4. «El terror a la historia»

La supervivencia del mito del «eterno retorno»

El problema que abordamos en este último capítulo supera los límites que nos hemos impuesto para el presente ensayo. Por ello no haremos sino esbozarlo. Sería, en efecto, necesario comparar al hombre «histórico» (moderno), que se sabe y se quiere creador de historia, con el hombre de las civilizaciones tradicionales que, como hemos visto, tenía frente a la historia una actitud negativa. Ya la anulara periódicamente, ya la desvalorizara encontrándole siempre modelos y arquetipos trashistóricos, ya, en fin, le atribuyera un sentido metahistórico (teoría cíclica, significaciones escatológicas, etcétera), el hombre de las civilizaciones tradicionales no concedía al acontecimiento histórico ningún valor en sí; en otros términos, no lo consideraba como una categoría específica de su propio modo de existencia. Ahora bien: la comparación de esos dos tipos de humanidad implicaría un análisis de todos los «historicismos» modernos, y semejante análisis, para que fuera verdaderamente útil, nos llevaría lejos del tema principal de este trabajo. No obstante, nos vemos obligados a rozar el problema del hombre que se reconoce y se quiere histórico, porque el mundo moderno no está todavía, en esta hora, completamente ganado por el «historicismo»; aún asistimos al conflicto de dos concepciones: la concepción arcaica, que llamaríamos arquetípica y antihistórica, y la moderna, posthegeliana, que quiere ser histórica. Nos conformaremos con examinar un solo aspecto del problema, pero un aspecto esencial: las soluciones que ofrece la perspectiva historicista para que el hombre moderno pueda soportar la presión, cada vez más poderosa, de la historia contemporánea.

En los capítulos anteriores se ha mostrado con abundantes ejemplos la forma en que los hombres de las civilizaciones tradicionales soportaban la «historia». Recordemos que se defendían de ella, ora aboliéndola periódicamente gracias a la repetición dela cosmogonía y a la regeneración periódica del tiempo, ora concediendo a los acontecimientos históricos una significación metahistórica, significación que no era solamente consoladora, sino también, y ante todo, coherente, es decir, susceptible de integrarse en un sistema bien articulado en el que el cosmos y la existencia del hombre tenían cada cual su razón de ser. Debemos agregar que esta concepción tradicional de una defensa contra la historia, esa manera de soportar los acontecimientos históricos, siguió dominando al mundo hasta una época muy cercana a nosotros; y que aún hoy sigue consolando a las sociedades agrícolas (tradicionales) europeas que se mantienen con obstinación en una posición antihistórica, y por ese hecho se hallan expuestas a los ataques violentos de todas las ideologías revolucionarias. El cristianismo de las capas populares europeas no ha conseguido abolir ni la teoría del arquetipo (que transformaba un personaje histórico en héroe ejemplar, y el acontecimiento histórico en categoría mítica), ni las teorías cíclicas y astrals (gracias a las cuales la historia se justificaba, y los sufrimientos provocados por la presión histórica revestían un sentido escatológico). Así, para no poner más que algunos ejemplos, los invasores bárbaros de la Alta Edad Media estaban asimilados al arquetipo bíblico Gog y Magog y, por tanto, recibían un estatuto ontológico y una función escatológica. Unos siglos después, Gengis Khan iba a ser considerado por los cristianos como un nuevo David, destinado a realizar las profecías de Ezequiel. Así aclarados, los sufrimientos y las catástrofes provocados por la aparición de los bárbaros en el horizonte histórico dela Edad Media eran «soportados» de acuerdo con el mismo proceso que había hecho posible, unos milenios antes, soportar el terror histórico en el Oriente antiguo. Tales justificaciones de las catástrofes son las que aún hoy hacen posible la existencia de decenas de millones de hombres que siguen reconociendo, en la presión ininterrumpida delos acontecimientos, los signos dela voluntad divina o de una fatalidad astral.

Si pasamos a la otra concepción tradicional —la del tiempo cíclico y de la regeneración periódica de la historia, ya ponga en juego o no el mito de la «eterna repetición»—, aun cuando los primeros pensadores cristianos se opusieron a ella al principio encarnizadamente, acabó por introducirse en la filosofía cristiana. Recordemos que para el cristianismo el tiempo es real porque tiene un sentido: la Redención.

