ALARIC
Finales de noviembre de 1209
Aquel año, el invierno empezó temprano en las tierras occitanas. Arriba en las montañas, las tormentas de nieve azotaban las rocas desnudas y también en los valles soplaba un viento cortante que traía consigo unas veces granizo y otras nieve. En Montpellier, la viuda de Trencavel firmó la escritura por la que transmitía los derechos y las posesiones de su difunto esposo a Simón de Montfort y a sus descendientes. Bajo el ojo vigilante del comendador de los caballeros templarios de Montpellier, Roberto y Simón de Poissy colocaron su mano sobre el libro del evangelio y juraron que se constituían en garantes de la indemnización que Montfort había prometido a la joven viuda: una pensión anual y el reembolso de su dote en cuatro plazos distribuidos durante el siguiente año. Acto seguido y temblando de frío delante de la capilla de los templarios, la vizcondesa se distanció públicamente de todos sus derechos, todavía aturdida por el dolor que le había causado la pérdida de su esposo. Antes de la llegada de los cruzados había puesto a salvo con el conde de Foix al único descendiente que había tenido, su hijo Raimundo de dos años de edad, quien ya no poseería ni una brizna de hierba de los inmensos dominios que una vez fueron su herencia.
La tinta apenas había tenido tiempo de secarse sobre el pergamino cuando se anunció el primer signo de resistencia en la persona del nuevo señor feudal de Simón de Montfort: el rey Pedro II de Aragón. El soberano se negó a recibir el tributo de Montfort. En el campamento de los cruzados se susurraba que el rey apoyaba en secreto a los señores del sur que se resistían al ejército de los cruzados y que los alentaba a no someterse a Montfort. En efecto, de repente se desató la lucha en diversos lugares, como si la negativa del rey a reconocer a Montfort como vasallo fuera una señal para iniciar abiertamente la resistencia.
El primero en tomar las armas fue un señor occitano que en una temprana fase se había unido a Montfort y que gozaba de la confianza de éste. De repente se rebeló contra el señor francés y ocupó el castillo de Puisserguier. Allí hizo prisioneros a los dos caballeros franceses y a la guarnición que vigilaban el fuerte, mas les prometió que les perdonaría la vida. Profundamente agraviado por el escollo que el rey de Aragón había puesto en su camino, Montfort marchó con su ejército a un ritmo frenético desde Montpellier hacia Puisserguier para sitiar la ciudad. Pero los rebeldes consiguieron huir del castillo por la noche, después de haber tirado a los cincuenta soldados de la guarnición en el foso del castillo, de haberlos cubierto con paja y desechos y haberles prendido fuego. Cuando resultó que el combustible estaba demasiado húmedo para encenderse, apedrearon a los desgraciados soldados. Montfort llegó justo a tiempo para liberarlos de su apurada situación. Sin embargo, los dos caballeros que los rebeldes se habían llevado consigo como prisioneros salieron peor parados. Les habían arrancado los ojos y cortado la nariz, las orejas y el labio superior, tras lo cual los habían dejado desnudos en el camino de Carcasona. Sólo uno de ellos sobrevivió a este calvario y llegó a la ciudad del brazo de un mendigo que se compadeció de él.
Mientras tanto, al norte de Carcasona había ocurrido otro drama. Bouchard de Marly se había puesto en camino con un pequeño ejército con la intención de emprender una correría en el territorio de los obstinados señores de Cabaret. Sin embargo, sus movimientos fueron seguidos por espías que anunciaron la llegada de Bouchard a su señor. Se tendió una emboscada a los invasores que costó la vida a la mayoría de ellos. Bouchard de Marly fue hecho prisionero y trasladado a Cabaret.
