CARCASONA
15 de agosto de 1209
A lomos de su caballo, Amaury miraba satisfecho a la muchedumbre. Estaba contento del modo en que habían evolucionado las cosas desde los espantosos sucesos de Béziers. Los primeros pueblos y burgos habían sido abandonados apresuradamente por los habitantes, que dejaron atrás todos sus bienes y víveres, y fueron conquistados sin resistencia. Después empezó a aplicarse cada vez más la política de tierra quemada y de ahí ya no había nada que sacar.
Amaury había saboreado por fin la guerra de verdad: Carcasona había caído, un rico botín que proporcionaba suficientes reservas, así como una importante cantidad de sal que podría venderse a buen precio. El asedio se había ejecutado como Dios manda y sólo había durado dos semanas. Los cruzados habían empezado por conquistar el suburbio amurallado situado en la parte norte de Carcasona. Bastó una simple carga para que el barrio cayera en manos del ejército francés. Después lo habían incendiado. A continuación, los cruzados se habían arrellanado en la parte oeste de la ciudad, donde bloquearon el acceso al agua del Aude, por lo cual a partir de aquel momento los ciudadanos dependían de los pozos que se hallaban dentro de los muros y que en los meses de verano se secaban. Unos días más tarde, el ejército de los cruzados atacó el suburbio sur.
Después de los sucesos de aquel día, Amaury seguía sintiendo una profunda admiración y respeto por Simón de Montfort. El noble ya se había distinguido por su valor durante la primera carga, pero lo que había hecho durante el segundo ataque lo elevaba por encima de los demás caballeros cruzados. En un principio, el ataque amenazaba fracasar a causa de la intensa resistencia de los habitantes. Los mercenarios y los soldados de a pie, que formaban la vanguardia, habían descendido con escalas hasta el lecho seco del foso, donde hubieron de soportar una lluvia de flechas lanzadas por los ciudadanos, que además los apedreaban, por lo cual no tenían la más mínima posibilidad de escalar la muralla o debilitarla. Finalmente emprendieron despavoridos la retirada de forma tan desordenada que hubo aún más heridos. Mientras el resto miraba desde una prudente distancia, uno de los caballeros heridos se quedó tumbado en el foso, con una pierna rota e incapaz de escalar la escarpada pendiente. En aquel momento fue Simón de Montfort quien, desafiando todos los peligros, se adentró en la hondonada para poner a salvo al herido con ayuda de su escudero.
Finalmente, los zapadores, protegidos por un techo de escudos, consiguieron ahuecar la muralla hasta socavarla. Los jefes espirituales de los cruzados pusieron sus balistas en posición de ataque para destrozar con enormes piedras la parte superior de la muralla. Los arqueros, que ya no podían encontrar protección en el adarve, tuvieron que interrumpir la defensa y los soldados de a pie pudieron entrar en la ciudad después de cruzar el foso y atravesar el túnel. Después se cercó la ciudadela propiamente dicha, dentro de la cual se hallaba el castillo del vizconde. Desanimado al ver que no llegaba la ayuda que esperaba de su señor, el rey de Aragón, y amenazado con la misma suerte que había corrido Béziers, después de una semana, el joven vizconde Ramón Roger Trencavel se entregó voluntariamente al enemigo como rehén, a condición de que la población pudiera abandonar incólume la ciudad.
El éxodo de los ciudadanos se organizó bien. Algo habían aprendido los cruzados del catastrófico ataque de Béziers. Algunos caballeros habían sido destacados en la ciudad para reunir y vigilar el botín de guerra, mientras otros, entre ellos Amaury, controlaban que los ciudadanos no se llevaran consigo sus bienes.
El abad Arnaud Amaury había establecido que los ciudadanos tenían que abandonar la ciudad “desnudos”, dejando atrás todos sus bienes, sus armas, su dinero y su ganado. Sus pecados serían su único equipaje, había dicho. En consecuencia, se condujo a todos los ciudadanos hasta una puerta de salida tan estrecha que sólo podían pasar de uno en uno, las mujeres en blusa, los hombres en calzones. Con suma habilidad, los soldados se encargaban de desplumar a quienquiera que intentara llevarse algo a escondidas.
