SAINT-GILLES

18 de junio de 1209

“Malditos sean siempre y en todas partes; malditos sean día y noche y a todas horas malditos sean cuando duermen y cuando están despiertos; malditos sean cuando comen y cuando beben malditos sean cuando callan y cuando hablan.

Malditos sean de pies a cabeza.

Que sus ojos se cieguen; que sus oídos ensordezcan; que su boca enmudezca; que su lengua se quede pegada al paladar; que sus manos no puedan ya tocar nada más y que sus pies no puedan ya andar.

Malditos sean todos sus miembros; malditos sean cuando están de pie, cuando yacen y cuando están sentados.

Que sean enterrados con los perros y los burros, que los lobos rapaces devoren sus cadáveres”.

El texto de los ritos de excomunión retumbaba en el cerebro del joven cruzado. Los habían leído en voz alta en las iglesias, mucho antes de que el Papa hiciera un llamamiento a la cristiandad para que emprendiera una Cruzada contra los herejes.

¿Qué aspecto tendría un hereje? ¿Acaso alguien que adoraba al demonio tenía también algo demoníaco? Los mártires, monjes y ermitaños, los hombres que dedicaban su vida a Dios, ésos tenían algo noble, casi algo santo, como si en vida ya los iluminara la luz celestial. ¿Era posible que en el caso contrario se percibiera el ardor del infierno? El papa había dicho que los herejes eran peores que los sarracenos. Pero al menos uno podía reconocer a los sarracenos, eran como unos salvajes de piel oscura. ¿Cómo se reconocía a un hereje? Porque, por supuesto, no te daban tiempo para hacer preguntas. ¿Y si te equivocabas y matabas por error a un cristiano? ¿Te condenarías para siempre? ¿Y serviría entonces de algo la indulgencia que se podía conseguir con esta Cruzada?

Amaury de Poissy mantenía la mirada fija en las espaldas de sus hermanos que estaban delante de él. Por un lado le llenaba de orgullo que a pesar de su juventud le hubieran permitido tomar la cruz y viajar hacia el sur con el ejército que debía erradicar la herejía. Pero a medida que se acercaba a los límites del condado de Tolosa, sentía aumentar su temor e inseguridad.

—Esta es una guerra santa, —le había dicho Roberto—, por encargo de la Iglesia, bendecida por la Iglesia y a las órdenes de la Iglesia. Se supone que tales cuestiones no han de preocuparte en absoluto.

Roberto era grande y fuerte, y siempre sabía la respuesta correcta. Por supuesto, Roberto tenía razón. Las anchas espaldas de su hermano mayor, como un escudo protector entre él y el resto del mundo, lo tranquilizaban.

—Recibimos órdenes y obedecemos, —había añadido Guillermo, y también le había explicado que los sacerdotes herejes no estaban tonsurados, sino que llevaban el pelo largo y la barba desaliñada. Y que se podía reconocer a los herejes, pues se comportaban como bestias, por ejemplo practicando la sodomía. Eso era por lo menos algo.

En realidad, todo en la vida de Amaury venía determinado por sus hermanos. Por ejemplo, sin ellos nunca habría sido elegido para esta importante tarea. Era un gran honor que le hubieran designado para escoltar al legado papal Milon en su viaje a Saint-Gilles. Milon, el secretario personal del papa Inocencio III, había ascendido hasta su actual posición tan sólo porque el conde de Tolosa desconfiaba tanto de los demás legados que se negaba a negociar con ellos. Lo cual no quitaba que también este legado suplente había de ser considerado como si fuera el santo padre en persona. Durante el camino hacia Saint-Gilles, el clérigo había sido recibido por doquier con grandes muestras de respeto y humildad. Los caballeros que lo acompañaban habían participado de estos honores. Eso hizo que por primera vez en su joven vida, y a pesar de su inseguridad, Amaury se sintiera importante.

Se puso de puntillas y estirando el cuello intentó ver, por encima de las cabezas de los nobles, los caballeros y los clérigos, lo que sucedía a la entrada de la iglesia. Allí, debajo de las bóvedas del zaguán central donde las esculturas inacabadas brillaban a la luz del sol, debía de hallarse ahora el conde Raimundo de Tolosa delante del legado, rodeado de obispos y arzobispos. Podía oír la voz de Milon, y también que sus palabras eran traducidas por otro. Sólo de vez en cuando un viento cálido transportaba algunos retazos que podía entender.