Ignorantes de esta catástrofe que se desarrollaba al otro lado del Aude, Amaury y Guillermo de Poissy, con una guarnición integrada por unos veinte soldados, vigilaban su nuevo señorío, el castillo de Alaric, uno de los burgos que formaban un anillo de puestos avanzados alrededor de Carcasona. El helado viento del norte azotaba las torres. Los centinelas se movían cautelosos sobre las galerías y tenían que agarrarse a las almenas para no resbalar sobre las piedras heladas. Después de realizar su ronda de inspección, Guillermo había regresado a la torre donde se alojaba para calentarse junto al hogar. Como de costumbre, empezó a dar buena cuenta de la reserva de vino.
Amaury eludía la compañía de su hermano y deambulaba intranquilo por el castillo. Entablaba alguna que otra conversación, hacía alguna que otra pregunta y se preparaba para realizar su patrulla diaria, una tarea que le había asignado Guillermo. Cada vez que se preparaba para salir, le invadía un profundo desasosiego. Se sentía protegido si permanecía en lo alto de la montaña y dentro de las murallas del castillo, mas en cuanto dejaba tras sí las murallas de Alaric, se sentía espiado desde las colinas circundantes por un enemigo invisible que se mantenía oculto en los bosques y que seguía cada paso que él daba. Entonces tenía la sensación de que podía ser asaltado en cualquier momento por un depredador que estaba al acecho en su guarida. Pues allí, detrás de las montañas, se extendía un terreno desconocido, donde los hostiles señores occitanos tramaban sus planes en castillos que habían sido construidos como nidos de águilas encima de inmensos peñascos. Conocía sus nombres y los de sus castillos, sabía qué zonas controlaban, pero nunca los había visto, así como tampoco había conocido nunca sus legendarios burgos. Sabía que lo odiaban porque él era uno de los que habían invadido su país y que según ellos habían asesinado a su vizconde.
Amaury cogió las riendas del caballo que le tendía el mozo de cuadra y montó para salir por las puertas al frente de su patrulla. El fuerte viento penetró a través de su manto en cuanto dejó de estar protegido por las murallas del castillo. Afuera se extendía un paisaje montañoso, gris y desolado bajo la débil luz del sol. El joven caballero fijó la mirada en la lejanía. Nada se movía salvo las copas desnudas de los árboles que el viento sacudía, y las nubes que pasaban por encima de la montaña. Después dio la señal para que sus hombres avanzaran, y lentamente los caballos, los jinetes y los soldados de a pie se fueron alejando del bastión protegido, con las crines y los mantos ondeando en el viento.
Era asombroso cómo habían cambiado los papeles, pensó Amaury mientras dejaba que su caballo buscara con cuidado el camino sobre la escarpada senda que los llevaba colina abajo en la ladera norte de la montaña hacia la llanura del ancho valle del río. Roberto le había advertido a este respecto. Las pequeñas guarniciones francesas que vigilaban los castillos conquistados se habían encerrado dentro de sus propias murallas. Si los señores del sur se unieran para combatir juntos, los sitiadores de ayer se convertirían en los asediados de mañana. Montfort no tenía en ninguna parte suficientes soldados para liberar una fortaleza sitiada.
La cuestión era si los señores occitanos estaban unidos o si llegarían a estarlo algún día. Por lo que había podido deducir de las conversaciones con caballeros sometidos, todo apuntaba a lo contrario. En esta sociedad decadente, donde todos hablaban de pretz y paratge, que venía a ser algo así como la gloria en el campo de batalla y en el amor, siempre existían viejas rencillas o recientes ofensas que impedían actuar de forma unánime contra el invasor.
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por un sargento que detuvo su caballo y señaló hacia la lejanía. Allí donde hacía tan sólo unos días se extendían los campos, ahora se veían las nubes reflejadas en el agua. El Aude se había desbordado debido a las fuertes lluvias de las últimas semanas y había inundado grandes extensiones de tierra en el valle. En su última expedición, Amaury ya había advertido que el nivel del agua era especialmente alto.
—Ahora los vados habrán quedado inservibles. En cualquier caso no tenemos nada que temer del norte, —constató—. Si nosotros no podemos cruzar el río, tampoco puede hacerlo el enemigo.