«Una línea recta traza la marcha de la humanidad desde la Caída inicial hasta la Redención final, y el sentido de esta historia es único, puesto que la Encamación es un hecho único. En efecto, como se insiste en el capítulo IX de la Epístola a los Hebreos y en la Prima Petri, 111, 18, Cristo murió por nuestros pecados sólo una vez, un vez por todas (hapax, ephapax, semel); no es un acontecimiento repetible que pueda retomarse en cualquier ocasión (pollakis). El desarrollo de la historia se ve así requerido y orientado por un hecho único, radicalmente singular y, por consiguiente, tanto el destino de toda la humanidad como el destino particular de cada uno de nosotros se juegan una sola vez, de una vez por todas, en un tiempo concreto e irreemplazable que es el de la historia de la vida»[1]. Esta concepción lineal del tiempo y de la historia es la que, esbozada ya en el siglo II por Ireneo de Lyon, será retomada por San Basilio, San Gregorio y, finalmente, elaborada por San Agustín.

Pero, a pesar de la reacción de los padres de la Iglesia, las teorías de los ciclos y de las influencias astrales sobre el destino humano y sobre los acontecimientos históricos fueron acogidas, al menos en parte, por otros padres y escritores eclesiásticos, como Clemente de Alejandría, Minuncio Félix, Arnobio, Teodoreto[2]. El conflicto entre estas dos concepciones fundamentales del tiempo y de la historia se prolongó hasta el siglo XVII. No podemos pensar en resumir aquí los admirables análisis, tan poco conocidos, de P. Duhem y de L. Thorndike, seguidos y completados por Sorokin[*]. Recordemos solamente que, en el apogeo de la Edad Media, esas teorías empiezan a dominar la especulación historiológica y escatológica. Ya populares en el siglo XII[3] reciben una elaboración sistemática en el siglo siguiente, sobre todo después de las traducciones de escritores árabes[4]. Se realizan entonces esfuerzos por establecer correlaciones cada vez más precisas entre los factores cósmicos y geográficos y las periodicidades respectivas (en el sentido ya indicado por Tolomeo, en el siglo II, en su Tetrabiblos). Un Alberto Magno, un Santo Tomás, un Rogerio Bacon, un Dante[5] y muchos otros creen que los ciclos y las periodkidades de la historia del mundo están regidos por la influencia de los astros, sea que esta influencia obedezca a la voluntad de Dios o que —hipótesis que va imponiéndose cada vez más— se la considere como una fuerza inmanente al cosmos[6]. En resumen: para adoptar la fórmula de Sorokin[7], la Edad Media está dominada por la concepción escatológica (en sus dos momentos esenciales: la creación y el fin del mundo), completada por la teoría de la ondulación cíclica que explica el retorno periódico delos acontecimientos. Ese doble dogma dirige la especulación hasta el siglo XVII, aun cuando paralelamente comienza a apuntar una teoría del progreso lineal de la historia. Los gérmenes de dicha teoría se perciben también en los escritos de Alberto Magno y de Santo Tomás, pero es sobre todo en el Evangelio Eterno de Joachim de Flore donde se presenta con toda su coherencia e integrada en una genial escatología de la historia, la más importante que haya conocido el cristianismo después de San Agustín. Joachim de Flore divide la historia del mundo en tres grandes épocas, inspiradas y dominadas sucesivamente por una persona de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En la visión del abad calabrés, cada una de dichas épocas rebela, en la historia, una nueva dimensión de la divinidad y, por ese hecho, permite un perfeccionamiento progresivo de la humanidad, que en la última fase —inspirada por el Espíritu Santo— desemboca en la libertad espiritual absoluta[*].

Pero, como decíamos, la tendencia que se impone cada vez más es la de una inmanentización de la teoría cíclica. Junto a voluminosos tratados astrológicos, empiezan igualmente a ver la luz las consideraciones de la astronomía científica. Así en las teorías de Tycho Brahe, Kepler, Cardano, G. Bruno o Campanella, la ideología cíclica sobrevive junto a la nueva concepción del progreso lineal que profesan, por ejemplo, un Francis Bacon o un Pascal. A partir del siglo XVII el «linealismo» y la concepción progresista de la historia se afirman cada vez más instaurando la fe en un progreso infinito, fe proclamada ya por Leibniz, dominante en el siglo de las «luces» y vulgarizada en el siglo XIX gracias al triunfo de las ideas evolucionistas. Fue menester esperar a nuestro siglo para que se esbozaran de nuevo ciertas reacciones contra el «linealismo» histórico y volviera a despertarse cierto interés por la teoría de los ciclos[8]: así asistimos, en economía política, a la rehabilitación de las nociones de ciclo, de fluctuación, de oscilación periódica; en filosofía, Nietzsche pone de nuevo en la orden del día el mito del eterno retorno; en la filosofía de la historia, un Spengler, un Toynbee se dedican al problema de la periodicidad, etc.[9].

