CABARET

Enero de 1210

—Puedes trabajar en las minas. —La mujer que había cuidado de él durante tres semanas asintió satisfecha—. La herida se está curando muy bien y ya has recuperado bastante las fuerzas. He pedido que te traigan ropa.

—No creo que lo haya hecho nunca.

—Quizá su cuerpo estuviera curado, pero su cerebro parecía una ciénaga de arenas movedizas que se lo había tragado todo y de la que nunca volvería a salir nada. Por fortuna, conseguía retener las impresiones nuevas.

—Tendrás que trabajar en el campo, en una tejeduría o en las minas. Aquí nadie recibe su pan por las buenas, ni siquiera un Bon Homme. Además, el aire libre te hará bien y, quién sabe, quizá consigas desarrollar unos músculos decentes, —dijo pellizcándole maliciosamente en el brazo.

Después de su largo reposo en cama, su cuerpo de joven desgarbado se había consumido aun más. Él la miró indeciso. Ahora estaba seguro de que nunca había trabajado en el campo, ni en una mina.

—¿Qué sacan de las minas?

—Plomo, hierro, cobre, plata. No sé dónde puedes ser más útil. Y además, ahora que estás curado, hemos de llamar a los Buenos Cristianos. Querrán saber si piensas cumplir la promesa que hiciste y entonces decidirán cuándo podrás recibir el bautizo del diácono o del obispo y luego…

—La mujer enmudeció al ver la sorpresa en el rostro del joven y fue a sentarse junto a él en el borde de la cama.

—¿Tienen que bautizarme otra vez? —balbuceó atónito.

—Has prometido convertirte en un Buen Cristiano. Has prometido prescindir de todo lo que les está prohibido a los Buenos Cristianos y has recibido la oración. Primero tienes que demostrar que lo cumplirás. Te pondrán en manos de un Bon Homme que te educará y que te iniciará en las escrituras de los apóstoles. Dios sabrá de dónde vienes, porque, en cualquier caso, tú apenas te acuerdas de nada. Después deberás confirmar tu promesa ante el diácono o un eclesiástico superior de nuestra Iglesia. Sólo entonces serás un Bon Homme.

—Él asintió maquinalmente.

—Es una vida dura, la de los Buenos Cristianos, y por lo que veo tú no estás acostumbrado a una vida dura. Además aún eres muy joven. Ni siquiera yo estoy preparada para dar este paso, y ya soy tan vieja que podría ser tu madre. —Le cogió las manos y deslizó los dedos por sus palmas—. No tienes manos de trabajador. ¿Has manejado —armas? Necesitamos buenos soldados. Cuando haya pasado el invierno, los invasores del norte se atreverán a salir de sus fortalezas y nos invadirán de nuevo. Pero los Bons Hommes no luchan.

—No sé lo que he hecho ni lo que ha sucedido.

—Te atacaron por detrás, tenías heridas en la espalda y en la cabeza. ¿Fuiste herido durante el asedio de los cruzados? ¿O procedes de una familia de comerciantes y fuiste atacado por ladrones o por soldados saqueadores?

—Irritado, se encogió de hombros y apretó los labios. El vacío en su memoria lo desconcertaba. Siempre había pensado que todo iría mejor tan pronto estuviera curado. Era como si aquello que bloqueaba el acceso a su pasado le impidiera también ver el futuro. La mujer alargó la mano y le acarició suavemente el hombro. Había sido tan buena y tan solícita con él que incluso sintió la tentación de abrazarla, de dejar reposar la cabeza en su pecho y de llorar. En lugar de ello esbozó una sonrisa tímida.

—Preferiría quedarme aquí y aprender a cuidar y a curar a los enfermos y a los heridos. Allá fuera hay un mundo extraño y lleno de personas desconocidas en el que me siento inseguro.

—Un velo de tristeza se posó en el rostro de la mujer.

—Pero, al menos, los de allí fuera viven, aquí dentro mueren. Es terrible ver cuánto dolor cuesta a veces dejar esta túnica de Satanás. A fin de cuentas, la mayoría de los hombres mueren para luego quedar de nuevo atrapados en la carne del demonio y recorrer innumerables veces el calvario de esta existencia terrenal.

—Por un momento le pareció que algo se iluminaba en su memoria, era como si un pájaro hubiera salido volando de un matorral impenetrable y se hubiera mostrado por un instante tan breve que no pudo reconocer su plumaje, para luego volver a desaparecer. No había oído las últimas palabras de la mujer.