Al principio no le había agradado nada la idea de tener que realizar estas patrullas diarias, y menos aún tener que salir cada día a una hora determinada. Si de él hubiera dependido, habría salido de tarde en tarde con unos cuantos hombres, sin soldados de a pie para poder moverse con rapidez. Sin embargo, Guillermo se había empeñado en mantener las reglas que se aplicaban en su patria, Francia. Consideraba que la seguridad del castillo era primordial y además esta regularidad se ajustaba mejor a su propio horario. Amaury había protestado aduciendo que de este modo era como si él y sus hombres pidieran a gritos que les tendieran una emboscada. Pero Guillermo había acallado sus objeciones con una mirada significativa que Amaury entendía a la perfección. Desde entonces, el joven Poissy cabalgaba cada día a la misma hora. Una vez fuera de las murallas, procuraba evitar al máximo una pauta fija.
Aquel día había optado por dar un amplio rodeo que iba hacia el este a lo largo del Aude, pasando por los barrancos que seguían la vertiente oriental de las montañas, para explorar los caminos que conducían al sur. Por fin, siguiendo una senda que ascendía lentamente y desde el suroeste regresaría por la tarde a Alaric. Volvió grupas y guió a sus sargentos en dirección noreste, observando todo lo que le parecía un poco sospechoso. En muchas leguas a la redonda no se distinguía nada más que la tierra ancha y vacía, los árboles y las ovejas. Los hombres se fueron abriendo camino con dificultad por el viento penetrante hasta que hubieron rodeado la montaña y pudieron ponerse al abrigo del viento en el barranco. Avanzaron lentamente sobre la senda apenas transitable hasta que las laderas de la montaña empezaron a alejarse y en la lejanía vieron aparecer el valle que cruzaba serpenteante el camino principal hacia el sur. Con una mano aterida, Amaury tiró de las riendas hasta que el caballo se detuvo. Con la otra mano se protegió los ojos del sol bajo para mirar hacia la lejanía, donde las nubes colgaban entre las colinas e impedían la vista. El camino parecía más oscuro y más ancho que de costumbre. Cuanto más miraba, más se parecía a una serpiente que se deslizaba lentamente.
¿Deslizarse? De repente se le cortó la respiración. Se volvió hacia los otros jinetes para comprobar si habían visto lo mismo que él. Los que se hallaban detrás de Amaury no reaccionaron y tampoco los peones parecían sospechar nada. Sólo el sargento que se encontraba a su lado se restregaba los ojos que le lloraban a causa del viento y la luz del sol.
—¡Que Dios nos asista, es todo un ejército! —exclamó Amaury.
El sargento se inclinó junto a su montura para sonarse la nariz y se burló de un peón que tuvo que dar un paso hacia atrás para no ser el blanco. Después siguió la mirada de Amaury.
—¿Son los nuestros? A esta distancia no puedo distinguir las banderas.
—En tal caso tendría que ser Montfort, pero que yo sepa está en Montpellier. Además, en estos momentos no puede tener tantos hombres.
—Quizá sean las tropas de apoyo.
Amaury negó con la cabeza.
—Roberto Mauvoisin ni siquiera ha vuelto de Roma. Además, las tropas de apoyo no vienen por ese lado. Son faidits, no cabe duda.
Oyó la maldición que lanzó el sargento, así como la reacción de los demás a su espalda mientras pensaba febrilmente. ¿Tenía que seguir avanzando y arriesgarse a caer en manos de una posible vanguardia del enemigo o debía volver sobre sus pasos? Pero el camino que había seguido era mucho más largo que el que le quedaba si continuaba avanzando. Si había una vanguardia, ésta llegaría a Alaric antes que él.
—¡Dividíos! —ordenó—. Que los peones se pongan a salvo.
—¡¿Qué?!
—Son demasiado lentos. Salvar el castillo es lo principal.
No había tiempo para malgastarlo discutiendo. Señaló a un par de hombres e hizo un rápido gesto hacia el camino que se hallaba detrás de ellos.