Respecto a esa rehabilitación delas concepciones cíclicas, Sorokin observa justamente[*] que las teorías actuales sobre la muerte del universo no excluyen la hipótesis dela creación de un nuevo universo, o sea, algo parecido a la teoría del «Año Magno» de las especulaciones grecoorientales y al ciclo yuga del pensamiento hindú[10]. En realidad podría decirse que sólo en las teorías cíclicas modernas se da todo su alcance al sentido del mito arcaico de la eterna repetición. Las teorías cíclicas medievales se conformaban con justificar la periodicidad de los acontecimientos integrándolos en los ritmos cósmicos y en las fatalidades astrales. Sin embargo, implícitamente se afirmaba también la repetición cíclica de los acontecimientos históricos, incluso cuando esa repetición no era eterna. Aún más: como los acontecimientos históricos dependían de ciclos y de situaciones astrales, se tornaban inteligibles y aún previsibles, puesto que encontraban un modelo trascendente; las guerras, el hambre, las miserias provocadas por la historia contemporánea sólo eran a lo sumo imitación de un arquetipo, fijado por los astros y por las normas celestes, de las cuales no siempre estaba ausente la voluntad divina. Del mismo modo que a fines de la antigüedad, esas nuevas expresiones del mito de la eterna repetición eran sobre todo apreciadas por las élites intelectuales y consolaban particularmente a quienes soportaban la presión de la historia. Las masas campesinas, tanto en la antigüedad como en los tiempos modernos, se interesaban menos por las fórmulas cíclicas y astrales; en efecto, encontraban apoyo y consuelo en la concepción de los arquetipos y dela repetición, concepción que ellos «vivían» menos en el plano del cosmos y de los astros que en el plano mítico-histórico (transformando, por ejemplo, los personajes históricos en héroes ejemplares, los acontecimientos históricos en categorías míticas, etc., de acuerdo con la dialéctica que hemos señalado más arriba)[11]

Las dificultades del historicismo

La reaparición de las teorías cíclicas en el pensamiento contemporáneo es rica de sentido. No estando en posición como para pronunciarnos sobre su validez, nos contentaremos con observar que la formulación en términos modernos de un mito arcaico delata, por lo menos, el deseo de hallar un sentido y una justificación transhistórica a los acontecimientos históricos. Y así volvemos a la posición prehegeliana, quedando implícitamente en discusión la validez de las soluciones «historicistas», de Hegel y Marx al existencialismo. Desde Hegel, en efecto, todo esfuerzo tiende a salvar y a valorar el acontecimiento histórico en cuanto tal, el acontecimiento en sí mismo y por sí mismo. «Si reconocemos que las cosas son tal y como son por necesidad, es decir, que no son arbitrarias ni constituyen el resultado de un azar, reconoceremos igualmente que deben ser como son», escribía Hegel en su estudio sobre la constitución alemana. El concepto dela necesidad histórica gozará, un siglo más tarde, de una actualidad cada vez más triunfal: en efecto, todas las crueldades, aberraciones y tragedias de la historia han sido, y siguen siéndolo, justificadas por las necesidades del «momento histórico». Es probable que Hegel no quisiera ir tan lejos, pero como estaba decidido a reconciliarse con su propio momento histórico se sentía obligado a ver en cada acontecimiento la voluntad del espíritu universal. Por esa razón consideraba «la lectura de los diarios matutinos como una especie de bendición realista de la mañana». Para él, sólo el contacto diario con los acontecimientos podía orientar la conducta del hombre en sus relaciones con el mundo y con Dios.

