Antes de que ella pudiera desviar la cara, ya la había besado. No en la boca como había besado otrora a Eva, sino en la frente. Fue un impulso que le asustó tanto como a ella, que estaba tan aturdida que ni siquiera protestó. Luego la soltó. Siguieron andando en silencio hasta que el camino empezó a descender y encima de sus cabezas aparecieron los tres castillos de Cabaret. A poca distancia del pueblo, Colomba lo detuvo.
—Aquí no estás a salvo, —dijo—. Por favor, regresa.
—No estoy a salvo en ninguna parte. Pero con vosotros no puedo quedarme bajo ningún concepto. Soy un peligro para todos vosotros.
—No si te conviertes en uno de los nuestros.
—Eso no puede ser. He venido aquí para luchar por Dios, para defender la fe de la que vosotros renegáis, ¡que condenáis por demoníaca! He venido aquí para que, con mi sangre, me sean perdonados mis pecados. Vosotros decís que Aquél que creó el mundo es un dios maligno. Vosotros decís que Su hijo no murió en la cruz para liberarnos de nuestros pecados. ¡Por Él estaba yo dispuesto a morir como un héroe! —Sacudió lentamente la cabeza—. Por eso no puedo quedarme.
—Morir como un héroe no sirve de nada. —Ya no estaba enfadada. Lo miraba muy seria, como la primera vez en Béziers—. Uno no puede purificarse de todo el mal que hay en su interior, del pecado, como lo llamáis vosotros, derramando su sangre o la de otros. Sólo puede escapar del mal alejándose de él.
—Lo que dices significa que todos los santos mártires murieron inútilmente. Que Cristo murió inútilmente. Casi no puedo decirlo.
—Cristo estuvo aquí para recordarnos que tenemos una patria celestial cuya existencia habíamos olvidado. Estuvo aquí para enseñarnos cómo podemos regresar a ese reino, y no para liberarnos de nuestros pecados padeciendo en la cruz. Nos trajo el bautismo con el Espíritu Santo. Tu alma, esa pequeña chispa de luz celestial, está encerrada en la carne que ha creado el demonio. Sólo siguiendo el camino de los Buenos Cristianos puedes separarte de ese cuerpo. Deja que los Buenos Cristianos te impongan las manos y te devuelvan el Espíritu Santo, para que pueda reunirse con tu alma celestial. ¡Sólo entonces te habrás liberado! Él volvió a santiguarse, horrorizado por sus palabras. Le habían impuesto las manos, le habían administrado el consolamentum, un terrible error, y encima querían volver a hacerlo, ¡como si no bastara con un bautizo herético!
—Nunca nos comprenderemos, Colomba, por mucho que te agradezca todo lo que has hecho por mi.
—Lo que pasa es que no quieres comprender, —rectificó ella.
Durante unos instantes se miraron en silencio.
—Si algún día me necesitas, has de saber que me llamo Amaury de Poissy, —dijo y acto seguido dio media vuelta, miró el camino que llevaba al sur y apretó el paso.
Ella permaneció allí mirando cómo se alejaba, alcanzaba la curva del camino y empezaba a desaparecer de su vista. Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas. La figura de Amaury se fundió con los tonos grisáceos del paisaje de invierno. ¿Es que no se daba cuenta del peligro que corría, vestido con la túnica de un Bon Homme? Pero cuando los árboles desnudos casi se lo habían tragado, Amaury se detuvo de repente. Ella se secó los ojos y lo observó. Seguía parado y tenía la vista fija en la lejanía. Abordó a un transeúnte, le impidió que le saludara como si fuera un Buen Cristiano e intercambió algunas palabras con él. A continuación dio media vuelta y regresó, andando cada vez más rápido, hasta que finalmente llegó hasta ella corriendo.
—Regresa, no quiero que veas esto, —dijo jadeando.
