CASTRES

Principios de septiembre de 1209

Los dos herejes estaban arrodillados con la cabeza agachada a los pies de Simón de Montfort. No lo hacían por respeto, sino obligados por los soldados que los habían arrestado después de que los denunciaran sus conciudadanos.

—Un perfecto, —constató Montfort—. ¿Y el otro?

En la pequeña escolta, con la cual había cabalgado a toda prisa hacia Castres después de que una delegación le comunicara que los habitantes de la ciudad estaban dispuestos a entregarse y a reconocerlo como su soberano, no había ningún clérigo. Por ello había hecho llamar a un sacerdote del lugar para que contestara a sus preguntas a través de su correo, que hablaba los dialectos del sur.

—Un seguidor de la herejía, señor, un “simple creyente”, como se llama a sí mismo, que ha prometido convertirse en perfecto y que está pasando un periodo de pruebas. Un novicio, lo llamaríamos nosotros.

Montfort observaba al clérigo a través de la rendija que formaban sus párpados apretados. No se fiaba de nadie en este país dejado de la mano de Dios, tampoco de los sacerdotes. Los había que eran amigos de los herejes. Los había que los protegían e incluso los había que habían abrazado su doctrina. En cualquier caso, los ciudadanos de Castres habían comprendido que se esperaba algo más de ellos aparte del tributo feudal a su nuevo señor: tenían que entregar a los herejes. Asintió y posó una mirada llena de aversión sobre los prisioneros.

—Que vengan mis hombres, —ordenó.

Con su largo cuerpo descollando sobre ellos, observó desde lo alto las figuras encogidas que se encontraban a escasa distancia de sus pies calzados en medias de malla. Cuando hubo llegado el último de los caballeros que le acompañaban en la expedición, dijo sin apartar los ojos de los prisioneros:

—He aquí el estiércol del diablo por el cual arriesgáis vuestras vidas. Sabéis lo que les pasa a los herejes. ¿Qué queréis que hagamos con éstos?

Algunos tenían ya decidido su juicio, entre los demás se entabló una acalorada discusión. Montfort abandonó su sitio y se acercó a sus compañeros de guerra. Posó su mirada sobre el joven Poissy, que se mantenía en segundo plano y apenas intervenía en la discusión sobre la suerte de los herejes. Colocó su mano sobre el hombro de Amaury, lo atrajo hacia el lugar que él mismo había ocupado antes y pidió la atención de sus hombres.

—Roberto me ha contado que en Béziers nuestro benjamín mató con sus propias manos a un perfecto. ¿Qué hemos de hacer, Amaury?

El joven caballero sintió que todos los ojos se posaban de súbito sobre él. ¿Era posible que su actuación en Béziers hubiera causado realmente tanta impresión en el comandante, o acaso la simpatía con la que pronunció su nombre se debía tan sólo al hecho de que su propio hijo se llamaba también Amaury? En la sala reinaba el silencio y él mantenía la mirada clavada en las cabezas inclinadas. La túnica negra que tenía tan cerca otorgó a sus recuerdos una desagradable claridad. Había oído historias de cómo en tiempos pasados, en su patria, la muchedumbre furiosa había atacado y asesinado a unos herejes. También sabía que la Iglesia quería evitar este tipo de tribunales populares, y por ello juzgaba a los culpables ante un tribunal episcopal y después de su condena los entregaba al gobernante del lugar para que se ejecutara la sentencia. Hacía apenas cincuenta años, un grupo de doce herejes flamencos habían sido condenados a la hoguera en Colonia. Después volvieron a encenderse hogueras en Vézelay y en Arras. De eso hacía mucho y él nunca había presenciado ninguna.

—Quizá lo mejor sea llevarlos a Carcasona para que el obispo pueda juzgarlos en un tribunal eclesiástico, —respondió.

—¡Tonterías! Estamos en guerra y no hay tiempo para tribunales. La decisión la toma un consejo de guerra y yo lo he convocado aquí. Estas víboras que se ocultan en este país que ahora es mío y que dispersan su ponzoña han de ser castigadas duramente, para que sirva de escarmiento y para desalentar a otros. ¿Acaso no conocemos el juicio de la Iglesia? Muerte en la hoguera, donde los herejes sufren temporalmente en las llamas palpables para luego sufrir eternamente en las llamas del infierno. ¿No es ésta la única respuesta correcta, Amaury?

El joven caballero no dudaba de la sabiduría del noble. Tragó saliva.

—La…, la hoguera, —balbuceó.

Montfort gruñó y Amaury no logró adivinar si se trataba de un gruñido de aprobación o de desdén. ¿Acaso consideraba el comandante que su respuesta había sido demasiado titubeante? Después, Montfort dirigió una mirada interrogante a cada uno de los presentes. Todos sin excepción asintieron aprobatoriamente.

