CABARET
Mediados de diciembre de 1209
Estaba solo y perdido en un mundo que era a la vez nuevo y viejo, en el que todo le resultaba extraño y sin embargo conocido. No sabía de dónde venía, ni tampoco adónde ir. Empujado por el hambre y el frío llegó a una gran ciudad, pero los soldados apostados en la puerta lo echaron, pues no supo contestar a sus preguntas. Cruzó un ancho río y avanzó en dirección a las montañas recubiertas de bosques que había a lo lejos, intuyendo que le ofrecerían protección. Algunas personas le dirigían la palabra, mas él no comprendía de qué le hablaban. Entonces lo miraban como si no estuviera bien de la cabeza, y se burlaban de él y lo insultaban. Otros se compadecían de él y le daban algo de comer. Un día era tanta su hambre que robó una gallina y le retorció el cuello. Mas, al no saber qué hacer después con ella, la tiró.
También había algo raro en su ropa. Era como si llevara puestas todo tipo de prendas unas encima de otras. La mayoría le iban demasiado holgadas, estaban desgarradas y tenían manchas de sangre en lugares donde él no podía encontrarse heridas en el cuerpo. En cualquier caso le servían para protegerse del frío. Al principio, los transeúntes le preguntaban que de dónde había sacado aquellas botas tan bonitas y que si las había robado. Al examinarlas más de cerca vio que en efecto se trataba de unas buenas botas de cuero suave. Parecían casi nuevas, como si no hubiera andado mucho con ellas, aunque en la parte interior de la caña estaban desgastadas y allí olían a sudor de caballo. Ahora ya estaban sucias y deterioradas, por lo que ya nadie le molestaba al respecto. Un dolor punzante en la espalda le dificultaba los movimientos, y tenía el vientre y los muslos recubiertos de enormes moratones, como si hubiese chocado contra algo. Por ello le costaba andar y se cansaba rápidamente. Entonces tenía que sentarse de nuevo al borde del camino para recuperar el aliento.
Tampoco tenía noción alguna del tiempo y por consiguiente no sabía cuánto hacía que andaba. Era incapaz de precisar si llevaba algunos días o ya varias semanas caminando. Lo que no perdía de vista eran las laderas pobladas de árboles del norte. De alguna manera parecía importante que intentara alcanzarlas.
Finalmente llegó el día en que, a paso lento, trepó por el camino que conducía a una fortaleza cuyo nombre desconocía. Mantenía la vista fija en las torres de tres castillos que, junto con un pueblo, se hallaban en la cima de una montaña.
—¡Eh, tú! —La punta de una lanza zumbó hacia abajo y le cortó el camino—. ¿Qué vienes a hacer aquí?
Miró al centinela con ojos vidriosos.
—Tengo que estar aquí.
—¿Por qué? ¿Qué se te ha perdido aquí?
—Busco…, busco a mis amigos. —Algo iluminó su mirada apagada—. Sí, tengo amigos…, los busco.
El centinela observó con desconfianza al joven tan extrañamente ataviado.
—Ya tenemos suficientes vagabundos y mendigos. ¡Lárgate!
Algo pareció romperse en sus entrañas. Si no le franqueaban el paso, ¿adónde iría entonces? Volvió la vista hacia el largo camino por el que había venido. El final de camino estaba aquí, sencillamente no podía seguir, ni tampoco regresar.
—¡Tengo que estar aquí! —La desesperación se reflejaba en sus ojos—. ¡Apártate y déjame pasar!
El tono repentinamente autoritario del extranjero no fue del agrado del centinela y menos aún la lengua en que se expresaba. Era ciertamente la lengua del sur, pero la hablaba con un marcado acento. Quizá fuera un mercenario extraviado o un refugiado. Incluso era probable que estuviera tratando con un espía del enemigo. A fin de cuentas, el castillo encerraba en sus calabozos a un noble del cual se decía que era amigo íntimo del odiado Simón de Montfort. ¿Quién sabía lo que era capaz de tramar éste para liberarlo?
—¿Eres un soldado? —le preguntó. El otro movió la cabeza, pero su gesto afirmativo no resultó muy convincente—. ¿Dónde has luchado y con quién?
—Estoy herido.
—¿Con quién has luchado? ¿Eres un mercenario?
Volvió a asentir tímidamente. El centinela agarró con rudeza al extranjero por el hombro y le dio la vuelta.
—¡No sé quiénes te han mandado, pero puedes contarles que en Cabaret no necesitamos fisgones!
