CARCASONA

11 de noviembre de 1209

—¡Lo habéis matado!

Amaury se volvió contra su hermano mayor con una voz llena de aversión e indignación.

—Estaba enfermo. Ha fallecido de muerte natural.

—Me niego a creerlo. Trencavel era demasiado joven y fuerte para eso.

—Cualquiera puede morir a causa de una diarrea sanguinolenta, por muy joven o fuerte que sea.

—Entonces es que habéis dejado que se consuma hasta convertirlo en una presa fácil para la enfermedad.

—¿De qué te preocupas? A nosotros nos conviene más un Trencavel muerto que un Trencavel vivo, —intervino Simón de Poissy.

—Por eso precisamente. ¡Esto apesta por todas partes! ¿Quién de nosotros ha sido el encargado de realizar la faena? Roberto hizo un gesto de rechazo con ambas manos.

—Calma, hermanito, nosotros no sabemos nada. Por el amor de Dios, reprime un tanto tus acusaciones. Si no te moderas un poco, podría acabar costándote la cabeza, y la nuestra.

Pero Amaury no podía parar.

—Es una acción vil y traidora. ¡Somos caballeros cruzados, y no asesinos alevosos! —Lanzó estas palabras con toda la vehemencia que llevaba dentro y miró a sus hermanos con unos ojos que echaban fuego.

La noticia de la muerte de Ramón Roger Trencavel había llegado hasta sus oídos cuando permanecía en el castillo de Alaric y sin perder ni un minuto había emprendido rumbo hacia Carcasona. Por el camino había captado rumores. Se afirmaba que el noble había sido víctima de un vil asesinato. Una vez en la ciudad se había dirigido a la torre que ocupaban su hermano y su primo, y antes de haberse repuesto del viaje la había emprendido contra los dos Poissy como si hubieran estado personalmente implicados en la muerte de Trencavel. Detrás de su indignación se escondía la simpatía que había sentido por el joven vizconde de Carcasona. No era el único cruzado al que habían impresionado el encanto del joven noble y el valor que había demostrado durante el asedio de su ciudad al entregarse desarmado al enemigo a cambio de que sus súbditos pudieran abandonar la ciudad libremente. Sin embargo, su voluntad de sacrificio había sido premiada con la traición de los cruzados, que lo habían encerrado en sus propios calabozos. Allí habían dejado que se pudriera durante casi tres meses hasta que encontró la muerte.

—¡Esto atenta contra mi honor como caballero y contra mi conciencia como cristiano!

—¡Y ahora me harás el favor de escucharme, renacuajo! —Simón lo agarró por la camisa y lo acercó tanto hacia si que Amaury pudo oler lo que había comido—. Trencavel ha muerto de diarrea. ¡Eso es todo! ¡En su cuerpo no puede encontrarse ningún rastro de violencia y antes de su muerte recibió los últimos sacramentos del obispo!

—Eso sí lo creo. Pero ¿cómo sabes tú todo eso? ¿Fue con veneno?

Sintió que las manos de Simón se cerraban alrededor de su cuello y le cortaban la respiración. Roberto se abalanzó sobre ellos intentando calmar a los dos caballeros acalorados. Simón aflojó la presión.

—Empiezo a creer que Guillermo tiene razón, —dijo jadeando—, no eres más que un pelma y un agitador que por casualidad ha sido héroe en dos ocasiones. Puedes darte por satisfecho de que Montfort te aprecie tanto, pues de lo contrario…

—En efecto, no deberías sacar conclusiones tan precipitadas, —intervino Roberto—. Estás formulando acusaciones que no puedes demostrar. Eso es peligroso.

—En esta maldita guerra están sucediendo cosas que no concuerdan con nuestra sagrada tarea. Las matanzas en Béziers, la traición frente a Trencavel en Carcasona, la ejecución de un hereje arrepentido en Castres, la violación del tratado con el conde de Foix, y ahora el asesinato de Trencavel. ¿Qué valor tiene ya la palabra de un caballero? ¡Casi empiezo a avergonzarme de llevar la cruz en el pecho!

Simón lanzó un puñetazo que alcanzó a Amaury de pleno en la cara. El joven caballero cayó abatido hacia atrás. Por un momento, el mundo se convirtió en un agujero negro en el que revoloteaban innumerables estrellas.

Después se limpió la sangre del labio partido e intentó incorporarse con dificultad. Se pasó la lengua por los dientes, pero por fortuna todo estaba aún en su sitio. Pensó que había tenido suerte de que Guillermo se hubiera quedado en el castillo de Alaric. Si hubiera estado aquí, quizá se habría ido de la lengua por rencor. Encima de su cabeza oyó que Roberto la emprendía con Simón, y luego oyó la réplica del otro:

—¡No permitiré que un mocoso me hable así! ¿Acaso la rata de Foix no violó también el tratado? ¿Acaso no intentó atacar de noche Fanjeaux? ¿Cuánta sangre se derramó hasta conseguir reducirlo a él y su chusma? ¿No tuvimos que luchar por cada callejón y por cada calle? ¡Él no estuvo allí! ¡Guillermo y yo tuvimos que luchar por nuestras vidas! ¡No comprendo por qué guardas continuamente las espaldas de este chico!

—Es mi hermano. —Roberto se agachó para ayudar a Amaury a levantarse—. Vuestros nervios os están jugando una mala pasada. Intentemos no andar a la greña. ¡Recuerda que la sangre de los Poissy corre por tus venas, Simón!

—Parece que todavía no comprende lo que es la guerra. Una decisión equivocada puede costarte la vida. No podemos andarnos con remilgos.

