BÉZIERS

22 de julio de 1209

Roberto de Poissy apartó el toldo con una amplia brazada. No se sentó, sino que permaneció en el umbral de la tienda de campaña como dispuesto a marcharse de nuevo en cualquier momento. En su rostro se leía claramente lo mucho que le sorprendían las noticias que él mismo traía.

—¿Rechazado? ¡Pero si hemos ofrecido la libre retirada a todos los habitantes católicos! —exclamó Amaury.

—Sólo el obispo, que tuvo que transmitir el mensaje, ha sido sensato. Y un puñado de católicos que le han acompañado. El resto se prepara para defender la ciudad.

—¡Estupendo! —exclamó Guillermo—. Por lo que a mí respecta podemos asaltar Béziers, estoy listo.

Amaury no compartía el entusiasmo de sus hermanos. Su sorpresa hizo sitio a las dudas que le consumían desde hacía semanas:

—Cuando ataquemos la ciudad, ¿cómo sabremos quiénes entre ellos son herejes? ¿Cómo los encontraremos entre los ciudadanos inocentes?

—Sus sacerdotes llevan mantos y hábitos negros, —dijo Roberto.

—¿Y los demás?

—A ésos los reconocerás enseguida, —dijo Simón—. Son unos farsantes todos que no temen ni a Dios ni a los mandamientos y que no respetan ninguna ley. Putean a ciegas y sus mujeres son aún peores. Adoran al diablo en conciliábulos nocturnos. Luego preparan pócimas mágicas, adoran a un gato y le besan el culo, pues el demonio se les aparece con esta forma. Semejante gentuza ha de ser fácil de distinguir de los ciudadanos temerosos de Dios.

—Pero, evidentemente, todo eso no lo harán cuando estemos nosotros delante, —replicó Amaury—, por eso sigo preguntándome: ¿cómo los reconoceremos?

—¡Todo el que prefiera quedarse entre las murallas para proteger a esos perros asquerosos merece morir! —estalló Guillermo—. Eso suponiendo que haya católicos. Esa ciudad es un nido de adoradores del diablo y siervos de Satanás. ¡Una gran madriguera satánica, eso es lo que es!

—Se les ha brindado la oportunidad de salvar el pellejo. Si se niegan a entregar a los herejes, serán arrasados por el ejército de los cruzados. ¿Es que todos están ciegos? Basta con mirar por encima de las murallas para comprobar nuestra superioridad.

Mientras hablaba, Simón buscaba involuntariamente la empuñadura de su espada.

—¿Cuándo atacaremos la ciudad? —preguntó.

—Por lo pronto nos preparamos para un asedio. Los soldados aún han de reponerse de la marcha hasta aquí.

—Era Roberto quien le había respondido.

Ellos apenas habían tenido descanso. El 2 de julio, cerca de Valence, se habían unido de nuevo al ejército, de eso hacía tres semanas. En un principio, las tropas habían mantenido un ritmo aceptable, mas al cruzar el Ródano en Beaucaire ya no pudieron seguir transportando el material pesado por el río, y empezaron a avanzar con mucha más lentitud. Las últimas etapas bajo el sol de julio fueron muy agotadoras, sobre todo para los soldados de a pie y para los animales de tiro y de carga. Fue una verdadera suerte que la amenaza de la llegada de los cruzados asustara tanto a algunos señores del sur que éstos entregaron sus posesiones sin resistencia y se unieron al estandarte de los cruzados. La marcha desde Montpellier, que habían atacado el día anterior al alba, había durado todo el día y los últimos soldados sólo pudieron asentar sus reales al caer la noche.

Roberto se dio la vuelta y contempló las murallas de Béziers que se alzaban a poca distancia de su campamento en la colina sobre la cual se había construido la ciudad.

—¿Cuántas personas deben vivir allí, y cuántas han buscado refugio entre sus murallas? ¿Diez mil, veinte mil? —reflexionó en voz alta—. ¿Cuántos de ellos son fieles a la Santa Iglesia de Roma? En cualquier caso, todos son igual de obstinados: se niegan a entregar a los herejes, ni siquiera quieren abandonarlos y huir de la ciudad, prefieren reventar con ellos.