—¿Carne del demonio? ¿Qué quieres decir?

—El cuerpo, por supuesto, la creación del dios de las tinieblas en la que está prisionera nuestra alma.

—La miró sin comprender, pero no osó preguntarle más porque las palabras de ella chocaban con sus propios pensamientos.

—Has tenido suerte, —prosiguió la mujer—. Has tenido una segunda oportunidad en esta vida. No te preocupes, llegará un momento en que recuperarás todos tus recuerdos. Confío en que no se demore demasiado. Venga, sal de la cama.

—Mientras ella seguía cuidando a los demás enfermos, él se echó la sábana sobre los hombros y se entretuvo trajinando por la habitación. Los últimos días la había ayudado con su trabajo y eso le había gustado, aunque sólo fuera porque alejaba el aburrimiento. Le traía cántaros, vaciaba orinales y cuencos de agua sucia, y la ayudaba a mover o levantar a los enfermos. Estaba ocupado dándole la papilla a un viejo cuando se abrió la puerta y entró alguien con un bulto de ropa a cuestas.

—¡Ah, aquí está tu ropa! —exclamó la enfermera—. No la dejes ahí con esa carga, ¡ayúdala!

—Se apresuró hacia la puerta y cogió una parte del montón de ropa detrás del cual se escondía la mujer. Era ropa interior simple de lino grueso y una túnica de estameña. Mientras se preguntaba por qué había confiado en que le darían prendas de colores y de tejidos que eran demasiado caros para un simple trabajador, su mirada pasó de la ropa que tenía en sus manos al rostro que había delante de él. El cabello de ella tenía el tono cálido de las avellanas maduras, y la profundidad de los ojos oscuros en el fino rostro era insondable. La miró conmocionado mientras sus dedos se hundían compulsivamente en la pila de ropa como las garras de un depredador. Retrocedió unos pasos. Lo que más le extrañaba era que su aparición hubiera provocado la misma reacción en ella, sólo que ella recuperó antes el habla.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó ásperamente.

Al otro lado de la pequeña estancia, la enfermera se incorporó lentamente de la cama sobre la que se había inclinado.

—Lo trajeron aquí hace tres semanas, estaba herido. ¿Lo conoces?

—Creo que… sí, o en realidad…, no.

—Por un instante, sólo un instante, apareció otra vez la imagen que lo había perseguido continuamente en sus sueños febriles: una figura negra, de rostro delgado, envuelta en llamas. Sólo que ahora parecía más real y más cercana que nunca antes.

—¡Huye! —gritó involuntariamente, sin él mismo comprender qué quería decir con ello.

—Ya he huido, al fin y al cabo estoy aquí en Cabaret. Los demás también están a salvo, —susurró la chica como si se tratara de un secreto entre ambos. Lanzó una mirada asustadiza hacia la mujer que los contemplaba desde la distancia. Después dejó el resto de la ropa en el suelo y se apresuró a salir.

—¡Espera! —La mujer corrió tras ella e intentó retenerla—. Lo conoces ¿sí o no?

—En realidad creo que no, —dijo ella titubeando, y después con seguridad pero también con cautela—: Creo que no tengo nada más que decir.

Movió la mano hacia la puerta, que en aquel instante se abrió. Entró un hombre pequeño y nervudo, vestido de negro con una melena que le llegaba hasta los hombros y una barba larga. Le seguía Otro, que era casi una réplica suya, aunque un poco más joven y alto. La mujer y la chica se hincaron de rodillas, inclinaron la cabeza y los saludaron tres veces con las palabras:

—Benedicite, Buenos Cristianos, dadnos la bendición de Dios y la vuestra, rogad a Dios por nosotros.

—El joven recordó vagamente lo que le había sucedido al principio de su convalecencia y siguió el ejemplo de las mujeres.

—Recibid la bendición de Dios y la nuestra.

—Señor, rezad a Dios para que libere a este pecador de una muerte mala y lo guíe hacia un buen fin.

—Rogaremos a Dios. Que Él te convierta en un Buen Cristiano y te guíe hacia un buen fin.

—Los tres se pusieron en pie y el primer Bon Homme tomó la palabra.

—Colomba me ha dicho que aquí hay un enfermo curado que recibió el consolamentum. ¿Eres tú?

—El joven asintió.

—Me han dicho que puedo empezar a trabajar.