¿Cómo podía Hegel saber lo que era necesario en la historia y lo que, por consiguiente, debía ocurrir exactamente tal y como se había producido? Hegel creía saber lo que el espíritu universal quería. No vamos a insistir aquí sobre la audacia de esta tesis que, a fin de cuentas, anula precisamente lo que Hegel quería salvar en la historia: la libertad humana. Pero hay un aspecto de su filosofía de la historia que nos interesa porque aún conserva algo de la concepción judeocristiana: para Hegel, el acontecimiento histórico era la manifestación del espíritu universal. Hasta puede entreverse un paralelismo entre la filosofía de la historia de Hegel y la filosofía de la historia presentida por los profetas hebreos; para éstos como para aquél, un acontecimiento es irreversible y válido en sí mismo en cuanto es una nueva manifestación de la voluntad de Dios —posición característicamente «revolucionaria», recordémoslo, en la perspectiva de las sociedades tradicionales dirigidas por la repetición eterna delos arquetipos—. Según Hegel, el destino de un pueblo conservaba todavía una significación transhistórica, porque toda historia revelaba una nueva y más perfecta manifestación del espíritu universal. Pero con Marx la historia se despoja de toda significación transcendente; no es más que la epifanía de la lucha de clases. ¿En qué medida semejante teoría podía justificar los sufrimientos históricos? Basta con interrogar, entre otras, a la patética resistencia de un Bielinski o de un Dostoievski, quienes se preguntaban cómo podrían rescatarse en la perspectiva dela dialéctica de Hegel y Marx todos los dramas dela opresión, las calamidades colectivas, las deportaciones, las humillaciones y las matanzas de que está plagada la historia universal.

El marxismo conserva, sin embargo, un sentido de la historia. Para el marxismo los acontecimientos no son una sucesión de arbitrariedades; acusan una estructura coherente y, sobre todo, llevan a un fin preciso: la eliminación final del terror a la historia, la «salvación». Es por ello por lo que al término dela filosofía marxista dela historia se encuentra la edad de oro de las escatologías arcaicas. En ese sentido es cierto decir que Marx no sólo ha «hecho que la filosofía de Hegel volviera a poner los pies en tierra», sino que asimismo ha revalorizado en un nivel exclusivamente humano el mito primitivo de la edad de oro, con la diferencia de que coloca la edad de oro exclusivamente al final de la historia en vez de ponerla también al principio. Ahí está, para el militante marxista, el secreto del remedio al terror a la historia: así como los contemporáneos de una «edad oscura» se consolaban del acrecentamiento de los sufrimientos diciéndose que la agravación del mal precipita el rescate final, del mismo modo el militante marxista de nuestro tiempo advierte en el drama provocado por la presión de la historia un mal necesario, el pródromo del triunfo próximo que acabará para siempre con todo «mal» histórico.

El «terror a la historia» es cada vez más difícil de soportar en la perspectiva de las diversas filosofías historicistas. Es que todo acontecimiento histórico encuentra ahí su sentido completo y exclusivo en su misma realización. No tenemos por qué recordar las dificultades teóricas del historicismo que ya perturbaron a Rickert, Troelsch, Dilthey y Simmel, y que los esfuerzos recientes de Croce, de K. Mannheim o de Ortega y Gasset sólo exorcizan parcialmente. En estas páginas no tenemos por qué debatir la razón filosófica del historicismo como tal ni tampoco la posibilidad de fundar una «filosofía de la historia» que supere decididamente el relativismo. El propio Dilthey reconocía, a los setenta años, que «la relatividad de todos los conceptos humanos es la última palabra de la visión histórica del mundo». En vano proclamaba un allgemeine Lebenserfahrung como medio supremo de superar esta relatividad. En vano Meineke invocaba el «examen de conciencia» como una experiencia transsubjetiva capaz de trascender la relatividad de la vida histórica. Heidegger se había ocupado de demostrar que la historicidad de la existencia humana impide abrigar cualquier esperanza de trascender el tiempo de la historia.

Una sola cuestión nos interesa: ¿cómo puede ser soportado el «terror a la historia» en la perspectiva del historicismo? La justificación de un acontecimiento histórico por el simple hecho de ser un acontecimiento histórico, dicho de otro modo, por el simple hecho de que se produjo de ese modo, encontrará grandes dificultades para librar a la humanidad del terror que los acontecimientos le inspiran. Advertimos bien que no se trata del problema del mal, el cual, desde cualquier ángulo que sea encarado, sigue siendo un problema filosófico y religioso; se trata del problema de la historia como tal, del «mal» que va ligado, no a la condición del hombre, sino a su comportamiento en relación con los demás. Quisiéramos saber, por ejemplo, cómo pueden soportarse, y justificarse, los dolores y la desaparición de tantos pueblos que sufren y desaparecen por el simple motivo de hallarse en el camino de la historia, de ser vecinos de imperios en estado de expansión permanente, etc. ¿Cómo justificar, por ejemplo, el hecho de que el sudeste de Europa haya debido sufrir durante siglos —y por consiguiente renunciar a toda veleidad de existencia histórica superior, a la creación espiritual en el plano universal— por la sola razón de hallarse en la ruta de los invasores asiáticos y de ser luego vecino del imperio otomano? Y en nuestros días, cuando la presión histórica no permite ya ninguna evasión, ¿cómo podrá el hombre soportar las catástrofes y los horrores de la historia —desde las deportaciones y los asesinatos colectivos hasta el bombardeo atómico— si, por otro lado, no se presiente ningún signo, ninguna intención transhistórica, si tales horrores son sólo el juego ciego de fuerzas económicas, sociales o políticas o, aún peor, el resultado de las «libertades» que una minoría se toma y ejerce directamente en la escena de la historia universal?