—¡Que sea la hoguera! —exclamó Montfort y apoyó su mano sobre el hombro de Amaury con tal fuerza que casi lo clavó en el suelo.

Con un breve ademán indicó al intérprete que explicara a los prisioneros lo que se había decidido sobre ellos. Por lo visto, el perfecto ya lo había comprendido. Apenas escuchaba, pero alzó la cabeza y miró a Amaury a la cara con ojos escrutadores, penetrantes como los de un halcón. El novicio miró nervioso a Montfort, luego al sacerdote, y otra vez al primero.

—¡Señor! —dijo con voz entrecortada—, me arrepiento de mi error, ¡juro que seré fiel a la fe católica!

—¿Qué dice este miserable? —preguntó Montfort.

Mientras el sacerdote repetía las palabras y el correo las traducía, el novicio agachó la cabeza hasta tocar las baldosas y alargó la mano hacia los pies del noble, que dio un paso atrás.

—¡Os prometo que renegaré de la fe falsa y que volveré al seno de la Iglesia de Roma! —Levantó la cabeza hacia Montfort y luego miró suplicante a Amaury. Las lágrimas caían sobre sus mejillas. El perfecto se volvió hacia él con una mirada llena de compasión y perdón, mas el novicio no osó mirarle a los ojos. En lugar de ello mantuvo alzada la vista hacia Amaury. Alargó el brazo y con la mano agarró el tobillo del joven caballero, que no se atrevió a moverse—. Señor, tened piedad de un simple trabajador. No soy más que un siervo de Dios que nunca ha hecho daño a nadie, —se lamentó.

—Si quiere abjurar de la herejía, no puede ser condenado a la hoguera, ¿no? —preguntó titubeante Amaury al sacerdote.

Mientras el intérprete hablaba y el sacerdote asentía, Amaury vio de soslayo que un ceño de disgusto unía las cejas de Montfort.

—Es un hereje. ¡Merece morir! —exclamó Guillermo.

Su grito fue recibido por Montfort con una sonrisa de aprobación. Otro se sumó a él:

—¡Él mismo ha admitido que es un hereje! De nuevo se desencadenó una intensa disputa en la cual las opiniones estaban más divididas que antes.

—Si quiere abjurar de la herejía y obedecer a la Iglesia de Roma, ha de dársele una oportunidad de regresar al buen camino.

—Sólo demuestra arrepentimiento porque tiene miedo de morir en la hoguera.

Se oyeron unas risas escarnecedoras procedentes del grupito de caballeros que rodeaban a Guillermo.

—Si está dispuesto a hacer lo que dice, no se le puede condenar, —opinó otro.

—Lo promete más por miedo a la muerte que porque desee volver a la fe católica.

—¡Teme más a la hoguera que a Dios!

—Su culpabilidad está fuera de toda duda. Ha quedado demostrado que es un hereje y a los herejes hay que quemarlos.

—Hemos venido a estas tierras para exterminar a los enemigos de Cristo, no para concederles nuestro perdón, —se oyó decir a Bouchard de Marly.

—Pero está dispuesto a abjurar de la herejía. Por lo tanto, está dispuesto a jurar y esto significa que no es un hereje, pues es sabido que los herejes no quieren prestar juramento, —adujo Roberto—. Su fe se lo prohíbe. Preguntad al perfecto.

El perfecto sacudió piadosamente la cabeza y permaneció en silencio, mientras el novicio estrechaba cada vez más el tobillo de Amaury y empezaba a alargar la otra mano para coger el dobladillo de su manto.

—¡Señor, tened piedad de un pobre mortal! Prometo hacer todo lo que la Iglesia desee de mi. ¡Lo juro por todos los santos!

—Su arrepentimiento es sincero. ¿No deberíais concederle el perdón? —preguntó Amaury directamente al eclesiástico. El hombre alzó los ojos al cielo y no dijo nada.

—No te dejes engañar, —gruñó Bouchard de Marly—, utiliza su conversión sólo como tabla de salvación.

—¡Basta ya! —Montfort dio una patada contra la mano extendida y después, con su zapato recubierto de hierro, pisó el brazo del novicio que soltó el tobillo de Amaury y, con un rostro desencajado por el dolor, pidió perdón. El noble no movió el pie—. ¡Basta de debate! Estos dos culpables han sido condenados a la hoguera. Uno porque es un hereje empedernido, el otro porque ha abrazado la fe falsa. Incluso es un novicio y por tanto está a punto de convertirse en perfecto. Si realmente se arrepiente, lo cual dudo, el fuego le servirá de castigo por sus pecados y lo purificará. Si las promesas que ha hecho aquí son falsas, entonces es un farsante y la muerte en la hoguera es el justo castigo por su traición. Lleváoslo y preparad la hoguera.

