ABADÍA DE ABBECOURT, CERCA DE POISSY
Invierno de 1207
Redime su alma de los castigos del infierno y de la perdición. Rescátala de las fauces del león, para que no la devore el abismo y para que no caiga en las tinieblas. Que san Miguel, adalid de los ángeles, la guíe hacia la sagrada luz.
El agua bendita salpicó de manchas oscuras del, por lo demás, inmaculado sudario. Dos gotas como perlas se posaron sobre las pálidas mejillas. Parecía llorar. Amaury de Poissy se inclinó y las secó con un beso. Notó que la piel de ella, hinchada a causa del prolongado esfuerzo durante el parto, estaba fría y tersa. Al incorporarse, Amaury se encontró con la mirada de enojo del sacerdote, que balanceaba el incensario sobre el cuerpo estirado. El espeso humo le dio náuseas. Se preguntó si la tapa encajaría, pues el vientre con el niño muerto sobresalía del borde del ataúd.
Tenía catorce años, uno menos que él. Demasiado joven para morir.
Mientras la llevaba hacia la tumba, junto con sus hermanos y los escuderos de éstos, el nudo que tenía en la garganta le impedía respirar. Habían conseguido cerrar la tapa y él apenas sentía su peso, quizá por el hecho de ser más bajo que los demás. Lentamente, mientras repartían más oraciones, más incienso y más agua bendita, fueron descolgando el ataúd en la tumba. Dejó vagar la mirada a su alrededor, hacia el sepulcro de su padre, que había fundado la abadía, y hacia los sepulcros de otros miembros de la familia. El único que no yacía aquí era su hermano mayor, Gasce, que había caído en Tierra Santa. Finalmente cogió la bolsa que colgaba de su cinto y contó veinte monedas que fue depositando en las manos del canónigo, en aras del reposo eterno de su esposa. Para ser el cuarto hijo sin recursos, se trataba de un importe generoso. Un artesano cualificado estaría satisfecho con un sueldo como éste.
—¿Por qué? —Las primeras palabras que pronunció Amaury cuando hubieron abandonado la abadía salieron con un sollozo de indignación.
Todo había ido tan rápido que tan sólo ahora empezaba a darse cuenta de lo sucedido. Roberto, que desde la muerte de Gasce era el mayor, se encogió de hombros.
—Si conociéramos los designios de Dios, la vida sería menos insegura, —dijo.
—Nunca tendríamos que haberle dado una mujer que se llamaba Eva, —oyó decir a su segundo hermano, Guillermo, que cabalgaba a su otro costado—. No podía salir bien.
—¿Por qué? —preguntó Amaury.
—Eva era la madre del pecado, —dijo Guillermo—. Todas sus hijas cargan con él. Y ella también.
Al pronunciar estas últimas palabras señaló con el pulgar por encima de su hombro hacia la abadía que había dejado a sus espaldas.
—Eso no tiene sentido. La Eva del paraíso no murió al dar a luz, —replicó Amaury.
—Algo habrá hecho para disgustar a Dios. En cualquier caso, tenemos su dote, aunque no sea mucho. Cuando hayas dejado el luto te buscaremos un mejor partido.
—Nunca le hizo daño a nadie, —protestó el joven viudo fulminando al caballero con la mirada.
—¿Y tú qué?
—En cualquier caso, antes de tomar a otra por esposa tendríais que limpiar todos tus pecados, —admitió Roberto—. Una peregrinación tampoco me vendría mal a mi.
Se refería a su propia esposa que aún no le había dado hijos.
—Tierra Santa, —sugirió Guillermo, pensando que en tal caso sus posibilidades aumentarían considerablemente.
Si después de Gasce también Roberto perecía en la lucha contra los infieles, él se convertiría en el primogénito y en el primer heredero. Su entusiasmo era demasiado evidente.
—El rey de Jerusalén ha firmado un armisticio. Por lo pronto no habrá ninguna Cruzada, —le respondió Roberto con sequedad.
Mientras cabalgaban en silencio, Amaury se devanaba los sesos sobre lo que él o Eva podían haber hecho para merecer semejante castigo. Decían que había sufrido sobremanera. Parte de ese dolor lo sentía él en su interior. Ni siquiera quería pensar en la posibilidad de volver a casarse. Tenía que mantenerse ocupado con asuntos que pertenecían al mundo de los hombres, como luchar. A fin de cuentas, para eso lo habían educado. Una Cruzada, eso le atraía.