—Volved a galope tendido a Alaric y dad la alarma. Y vosotros: a Carcasona a buscar ayuda. —Después se dirigió a los peones—: Tú, tú y tú, id por los caminos de cabras a través de las montañas a Alaric. Si los jinetes no llegan, quizá vosotros tengáis una posibilidad. —Y a los demás soldados—: Evitad los caminos. Avanzad lo más cerca posible del río. Los jinetes no se atreverán a meterse en terreno pantanoso. Si no conseguís llegar a Alaric, id a Carcasona.
Señaló en dirección al sargento que se hallaba a su lado.
—Nosotros iremos por ese lado e intentaremos llegar al castillo antes que el enemigo. Si vosotros no llegáis a tiempo, quizá nosotros sí.
Los jinetes se alejaron al galope y los peones volvieron a adentrarse en el barranco, en dirección al valle del río, en busca de sendas estrechas que fueran inaccesibles para los jinetes. Con el viento en la espalda, Amaury y su sargento avanzaban lo más rápido que Podían llevarlos sus caballos, rogando no ser vistos por exploradores del ejército que se acercaba y que se hallaba aún demasiado lejos. Todo fue bien hasta que llegaron al lugar donde el estrecho paso entre las montañas se abría hacia el ancho valle en el lado sur. El sargento quería avanzar a galope, ansioso de llegar cuanto antes al burgo. De súbito tiró tan fuerte de las riendas de su caballo, que éste casi se sentó sobre sus patas traseras. Era demasiado tarde. Una vanguardia de unos treinta jinetes bloqueaba el camino hacia Alaric y por los gritos y las órdenes parecía que los habían visto.
—¡Media vuelta! —gritó Amaury.
Antes de que sus caballos hubieran vuelto grupas, las flechas ya zumbaban a su alrededor. Una docena de jinetes se movía con aterradora velocidad en su dirección. El joven caballero oyó un grito ahogado a su espalda. Lanzó un vistazo por encima del hombro y vio que el sargento caía de la silla. No pudo ver dónde le habían dado ni si la herida era mortal. El caballo le adelantó y siguió galopando delante de él sin su jinete. Después tuvo que reducir la velocidad para guiar a su caballo alrededor de las rocas que bloqueaban el camino. A mitad del pasadizo decidió que su intento de escapar era cobarde e inútil. Ciertamente, los arqueros estaban demasiado lejos para alcanzarle, pero los jinetes le pisaban los talones. Era preferible iniciar un combate, antes de que descubrieran a los peones que seguían escalando con dificultad por el camino a través de las montañas. ¿Podría entretenerlos lo suficiente como para dar a los demás una oportunidad de llegar a Alaric? Tenía que dar la impresión de que no estaba solo, atraerlos para que le siguieran un poco más y ganar tiempo.
—¡Por aquí! ¡A las armas! —gritó con todas sus fuerzas, gesticulando como si detrás de las rocas se escondiera toda una compañía.
Funcionó. Detrás de él, dos jinetes frenaron sus caballos. Se oyeron órdenes y en el camino entre las montañas aparecieron más jinetes. Pero cuando llegó a la parte más estrecha del desfiladero no pudo mantener por más tiempo el engaño. Se detuvo y esperó a los jinetes enemigos blandiendo la espada. Éstos redujeron la velocidad y desenfundaron sus armas.
—¡Por Dios y por el rey, y por los Poissy! —gritó Amaury mientras se abalanzaba sobre ellos.
Su voz seguía teniendo la desagradable costumbre de sonar en falsete y por ello su grito no resultó nada heroico. De todas formas, antes de que pudiera hacer algo contra los diez hombres que le atacaban, yacía en el suelo con la lanza de un caballero occitano contra el cuello. Ni siquiera estaba herido.
—Deja que ese cerdo francés viva, —oyó decir a alguien encima de él—, puede proporcionarnos un buen rescate.
