LOMBERS

Finales de septiembre de 1209

La invasión relámpago de Simón de Montfort empezaba a salirle cara. Ciertamente había logrado sin mayores dificultades ocupar una gran parte de los dominios de Trencavel e instalar sus guarniciones en ellos, mas no podía hacer nada contra la firme oposición de los señores de Cabaret, que en el corazón de la Montaña Negra controlaban un verdadero bastión herético. En realidad debería haber atacado al mismo tiempo los tres castillos y el pueblo bien fortificado. Mas, al no disponer de suficientes soldados, había tenido que renunciar después de un único ataque en el que sufrió muchas bajas. Acto seguido, el duque de Borgoña había puesto tierra por medio, dejando atrás a Montfort y al puñado de leales con unas tropas aún más diezmadas. A pesar de ello, prosiguió su marcha hacia Pamiers. El hecho de que esta ciudad fuera propiedad del conde de Foix, con quien había firmado un pacto de no agresión, no le impidió en absoluto firmar un contrato con el abad de Pamiers, que poseía la otra mitad del señorío. Destituyó al conde, se proclamó sustituto suyo y recibió el apoyo de todos y cada uno de los nobles que lo seguían. En Pamiers, Roberto y Simón de Poissy firmaron en calidad de testigos la escritura en la cual se fijaba la cesión del señorío.

Montfort no habría provocado de tal forma al conde si la ciudad no ocupara una posición sumamente importante desde el punto de vista estratégico: la invasión de Pamiers hundía una cuña entre los territorios del conde de Tolosa y el de Foix, los gobernantes a quienes más temía Montfort. Con el mismo propósito había tomado Mirepoix, camino de Pamiers, tras lo cual ocupó Saverdun. Ambas poblaciones se encontraban también en los dominios del conde de Eoix. Dado que, a partir de entonces, Simón de Montfort controlaba en gran medida todo el territorio al sur de Carcasona y dominaba la frontera con el ducado de Foix, regresó a Fanjeaux para avanzar hacia el vizcondado de Albi a fin de someter también al último de los cuatro vizcondados de Trencavel.

A finales de septiembre, el comandante se encontraba con lo que quedaba de sus exhaustas tropas ante las murallas de Lombers, a la que había prometido perdonar, puesto que una delegación de la ciudad ya había acudido a Castres para ofrecerle su sometimiento. Ahora que por fin había llegado el momento de rendir tributo a su nuevo señor, los caballeros de la ciudad le recibieron con todos los honores en el castillo y le propusieron que pasara la noche en él. La ceremonia de vasallaje podía esperar hasta la mañana siguiente, cuando hubiera descansado del viaje y todo estuviera listo.

Amaury estiró sus doloridos miembros y dio buena cuenta de la cena que los anfitriones ofrecieron a los nobles en su campamento. Bebió un buen trago de vino y miró los rostros de sus acompañantes, que también estaban pálidos del cansancio. No obstante, Roberto mantenía una animada conversación con Bouchard de Marly.

El grupo, al que se habían unido tres caballeros de Lombers, se había congregado en la tienda de campaña de Montfort, que era suficientemente grande para una reunión de este tipo.

Mientras Amaury recorría la mesa con la mirada, se trasladó mentalmente hasta el castillo de los Poissy, donde los mismos hombres se reunían a menudo, cansados de los festines y torneos, y donde disfrutaban del vino y de los cánticos. En realidad, estaba contento de que el conde de Nevers y el duque de Borgoña se hubiesen marchado con su séquito. Ahora volvían a estar entre ellos, los viejos amigos y camaradas de guerra de Montfort, que los apoyaba en las buenas y en las malas, y que nunca se separarían de su lado. El único ausente era el propio Montfort, que había sido acogido con suma consideración en el castillo donde ahora seguramente estaría cenando.

Incluso Guillermo estaba de buen humor y por un momento había olvidado la manía que le había cogido a su hermano menor. Se recostó, alzó su copa y exclamó:

—Lo que más me gusta de este país es el vino. ¡Lo único que falta ahora son mujeres y una buena canción! Los tres caballeros que hacían de anfitriones no reaccionaron. Por lo visto no estaban de humor para organizar una verdadera fiesta, aunque dejaban que el vino corriera abundantemente. Bouchard de Marly interrumpió su conversación con Roberto y se puso en pie.

—Para servirle, Sir Guillermo, —dijo haciendo una reverencia exagerada, como si fuera un vulgar juglar—, pero mi músico ha bebido demasiado. —Sacudió a Simón, que se había tumbado sobre la mesa, borracho perdido. Amaury rió. Todos sabían que Simón era incapaz de tocar un instrumento, incluso estando sobrio.

—Bouchard, ¡canta algo, hombre! —dijo Roberto en tono jovial.

—Sólo si Roger canta.