Amaury buscaba entre la muchedumbre un rostro fino, enmarcado por una cabellera castaña, con ojos profundos y graves. Se preguntaba si ella habría conseguido huir de Béziers. Sabía que, en su mayoría, los pocos que habían logrado escapar de aquel infierno se habían refugiado en Carcasona. ¿Había logrado poner a salvo a los niños? Todavía recordaba palabra por palabra lo que le había dicho y también las cosas de las que había hablado el perfecto, ¡ese adorador del demonio al que ella había llamado buen cristiano! Aquellas palabras le habían estremecido profundamente, no sólo porque eran una peligrosa blasfemia herética, sino sobre todo por la desfachatez de expresar abiertamente semejantes calumnias delante de un cruzado, que a fin de cuentas era el brazo armado de Dios. A pesar de ello se sentía culpable. Una y otra vez veía la imagen del perfecto que le ofrecía con los brazos abiertos su cuerpo indefenso. Una y otra vez oía el nauseabundo ruido de la espada que se hundía en la carne blanda. En realidad era extraño que fuera precisamente eso lo que más recordaba y que por ello la terrible carnicería perpetrada aquel día hubiera quedado relegada a un segundo plano. Apretó los ojos y empezó a sacudir con fuerza la cabeza, como queriendo ahuyentar sus pensamientos. Había intentado contárselo a otros, a sabiendas de lo peligroso que era. No a sus hermanos o a Simón, pues se burlarían de él abiertamente. Había hablado con uno de los muchos frailes que acompañaban al ejército. Después de lanzarle la previsible parrafada de “la-primera-vez-es-siempre-difícil-mas-uno-se-acostumbra”, le había cantado las cuarenta. ¿Cómo osaba tener dudas o sentirse culpable ante una orden que había dado personalmente el venerable abad cisterciense y legado papal Arnaud Amaury? A partir de aquel momento, el fraile había ido a verle cada día para recordarle la indulgencia que produciría la Cruzada y para conminarle a no faltar a su deber. Dado que ahora ya no se atrevía a confesar que había dejado escapar a la muchacha y a los niños, cargaba con ese secreto como un lastre en su conciencia.
Amaury abrió los ojos y volvió a buscar entre los rostros desconocidos de la muchedumbre. La mayoría de los casi veinte mil habitantes ya había cruzado la puerta, pero seguía habiendo mucha gente que esperaba. ¿Por qué quería verla otra vez? ¿Por curiosidad? ¿Para calmar su conciencia? Se habría sentido mucho más culpable si no la hubiera dejado escapar, de eso estaba seguro. ¿Seria capaz de reconocerla si la viera aquí, a la intensa luz del sol? La imagen que conservaba de ella era bastante vaga. La habitación estaba a oscuras. Más que su aspecto, le habían impresionado su tranquilidad y su actitud confiada, tan alejada de su propia torpeza e inseguridad. Sí, le gustaría volver a encontrarse con ese ser enigmático, aunque había de admitir que era una idea tan irresistible como disparatada.
El cortejo desfilaba lentamente ante sus ojos. Los niños lloraban. Los viejos, cansados de estar tanto tiempo de pie, eran ayudados por otros. Muchos estaban enfermos a consecuencia de la falta de agua y demás privaciones de las últimas dos semanas. Todos apestaban y las moscas pululaban alrededor. No había muchos hombres jóvenes. Los soldados de a pie repartían golpes, empujones y gritos para que la multitud se pusiera en fila. La corriente humana se fue reduciendo gradualmente. Aquella noche, pensó Amaury, sería la primera desde hacía meses que dormiría en una cama, bajo un techo de verdad. ¿En la cama de quién? En aquel momento eso le traía sin cuidado y además, seguramente, nunca llegaría a averiguarlo. Y si la encontrara aquí, ¿qué haría él entonces? ¿Se le acercaría, hablaría con ella, mientras todos podían verlos y oírlos? ¿O se quedaría otra vez con la boca abierta y sin saber qué decir? ¿Y si pudiera convencerla de que estaba equivocada, si pudiera convertirla a la fe verdadera? En su fantasía se imaginó que la conducía ante el obispo de Sens, que ella renegaba de la herejía y que la Iglesia la acogía en su seno. Un suspiro escapó de sus labios y por un instante esbozó una sonrisa. ¿Dónde dormiría ella aquella noche?
—¿Soñando, hermanito? ¿Acaso no has oído la orden? —Guillermo espoleó impaciente el flanco del caballo de Amaury que se sobresaltó más que su jinete. Algunos ciudadanos tuvieron que apartarse apresuradamente ante los saltos del espantadizo animal—. Y claro está, es a mí a quien mandan otra vez para que te llame al orden. ¿Qué demonios sigues haciendo en este lugar? ¿No te parece que estás poniendo demasiado empeño al quedarte aquí hasta que el último hombre haya abandonado la ciudad?