El asedio de los rebeldes occitanos cogió por sorpresa a los defensores del castillo de Alaric. Los jinetes que Amaury había enviado por la ruta norte también habían caído en manos del enemigo, y todos perecieron. Los peones estaban aún escondidos en los alrededores. Sólo los dos sargentos que habían cabalgado hacia Carcasona llegaron a su destino. Sin embargo, la guarnición de la ciudad no podía ofrecer ayuda porque Montfort había agrupado a todas las tropas junto a Puisserguier. Unos mensajeros salieron apresuradamente hacia allí para avisar al comandante. Mientras tanto, Guillermo de Poissy resistía valientemente con su guarnición. Había conseguido repeler el primer ataque, aunque con fuertes pérdidas. Ahora reinaba la calma en torno al castillo y dentro de sus murallas. Todos se preparaban para un segundo ataque.
Amaury no sabía nada de todo esto. Estaba atado en una tienda militar en el campamento que los occitanos habían montado en la ladera fuera del alcance del burgo, y sólo podía adivinar lo que sucedía por los ruidos que oía alrededor. Por lo visto no se hallaba cerca de los comandantes, pues no lograba oír conversaciones que le dieran más pistas. De vez en cuando, un criado que no le decía nada y que no contestaba a ninguna de sus preguntas le traía algo de beber y apenas algo de comer. Se sentía mareado del hambre y tenía muchísimo frío.
Después de dos días, un noble con armadura se asomó por la entrada de la tienda.
—Así que enviaste a dos a Carcasona, —oyó que le decía con su voz áspera.
¿Cómo podía saberlo? ¿Acaso sus sargentos habían llegado a su destino? ¿Procedía la noticia de espías de la ciudad? Estaba seguro de que los había. ¿O habían interceptado a sus hombres? ¿Estaría Montfort ya al corriente? Quizá el comandante hubiera abandonado ya Montpellier y se dirigiera hacia aquí con sus tropas. En tal caso tendría que dar un rodeo pasando por Carcasona, pues el agua y las inundaciones le impedirían cruzar el Aude. Esto significaba que perdería unos días muy valiosos. Amaury mantuvo la mirada fija al frente y se encogió de hombros.
—¿Quién eres en realidad? —le preguntó el noble.
El prisionero no contestó. El noble estudió el escudo con las tres merletas que aparecía en la túnica de Amaury.
—¿No serás uno de los caballeros que se han apoderado de Alaric?
No obtuvo ninguna respuesta.
—No, para eso estás demasiado verde.
Una mirada asesina.
—Mi sirviente me ha dicho que hablas nuestra lengua, así que no hace falta que simules no entenderme.
—Vai tefarfotre!
El rostro del noble se endureció por un momento, después se echó a reír.
—Lo primero que aprenden son siempre reniegos. —Dio media vuelta y abandonó la tienda de campaña.
Típico, pensó Amaury, que ni siquiera se enfade con semejante insulto. En realidad esas palabras equivalían a: “vete al diablo”, pero en lengua occitana significaban literalmente: “vete a que te jodan”, un insulto certero para un pueblo que estaba tan corrompido. A fin de cuentas, los herejes injuriaban el sacramento del matrimonio y le habían contado que todos llevaban una vida disoluta. En cualquier caso, el insulto había bastado para poner fin al interrogatorio.
Entre tanto, los mensajeros de Carcasona habían comunicado la noticia del asedio a Montfort, que acababa de reconquistar Puisserguier a los occitanos apóstatas con la ayuda de Roberto y Simón de Poissy. Los guerreros desmontaron su campamento a toda prisa y se pusieron en camino con sus soldados. Recibieron una desagradable sorpresa al ver que el Aude se había desbordado y emprendieron el largo camino de vuelta a Carcasona para cruzar el río por el puente. Mientras tanto, en el campamento occitano temían que el comandante francés se presentara pronto y, de súbito, les entró prisa.