—Juro que obedeceré todas las órdenes del papa… Dicen que he apoyado a los herejes…, que soy sospechoso de estar implicado en la muerte de Pedro de Castelnau… Si violo estos artículos, quiero volver a ser excomulgado… y exonerar a todos mis vasallos de la lealtad, las obligaciones y los servicios que me deben…

Una sonora maldición lanzada por Simón de Poissy, primo de los tres hermanos que se hallaba junto a Amaury, impidió que se oyera el resto.

—¡Esa sabandija miente más que habla! —gruñó el caballero entre dientes.

Mientras tanto, el legado había vuelto a tomar la palabra. Amaury oyó que hablaba de los judíos, a quienes había que negar el acceso a todos los cargos públicos y privados; de los mercenarios de Aragón al servicio del conde, que habían robado bienes de la Iglesia, y de los herejes y la Cruzada. Al igual que su señor, dieciséis vasallos del conde Raimundo juraron en voz alta que obedecerían a la Iglesia y que lucharían contra los herejes y sus protectores.

De súbito, la comitiva de obispos y arzobispos se puso en movimiento. Rodeados del bajo clero se disponían a dirigirse solemnemente hacia el altar mayor, llevando delante las santas reliquias de la iglesia. Por un momento, las vestiduras magníficamente bordadas se hicieron de lado, por lo que Amaury pudo entrever al conde. Con los pies descalzos y el torso desnudo, el noble permanecía sumiso ante el legado, que acababa de coger la estola de sus propios hombros para colocársela alrededor del cuello desnudo. Alguien entregó al legado un flagelo con el cual empezó a azotar al conde Raimundo mientras le conducía hacia la iglesia.

El espectáculo provocó sentimientos encontrados en el joven cruzado, en un momento en que hubiera sido más oportuno sentirse victorioso. Lo que había esperado ver en Saint-Gilles era un conde de Tolosa rayano en lo demoníaco. Un canalla infiel, un saqueador de monasterios e iglesias, un profanador de reliquias, un astuto zorro al que traían sin cuidado las amonestaciones de los arzobispos e incluso del papa. Sin embargo, lo que veía era un hombre bien educado, de rasgos suaves, que soportaba con paciencia la humillación a que era sometido. En Saint-Gilles había oído decir que al conde lo apodaban el “Conciliador”, por su gran tolerancia y su disposición a hacer las paces con sus enemigos. No parecía en absoluto un hereje, fuera lo que fuera eso. El cuerpo de este noble, que debía de tener unos cincuenta años, era musculoso, como correspondía a un hombre acostumbrado a manejar las armas, ya fuera en un torneo o en un combate real, mas también delataba que llevaba una buena vida y que gozaba de todos los placeres que se podía permitir. Su sobretodo, que colgaba doblado sobre el cinto de su espada, era de buena seda y llevaba bordado en oro su escudo. En resumidas cuentas, tenía el mismo aspecto que cualquier otro noble ilustre. Tampoco le faltaba orgullo. A pesar de la deshonra que le estaban infligiendo, se mostraba orgulloso y seguro de sí mismo, como si su rango le exigiera superar todo este trance sin perder la dignidad. Sólo sus oscuros ojos parecían apagados e impenetrables.

Para lo que era habitual en Occitania, Raimundo de Tolosa era un buen católico y seguramente no había tenido nada que ver con el vil asesinato del legado papal Pedro de Castelnau, pero este crimen había tenido lugar en territorio suyo y por consiguiente él era el responsable. Además, por lo visto el asesino había actuado a raíz de una amenaza proferida por el conde en una explosión de cólera. Era como si lo hubiera hecho por orden del noble, aunque más tarde éste se hubiera distanciado expresamente e intentado encontrar al culpable y castigarlo debidamente. Ello no quitaba que la muerte de Pedro de Castelnau encendiese la chispa que hizo estallar el prolongado conflicto entre la Iglesia y Tolosa en torno a la herejía. Se intensificó el anatema lanzado anteriormente contra él, sus tierras y sus posesiones fueron declaradas fuera de la ley. Por fin cundió el llamamiento que, desde su subida al trono hacía diez años, el Papa Inocencio había dirigido repetidas veces a toda la cristiandad para emprender una Cruzada contra el sur hereje.