—No te preocupes, hermanito, aún tendrás que esperar para ver a un hereje. Este podría ser un asedio muy largo.

En aquel momento, sus cavilaciones fueron interrumpidas por un escudero del duque de Borgoña, que vino a buscarle para acudir de inmediato a un consejo de guerra. Roberto volvió apresuradamente a la tienda del conde de Nevers, de donde había venido minutos antes. Amaury le vio partir en compañía de varios avezados guerreros con los que se había encontrado a menudo en los numerosos torneos en que solían cosechar grandes aplausos. Sentía un profundo respeto por algunos de ellos. Como Simón de Montfort, un intrépido combatiente que se había distinguido sobremanera en Tierra Santa, pero que también había demostrado ser un abanderado de los ideales caballerescos y que unía unos principios inquebrantables con una conducta intachable y una devoción ejemplar. Sus propiedades se hallaban al suroeste de París, esto es, sus propiedades francesas, pues era conde de Leicester, pero sólo de nombre, porque el rey de Inglaterra había confiscado su herencia en ultramar. Junto a Montfort se hallaban como siempre Roberto Mauvoisin, su viejo compañero de lucha en Tierra Santa, y Bouchard de Marly, un primo de la esposa de Montfort que desde hacía años era su mejor amigo, aunque también un buen amigo de los Poissy. Sus propiedades lindaban con el territorio de caza del rey que administraban los Poissy. El hermano mayor de Amaury, Roberto, estaba casado con la hermana de Bouchard, Beatriz.

Todos los hombres que rodeaban a Montfort pertenecían a la baja nobleza, pero eran suficientemente importantes como para formar parte de la delegación de caballeros del norte de Francia capitaneados por el duque de Borgoña. Incluso eran consultados por Arnaud Amaury, el abad del Cister, que ocupaba el mando supremo del ejército de los cruzados.

Amaury recorrió con la mirada las tiendas que el conde Raimundo de Tolosa había levantado con su modesto séquito, y que se hallaban algo apartadas, al borde del campamento militar, como si en realidad no formaran parte de él. Había visto cabalgar al conde alguna vez y no se le había escapado que ahora lucía una cruz en su túnica. La bandera de Tolosa ondeaba orgullosa encima de la cúpula de su tienda de campaña. Seguramente, el conde no participaría en el consejo de guerra, pensó. Hasta ahora sólo le habían permitido mirar desde las gradas y quizá fuera este papel el que más le agradaba.

El joven caballero regresó a la sombra sofocante de la tienda de campaña que compartía con sus hermanos y su primo, y reanudó la comida que se había visto interrumpida por la llegada de Roberto.

—¿Un consejo de guerra, tan pronto después de haber rechazado el ultimátum? ¿No se habían tratado ya todos los asuntos, no teníamos que prepararnos para un asedio prolongado? —No se lo preguntaba a nadie en especial y nadie le contestó. Simón masticaba un pedazo de pan y Guillermo vertía vino en su garganta siempre sedienta—. ¿No hemos de ordenar a nuestros soldados que se armen?

—No te pongas nervioso, —gruñó Guillermo mientras se secaba los labios con el dorso de la mano.

—Sólo se hará algo cuando llegue la orden del alto mando: del abad del Cister y de nadie más, —añadió Simón—, así que a comer y callar.

Amaury ya no tenía hambre. Sus nervios y sus dudas se tensaban como un nudo cada vez más apretado en su estómago y le quitaban el apetito. Durante unos instantes se movió inquieto en el catre que también hacía las veces de asiento. Después se puso en pie y salió de la tienda.

—Todavía es demasiado joven, lo vengo diciendo desde el principio, —oyó la voz de Guillermo a sus espaldas, y la respuesta de Simón, atenuada por la lona:

—Lo hemos traído aquí con nosotros para poder repartirnos entre los cuatro el botín de guerra. De esta manera nos llevaremos más.