Amaury se encogió de hombros y sin decir nada fijó la mirada en los ciudadanos que aún esperaban delante la puerta.
—¿Acaso buscas a alguien?
Negó con la cabeza. Guillermo condujo a su hermano hasta el patio del castillo del vizconde, donde el abad Arnaud Amaury, subido a un pedestal de mármol, se dirigía a los cruzados que se habían congregado en torno a él. Después de buscar un tiempo encontró a sus parientes.
—Esta es la última vez que traigo a la oveja perdida. Sospecho que se estaba despidiendo personalmente de cada ciudadano.
—Este chico se comporta de una forma extraña desde Béziers, —admitió Simón.
—Si quieres saber mi opinión, nunca ha sido normal. ¡Por el amor de Dios, Roberto, mándalo a casa!
—¡Calla, Guillermo!
Las rimbombantes frases finales del discurso de Arnaud Amaury resonaban por encima de la multitud de caballeros:
—Así pues, ya veis los milagros que el Rey de los cielos realiza para vosotros, pues nada se os resiste.
—¿Qué ha dicho? —susurró Amaury.
—Eso me gustaría también saber a mí. Gracias a tu ausencia, —y al decirlo Guillermo se golpeó la frente elocuentemente—, me lo he perdido.
—Muchas palabras altisonantes para celebrar este “glorioso día de victoria”, —respondió Simón—. Lo principal es que han hecho prisionero al vizconde Ramón Roger Trencavel. Sus posesiones han sido confiscadas. Carcasona y todas las demás poblaciones y castillos conquistados tendrán un nuevo señor. Ha llegado el momento de la cosecha, amigos.
—¿Prisionero? Pero si se ha entregado voluntariamente como rehén y ha mantenido su palabra. Nosotros también hemos de mantener la nuestra y liberarlo, de lo contrario seremos traidores.
—Trencavel es vizconde de Béziers y Carcasona y señor de Albi y Razés. Después del conde de Tolosa es el hombre más poderoso aquí en el sur. Es joven y valiente y lo ha perdido todo. Si lo liberamos habremos creado un líder de la resistencia. —Era Roberto quien se inmiscuía en la conversación.
—Y por lo tanto lo encerraremos en sus propios calabozos y allí se quedará por lo pronto, —se rió Simón.
—Hemos prohibido el saqueo de la ciudad y ordenado que vuestros caballeros vigilen el botín de guerra, —se oyó decir al abad cisterciense—. Todos estos bienes pertenecen a la Iglesia y han de sernos entregados. Más adelante los regalaremos a un señor honorable, que mantendrá estas tierras a entera satisfacción de Dios.
Cerró la reunión con una oración.
—¡Mierda! —exclamó Simon.
El reparto del botín resultó ser más complicado de lo esperado. Para empezar, el conde de Nevers se negó a aceptar el vizcondado de Carcasona que le ofrecía Arnaud Amaury. Declaró que había cumplido sus cuarenta días de servicio militar y que iba siendo hora de que regresara a sus posesiones en Francia. Además, no había venido para hacerse con un feudo que pertenecía en primer lugar al rey de Francia. Si había algo que repartir, ese derecho correspondía, según él, al rey de Francia y no a la Iglesia. Se había sumado a la Cruzada porque era su deber como cristiano. Ahora ya lo había cumplido y sus sirvientes ya estaban preparando el viaje de vuelta.
Entonces, Arnaud Amaury ofreció el título al duque de Borgoña. Por una vez éste estuvo de acuerdo con el conde de Nevers. También él rechazó la oferta del abad cisterciense. Después de una breve deliberación se decidió regalar el título a Simón de Montfort, que en las últimas semanas había demostrado profusamente su valor y su dedicación. Montfort, un ejemplo de humildad, se negó rotundamente a aceptarlo. Se sentía indigno e incapaz de aceptar tal honor. Mas, tras recordarle sutilmente la obediencia que Montfort debía como cruzado al legado papal, Arnaud Amaury le ordenó sin rodeos que aceptara el título. Simón de Montfort tuvo que ceder ante tanta demostración de poder eclesiástico. Su humildad cedió ante su ambición y aceptó el título de vizconde de Béziers y Carcasona, a condición de que pudiera contar con la ayuda de todos los guerreros presentes, en caso de que sus hombres corrieran peligro. Después convocó a sus leales. Unos treinta señores, procedentes en su mayoría de Ile-de-France, se hallaban reunidos en el castillo de Carcasona cuando hizo su entrada Simón de Montfort. La figura alargada y musculosa, de anchos hombros y cabello ondulado, se movía con la agilidad del animal depredador entre sus caballeros armados y se dio la vuelta para encararse a ellos. Su cabellera rubia se repetía en el león rampante bordado en oro en la pechera de su túnica y confería una nota amenazante a su persona. Aparentaba bastantes menos años que los más de cuarenta y cinco que tenía. Con su aguda mirada estudió los rostros vueltos hacia él.