Amaury de Poissy se despertó de un sueño intranquilo. Se fue espabilando poco a poco, con la misma lentitud con la que su sangre helada y espesa circulaba por sus venas. Todavía era de noche. Estaba entumecido y empezó a moverse con torpeza. Por fortuna, no tenía helados los dedos de los pies, y aún podía mover las manos que le habían atado a la espalda. Tan sólo entonces se dio cuenta de por qué se había despertado. Fuera de la tienda imperaba una actividad inusual para esas horas de la noche. En el frío helado oyó las órdenes, y el choque y tintineo de las armas, los arneses y los arreos. Van a atacar el castillo al alba, pensó. ¡Dios, qué tonto había sido al caer en manos de los faidits! Sabía lo pequeña que era la guarnición y lo poco que podían hacer. Además, más valía no contar con la ayuda de los campesinos y los artesanos que permanecían dentro de las murallas. Éstos tomarían partido por los faidits y preferirían abrir las puertas para dejar entrar al enemigo. Los cruzados estaban encerrados como ratas en una trampa. Pensó en Guillermo, que ahora estaba solo, sin la ayuda de Roberto y Simón. ¡Ojalá llegara Montfort con su ejército!
De súbito se apoderó de él el temor de no volver a ver con vida a su hermano. Unió las manos atadas a la espalda e intentó rezar, pero los ruidos que llegaban de fuera le distraían.
No sabía cuánto tiempo había estado allí sentado. Al rayar el alba llegaron hasta él ruidos lejanos que parecían de un combate. ¡Ojalá pudiera hacer algo! Desesperado miró fijamente el vaho de su aliento que por un momento flotó en el aire, para luego posarse como una fina capa de escarcha sobre su manta.
La tienda se abrió de golpe y de forma tan inesperada que Amaury se quedó paralizado del susto. Dos soldados lo levantaron. El noble del día anterior permanecía en la entrada e hizo una señal de impaciencia.
—¡Venid conmigo, Poissy! No voy a derramar ni una sola gota de sangre más de la necesaria.
Así que sabían quién era, pero ¿qué más daba? Temblando de miedo y de frío los siguió mientras tropezaba sobre los pies entumecidos.
Tuvo que andar un buen trecho. Su sangre empezó de nuevo a circular y gracias a ello entró en calor. Cruzaron el campamento occitano y luego avanzaron a lo largo de las filas de soldados dispuestos para el ataque. Caballeros, sargentos, arqueros, peones, todos parecían seguir cada paso que daba, como si fuera una atracción. Le recordó al día en que Trencavel se había arriesgado a entrar en el campamento de los cruzados para ofrecerse como rehén. Pero aquél por lo menos llevaba su cota de malla. Se sentía casi desnudo, sin su armadura, en medio de tanto cuero y hierro.
—Bien, —dijo el noble occitano—, ahora veremos quién de nosotros tiene carne demoníaca.
Habían dejado atrás las primeras filas del ejército y el lugar donde se hallaban estaba casi al alcance de las flechas de los arqueros apostados en la muralla del castillo. Un ciudadano se había unido a ellos para hacer de intérprete, quizá fuera un mercader huido de Carcasona.
—¡Guillermo de Poissy! —gritó el noble con todas sus fuerzas. En el adarve no se oyó ningún ruido. En el gris amanecer se podían vislumbrar vagamente los movimientos de los soldados. Poco después, una figura oscura se separó de las almenas. A ambos lados de la figura, los arqueros apuntaban al enemigo. Amaury entornó los ojos para ver mejor. Era su hermano.
—¡Soy Guillermo de Poissy! —dijo orgullosa la voz desde lo alto de la muralla.
—¡Te proponemos un intercambio!
—¡No hacemos intercambios con los herejes!
El sonido tardó algo en llegar hasta ellos. El noble resopló con desdén.
—¡Tenemos a tu hermano Amaury!
La figura pareció inclinarse un poco hacia adelante.
—¿Por qué debería creeros? Acercaos un poco, no le reconozco.
El noble se protegió con el escudo, que casi cubría todo su cuerpo. Empujó a Amaury delante de sí, hasta el límite donde se acababa su seguridad, por lo que éste se sintió como una diana. El intérprete los seguía, manipulando torpemente el escudo que le habían dado.
—¡Entregaos y os perdonaremos vuestra vida y la de vuestro hermano!