—¿Botín? Eso no parece interesarle. Sólo habla de su deber como cristiano y sobre la indulgencia plenaria que logrará después como cruzado. Es evidente que se siente culpable por el fracaso con Eva. Y ahora tiene miedo de perder la indulgencia si en el ardor de la batalla mata por error a otro católico. ¿De qué se preocupa? Se oyó una risa desdeñosa.

Amaury suspiró y deambuló por el vivaque de los Poissy y sus soldados. Pasó delante de los sargentos, los palafreneros y los escuderos, después delante de los arqueros y los ballesteros, que estaban sentados al sol frente a su tienda con el torso desnudo y que revisaban sus armas. Por último pasó delante de los mozos de cuadra, los caballos, los peones, los herreros y carpinteros. Tampoco ellos parecían tener prisa por prepararse para un asalto. Ni siquiera habían descargado los carros que transportaban las herramientas y el material para construir los arietes, las escalas y las torres de asalto. Los únicos ajetreados eran los mozos encargados del servicio doméstico.

No lejos de allí ondeaba el estandarte de Simón de Montfort, un león rampante dorado sobre un campo rojo. Su tienda se hallaba sobre una pequeña colina, desde la cual podía divisar los alrededores por encima del resto del campamento. En torno a ella estaban distribuidos los campamentos de sus compañeros de lucha, todos ellos nobles de Ile-de-France como los Poissy. Amaury escaló la posición elevada y respondió al saludo de algunos caballeros conocidos. Después se volvió y miró en dirección a la ciudad, que descollaba sobre el campamento de los cruzados como una tarta amarilla rosada, rodeado de una ancha corona de pequeñas torres de espuma blanca. Su mirada recorrió las murallas y después las orillas del Orbe, a los pies de la meseta, que también se podía divisar desde aquí, hasta el lugar donde el puente con sus arcos atravesaba el río. De repente abrió los ojos de par en par. Miró tenso a la otra orilla. Algo empezó a moverse de súbito al otro lado del puente, donde las puertas cerradas impedían el acceso a la codiciada ciudad. Por un momento no pudo distinguir qué sucedía, mas poco después vio cómo las puertas escupían una oleada de peones y lanceros, que se abalanzaban con gran griterío y estrépito sobre el enemigo, protegidos gracias a una lluvia de flechas disparadas por un pequeño ejército de arqueros que, de forma igualmente inesperada, se habían encaramado a la muralla.

“Un ataque”, comprendió Amaury súbitamente. Se quedó petrificado, el corazón le palpitaba en la garganta. Nunca antes había visto nada parecido. Era todo un espectáculo ver cómo la masa, impelida por los jinetes que la seguían, se clavaba como una cuña en el cordón que habían colocado los cruzados en torno a la ciudad.

—¡Un ataque! —gritó en falsete, cuando por fin volvió en si.

En ese mismo momento se armó un tremendo alboroto alrededor y empezaron a sonar las primeras órdenes por el campamento. Tropezando y chocando con todo, regresó corriendo a su propio campamento para avisar a los demás. El lugar se había convertido en un verdadero hervidero de animales y personas. Los mozos de cuadra lanzaban juramentos contra los caballos que tenían que ensillar a toda prisa para sus amos. Los peones y los arqueros maldecían y tropezaban unos con otros cuando intentaban recoger sus armas, y los caballeros llamaban a gritos a los criados que debían ayudarles a ponerse las cotas de malla. Amaury se dio cuenta de que tampoco él estaba preparado para luchar, pues iba desarmado y llevaba únicamente su túnica, sin ninguna protección.

—¡Insensatos! ¡Idiotas! ¿A quién se le ocurre atacar ahora? —Con un golpe furioso, Guillermo se colocó el yelmo en la cabeza, con lo que el resto de su arrebato quedó reducido a un murmullo atenuado.