Sabemos cómo pudo la humanidad soportar en el pasado los sufrimientos históricos: eran considerados como un castigo de Dios, el síndrome del ocaso de la «Edad», etc. Y sólo fueron aceptados precisamente porque tenían un sentido metahistórico, porque, para la gran mayoría de la humanidad, que aún permanecía en la perspectiva tradicional, la historia no tenía y no podía tener ningún valor en sí. Cada héroe repetía el gesto arquetípico, cada guerra reiniciaba la lucha entre el bien y el mal, cada nueva injusticia social era identificada con los sufrimientos del Salvador (o, en el mundo precristiano, con la pasión de un Mensajero divino o dios dela vegetación, etc.), cada nueva matanza repetía el fin glorioso de los mártires, etc. No hemos de decidir si tales motivos eran o no pueriles, o si semejante rechazo de la historia resultaba siempre eficaz. Un solo hecho cuenta, en nuestra opinión: que gracias a ese parecer decenas de millones de hombres han podido tolerar durante siglos grandes presiones históricas sin desesperar, sin suicidarse ni caer en la sequedad espiritual, que siempre acarrea consigo una visión relativista o nihilista dela historia.

Por lo demás, como ya hemos observado, una fracción muy grande de la población de Europa, por no hablar de los otros continentes, vive todavía actualmente en esa perspectiva tradicional, anti-«historicista». De modo que en primer lugar es a las élites a las que se plantea el problema, puesto que son las únicas obligadas, cada vez con mayor rigor, a tener conciencia de su situación histórica. Ciertamente, el cristianismo y la filosofía escatológica de la historia no han dejado de satisfacer a una parte considerable de esas élites. Hasta cierto punto, también puede decirse que el marxismo —sobre todo en sus formas populares— constituye para algunos una defensa contra el terror ala historia. Sólo la posición historicista, en todas sus variedades y en todos sus matices —desde el «destino» de Nietzsche hasta la «temporalidad» de Heidegger—, sigue desarmada[*]. No es de ningún modo coincidencia fortuita el hecho de que la desesperación, el amor fati y el pesimismo hayan sido en esta filosofía llevados a la categoría de virtudes heroicas y de instrumentos de conocimiento.

Sin embargo, esta posición, aun cuando sea la más moderna y, en cierto sentido, casi inevitable para todos los pueblos que definen al hombre como «ser histórico», no ha conquistado definitivamente el pensamiento contemporáneo. En páginas anteriores hemos expuesto diversas orientaciones recientes que tienden a revalorizar el mito de la periodicidad cíclica, incluso el del eterno retorno. Esas orientaciones menosprecian no sólo al historicismo, sino también ala historia como tal. Creemos estar autorizados para descubrir en ellas, más que una resistencia a la historia, una rebelión contra el tiempo histórico, una tentativa para reintegrar ese tiempo histórico, cargado de experiencia humana, en el tiempo cósmico, cíclico e infinito. En todo caso es interesante señalar que la obra de dos de los escritores más significativos de nuestro tiempo —T. S. Eliot y James Joyce— está profundamente impregnada por la nostalgia del mito de la repetición eterna y, en resumidas cuentas, de la abolición del tiempo. Asimismo es menester considerar que cuanto más se agrave el terror a la historia, cuanto más precaria se haga la existencia debido a la historia, tanto más crédito perderán las posiciones de historicismo. Y, en un momento en que la historia podría aniquilar a la especie humana en su totalidad —cosa que ni el cosmos, ni el hombre, ni la casualidad consiguieron hacer hasta ahora—, no sería extraño que nos fuese dado asistir a una tentativa desesperada para prohibir «los acontecimientos de la historia» mediante la reintegración de las sociedades humanas en el horizonte (artificial, por ser impuesto) de los arquetipos y de su repetición. En otros términos, no está vedado concebir una época, no muy lejana, en que la humanidad, para asegurarse la supervivencia, se vea obligada a dejar de «seguir» haciendo la «historia» en el sentido en que empezó a hacerla a partir de la creación de los primeros imperios, en que se conforme con repetir los hechos arquetípicos prescritos y se esfuerce por olvidar, como insignificante y peligroso, todo hecho espontáneo que amenazara con tener consecuencias «históricas». Incluso resultaría interesante comparar la solución antihistórica de las sociedades futuras con los mitos paradisíacos o escatológicos de la edad de oro de los orígenes o del fin del mundo. Pero como tenemos proyectado proseguir en otro momento con esas especulación volveremos ahora a nuestro problema: la posición del hombre histórico en relación con el hombre arcaico, y trataremos de comprender las objeciones opuestas a este último en virtud de la perspectiva historicista.