—Eso está bien. Hemos venido para hablar de…

—Ya me han bautizado en dos ocasiones, —dijo él apresurado—. No creo que pueda resistir tanta agua bendita y tanto fuego.

—El consolamentum es irreversible. El bautizo de un Buen Cristiano no puede anularse. Tu alma ha sido adormecida por las falsas tentaciones del diablo y ha dormitado durante siglos, mas el bautizo con el fuego del Espíritu Santo la ha despertado.

—Pero… ——buscando en sus recuerdos más recientes, intentó encontrar las palabras adecuadas —… ¿acaso no es cierto que sólo pueden ser bautizadas las personas que conocen la diferencia entre el Bien y el Mal? Cuando me bautizasteis era tan ignorante como un recién nacido. Y me dijeron que a ésos no los bautizáis. Sólo ahora empiezo a darme cuenta poco a poco de lo que sucede a mi alrededor.

—No podemos dejar pasar esta oportunidad. No podemos permitir que tu alma vuelva a dormirse. ¿Acaso no pediste tú mismo el consolamentum? ¿Acaso no contestaste conscientemente a nuestras preguntas cuando recibiste el consolamentum?

—Él asintió resignado.

—No queremos que regreses a la vida que llevabas antes. Esto significaría que volverías a caer en el Mal. Has recibido el bautismo para poder elegir el buen camino en una próxima vida. Esa próxima vida ha empezado ahora gracias a tu inesperada curación. Del mismo modo en que solicitaste recibir el bautizo en tu lecho de muerte, ahora has de elegir voluntariamente este modo de vida. El bautizo te autoriza a dirigirte directamente a Dios rezando por la liberación del Mal. Elige el camino hacia el reino de la Luz, ahora que se te ofrece la oportunidad. Deja que tu alma regrese a su patria celestial. Comprendemos que no hayas elegido este camino por vocación y que aún no estés preparado. Por ello se te pondrá a prueba durante un tiempo, quizá año y medio o más. Después te convertirás en un Buen Cristiano y te esperaremos con los brazos abiertos para ayudarte en todo lo que podamos. Pues no es un camino fácil, lo sabemos muy bien.

—El joven entornó los ojos y miró desconfiado a la pareja.

—No sé lo que era antes, pero en cualquier caso no era un monje. No tengo intención de meterme en un monasterio. Prefiero las minas.

—La enfermera y la chica se miraron asustadas. Los dos hombres permanecieron imperturbables. Se hizo un silencio embarazoso hasta que el primer Bon Homme volvió a dirigirse al joven con un gesto preocupado.

—También hemos convertido a monjes, —dijo disculpándose—. ¿De dónde eres?

—Todavía está confuso, no sabe qué le ha sucedido, —se apresuró a explicar la enfermera—. Tenía una enorme herida en la cabeza y por ello ha perdido la memoria, pero por lo visto ella lo conoce.

—¿Es eso cierto?

—La muchacha empezó a negar enérgicamente con la cabeza.

—No creo que… No sé cómo se llama.

—Colomba, no olvides el compromiso que has contraído. Para quien ha aceptado el hábito, una mentira es infinitamente peor que para un creyente normal. Incluso una simple mentira es el Mal en su totalidad y en toda su intensidad, un pecado irremediable que anula de golpe el bautizo. Un solo pecado, por pequeño que sea, hace imposible tu salvación. Entonces vuelves a estar a merced del demonio.

—Colomba se volvió primero hacia el Bon Homme y lo miró con cara de culpable, y después dirigió su mirada al joven como pidiéndole perdón. Sólo ahora se dio cuenta él de que la muchacha iba vestida de negro.

—No conozco su nombre, ésa es la verdad. Lo vi en Béziers.

—¡Béziers! Incluso en la ciénaga de su cerebro confuso que todo lo absorbía, ese nombre significaba algo terrible. Como un relámpago vio pasar algunas imágenes caóticas, gente gritando, y de nuevo el rostro delgado y las llamas.

—¿Qué hacía allí?