—No te envanezcas tanto. Alégrate de que uno de nosotros mantenga la cabeza fría. ¡Si yo no hubiera estado aquí, os habríais matado, en lugar de matar al enemigo! Amaury reflexiona más sobre las cosas y a veces eso no está mal. ¡Salvo ahora! —Al pronunciar estas últimas palabras miró reprobatoriamente a Amaury—. No se criticarán las decisiones de Montfort, ¿está claro? Su mano dura es totalmente necesaria. Es lógico que aquí no sientan devoción por nosotros. A fin de cuentas, hemos venido para erradicar la herejía, tu tumor que prolifera debajo de la piel del cristianismo y que sólo puede curarse cortando por lo sano. Si te escucháramos y tuviéramos compasión con los enemigos que nos rodean por todas partes, nuestros cadáveres acabarían pudriéndose en uno u otro barranco. Y a propósito, ¿por qué has cabalgado hasta aquí desde Alaric? ¿Nos traes noticias?

—Allí no sucede nada, —dijo Amaury—. Nada salvo las eternas vejaciones de Guillermo.

Quería añadir algo, pero cambió de idea al ver el ceño fruncido de Simón. Roberto se encogió de hombros.

—Alégrate de que no pase nada. Nos encontramos en una posición crítica que tú por lo visto subestimas. Nuestro ejército está muy debilitado. Nuestros caballeros están diseminados por las zonas ocupadas, nuestros soldados están dispersados en guarniciones que han de vigilar todas las ciudades y pueblos que hemos conquistado. No queda ningún ejército para ejecutar un ataque si es necesario. Lo único que podemos hacer es intentar retener lo que tenemos hasta que lleguen los refuerzos que Montfort ha pedido al papa. Mientras tanto, los señores occitanos traman un contraataque, incitan al pueblo para que se subleve contra nosotros. Ya casi ha llegado el invierno, nos encontramos con un tiempo desapacible en un país que no conocemos. En cualquier momento puede estallar una revuelta. ¡Y tú sientes simpatía por Trencavel!

—¡No tenía por qué haber muerto! —estalló Amaury de nuevo.

—Más vale así. Ahora Montfort es su sucesor indiscutible, nadie puede ya poner en duda sus derechos. Se firmará una escritura por la que su viuda se distanciará de todos los derechos que ella y sus descendientes puedan hacer valer sobre las posesiones de Trencavel.

—¿Y cómo crees que reaccionarán sus vasallos a su muerte? ¿No es ésta precisamente la señal para una revuelta?

—Ahora mi hermanito vuelve a usar la cabeza. Por eso precisamente es por lo que mandé avisaros, no para salir de estampía hacia Carcasona y llorar la muerte de Trencavel, ¡sino para estar alerta!

Afuera se oyó un redoble de tambor. Justo después sonó el toque de difuntos.

—Ven conmigo y convéncete, —dijo Roberto.

Los dos Poissy le siguieron afuera, donde se congregaban los ciudadanos que tras la caída de Carcasona habían obtenido permiso para regresar a su ciudad y reanudar sus actividades. Venían para rendir los últimos honores a su señor. El joven vizconde estaba de cuerpo presente en el patio del castillo, la cara descubierta para que todos se convencieran de que era él y de que realmente había fallecido. Estaba llamativamente flaco. Sin embargo, sus rasgos parecían relajados, debió de haberse deslizado sin dolor y lentamente en el sueño eterno. Amaury no pudo evitar un profundo sentimiento de culpa al posar sus ojos en el muerto. Se avergonzaba ante los ciudadanos que no escondían su dolor delante de los invasores y que gemían a gritos junto al féretro de su señor. Sin duda, a partir de aquel momento lo adorarían como un héroe y mártir. Veinticuatro años de edad, pensó Amaury, la misma edad que Guillermo…

Había estado allí de pie apenas lo suficiente para asimilarlo todo cuando los gemidos de los presentes fueron interrumpidos por el ruido de órdenes y soldados en marcha. Montfort apareció en el patio, rodeado de un cordón de guardias personales y seguido por su escudero y unos cuantos leales, y se dirigió con paso largo y ligero hacia el féretro. Su rostro era tan imperturbable como siempre, su melena dorada ondulada llegaba hasta los hombros de su armadura. A los pies del féretro detuvo el paso y miró largo tiempo al muerto. Después se dirigió hacia los ciudadanos que estaban de duelo.

—La muerte del señor Ramón Roger Trencavel nos cubre de luto. Será enterrado con los honores dignos de un hombre grande y noble. Que Dios acoja su alma.

Su voz sonaba incluso emocionada. Con movimientos pausados se despojó de sus guantes, se hincó de rodillas y juntó las manos para rezar por el reposo del alma del joven noble que él había aniquilado. Su séquito y los pocos nobles franceses que habían permanecido en Carcasona también se arrodillaron y siguieron a su jefe en el rezo.

—¿Realmente creéis que van a tragárselo? —escupió Amaury.

Roberto le dio un empellón en los riñones.

—¡Reza, maldita sea! —le siseó Simón al otro lado. Amaury levantó fugazmente los ojos y constató que los presentes respondían al homenaje de los invasores con una mirada cargada de desprecio y desconfianza. Sólo cuando Montfort se puso en pie y vio que tenía lágrimas en los ojos, empezó a dudar. ¿Era fingida su tristeza, era quizá arrepentimiento o lloraba realmente por la muerte de Trencavel? Se sonrojó al pensar que había acusado en falso al adalid del ejército de los cruzados, que había demostrado defender con su propia vida la de los demás.

En silencio y acongojado se retiró para regresar antes del anochecer a Alaric.