—¿Es que no has oído la orden, chaval? ¡A las armas! ¡Antes de que abran una brecha en el cerco! —ladró Simón impacientemente a su joven primo quien, aún fascinado por el espectáculo en la lejanía, se había quedado de pie delante de la tienda de campaña intentando ver lo que acaecía allí. La ciudad parecía volver a tragarse al río humano con tanta rapidez como lo había escupido—. Se retiran, —dijo asombrado, pero nadie lo entendió en medio del jaleo. Con la cabeza medio girada en dirección a las puertas de la ciudad, dejaba que su escudero le pusiera la cota de mallas. Justo cuando se ceñía la espada, entró Roberto.

—Los mercenarios ya han entrado en la ciudad, —dijo sin apenas aliento—. Han conseguido entrar detrás de los peones, por lo que ya no han podido cerrar la puerta.

—¡Dios santo! Mira que si esa chusma se nos adelanta. ¡Si no nos apresuramos se largarán con todo el botín! —Simón se montó al caballo—. Esta es una ciudad rica. ¡Podéis estar seguros de que algo sacaremos de ella!

Con ayuda del escudero, Roberto se puso a toda prisa su armadura y también se subió a su caballo. Amaury cabalgaba a su lado.

—Este será tu bautismo de fuego, hermanito. Y puedo tranquilizarte. No eras el único que se preocupaba de si mataba por equivocación a un buen católico. De ahí que se celebrara un consejo de guerra. El abad del Cister tuvo que tomar una decisión apresurada cuando llegaron las noticias sobre el ataque y oímos que los mercenarios lo iniciaban por cuenta propia. Nuestras órdenes son claras: toda ciudad o burgo que no se entregue al ejército de cruzados ha de ser tomada. Quien se resista es enemigo de la Iglesia y lo pasaremos a cuchillo. Así que si no podéis distinguir a los herejes de los católicos, dijo, matadlos a todos. Dios ya reconocerá a los suyos.

Amaury sintió un escalofrío, pero cuando vio que Roberto se santiguaba y luego desenvainaba la espada y besaba la empuñadura, siguió su ejemplo.

—¡Por Dios y el rey! —exclamó Roberto.

—¡Y por Poissy! —añadió Guillermo.

Los cuatro Poissy repitieron su grito de guerra como si saliera de una sola boca. Las callejuelas estaban llenas de gente que huía a uno y otro lado y por doquier había objetos, ropa y fragmentos de enseres dejados atrás por el pánico, entre ellos también animales de corral y domésticos que buscaban refugio. Los mercenarios, armados tan sólo con cuchillos y garrotes, ya habían provocado una verdadera carnicería y los cruzados no se quedaron atrás. Agitando los brazos a diestro y siniestro junto a los flancos de sus corceles, derribaban a golpes de espada a quien estuviera a su alcance. Pronto fue imposible seguir avanzando a caballo. Sus cascos pisaban los cadáveres y los miembros cortados resbalaban en los charcos de sangre en los que flotaban órganos. En todas partes había sangre, y su olor nauseabundo que lo impregnaba todo. Y el hedor, sobre todo el hedor, que se intensificaba a medida que el sol ardiente llevaba a cabo su labor destructora.

La hoja de la espada de Amaury seguía inmaculada. Con los ojos abiertos de par en par cabalgaba inexpresivo entre sus hermanos, sosteniendo el arma en su mano temblorosa, demasiado sorprendido para hacer algo. No tenía miedo. ¿A quién podía temer en su envoltorio de hierro? ¿A los indefensos ciudadanos cubiertos tan sólo con ropas de lino y de seda que ni siquiera iban armados? Habría sido más fácil ante un montón de soldados armados hasta los dientes, o incluso toda una guarnición. Pero no aquello. Estaba horrorizado por lo desigual de la lucha. Incluso se había bajado el yelmo ardiente, pues hacia ya un buen rato que los arqueros habían sido derrotados por los mercenarios que él había visto atravesar el foso y trepar por las murallas.