Roger des Andelys, un guerrero temible cuyos dominios a orillas del Eure también se hallaban cerca de los de Montfort y que por consiguiente se apuntaba a menudo a las fiestas, se levantó del banco de madera y cogió a Bouchard por el hombro. Eran los únicos poetas entre los nobles del grupo, y en casa, en Francia, amenizaban a menudo las fiestas de sus amigos con sus canciones.

—¿Qué será, camarada, tus versos o los míos?

—¡Ambos! —propuso Roberto y también sus acompañantes insistieron ruidosamente.

—Vale, vale, —los acalló Roger, y luego susurró algo al oído de Bouchard. Éste asintió y casi al unísono entonaron la primera canción.

Los demás no tardaron en animarse y cantaron con ellos algunas frases. Mientras tanto, los caballeros de Lombers los escuchaban en silencio e intercambiaban con el ceño fruncido miradas de complicidad, pero sonreían a los nobles franceses como si apreciaran sobremanera sus obras poéticas. Llamaron a sus criados para que sirvieran más vino. Durante la tercera canción, Roberto se inclinó detrás de su vecino hacia Amaury.

—No bebas más, hermanito, —dijo en voz baja—. Nuestros anfitriones son demasiado generosos. No lo hagas notar, pero mantén la cabeza en su sitio y los ojos y oídos bien abiertos. Medio Poissy está como una cuba, eso ya es suficiente.

Amaury sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Alzó su copa mirando a Roberto e hizo un esfuerzo para poner cara de despreocupación y participar de la alegría, como si de repente todos los ojos hostiles estuvieran puestos en él. Escuchando a medias a Bouchard de Marly y a Roger des Andelys empezó a preguntarse si también ellos estaban en el juego.

Era una noche de un negro profundo. La tormenta de otoño sacudía los árboles y el viento aullaba entre las tiendas del campamento militar. A pesar de su cansancio, Amaury no conseguía conciliar el sueño. Intentaba encontrar una posición en la que relajar sus doloridos miembros, le irritaban los ronquidos de Simón y Guillermo, y envidiaba a Montfort que dormía en una cómoda cama del castillo. Roberto hacía guardia, turnándose con otros dos caballeros. Entre las guardias dormía breve y profundamente.

Al alba, Montfort envió a su escudero para que preguntara a sus anfitriones si lo tenían ya todo listo para la ceremonia de vasallaje. La respuesta fue negativa. No habían llegado aún todos los nobles que debían rendir tributo al nuevo señor, y además quedaban algunos detalles por discutir. Montfort aceptó la respuesta, oyó misa y después se retiró al aposento que habían puesto a su disposición. La noticia también llegó al campamento. La mayoría de los caballeros aprovechó el retraso para dormir la mona y Amaury sacó la conclusión de que la advertencia de la noche anterior había sido una falsa alarma. Más tarde, aquella misma mañana, llegó otro mensajero procedente de la ciudad. Poco después, Bouchard de Marly asomaba la cabeza por el toldo.

—Montfort pide la medicina para su dolor de estómago, —susurró el noble y de un empujón hizo entrar a un pinche en la tienda de campaña. Amaury miró desconcertado a Bouchard. Montfort era una de esas personas a las que nunca les dolía nada.

—¿Dolor de estómago? —repitió. Sin embargo, Roberto se levantó de un salto y atrajo hacia si al criado.

—Amaury, ponte la ropa de este joven. Te irás con este caballero para preparar la medicina de Montfort.

—¿Es que padece del estómago?

—¡Pues claro que no!

—Y yo que lo había elegido porque creía que era tan listo… —titubeó Bouchard. Roberto lo miró sacudiendo la cabeza y se encogió de hombros a modo de disculpa.

—Normalmente suele ser más agudo. Será el vino de anoche. —Y dirigiéndose a Amaury—: En cuanto estés a solas con Montfort, él te dirá lo que has de hacer.

Amaury se levantó indeciso del catre.

—Pero si yo no sé nada de medicinas, —protestó.

Mirando desconfiado a uno y a otro empezó a preguntarse si no se trataría de una trampa. ¿Tenía que entrar él solo en la ciudad enemiga, sin su atuendo de caballero cruzado y con las ropas de un insignificante criado? Empezó a vestirse lentamente. Las ásperas prendas eran incómodas y los zapatos, aún peores. Mientras tanto, su cerebro trabajaba febrilmente. ¿Era cosa de Guillermo? Desde el incidente en Castres, su amenaza había pendido continuamente sobre su cabeza como una espada de Damocles. ¿Acaso había llegado el momento de tenderle una trampa? Pero no, Guillermo todavía dormía profundamente. ¿Qué sabía Roberto de eso? ¿Y Bouchard? ¿Acaso también Montfort…? Desde aquel día venía observando atentamente a sus hermanos y también a su primo Simón, pero nada hacía sospechar que Guillermo hubiera informado a los demás. Al contrario, parecía que Roberto y Bouchard precisamente le encomendaban esta misión porque confiaban plenamente en él. Rechazó estas ideas, se puso la gorra del pinche y tomó sus utensilios de cocina. Roberto lo inspeccionó de pies a cabeza. Con esa pinta nadie reconocería al caballero que era.