Desde lo lejos llegó hasta ella un sonido que al principio no pudo identificar. A medida que se intensificaba empezaron a surgir los recuerdos del terrible día en Béziers. Era el sonido de personas que gemían de dolor. Poco a poco, las figuras fueron separándose una por una de los matorrales desnudos que los sustraían a la vista. Se movían de forma peculiar, como si buscaran el camino palpando con los pies. Algunos se agarraban entre si, mientras otros avanzaban con una cuerda o una tira de tela entre ellos, que les servía de guía.
—Por el amor de Dios, Colomba, no te tortures así. Regresa con los tuyos y quédate allí hasta que hayan pasado de largo.
Empezó a empujarla suavemente en dirección al pueblo, alejándola del espectáculo que se acercaba.
—¿De dónde vienen, qué ha sucedido?
—De Bram, un pueblo en el camino de Alzonne a Fanjeaux. —No le quiso decir más.
—¿Hay heridos?
Él se limitó a asentir.
—¿Y tú quieres que me vaya? Tengo que ayudarlos. —Se deslizó delante de él y apretó a correr en dirección a la extraña comitiva, que entre tanto había crecido hasta sumar casi cien personas—. Ocúpate tú de ponerte a salvo, —gritó volviendo la cabeza—. Vuelve a Salsigne, seguramente pondrán al corriente al señor Pedro Roger y querrá que ellos le cuenten lo que ha pasado. No quiero que se tope contigo.
—Yo me quedo aquí. —La seguía de cerca—. Necesitaréis mi ayuda. Colomba había visto muchas cosas en su corta vida. Sin embargo, el espectáculo de los habitantes de Bram supuso un golpe difícil de superar.
Entre tanto, otros habitantes de Cabaret habían salido de la ciudad. Se acercaban en masa a los infelices y todos querían saber qué había sucedido exactamente.
Bram había sido asediada por los cruzados. El asedio había durado tres días. Después, la población había sido atacada y tomada. Primero, los cruzados se habían ensañado con un escribano francés que en aquel momento se encontraba en Bram. El desgraciado, gracias a cuya traición la ciudad de Montreal había vuelto a caer en otoño en manos de su legítimo dueño, el señor Aimery de Montreal, había sido atado a un caballo, arrastrado por las calles y a continuación ahorcado. Después, los cruzados escogieron a cien ciudadanos, a quienes cortaron la nariz y el labio superior, y les arrancaron los ojos, salvo a uno, a quien se le perdonó un ojo para que pudiera guiar a los demás. Ese era su castigo por haber defendido su pueblo del ataque de los soldados de Dios. Todo aquel que se resistiera al ejército de cruzados correría la misma suerte. Con este siniestro mensaje, que habían de transmitir en nombre de Simón de Montfort, fueron enviados a Cabaret, hasta entonces el único reducto que los cruzados no habían conseguido conquistar gracias a la fuerte resistencia de sus señores.
—Así que esto es lo que tú llamas el noble arte de la guerra, —dijo Colomba—. Tienes razón, no hay dos en todo el mundo como Montfort.
Amaury la miró desconcertado. Sus duras palabras lo hirieron como una puñalada. Por supuesto, como cruzado y representante del mismo ejército era cómplice de aquella carnicería. Hubiera querido que se lo tragara la tierra, hubiera querido desaparecer por completo de la faz de la tierra. Bien es cierto que cuando aún vivía con sus hermanos había cuestionado algunas cosas, aunque al final siempre acababa admitiendo que Montfort había actuado correctamente, fuera o no por encargo del abad del Cister. A fin de cuentas, la matanza de Béziers había sido culpa de los mercenarios, esa chusma depravada que en aquel desastroso momento los cruzados no habían podido dominar. Pero desfigurar de semejante modo y de forma deliberada a ciudadanos indefensos, sólo para que sirviera de escarmiento, eso superaba toda crueldad. No le cabía en la cabeza que un hombre temeroso de Dios como Montfort fuera responsable de semejante barbarie. Lo único que podía hacer era compensar aquí lo que habían hecho Montfort y los suyos, entre quienes se hallaban su hermano y su primo. Se abrió paso entre la muchedumbre y guió a los desgraciados hacia la casa donde hacía unos meses le habían conducido a él, para curarles de sus heridas y atender sus necesidades junto a Colomba y las demás mujeres.