Seguía maquinalmente a los demás, con la mirada perdida. Al frente cabalgaba Simón de Montfort, por supuesto flanqueado por Bouchard de Marly y Roberto Mauvoisin, y detrás de él sus caballeros que bloqueaban la calle de pared a pared para que nadie pudiera escapar con vida. Delante de los caballeros avanzaban los soldados de a pie, que sacaban a todos los que se ocultaban en las casas o en otros escondites. Si alguien lograba salvarse de sus lanzas, era atravesado por las espadas de los caballeros. De esta manera parecía que la lucha empezaba a adquirir cierta estructura. El duque de Borgoña había conseguido que sus hombres formaran de manera que todos los ciudadanos fueran empujados hacia un punto central. Pero el conde de Nevers, que desde que el ejército saliera de Francia había mantenido relaciones tensas con el duque de Borgoña, contrariaba como de costumbre los planes de éste y ahuyentaba a la atemorizada población precisamente en dirección a las puertas de la ciudad para ensartar con la espada a todo el que aún estuviera con vida. Los mercenarios hacían caso omiso a cualquier orden. Irrumpían en muchas casas, asesinaban, violaban y saqueaban, y después intentaban abandonar la ciudad para poner a buen recaudo su botín. Cargados de riquezas eran detenidos a su vez por los cruzados, que reclamaban el botín y les arrebataban los objetos de valor.

Cuando el caos había llegado a su apogeo, la batida de Montfort y sus hombres se quedó atascada. Se encontraban delante de la catedral de Saint-Nazaire, en la cual se había refugiado un gran número de ciudadanos. El siniestro tañido del toque de difuntos tapaba el bullicio en la calle y retumbaba a muchas leguas a la redonda. Los mercenarios, que nunca habían demostrado excesivo respeto por los santuarios, ya habían destrozado las puertas de la iglesia e invadido el edificio. Los cruzados tampoco tenían demasiados escrúpulos.

—¡Los herejes han profanado la casa del Señor! ¡La han convertido en la iglesia de Satanás! —gritaba el arzobispo de Sens, quien armado acaudillaba sus propias tropas—. ¡Muerte a los que han ensuciado el santuario de Dios! ¡Cumplid vuestro sagrado deber y que la venganza de Dios sea la vuestra y os dé fuerzas! Algunos caballeros tenían tanta prisa que entraron en la iglesia a caballo. Pero Simón de Montfort retuvo a los nobles que lo seguían y a sus soldados con un ademán.

—En la casa del Señor se entra con humildad, con la cabeza descubierta y a pie, —gruñó.

La mayoría de los caballeros echaron pie a tierra, colgaron el yelmo de la silla de montar y se abalanzaron sobre las puertas destrozadas.

—Demuestra de lo que eres capaz, hermanito; hasta ahora no has hecho gran cosa. ¿Crees que ganarás la indulgencia sólo mirando? —se burló Guillermo mientras los cuatro Poissy entraban.

Viniendo de la intensa luz del sol, al principio no pudieron distinguir nada en la fría penumbra de la iglesia, pero los empujones de los que los seguían les obligaron a penetrar más en el recinto y los gritos y chillidos de la gente atemorizada les indicaron el camino. Los mercenarios se les habían adelantado nuevamente y habían provocado una terrible masacre. Delante del altar yacían los clérigos asesinados en sus sotanas empapadas de sangre. Amaury resbaló en el líquido viscoso, aterrizó en medio de un charco y consiguió incorporarse justo antes de ser pisoteado por la multitud. Después echó a correr a ciegas con los demás, detrás de los ciudadanos, que intentaban esconderse en todos los rincones, en las capillas, en la cripta, en la sacristía, en los claustros. Había perdido de vista a sus hermanos, tampoco veía por ninguna parte a Simón, y sus propios soldados se habían dispersado en todas direcciones y sembraban la muerte, impelidos por una locura asesina.

Finalmente se detuvo en una estancia mal iluminada y sin salida. Miró alrededor, blandiendo la espada para defenderse. Frente a él había un grupo de personas agazapadas en un rincón, que con los rostros crispados por el miedo le miraban como si fuera el mismísimo demonio. Uno de ellos, un hombre delgado vestido con una túnica negra que le llegaba hasta los tobillos, con el rostro curtido, una barba larga y una melena hasta los hombros, avanzó tranquilamente hacia él.