Para enfatizar sus palabras y de paso encarrilarlo en la dirección correcta, le punzó la espalda con la punta de la lanza. Para su sorpresa, el extranjero se encogió como si le hubiese herido, dio media vuelta chillando de dolor y cólera y se abalanzó sobre él como un poseso. Un firme golpe con el asta de la lanza, que alcanzó al joven en la cabeza, acabó pronto con su cólera.
El zumbido y el hormigueo que sentía en la cabeza y los círculos negros que bailaban ante sus ojos se fueron desvaneciendo poco a poco. En su lugar apareció un rostro delgado, rodeado de una larga melena. Debajo de la cabeza se balanceaba una barba trenzada que formaba una serpiente. Una túnica negra oscureció el mundo, la serpiente fue descendiendo y se enroscó alrededor de su cuello estrangulándole lentamente. Presa del pánico, intentó incorporarse. Sin fuerzas agitó brazos y piernas hasta que se tornaron demasiado pesados y tuvo que dejarlos caer, entonces todo su cuerpo empezó a temblar.
—Tranquilo, estás en buenas manos, —le dijo una voz de mujer.
¿Por qué no podía verla, por qué le castañeteaban los dientes, por qué le temblaban tanto las piernas que no podía pararlas, y por qué sudaba tanto?
—Está muy mal, —oyó decir a la mujer—, la herida se ha infectado, está muy desnutrido y totalmente agotado.
—¿No se salvará? —preguntó otra.
No hubo respuesta, al menos audible. Alguien se inclinó sobre él. Sólo pudo vislumbrar una figura borrosa y sintió una mano fría sobre su frente.
—No estás bien. ¿Eres devoto del Verdadero Cristianismo?
Él asintió.
—¿Deseas, ahora que todavía eres consciente, recibir el consolamentum?
Le costaba entender sus palabras. ¿De qué estaba hablando? Consolamentum… tenía algo que ver con la palabra consuelo. Asintió de nuevo y repitió la palabra pero ni siquiera pudo oír su propia voz.
—Llamaremos a un Bon Homme, —dijo la mujer acariciándole suavemente la mejilla. La sombra inclinada sobre él se alejó—. ¿Ves cómo es uno de los nuestros? —le oyó decir a cierta distancia.
La otra mujer se movió en torno a él y le refrescó la cabeza y el cuello con un paño húmedo. Él se sumergió en un estado semiconsciente hasta que volvió a sentir sobre él una sombra que le hablaba. Esta vez era un hombre.
—Me has mandado llamar para recibir el consolamentum. ¿Cómo te llamas?
El enfermo abrió la boca, pero de ella no salió ninguna respuesta. El hombre se le acercó más y escuchó con atención. Después se incorporó y sacudió la cabeza.
—Los Bons Hommes están aquí. Salúdalos, —le susurró la mujer al oído. Él balbuceó unas cuantas palabras que por lo visto no eran las adecuadas—. Está muy confuso debido a la fiebre, —dijo la mujer—. Repite conmigo: Benedicite, Buenos Cristianos, dadme la bendición de Dios y la vuestra, rogad a Dios por nosotros.
Repitió sus palabras.
—Recibe la bendición de Dios y la nuestra —respondió el hombre. A su espalda sonó la voz de un segundo hombre al que no podía ver.
Este ritual se repitió dos veces. A la tercera, la mujer añadió unas palabras que él hubo de repetir:
—Señor, rogad a Dios para que libere a este pecador de una mala muerte y le guíe hacia un buen fin.
—Rogaremos a Dios, —contestaron los dos hombres, y añadieron—: Que Él te convierta en un Buen Cristiano y te guíe hacia un buen fin.
Juntos rezaron el padrenuestro.
—¿Puede arrodillarse? —preguntó el primer Buen Cristiano a la enfermera.
Ella negó con la cabeza.
—Entonces tendremos que hacerlo así. —Se dirigió de nuevo al joven que yacía en la cama—. ¿Estás seguro de que quieres recibir el consolamentum? ¿Has sido un buen creyente?
Él asintió con gran convencimiento. Trajeron un cuenco en el que ambos hombres limpiaron sus manos, tras lo cual le limpiaron las suyas.
—Cuando compareces ante la Iglesia de Dios, compareces ante el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pues la Iglesia significa la reunión y allí donde están los verdaderos cristianos, allí encontrarás al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
De nuevo tuvo que repetir las palabras con las que había saludado a los Buenos Cristianos. Depositaron algo sobre su pecho. Le levantaron las manos y las cerraron en torno a un objeto. Era un libro.