Amaury lanzó un suspiro de alivio. Por fin había conseguido apartar su mirada de los dos prisioneros y ahora observaba con profundo respeto a su comandante, colmado de admiración por sus sabias palabras. Mientras seguía a los demás para salir, vio que Guillermo se colocaba a su lado.

—Has sido estúpido, hermanito, realmente estúpido. Montfort te concede el honor de dictar sentencia durante un consejo de guerra, una oportunidad que sólo se te presenta una vez en la vida, y tú te pones a dudar. ¡Y pensar que él te lo servía en bandeja! ¡Y para colmo lo contradices! No lo olvidará fácilmente. Dios mío, ¿cómo lo consigues? —Enfatizó sus palabras con un gesto teatral alzando ambos brazos al cielo. Para su sorpresa, Amaury lo agarró con un puño que era más fuerte de lo que había pensado.

—¡Yo no era el único en tener objeciones! ¿Por qué me tratas siempre como si todavía fuera un crío?

—Porque lo eres: ingenuo y demasiado joven.

—Eso no es cierto y tú lo sabes. —Se colocó frente a su hermano y le cerró el paso, impidiendo así que los caballeros que venían detrás pudieran seguir su camino hacia el espectáculo que les esperaba afuera—. ¿Me detestas tanto porque eres demasiado estúpido para captar mis ideas? Reflexiono más que tú sobre las cosas.

—Tendrías que pensar menos y actuar más, —resopló Guillermo con desdén.

—¡¿Actuar?! —Amaury se arremangó furioso y mostró a su hermano unas feas cicatrices—. Quemaduras, de Béziers. —Colocó el dedo sobre una herida mal curada que le cruzaba la mejilla—. Carcasona. —Con ambas manos señaló un moratón en el fémur—. Y este hematoma, de Preixan.

Guillermo hizo caso omiso de sus palabras.

—Sólo rasguños, eso no te convertirá en un hombre, —dijo riéndose desdeñosamente. En sus ojos apareció una mirada de odio que, a pesar de todas sus burlas, Amaury nunca antes había visto.

Estaban muy cerca el uno del otro, como dos machos cabríos batiéndose con las cabezas. A Amaury le irritó más que nunca que Guillermo le ganara en estatura.

—¿Qué, entonces?

—Pregúntaselo a Montfort, ¡cagón!

Amaury lanzó el puño hacia arriba, pero Guillermo esquivó con igual rapidez el golpe certero y le agarró el brazo como una empulguera. Acercó su boca al oído de Amaury y susurró:

—¿O acaso crees que nadie se dio cuenta de que dejaste escapar al grupo de herejes de la iglesia de Béziers? Alguien vio huir de la ciudad a esa chusma después de que supuestamente los hubieras matado.

El joven caballero palideció. Sintió que toda la rabia y la fuerza abandonaban su cuerpo y miró consternado a su hermano.

—Por supuesto, yo he mantenido la boca cerrada. Por miedo a que tu infamia me manchara también a mí. Pero te he observado y no te perderé de vista ni un instante.

Amaury quería decir algo. Balbuceó algunas palabras que pretendían ser una excusa.

—¡Eran criaturas! —exclamó por fin. Lo que quería añadir quedó tapado por las órdenes que llegaban hasta ellos desde fuera y por las protestas de los demás caballeros que empezaban a perder la paciencia.

—Si se presenta la ocasión de librarme de ti, no lo dudaré, —susurró Guillermo—. Andando, hermanito. Has dictado la sentencia y por consiguiente has de ser testigo de ella cuando sea ejecutada.

Llegaron justo a tiempo para ver cómo los dos herejes eran atados espalda contra espalda a una estaca alrededor de la cual habían erigido la pira. El sacerdote preguntó al novicio en qué fe deseaba morir.

—Reniego de la doctrina hereje. Quiero morir en la fe de la santa Iglesia romana, y ruego a Dios que este fuego me purifique, —lloró el penitente.

—¡Las falsas plegarias no son escuchadas, sucio hereje! —oyó Amaury que decía desdeñosamente Guillermo a su espalda.

Mientras el sacerdote proseguía con su perorata, el fuego empezó a llamear. El novicio gritaba y chillaba, el perfecto rezaba en silencio, con una mueca de dolor en su demacrado rostro. Amaury sabía que su hermano tenía puestos los ojos en él, mientras que él no apartaba la vista del fuego y sentía el trasudor correr por su frente. De súbito, el novicio se soltó, liberado como por arte de magia de sus ataduras. Empezó a cruzar las llamas dando saltos atemorizados como si bailara para salir de la hoguera, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Sin aliento y sin dejar de saltar sobre sus pies medio quemados, alzó sus manos al cielo y exclamó:

—¡Santa madre de Dios, sois mi salvación! —Después se desmayó.

El sacerdote esbozó una sonrisa.

—¡Un milagro! —exclamó.

Los cruzados repitieron su grito y se hincaron de rodillas.