—Venga, —dijo, como si quisiera alentar al cruzado—, libérame de este sufrimiento terrenal. Atraviésame con tu espada y libera mi alma de este cuerpo demoníaco. ¡Envíame al reino que creó el señor de la Luz!

Extendió los brazos y ofreció su pecho desprotegido al enemigo. Amaury lo miró con incredulidad. Detrás del hombre oyó que una mujer sollozaba.

—¡Defendeos! —le dijo.

—Nosotros no llevamos armas, pertenecen al mal. ¿Crees que puedes matar a mujeres, niños, viejos y enfermos en nombre del buen Dios? Y eso os llevará al cielo, ¿es eso lo que os promete Roma? ¿Crees que morirás como un héroe defendiendo la gloria de Dios con la espada? —Sacudió la cabeza compasivamente—. Lo llamáis guerra santa. Si dejas la vida en esta guerra demencial, tu muerte será inútil y sólo te servirá para ser devuelto al reino del demonio.

—¡Calla, blasfemo! —gritó Amaury.

Mas el otro siguió hablando sin inmutarse:

—He oído gritar a vuestro obispo que sois el instrumento de la venganza de Dios. La venganza no puede nacer de lo bueno, la venganza pertenece al mundo del mal y al demonio. Has de saber que no es nuestra Iglesia la que sirve a Satanás. Es la Iglesia romana, la prostituta de Babilonia, la que acumula poder y riqueza, el vil metal, ¡la creación del dios de las tinieblas! ¡Es la Iglesia de Roma la que adora al diablo!

Amaury tuvo la sensación de que alguien lo sacudía con fuerza. Las palabras despertaron en él más belicosidad que Guillermo con todas sus indirectas. Se sintió invadido por una profunda náusea.

“¡Un hereje! —gritó mentalmente—. ¡Un hereje desvergonzado que a la hora de su muerte intenta aún confundirme con sus falsos razonamientos y persuadirme para que abrace su diabólica doctrina!”. ¡Si se demoraba un poco más, quién sabe si ese hombre conseguiría paralizarle el brazo con sus blasfemias y conjuros demoníacos! En un reflejo llevó su codo hacia atrás. Con un fuerte grito extendió el brazo y hundió la espada en la carne blanda debajo de la caja torácica, un golpe que sabía conllevaría pronto la muerte.

La mujer emitió un grito ahogado. Por un momento hubo silencio, después ella salió de la oscuridad y se arrodilló junto al cuerpo desplomado que todavía se estremecía y que luego se quedó quieto. La mujer era muy joven, en realidad aún era una muchacha, no debía de ser mucho mayor que él. Sólo entonces vio que las sombras detrás de ella eran niños. La muchacha cerró los ojos del muerto.

—Ha cruzado la puerta hacia la luz, —susurró a los demás.

Alzó el rostro y posó su mirada curiosamente tranquila en el caballero.

—Bravo, —dijo suavemente—. Has matado a un Buen Cristiano.

En su voz no había atisbo de reproche.

—¿Un buen cristiano? —balbuceó Amaury.

Por un momento se preguntó si había entendido bien, pero no, en las últimas semanas había oído hablar suficiente en ese dialecto meridional como para no equivocarse ahora.

—Un Bon Homme, —asintió ella.

Él tragó saliva.

—¿Está muerto?

—La muerte no es nada, la muerte es una invención del demonio.

Y acto seguido y para mayor asombro de Amaury, empezó a rezar el padrenuestro y los niños que se encontraban detrás de ella la acompañaron.

Amaury sintió que su mano estaba floja y demasiado débil para sostener el peso de la espada. Le costó limpiar la hoja y envainar el arma. Por un instante reinó un silencio mortal, o por lo menos eso le pareció a él, pues en el mismo momento en que se dio cuenta de que las campanas habían enmudecido, se percató de nuevo del bullicio que había por doquier, en todos los rincones de la iglesia y en los edificios anexos. En su cabeza se libraba también una intensa lucha. Dudaba y miraba atemorizado hacia la entrada que se hallaba a su espalda.