Ahora se hallaban sobre un talud de tierra y piedras, al borde de la ancha zanja que los separaba de las murallas del castillo. Estaban tan cerca que Amaury pudo distinguir el rostro de Guillermo. No presagiaba nada bueno.
—¡Si me queréis, tendréis que luchar!
—¡Vos me importáis un comino! ¡Os ofrecemos la libertad a cambio de que nos entreguéis el castillo!
—¡Ja!
—¡Utilicemos nuestro cerebro como nobles, Poissy! Estáis en franca minoría, no tenéis ninguna posibilidad. Os ofrezco una retirada honorable. ¡Evitad que se vierta más sangre, vuestra y nuestra, y entregaos!
—¡Nunca!
—Coyhon! —exclamó el noble occitano. El intérprete no lo tradujo—. ¿Cómo echasteis de su ciudad a los ciudadanos de Carcasona? Desnudos, con sus pecados como único equipaje, ¿no era así?
El noble desenfundó su daga. Amaury oyó que algo se desgarraba y poco después sintió que su túnica se deslizaba. Se quedó en camisa. A su espalda oyó las risas de los soldados. El viento helado le escocía la piel. Debido al frío ni siquiera sentía la punta de la daga que le punzaba la piel.
—¡Esta es mi última oferta, Poissy! ¡O me entregáis el castillo o él muere!
—¡Habría preferido cortarle yo mismo su miserable cuello! ¡Os voy a ayudar! Algo voló por el aire y se estrelló contra el suelo cerca de sus pies: era la daga de Guillermo. El noble enfundó su propia arma y se agachó para recoger la otra. Cuando se erguía se volvió hacia Amaury, que retrocedió dando sacudidas. La monotonía de las últimas semanas en Alaric casi le había hecho olvidar la amenaza que Guillermo había expresado en Castres contra él. Había esperado una represalia personal, o una u otra mala jugada por la que Roberto se viera obligado a enviarle de nuevo a Poissy. Nunca hubiera pensado que el odio de Guillermo fuera tan intenso que lo sacrificaría sin dudarlo un instante en beneficio de su propia seguridad. ¡Ni siquiera quería negociar!
—Vuestro hermano no merece vuestra sangre, —dijo el faidit.
A pesar de ello cogió al indefenso joven y le puso la daga al cuello. Nada cambió en la actitud del caballero en el adarve. En el mismo momento, se oyó un enorme bullicio en la lejanía. En las murallas del castillo se originó una gran confusión, los hombres corrían de un lado a otro, y los arqueros lanzaron sobre el enemigo una lluvia de flechas que sólo alcanzó al negociador y su rehén. El intérprete puso pies en polvorosa. El noble occitano pudo protegerse gracias a su escudo, detrás del cual también se escondió Amaury. El suelo tembló cuando los peones y los jinetes empezaron a moverse al mismo tiempo. Amaury intentó liberarse, pero el noble lo sujetó fuertemente.
—Sólo me habéis utilizado como maniobra de distracción, —gritó por encima del estrépito— para así poder atacar mientras tanto por otro lado. ¡Dejad por lo menos que luche por mi vida!
Por respuesta obtuvo una risa burlona y hostil.
—¿Con qué? —le preguntó el otro.
Eso era cierto, estaba desarmado y además en paños menores.
—Dadme la daga de mi hermano. ¡Yo mismo ajustaré cuentas con él!
—Creéis sin duda que somos idiotas, —le dijo el otro al oído—. Habéis invadido nuestras tierras como lobos hambrientos. Lobo que atrapas, lobo que no sueltas.
Relajó un poco la mano con que lo agarraba, pero antes de que pudiera escabullirse, el noble le hundió la daga en la espalda, por lo que cayó de rodillas lanzando un grito de dolor. Una patada contra los riñones lo lanzó por encima del borde del talud y con un golpe sordo cayó de cabeza contra una piedra en la zanja al pie de la muralla. Permaneció allí inconsciente mientras por encima de su cabeza seguía la batalla.