Libertad e historia

En el rechazo delas concepciones dela periodicidad histórica y, por tanto, en suma, en el rechazo de las concepciones arcaicas de los arquetipos y de la repetición, tendríamos derecho a ver la resistencia del hombre moderno a la naturaleza, la voluntad del «hombre histórico» de afirmar su autonomía. Como Hegel observaba con noble suficiencia, nunca ocurre nada nuevo en la naturaleza. Y la diferencia capital entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, «histórico», está en el valor creciente que éste concede a los acontecimientos históricos, es decir, a esas «novedades» que, para el hombre tradicional, constituían hallazgos carentes de significación, o infracciones a las normas (por consiguiente, «faltas», «pecados», etc.), y que, por esa razón, necesitaban ser «expulsados» (abolidos) periódicamente. El hombre que se coloca en el horizonte histórico tendría derecho a ver en la concepción tradicional de los arquetipos y de la repetición una reintegración extraviada de la historia (de la «libertad» y de la «novedad») en la naturaleza (en la cual todo se repite). Pues, como puede observarlo el hombre moderno, los arquetipos mismos constituyen una «historia» en la medida en que se componen de gestos, acciones y decretos que, aun cuando se supone que se han manifestado in illo tempore, no obstante se han manifestado, es decir, han nacido en el tiempo, han «ocurrido» como cualquier otro acontecimiento histórico. Los mitos primitivos mencionan muy a menudo el nacimiento, la actividad y la desaparición de un dios o de un héroe cuyos gestos («civilizadores») se repetirán en lo sucesivo hasta lo infinito. Lo que equivale a decir que también el hombre arcaico conoce una historia, aunque esa historia sea primordial y se sitúe en un tiempo mítico. El rechazo opuesto a la historia por el hombre arcaico, su negativa a situarse en un tiempo concreto, histórico, denunciaría, pues, un cansancio precoz, la fobia al movimiento y la espontaneidad; en definitiva, puesto entre la aceptación de la condición histórica y de sus riesgos, por un lado, y su reintegración a los modos de la naturaleza, por otro, optaría por esa reintegración.