—¡Oh, Dios, perdóname! —rezó en silencio, antes de inclinarse sobre ellos y hacer un gesto apremiante.

—¡Tumbaos, no hagáis ruido, haced como si estuvierais muertos!

Quizá le obedecieron porque ya no los amenazaba con el arma. Pasó sus manos unas cuantas veces por el charco de sangre junto al cuerpo del hombre y salpicó las gotas sobre los demás. Después se secó las manos con su ropa.

—¡Vaya hermanito! ¿Todo esto es obra tuya? —oyó detrás de él.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Se volvió con demasiada rapidez, pensó, claramente sobresaltado, demasiado evidente. Con tal de que no…

—¡Ah, mira! Si sólo son niños. —Guillermo dio unas patadas contra algunos de los cuerpos que no ofrecieron resistencia ni emitieron sonido alguno. Rió burlonamente—. ¡Pero si has realizado un acto heroico!

Roberto entró jadeando en la pequeña estancia. Echó un vistazo a su alrededor.

—¡Dios todopoderoso! ¿Lo has matado tú? —Escupió sobre la túnica negra del muerto—. Un perfecto, ¿o acaso no lo sabías?

Amaury no reaccionó y Guillermo miró asombrado a uno y otro lado y luego al cuerpo en el suelo.

—Ésos son los más peligrosos. —Roberto se incorporó y olfateó—. ¿Oléis eso?

—Fuego.

—¿Dónde está Simón?

—Ya es un milagro que nos hayamos encontrado, —dijo Guillermo—. Tenemos que irnos de aquí antes de que todo sea pasto de las llamas.

Se oyeron gritos de alarma. Alguien corría gritando que los mercenarios habían prendido fuego a la iglesia, para vengarse de los caballeros que les habían arrebatado el botín.

Amaury empezó a sudar al pensar en que alguno de los niños pudiera toser por causa del humo.

—Un momento, mi bota…, hay algo atascado, —masculló—. Por Dios, id a buscar a Simón, ya saldré yo.

—La iglesia está ardiendo y él se preocupa por sus botas. ¡Venga, hermanito, a ver si luego se te chamusca la pelusa de la barbilla!

Por lo visto Guillermo no tenía ganas de que el fuego le alcanzara, ya había desaparecido y Roberto con él.

—¿Cómo os voy a sacar de aquí? —preguntó Amaury a la muchacha.

—Esperaremos hasta que haya suficiente humo para protegernos, conozco una ruta de escape, —contestó ella. Ahora, su voz temblaba, pero mantenía con decisión a los niños de pie y se apostó junto a la puerta para ver si el camino estaba despejado—. ¡Por favor, vete!

Él se demoró un instante, sin saber si podía dejarlos así. Quería decir algo, pero no sabía qué. Mientras tanto, el fuego se extendía a toda velocidad y ya había pasado al claustro y a las casas que había junto a la iglesia. Enormes columnas de humo se arremolinaban a lo largo de las bóvedas, y llamas de varios metros lamían las imágenes de los santos. Los que todavía se encontraban dentro de la iglesia sólo pensaban en una cosa: salvar cuanto antes el pellejo. Amaury echó a correr sin mirar atrás, tropezando y trepando por encima de los montones de cadáveres y siguió corriendo hasta atravesar las puertas de la ciudad. Allí cayó de rodillas sobre la tierra pisoteada y tosió a pleno pulmón.

Cuando el sol empezó a caer, la rica ciudad comercial de Béziers ya no era más que una escombrera humeante, en la cual había que dado reducida a cenizas no sólo gran parte de la población, sino también, para disgusto de los cruzados, la mayor parte del botín de guerra. En un informe extremadamente escueto, el abad Arnaud Amaury escribió al papa:

“Fue una victoria inesperada y milagrosa. Sin respetar el sexo ni la edad, los nuestros pasaron a cuchillo a casi veinte mil. La ciudad ha sido pasto de las llamas y ya no queda nada de ella”.