Cuando poco más tarde recuperó el conocimiento, pudo oír por encima del ruido el chirriar del rastrillo que estaban abriendo. Alguien debió ayudar desde dentro a entrar al enemigo, ¿o acaso la guarnición ya se daba por vencida? En realidad, ¿cuánto tiempo llevaba aquí tumbado? Alborotados y alegres, los sitiados salían por la puerta. Amaury intentó incorporarse, aunque sus muñecas atadas y la herida en la espalda le dificultaban los movimientos. Junto a él sonó un estruendo. Se volvió y vio el rostro retorcido de dolor de uno de sus soldados. La herida abierta en su garganta parecía mirarle fijamente. El siguiente en caer, con el ruido de huesos rotos, fue el cuerpo de un arquero al que conocía bien. Nunca habían tenido la intención de salvar a Guillermo o a sus hombres, pensó. Lo único que pretendían era limitar sus propias pérdidas. Gimiendo de dolor, el joven caballero apartó la vista de los cuerpos arrugados.
Poco después cayó otro muerto de la muralla. El cuerpo sin vida no le golpeó por los pelos. A ambos lados de la puerta se amontonaban los cuerpos, algunos aún con vida. A pesar de la herida en su espalda, Amaury consiguió pasar el torso y las piernas por debajo de las manos, hasta tener las manos atadas ante sí. Intentó agarrarse a la muralla, pero no conseguía trepar. Cada vez volvía a resbalar sin fuerzas hasta que finalmente se sintió tan agotado y tan aturdido por el dolor que hubo de interrumpir sus intentos. Había dejado de contar los muertos que se acumulaban a su alrededor. No podía quedar mucho de la guarnición. Su respiración era entrecortada y el dolor le atravesaba el torso. El olor a orina y a excrementos humanos, y sobre todo a sangre, tapaba todo lo demás. Encima de él, en el adarve, sonó un grito de victoria. Lentamente se incorporó e intentó distinguir con la mirada borrosa las siluetas que se dibujaban contra el cielo cada vez más claro. Estaba demasiado mareado para poder ver cómo arrojaban otro cuerpo sin vida y se dio cuenta demasiado tarde de que caía justo a su lado. De todas formas no habría tenido fuerzas para esquivarlo. El golpe exprimió el último resto de aire de sus pulmones. Jadeando intentó desasirse de la masa que le cubría y le rodeaba. Consiguió sacar la pierna derecha. La otra pierna y una parte del cuerpo casi cedieron bajo el peso. Con sus últimas fuerzas consiguió por fin liberarse. Todo el cuerpo le dolía. No sabía si se había roto algo. Se incorporó jadeando, apoyándose sobre las manos. Su cabeza se tambaleaba sobre los hombros. Intentaba encontrar la dirección en el mundo que giraba como un poseso a su alrededor. Cuando la materia por fin se detuvo y él consiguió posar sus ojos en el cadáver que yacía a su lado, miró de lleno en el rostro de Guillermo. Una mueca arrugaba las mejillas agarrotadas y los ojos abiertos de par en par le miraban triunfantemente, ¿o sólo se lo parecía? Muy lejos oyó unas voces que gritaban que todavía había un vivo en la zanja. Algo bajó silbando, se oyó un golpe. El siguiente proyectil le dio en la cabeza. Con un grito apagado cayó hacia atrás y cedió a la tentación de hundirse en la tierra rocosa y congelada, que de repente parecía tan suave y tibia como Una cómoda cama.
Aquella misma tarde, Simón de Montfort llegó con sus tropas a Carcasona. Decidió seguir avanzando hacia Alaric ante la insistencia de Roberto de Poissy y a pesar de la avanzada hora, para ver qué podían hacer. No llegaron muy lejos. El castillo todavía no estaba a la vista cuando un peón de los Poissy les salió al encuentro y les comunicó que Alaric había caído. El enemigo había asesinado a toda la guarnición y a los dos Poissy. Él mismo había visto los dos cadáveres al pie de la muralla.