El hombre moderno tendría incluso derecho a ver, en esa adhesión tan absoluta del hombre arcaico a los arquetipos y a la repetición, no sólo la admiración de los primitivos ante sus primeros gestos libres, espontáneos y creadores, y su veneración repetida hasta lo infinito, sino también un sentimiento de culpabilidad del hombre que acaba de apartarse del paraíso de la animalidad (de la naturaleza), sentimiento que lo incita a reintegrar en el mecanismo de la repetición eterna de la naturaleza los pocos gestos primordiales, espontáneos y creadores, que señalaron la aparición dela libertad. Prosiguiendo este examen crítico, el hombre moderno podría también descubrir en ese miedo, en esa vacilación o ese cansancio ante cualquier gesto sin arquetipo, la tendencia de la naturaleza al equilibrio y al reposo; y descubriría esa tendencia en el anticlímax que sigue fatalmente a toda hazaña exuberante dela vida y que algunos llegan a encontrar incluso en esa necesidad que siente la razón de unificar lo real mediante el conocimiento. En último análisis, el hombre moderno, que acepta la historia o pretende aceptarla, puede reprochar al hombre arcaico, prisionero del horizonte mítico de los arquetipos, su impotencia creadora o, lo que es lo mismo, su incapacidad para aceptar los riesgos que lleva en sí todo acto de creación. Para el moderno, el hombre no puede ser creador sino en la medida en que es histórico; en otros términos, toda creación le está prohibida, salvo la que nace en su propia libertad; y por consiguiente se le niega todo, menos la libertad de hacer la historia haciéndose a sí mismo. A esas críticas del hombre moderno, el hombre de las civilizaciones tradicionales podría contestar mediante una contracrítica, que sería al mismo tiempo una apología del tipo de existencia arcaica. Es cada vez más discutible —observaría— que el hombre moderno pueda hacer la historia. Al contrario, cuanto más moderno se torna[*] —es decir, cuanto más desprovisto de defensa ante el terror a la historia—, tanto menos posibilidad tiene de hacer, él, la historia. Pues esa historia o se hace sola (gracias a los gérmenes depositados por acciones que ocurrieron en el pasado, hace varios siglos, incluso varios milenios: citemos las consecuencias del descubrimiento de la agricultura o de la metalurgia, de la revolución industrial del siglo XVIII, etc.) o bien tiende a dejarse hacer por un número cada vez más restringido de hombres, los cuales no sólo prohíben a la masa de sus contemporáneos intervenir directa o indirectamente en la historia que ellos hacen (o que él hace), sino que disponen además de medios suficientes para obligar a cada individuo a soportar las consecuencias de esa historia para él, es decir, a vivir inmediatamente y sin cesar en el espanto de la historia. La libertad de hacer la historia de que se jacta el hombre moderno es ilusoria para la casi totalidad del género humano. A lo sumo le queda la libertad de elegir entre dos posibilidades: l.ª, oponerse a la historia que hace esa limitada minoría (y en este caso tiene la libertad de elegir entre el suicidio y el destierro); 2.ª, refugiarse en una existencia subhumana o en la evasión. La libertad que implicaba la existencia «histórica» pudo ser posible —y aun así con ciertos límites— al principio de la época moderna, pero tiende a volverse cada vez más inaccesible a medida que esa época se torna más «histórica», o sea más extraña a todo modelo transhistórico. De modo natural, el marxismo y el fascismo, por ejemplo, deben llevar a la constitución de dos tipos de existencia histórica: la del jefe (el único verdaderamente «libre») y la de los adeptos que descubren en la existencia histórica del jefe, no un arquetipo de su propia existencia, sino el legislador de los gestos que les están provisionalmente permitidos.

Así, para el hombre tradicional, el hombre moderno no constituye el tipo de un ser libre ni el de un creador de la historia. Por el contrario, el hombre de las civilizaciones arcaicas puede estar orgulloso de su modo de existencia, que le permite ser libre y crear. Es libre de no ser ya lo que fue, libre de anular su propia «historia» mediante la abolición periódica del tiempo y la regeneración colectiva. El hombre que aspira a ser histórico no puede aspirar en modo alguno a esa libertad del hombre arcaico respecto a su propia «historia», pues para el moderno la suya no sólo es irreversible, sino también constitutiva de la existencia humana. Sabemos que las sociedades arcaicas y tradicionales admitían la libertad de comenzar cada año una nueva existencia, «pura», con virtualidades vírgenes. Y esto no puede ser, de ningún modo, considerado como una imitación de la naturaleza, que también se regenera periódicamente, «empezando de nuevo» cada primavera, volviendo a encontrar cada primavera todas sus potencias intactas. En efecto, mientras que la naturaleza se repite a sí misma, siendo cada nueva primavera la misma eterna primavera (es decir, la repetición de la creación), la «pureza» del hombre arcaico, después de la abolición periódica del tiempo y el restablecimiento de sus virtualidades intactas, le permite en el umbral de cada «vida nueva» una existencia continua en la eternidad y, por consiguiente, la abolición definitiva, hic et nunc, del tiempo profano. Las «posibilidades» intactas de la naturaleza en cada primavera y las «posibilidades» del hombre arcaico en el umbral de cada año nuevo no son, pues, homólogas. La naturaleza sólo se encuentra a sí misma, mientras que el hombre arcaico halla la posibilidad de trascender definitivamente el tiempo y vivir en la eternidad. En la medida en que fracasa al hacerlo, en la medida en que «peca», es decir, en que cae en la existencia «histórica», en el tiempo, estropea cada año esa posibilidad. Por lo menos conserva la libertad de anular esas faltas, de borrar el recuerdo de su «caída en la historia» y de intentar de nuevo una salida definitiva del tiempo[12].