—Hombres, —dijo con una voz fuerte y sonora—, el santo padre me ha honrado con un título que provocará la envidia de muchos, pero también me ha encargado una tarea que nadie envidiará. Los títulos que puedo añadir a mi nombre a partir de hoy conllevan una gran responsabilidad. Las propiedades de Trencavel abarcan un extenso territorio.
Se dirigió hacia una de las ventanas, que eran más grandes que las que conocían los señores del norte en sus propios castillos. Su cabellera brillante y el oro y púrpura de su túnica llameaban formando un amplio haz de luz.
—Hemos ocupado diversos pueblos y ciudades, Béziers, Carcasona, y cerca de doscientos castillos. Es muy poco comparado con el territorio que todavía queda por conquistar: la zona de Albi y el territorio que se encuentra al sur de donde estamos: el Razés. Es imposible hacerlo antes de que llegue el invierno y el mal tiempo dificulte una expedición militar. —Señaló al exterior, del cual los demás sólo podían ver un cielo despejado—. Los enemigos nos rodean por todos lados, un país montañoso, agreste e inhóspito recubierto de bosques tenebrosos en los que se esconden los faidits. Sin duda, estos desterrados que hemos expulsado de sus castillos y que hemos proscrito estarán empeñados en recuperar cuanto antes sus propiedades, que nosotros hemos de conservar para la Iglesia. Se esconden en Corbiéres y en la Montaña Negra, y puedo garantizaros una cosa: ¡ninguno de vosotros desea morir allí y en manos de esos perros heréticos!
Hizo una pausa para mirarlos de hito en hito. Después alzó de repente su voz:
—¡Qué lástima! Algunos cruzados han enfundado la espada de Cristo. ¡Han hecho el equipaje y han ensillado sus caballos!
Resolló despectivamente y los caballeros emitieron un murmullo de aprobación. Era evidente a quiénes se refería. No sólo al conde de Nevers, sino también a Raimundo de Tolosa, quien consideraba que había cumplido con creces sus obligaciones sirviendo en el ejército de cruzados y se preparaba para regresar a casa.
—Eso significa que estoy solo, con un puñado de soldados. Y, en el mejor de los casos, ello equivale a un suicidio, salvo que pueda contar con vosotros. No dudéis en alargar por tiempo indefinido vuestra cuarentena. Sois soldados de Cristo, sois el instrumento de Dios, tenéis una tarea sagrada. Sé lo que os pido…, sabéis que por vosotros iría hasta el infierno.
Simón de Montfort no tuvo que decir nada más. Sus viejos compañeros de guerra, Roberto Mauvoisin y Bouchard de Marly, fueron los primeros en prometerle su apoyo. Los demás, cautivados por la personalidad de Montfort, los siguieron y sin un atisbo de duda también los señores de Poissy prometieron permanecer en el sur por tiempo indefinido. Después, el noble, al borde del llanto debido a la emoción, se dirigió a cada uno de ellos para abrazarlos. Amaury sintió cómo le apretaba contra su pecho con unos brazos tan musculosos que casi doblaban a los suyos. El gesto le llenó de orgullo y afecto. Juró que seguiría siempre a Montfort, allí donde fuera, aunque fuera el infierno.
—Os diré cuál es mi estrategia provisional, —prosiguió Montfort—. He pedido al duque de Borgoña que retrase por un tiempo su partida, hasta que hayamos reforzado nuestras posiciones y hayamos puesto pie en los dominios de Trencavel que quedan aún por conquistar. Me ha prometido quedarse más o menos un mes. Esto significa que nos prepararemos para una ofensiva fulminante durante la cual tendremos que conquistar las principales ciudades y los castillos estratégicos. El conde de Borgoña me ha aconsejado que empiece atacando Alzonne y Montreal y luego Fanjeaux, una encrucijada importante. Una vanguardia de mercenarios aragoneses ya está en camino para preparar el asedio. Después Preixan, un punto estratégico entre Carcasona y Limoux…
—¡Eso es territorio del conde de Foix! —susurró Amaury.