Dado que sus tierras y su pueblo estaban a punto de caer en manos del primero que consiguiera conquistarlos, con el beneplácito de su señor el rey de Francia y del propio papa, el conde hizo un último intento por contener la ira de sus señores con un gesto de buena voluntad. El ejército de los cruzados, que contaba con miles de caballeros, peones y mercenarios armados, se había acercado peligrosamente a sus lindes. Tenía que ganar tiempo para evitar una devastadora invasión de sus tierras y sus súbditos, entre los cuales había muchos herejes, aunque para ello tuviese que ponerse aparentemente contra ellos y unirse a la Cruzada.

El muro de vestiduras había vuelto a cerrarse en torno al conde, y Roberto de Poissy hizo señas a sus acompañantes para que le siguieran a fin de ser testigos de la ceremonia de absolución. Amaury despertó de un sobresalto de sus cavilaciones cuando una manaza le agarró por el brazo. Se encontró con la cara de su primo Simón, quien con un brusco movimiento de la cabeza le indicó que tenía que acompañarlos. Se sumó apresuradamente a sus hermanos antes de que la multitud lo separara de ellos.

Dentro de la iglesia hacía casi tanto calor como fuera. Amaury siguió las solemnidades sudando debajo de su armadura. La muchedumbre que antes se había congregado delante de la iglesia ya había logrado entrar. El joven caballero estaba tan sofocado que no tardó en perder todo interés por la ceremonia y sólo anhelaba que llegara el momento en que pudiera abandonar el edificio. Estaban tan apretujados que la mayoría ni siquiera podía arrodillarse ni unir las manos.

Por fin llegó el momento liberador en que se absolvió al conde Raimundo y se levantó el anatema. Después, todos quisieron salir a la vez de la iglesia y ello provocó una aglomeración para la cual no estaban preparadas las salidas. En el altar, el legado y el conde comprendieron que tampoco ellos podrían abandonar la iglesia y se hicieron guiar por un par de monaguillos a través de la cripta hacia el exterior. Por un momento se produjo una situación embarazosa. El rodeo por las gélidas bóvedas les obligó a pasar delante del sepulcro del asesinado Pedro de Castelnau. Milon, el legado papal, aprovechó la oportunidad para recordar una vez más al conde Raimundo sus promesas. Se detuvo ante la tumba para rendir al muerto un prolijo homenaje del cual todo el grupo fue testigo forzoso.

Sobre sus cabezas, el forcejeo y el griterío habían llegado a un punto culminante. Hasta las bóvedas del sagrado recinto, en lugar de oraciones, se elevaban juramentos que las imágenes santas recibían con el ceño fruncido. Después de forcejar duramente, los tres hermanos Poissy y su primo consiguieron salir al exterior. Amaury se levantó el yelmo y respiró aliviado. El sol abrasador del mediodía quemaba su rostro mojado por el sudor, pero cualquier cosa era mejor que estar encerrado dentro.

—¿Significa esto que la Cruzada ha acabado? —preguntó con voz ronca debido al esfuerzo.

Tres rostros acalorados se volvieron casi al mismo tiempo hacia él. Roberto miró primero a su hermano menor Guillermo, después a su primo Simón y a continuación los tres se rieron del más joven vástago de la familia Poissy.

—Anda, Guillermo, cuéntale que no hemos venido aquí para aceptar por las buenas que tenemos que regresar, —dijo el mayor con indiferencia—. Mientras tanto busquemos algo de beber.

Amaury miró expectante al otro, que se encogió de hombros irritado.

—Pues claro que la Cruzada no ha acabado, —resopló Guillermo mientras seguían a los otros dos Poissy—, todavía hemos de empezar.

—Pero la Iglesia ha absuelto al conde de Tolosa; sus tierras, sus súbditos y él mismo gozan ahora de la protección de la Santa Sede. ¿Cómo podríamos atacarle a él y a sus vasallos?

—¡Pues claro que no le atacaremos, tú mismo has visto cómo la Iglesia lo ha neutralizado! Tiene que participar en la Cruzada y perseguir la herejía. Por lo pronto, eso lo mantendrá ocupado, su condado está plagado de esos asquerosos herejes. Nosotros nos limitaremos a echarle una mano antes de que olvide cuál es su deber. Y luego están los condados de Béziers, Carcasona y qué sé yo cuántos más, donde la fe está amenazada y donde abunda esa chusma descreída que practica la sodomía y el incesto. —Guillermo se iba acalorando a medida que hablaba—. Bougres! —escupió. Era el juramento que los cruzados solían utilizar para referirse a los herejes.