—Aunque la muchacha pareciera haber recobrado la serenidad, en su cabeza se libraba una batalla. ¿Qué hacía aquí? ¿Acaso ponía en peligro a los suyos si les ocultaba que era un cruzado? ¿Podía asumir ella sola esa responsabilidad? Al fin y al cabo, en Béziers él había matado a un Bon Homme y quién sabe a cuántas personas más. Y no obstante, la había dejado escapar con los niños. ¿Era cierto lo que decía la enfermera o se trataba de un espía que sólo fingía haber perdido la memoria? Parecía tan inocente con esa camisa blanca y esa mirada aturdida en los ojos. ¿Qué sería de él si el señor de Cabaret, un apasionado defensor de la verdadera fe, se enteraba de que un cruzado había buscado refugio bajo su techo? ¿Y qué pasaría si descubrían su presencia aquí en la boca del lobo los dos desterrados de Fanjeaux, los caballeros Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel, hijos de una Bonne Dame que habían jurado vengarse de los intrusos que les habían arrebatado sus bienes y los de su madre? Enderezó la espalda, miró al Bon Homme a los ojos y le preguntó:

—Señor, ¿puede un Buen Cristiano exigir que se conteste a sus preguntas amenazando con el pecado de la mentira? ¿Acaso no nos está prohibido también a nosotros, que hemos convertido la no violencia en nuestro deber, atacar a otros con palabras? ¿Puedo por ello negarme a contestar a vuestra pregunta sin cometer un pecado?

—El Bon Homme la observó pensativo durante un rato antes de decir.

—Sí, puedes negarte, pero con ello seguramente provocarás más desconfianza que si contestas a mi pregunta. Las consecuencias son responsabilidad tuya. Si desconozco la verdad, no puedo decidir si actúas con sensatez.

¿Qué podía decir ella? En su mente intentó formular una respuesta capaz de salvar al infeliz de las manos del señor de Cabaret:

—“No lo conozco, pero vestía como un caballero y un noble, llevaba la cruz cosida en su manto igual que todos los demás. Estaba presente cuando nos refugiamos en la iglesia de Béziers y no pudimos encontrar ninguna salida. El Bon Homme que me acompañaba intentó razonar con él y al no conseguirlo le pidió que lo matara. Tras acceder a esta petición, me salvó a mí y a los niños que estaban conmigo de los demás cruzados sanguinarios y nos brindó la oportunidad de escapar”.

—Pero ¿había sucedido realmente así? El Bon Homme había pedido al joven caballero que lo matara. Más bien, lo había desafiado. A ella le había faltado el valor para hacer lo mismo. Al recibir el bautizo, se había comprometido junto a los demás creyentes a no temer a la muerte y a no huir de ella cuando se presentara, pero había huido. ¿Acaso había hundido su espada en el cuerpo del Buen Cristiano a sabiendas de que así lo rescataba del ciclo casi infinito de reencarnaciones? Los cruzados habían llegado al país para erradicar lo que ellos llamaban herejía: el Verdadero Cristianismo. No mataban con la intención de ayudar a los Buenos Cristianos a huir antes del mundo del Mal. Eso lo había leído ella en su cara cuando lo vio matar al Bon Homme en Béziers. ¿Cómo podía afirmar otra cosa delante del Bon Homme que ahora esperaba una respuesta? ¿Acaso debía contarle sólo lo de su huida y callar el resto? Eso sí sería una mentira.

Tenía que contarlo todo o nada, pensó. Si ella lo contaba todo, él acabaría, en el mejor de los casos, en los calabozos de Cabaret, junto al otro cruzado, Bouchard de Marly, apenas el único que había sobrevivido a la emboscada que le habían tendido los hermanos Pedro Mir y Pedro de Saint-Michel y sus jinetes. Pero callar y no contar nada de lo sucedido equivalía a hacerse plenamente responsable de los actos del joven caballero. Si resultaba que sus intenciones eran perversas y que por ello ponía en peligro a Cabaret, ella sería la culpable. Miró al joven que estaba allí como si la cosa no fuera con él. ¿Era verdad que no recordaba nada? La expresión ingenua en su rostro era casi enternecedora. Colomba tenía en sus manos el destino de aquel joven que parecía confiar plenamente en ella.

—Sólo puedo decir que creo que es una buena persona, —dijo—. ¿No sería un crimen abandonarlo a su suerte en este estado? Podría caer fácilmente en las manos equivocadas.

—El Bon Homme dio su consentimiento con ciertas reservas.

—Haré que lo lleven a las minas de Salsigne, donde los nuestros lo vigilarán y protegerán hasta que se haya reencontrado a si mismo. Mientras tanto, deberá recibir de nuevo el consolamentum, pero en este caso hemos de ser extremadamente cautelosos y sólo iniciarlo en el conocimiento del Verdadero Cristianismo cuando sepamos quién es y qué es.