No osaba criticar en voz alta a Montfort, pero el guerrero lo había oído y frunció el ceño.
—¿También él es un hereje? —preguntó Amaury con cuidado, a pesar del empellón en la espalda que le dio Guillermo.
—El conde de Foix protege a los herejes. Nuestra tarea consiste en reprimir la herejía allí donde la encontremos. ¡Se cuidará mucho de estorbarnos, salvo que quiera compartir la suerte de Trencavel!
Algunos caballeros rieron de buena gana. Después, Montfort mencionó otros lugares y prosiguió:
—Por último, están los señores de Cabaret en la Montaña Negra, un nido de herejes. ¡Señores, éste promete ser un otoño caliente!
Pidió al clérigo presente en la sala que dirigiera el rezo para rogar la bendición de las conquistas que se proponía. Los hombres se arrodillaron. Una vez que el clérigo hubo acabado de rezar, Montfort retomó la palabra.
—Pondré al santo padre al corriente de la situación. Sin duda, los legados le pintarán todo del color de rosa, para convencerle del éxito de su misión. Nosotros le contaremos la verdad. Mi fiel amigo Roberto Mauvoisin hará las veces de embajador y llevará personalmente una carta a Roma para estar seguros de que nuestras súplicas de ayuda lleguen al santo padre. Pronto nos faltarán víveres, soldados y dinero. Ahora ya hemos de pagar doble soldada para que los soldados se queden aquí.
Los presentes emitieron un murmullo de aprobación. Los caballeros habían pagado la expedición con dinero de su propio bolsillo y a algunos ya no les quedaba nada. Otros tenían aún justo lo suficiente para pagar el viaje de regreso. A pesar de ello, no querían dejar a su jefe en la estacada.
—Lo único que os puedo ofrecer como indemnización es la tierra conquistada, y no es una oferta muy atractiva.
Guardó silencio por unos instantes para que pudieran reflexionar. La perspectiva no era en efecto muy alentadora. La población enemiga los consideraba unos intrusos que se abalanzaban como lobos hambrientos sobre sus posesiones. Por lo pronto no debían hacerse demasiadas ilusiones sobre los beneficios, y además había que entregar una parte a la Iglesia. Su nuevo feudo sería una propiedad precaria que habría de defender con uñas y dientes contra una posible resistencia.
—Os adjudicaré los castillos y las poblaciones que ahora son feudo mío. La defensa de estos dominios será a partir de ahora responsabilidad vuestra. En los burgos que hemos encontrado abandonados es preciso estacionar de inmediato guarniciones compuestas de una parte de vuestros soldados para que mantengan el orden y la paz. Vosotros me acompañaréis con el resto de los soldados en mis expediciones militares. A Bouchard de Marly le regalo Saissac…
A continuación siguió una larga enumeración en la que se concedía a algunos de los señores presentes el título de vasallos del nuevo señor, en muchos casos de un feudo que aún tenía que conquistarse en el transcurso de las siguientes semanas. Amaury esperó con el corazón palpitando fuertemente a que nombrara a sus hermanos.
—El castillo de Alaric a Guillermo y Amaury de Poissy…
El joven caballero esbozó una amplia sonrisa y se creció de orgullo, pero Guillermo volvió de un tirón la cabeza y le lanzó una mirada de pocos amigos.
—¡Envíale con Nevers de vuelta a Francia! —susurró en el oído de Roberto—. ¡Puedo encargarme yo solo de Alaric!
Recordó el fuerte que desde su posición elevada atalayaba como un centinela el valle del Aude, un punto estratégicamente importante.
—¡No se protesta contra las decisiones de Montfort! —le espetó Roberto.
Se daba cuenta de lo difícil que sería mantener las posiciones con el ejército fuertemente diezmado, sobre todo una vez que, después de la ofensiva de otoño, se hubieran añadido más ciudades y castillos. En una situación tan insegura cada hombre contaba, también Amaury.
En cualquier caso, a él y a Simón les había tocado poca cosa. Eso no preocupaba a Roberto. Hasta entonces, Montfort siempre le había consultado antes de tomar una decisión. Seguramente tenía otros planes para él y con el tiempo sería recompensado con generosidad.
—¡Demonio! —exclamó Simón.