—Pero es un feudo del rey de Aragón.

—Ése no ha movido ni un dedo para luchar contra la herejía.

—No se le puede exigir que delate a sus propios vasallos, ¿no? Por cierto, ¿qué crees que hará el rey de Aragón cuando conquistemos sus ciudades, echemos a sus vasallos a la calle y ocupemos su lugar? Pues eso es lo que nos ha prometido la Iglesia. ¿Qué hay de sus derechos? ¿Acaso no es deber del rey, como señor feudal, protegerlos, al igual que el del conde de Tolosa, por cierto? Comprendo sus dudas.

—¿Protegerlos? ¡Los herejes no tienen derechos!

—¿Qué pesa más, un deber feudal o…?

—Haz el favor de ahorrarme preguntas tan estúpidas. Si Roberto cree necesario que comprendas todo lo que hemos de hacer, que te lo explique él mismo. Acabas de oírlo: el conde de Tolosa es un sacrílego, un traidor, un embustero y un asesino, y su condado está lleno de individuos como él. Me importa un rábano que las ciudades y los castillos que vamos a conquistar sean suyos o de otra persona. Y no creas que será llegar y besar el santo.

Amaury sonrió de oreja a oreja.

—¿Sabes qué es lo que no entiendo, Guillermo? —preguntó mientras el otro repiqueteaba impaciente con los dedos contra la empuñadura de su espada.

—¿Qué?

—Que tú no tengas ni una sola pregunta. En realidad eres como un perro de caza.

¿Por qué?

—Te limitas a correr ciegamente detrás de la jauría. Yo quiero saber adónde vamos, con quién, cuándo y sobre todo por qué.

—No hace falta que sepas nada. Dios nos guía. Eso es suficiente.

—Un perro de caza, que sigue a la jauría con la lengua fuera, —repitió riendo su hermano menor—, y cuando por fin atrapes a la presa, te la quitarán de las manos. Ve con cuidado.

—¡Muérete! —le respondió Guillermo sentidamente.

El rostro de Simón, con su negra barba, pasó delante de su visera.

—Escucha bien, mocoso, un señor se debe primero a la Iglesia, luego a su soberano y sólo después a su pueblo. El conde de Tolosa, a quien tú defiendes con tanto fervor, ha robado bienes de la Iglesia, ha destituido a sacerdotes de su cargo, ha convertido iglesias en burgos, sus mercenarios han asesinado a monjes y los han expulsado de sus monasterios y hace años que es amigo y protector de los herejes.

—No lo defiendo. Yo…

Su primo ni siquiera lo escuchaba.

—Un servidor del diablo. ¡Así es como lo ha llamado el papa! —siguió rabiando Simón y acto seguido gritó con fervor—: ¡Adelante, soldados de Cristo, vengad esta ofensa contra Dios y salvad esta tierra de la pestilencia herética!

Entonces fue Guillermo quien rió maliciosamente.

¿Crees que es suficiente o acaso tienes dudas sobre si has de luchar con nosotros? Ya sabes que lo ha dicho el abad: quien no responda al llamamiento para unirse a esta Cruzada, ¡que no beba vino nunca más, no coma nunca más, ni lleve ropa y que sea enterrado como un perro!

Ante estas palabras sobraba cualquier discusión.

Y además… —añadió Guillermo—, te convendría ser un poco más humilde. ¡Después de la metedura de pata con Eva tienes que portarte bien!

Amaury se puso rojo de ira. Cerró los puños y estaba a punto de saltar sobre Guillermo cuando Roberto se mezcló en la disputa. Al tiempo que hacía un gesto tranquilizador hacia los otros dos, rodeó los delicados hombros de su hermano menor con su brazo encorazado.

—Has de tener cuidado con lo que dices. No sería la primera vez que alguien acaba pasando el resto de sus días encerrado en un calabozo por sus palabras. Regresa a nuestro cuartel. Allí corres menos peligro de meterte en dificultades. Nosotros iremos a divertirnos a la ciudad.