—Así como has recibido en tus manos el libro donde están escritos los preceptos, los consejos y las advertencias de Cristo, así recibirás también la ley de Cristo en las obras de tu alma, para observarlas durante toda tu vida.
Le costaba centrar su atención en las palabras. Sus pensamientos amenazaban continuamente con sumirse en un inmenso vacío.
—Por eso estás aquí, para recibir la santa oración que Cristo dio a sus discípulos.
De nuevo rezaron el padrenuestro, pero había algo en el texto que no cuadraba. Sin embargo, él no tenía suficiente lucidez para determinar qué era.
—Te concedemos el derecho de poder rezar esta santa oración, toda tu vida, de día y de noche, solo o acompañado. No comerás ni beberás sin antes haber rezado. Y si olvidaras llevarlo a cabo, deberás hacer penitencia.
Esta vez tenía que contestar:
—Lo recibo de Dios, de vos y de la Iglesia.
Volvieron a rezar el padrenuestro.
—Pide perdón por tus pecados, —prosiguió el Buen Cristiano—, a Dios, a la Iglesia y a todos los aquí presentes.
Él obedeció mecánicamente.
—Que el santo Padre, que es justo y misericordioso y que tiene el poder de perdonar los pecados en el cielo y en la tierra, te perdone todos tus pecados en este mundo y que se apiade de ti en el otro.
El peso del libro sobre su pecho le dificultaba cada vez más la respiración. El otro hombre y las dos mujeres se arrodillaron junto a la cama y pidieron también que les fueran perdonados sus pecados.
—Has de comprender, —prosiguió el Buen Cristiano—, que tienes que amar verdaderamente a Dios, con dulzura, humildad, piedad, castidad y con todas las demás virtudes, pues está escrito que la castidad acerca al hombre a Dios, pero que la perversidad lo aleja de Él. También has de comprender que es menester ser tan fiel y recto en los asuntos espirituales como en los terrenales, pues si no fueras sincero en los asuntos terrenales, no creemos que pudieras serlo en los espirituales; en tal caso no creemos que pudieras ser salvado.
El joven enfermo masculló algunas palabras de asentimiento.
—Además has de prometer ante Dios que no matarás, que no cederás ante los deseos carnales, y que no tendrás de otra forma relaciones con el otro sexo, que no robarás, ni harás ningún juramento, al menos por voluntad propia, que jamás comerás consciente y deliberadamente queso, leche o huevos, así como tampoco carne de aves, reptiles u otros animales prohibidos por la Iglesia de Dios.
—Lo prometo.
—Por la justicia de Cristo también padecerás hambre y sed, ignominia, persecución y la muerte; y lo soportarás todo por amor a Dios y por la salvación de tu alma.
Le quitaron el libro de las manos y el hombre le preguntó si quería ser bautizado.
—Ya estoy bautizado, —susurró él.
—El bautizo en la Iglesia católica no vale para nada. La Iglesia católica bautiza a niños de pecho en agua putrefacta. Con eso no se pueden limpiar los pecados. Además, se les bautiza cuando todavía no pueden tener conocimiento del Bien y del Mal, cuando aún no tienen uso de razón. Eso no sirve de nada en absoluto. Más aún, es incluso pernicioso, pues hace llorar a los niños. Ahora serás bautizado con el fuego del Espíritu Santo, el bautizo como lo recibieron los apóstoles de Cristo. ¿Quieres conservar este bautizo por el resto de tu vida con el corazón y la conciencia limpios, y no romper este compromiso bajo ningún concepto?
Una vez hubo dado su respuesta afirmativa, sintió que en lugar del agua bendita colocaban el libro sobre su cabeza. El hombre murmuró unas breves plegarias, ayudado por las dos mujeres.
—Santo Padre, —dijo después el Buen Cristiano—, recibe a tu siervo en Tu justicia y concédele Tu piedad y Tu Espíritu Santo.
Retiraron el libro.
—Has avanzado mucho en el camino hacia el Bien y tu alma está a punto de despertarse. Aún no estás listo, pues para estarlo habrás de cumplir estas promesas en otra vida, pero ahora te rodea el Espíritu Santo. Ahora puedes morir en paz, seguro de que regresarás en un cuerpo adecuado para ser el de un Buen Cristiano.
La situación le parecía irreal, como si él estuviera de más. No tuvo mucho tiempo para reflexionar al respecto. La ceremonia le había cansado tanto que casi enseguida se sumergió con un suspiro en una profunda oscuridad inaccesible a sus sentidos. Ni siquiera notó que, a modo de abrazo, los Bons Hommes lo cogían por los hombros, apretaban sus mejillas contra las suyas y luego lo besaban en la boca.