Poco después, Amaury atravesaba las puertas de la ciudad corriendo detrás del mensajero.

—Seguro que el señor Montfort bebió demasiado anoche. En estos casos siempre le duele el estómago. No aguanta bien la bebida, —dijo en deficiente occitano. El mensajero le sonrió y asintió.

—Según me han dicho, todos empinaron el codo.

—Hubo que cargar a algunos hasta su tienda de campaña, —dijo Amaury burlonamente. Recordaba la manera en que habían metido a Guillermo y Simón en la tienda como dos sacos de harina. Cuando se despertaran tendrían un terrible dolor de cabeza.

—El remedio es peor que la enfermedad. Es un verdadero mejunje, —le confió al otro—. ¡Se lo he tenido que preparar tantas veces! —Empezaba a cogerle gusto a su papel.

Después de un breve paseo entró en el aposento del señor. Montfort se paseaba a un lado y otro de la estancia con una cara que presagiaba tormenta.

—Gracias a Dios. Ponte enseguida manos a la obra, ¡mis intestinos están ardiendo! —gruñó.

Amaury empezó a sacar sus cacharros como quien no ha hecho otra cosa en su vida. Metió algunas hierbas en un cuenco y empezó a machacarlas finamente con el mortero. Después cogió una vasija y añadió parte de su contenido a la mezcla anterior, tras lo cual volvió a remover y a machacar.

—¡No tan fuerte, que mi cabeza está a punto de estallar! —refunfuñó Montfort.

Amaury hizo un guiño al mensajero.

—Y encima dolor de cabeza. Era de suponer.

En cuanto se hubo marchado el mensajero, Montfort se acercó a Amaury y levantó un poco su gorro.

—Amaury, ¿no? Ya sabía que te enviarían a ti. Tú comprendes un poco su lengua y eres tan joven que nadie sospechará de ti, —murmuró—. Aún están deliberando, llevan así toda la mañana. Tengo que saber por qué duran tanto las conversaciones. Ve a la cocina y pide que te den lo que te falta y mientras tanto mantén los oídos y los ojos bien abiertos.

Amaury contempló la mezcla verde que había en el cuenco y después volvió a mirar a su comandante. No entendía de hierbas.

—Me trae sin cuidado lo que prepares. Necesito un espía y no un brebaje, —dijo Montfort con impaciencia.

Sin duda era el vino de la noche anterior lo que le impedía pensar con más rapidez, pensó Amaury.

—¿Has visto algo de la ciudad o te han traído directamente hasta aquí? —quiso saber Montfort.

—Directamente.

—Cuando hayas oído lo suficiente, inventa algún pretexto para poder husmear por la ciudad. Procura descubrir qué medidas de defensa han tomado y cuáles son los puntos débiles.

Amaury abandonó apresuradamente la estancia y deambuló en busca de la cocina. De este modo se hizo una idea bastante clara del castillo. En la sala de armas retumbaban unas voces apenas audibles debido a los gruesos muros. Descendió hasta los recintos abovedados donde el jefe de cocina y su personal estaban trabajando en dos largas mesas, una para la carne, la otra para la verdura. En una pila nadaba un pez. En otro rincón desplumaban y limpiaban las aves. Encima de los fogones había ollas y sartenes colocadas sobre trípodes. Una escalera subía hasta una pequeña estancia, una especie de despensa donde se guardaban las cosas de valor como el salero, las especias, los candelabros y los utensilios de mesa, pero también las jofainas para limpiarse las manos. Justo encima, la puerta que conducía a la sala de armas estaba abierta.

Amaury se acercó al primer criado que encontró y le pidió en francés agua hirviendo y tomillo y menta, las únicas hierbas que se le ocurrieron en aquel momento. Sabía que el tomillo era una hierba aromática que se esparcía sobre el suelo de los castillos, y que también era el símbolo del valor y de la fuerza. Él mismo llevaba aún alrededor del cuello el pañuelo en el cual, por esta razón, Eva había bordado una ramita de tomillo. No tenía ni idea de si se podía preparar algo con él. De la menta sabía por propia experiencia que aliviaba el dolor de las picaduras de insectos y de las mordeduras de serpientes. El criado no comprendía lo que le decía y fue a buscar a otro. El caballero repitió su solicitud, les explicó que se trataba del dolor de estómago de su señor al tiempo que se frotaba el vientre con la mano. Fueron en busca de un tercer criado. Después de que se hubieran entrometido todos, se acercó el jefe de cocina para ver cuál era el problema. Amaury le señaló la despensa, donde las vasijas y las hierbas estaban dispuestas en fila sobre un estante.

—Hierbas, para el dolor de estómago de mi señor, el señor Simón de Montfort, —dijo con insistencia.

El jefe de cocina metió la nariz en el cuenco y olfateó el brebaje verde. Se irguió de nuevo y se dio unos golpecitos sobre el estómago.

—¿Estomagada? —preguntó y después negó rotundamente con la cabeza—. Angélica con semilla de cilantro, pulverizada o tomada en infusión, es el mejor remedio para un estómago enfermo.

No tardó en darse cuenta de que el extranjero no apreciaba sus explicaciones. Por ello lo cogió del codo y lo condujo hasta la despensa a la que sólo él tenía acceso. Abrió un pote y se lo dejó oler a Amaury. Un penetrante olor a almizcle invadió sus sentidos. Entonces le tocó a él negar vehementemente con la cabeza.

—En Francia utilizamos sólo la menta, —dijo—, y el tomillo. Y mi señor confía únicamente en la medicina que le preparo yo. —A sabiendas de que el otro no entendía sus palabras, entró en la despensa y señaló los potes y las hierbas—. ¿Puedo?

Sin esperar respuesta abrió el pote más cercano y olió el contenido. El jefe de cocina lo miraba al tiempo que hacía gestos desesperados, mas no le impidió abrir el siguiente pote. Mientras tanto, Amaury abría las orejas para captar algo del murmullo procedente de la sala de armas. Una vez que hubo estudiado a fondo la primera fila de potes, el jefe de cocina empezó a impacientarse. Cogió uno de ellos y se lo plantó a Amaury debajo de la nariz.

—Mejorana, también es un buen remedio contra el dolor de estómago.

Pero el criado francés se mantenía en sus trece. Al cabo de un rato logró calmar al encargado de la despensa entregándole un frasco con aceite de menta e indicando mediante expresivos gestos que ésa era una de las hierbas que buscaba. Para sorpresa suya, esta elección contó con la aprobación del experto, quien después lo dejó solo porque lo necesitaban en la cocina. El tomillo, que encontró mucho más tarde, no fue del agrado del jefe de cocina.

—¿Frigola? —Negó con la cabeza, se golpeó el pecho, tosió y declaró—: Per la tos.

Ni siquiera el propio Amaury sabía qué ingredientes había escogido para preparar la mezcla en el cuenco. Ordenó que la hirvieran durante un buen rato y que después la colaran, mientras él se encargaba de hacer sus compras en la ciudad. Al regresar le llevó la medicina a su comandante. Por fortuna, Simón de Montfort no tenía intención de probarla. Apartó el cuenco, atrajo a Amaury hacia si y susurró:

—¿Y bien?

—Están preparando un ataque. Quieren tendernos una emboscada en cuanto nuestros caballeros se encuentren dentro de las murallas para asistir a la ceremonia. Esperan la llegada de los soldados que han de atacar a nuestras tropas por detrás.

—¡Perros bastardos! Vuelve enseguida al campamento y que todos se preparen para atacar la ciudad.

—¿Y vos?

—Yo me quedo aquí para no levantar sospechas. No tienen que darse cuenta de que hemos olido algo de su complot. Esta tarde, después de la nona, abandonaré la ciudad. Sólo entonces los amenazaremos abiertamente con un ataque.

—¿Y si os retienen o algo peor?

—¡Ja! —Su risa sonó provocativa—. Si no aparezco a la hora convenida, dadme por perdido y atacad de inmediato la ciudad.

—Si os sucede algo, arrasaremos la ciudad, no quedará ni una sola piedra sobre otra, —le aseguró Amaury emocionado.

Por la tarde, Montfort declaró a sus anfitriones que se sentía mejor y puesto que seguían deliberando, pensaba aprovechar el retraso para ir a la iglesia y decir una oración de gracias. Asistió a la nona y después salió como si nada de la ciudad. En cuanto los caballeros de Lobers descubrieron que el comandante ya no se hallaba entre sus murallas, se apresuraron a perseguirlo. Lo encontraron con sus tropas armadas hasta los dientes delante de las puertas de la ciudad. Les exigió la rendición inmediata. De lo contrario, tomaría la ciudad a mano armada y, después de Béziers y Carcasona, ya podían imaginarse cuáles serían las consecuencias. La intimidación fue suficiente para que los señores de Lombers se dieran por vencidos y se apresuraran a rendir tributo y jurar fidelidad a su nuevo señor.

Al día siguiente, cuando partió con sus soldados hacia Albi, Montfort dejó en Lombers como muestra de su triunfo un contingente de soldados bajo el mando de algunos caballeros, y un cuenco con un brebaje marrón verdoso y maloliente.