Por otro lado, el hombre arcaico tiene seguramente el derecho a considerarse más creador que el hombre moderno, que se define a sí mismo como creador sólo de la historia. Cada año, en efecto, el hombre arcaico toma parte en la repetición de la cosmogonía, el acto creador por excelencia. Hasta puede agregarse que, durante algún tiempo, el hombre ha sido «creador» en el plano cósmico, al imitar esa cosmogonía periódica (por lo demás, repetida por él en todos los otros planos de la vida[13]) y participar en ella[*]. Debemos recordar igualmente las implicaciones «creacionistas» de las filosofías y de las técnicas orientales, hindúes en particular, que también entran en el mismo horizonte tradicional. Oriente rechaza en forma unánime la idea de la irreductibilidad ontológica de lo existente, aunque también parta de una suerte de «existencialismo» (a saber, de la comprobación del «sufrimiento» como situación-tipo de cualquier condición cósmica). Sólo que Oriente no acepta como definitivo e irreductible el destino del ser humano. Las técnicas orientales se esfuerzan, ante todo, por anular o superar la condición humana. Sobre este particular se puede hablar, no sólo de libertad (en el sentido positivo) ni de emancipación (en el sentido negativo), sino verdaderamente de creación; pues se trata de crear un hombre nuevo y de crearlo en un plano suprahumano, un hombre-dios, como nunca pasó por la imaginación del hombre histórico poder crearlo.

Desesperación o fe

Sea como fuere, este diálogo entre el hombre arcaico y el hombre moderno carece de significación para nuestro problema. En efecto, sea cual fuere la verdad respecto a la libertad y a las virtualidades creadoras del hombre histórico, es seguro que ninguna de las filosofías historicistas está en condiciones de defenderlo del terror a la historia. Se podría imaginar aún una última tentativa: para salvar a la historia y fundar una ontología de la historia se consideraría a los acontecimientos como una serie de «situaciones», gracias a las cuales el espíritu humano toma conocimiento de los niveles de la realidad, que, de otro modo, seguirían siendo inaccesibles. Esta empresa de justificación de la historia no está desprovista de interés[*] y nos prometemos volver sobre el particular en otro lugar. Pero podemos observar ya que semejante posición no pone al amparo del terror a la historia sino en la medida en que postula por lo menos la existencia del espíritu universal. ¿Qué consuelo encontraríamos en saber que los sufrimientos de millones de hombres han permitido la revelación de una situación límite de la condición humana, si más allá de dicha situación límite sólo estuviera la nada? Una vez más, no es cuestión de juzgar la validez de una filosofía historicista, sino solamente de comprobar en qué medida semejante filosofía puede conjurar el terror a la historia. Si para disculpar a las tragedias históricas basta con que se las considere como el medio que ha permitido al hombre conocer el límite de la resistencia humana, dicha excusa no podría en modo alguno exorcizar la desesperación.

En realidad el horizonte de los arquetipos y de la repetición sólo puede ser superado impunemente mediante una filosofía de la libertad que no excluya a Dios. Tal cosa fue, por lo demás, lo que aconteció cuando el horizonte de los arquetipos y de la repetición fue por primera vez superado por el judeocristianismo, que introdujo en la experiencia religiosa una nueva categoría: la fe. No hay que olvidar que si la fe de Abraham se define: para Dios todo es posible, la fe del cristianismo implica que todo es posible también para el hombre. «… Tened fe de Dios. En verdad os digo que cualquiera que dijere a ese monte: Levántate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, mas creyere que se hará cuanto dijere, todo le será hecho. Por tanto os digo que todas las cosas que pidiereis orando, creed que las recibiréis, y os vendrán» (Marcos, XI, 22-24)[*]. La fe, en ese contexto, como asimismo en muchos otros, significa la emancipación absoluta de toda la especie de «ley» natural y, por tanto, la más alta libertad que el hombre pueda imaginar: la de poder intervenir en el estatuto ontológico mismo del universo. Es, en consecuencia, una libertad creadora por excelencia. En otros términos, constituye una nueva fórmula de colaboración del hombre en la creación, la primera, pero también única, que haya sido dada desde la superación del horizonte tradicional delos arquetipos y de la repetición. Sólo semejante libertad (dejando de lado su valor soteriológico y, por consiguiente, religioso en el sentido estricto) es capaz de defender al hombre moderno del terror a la historia: a saber, una libertad que tiene su fuente y halla su garantía y su apoyo en Dios. Toda otra libertad moderna, por más satisfacciones que procure al que la posea, es impotente para justificar la historia; lo cual, para todo hombre sincero consigo mismo, equivale al terror a la historia.

Puede decirse también que el cristianismo es la «religión» del hombre moderno y del hombre histórico, del que ha descubierto simultáneamente la libertad personal y el tiempo continuo (en lugar del tiempo cíclico). También es interesante notar que la existencia de Dios se imponía con mucha mayor urgencia al hombre moderno, para quien la historia existe como tal, como historia y no como repetición, que al hombre de las culturas arcaicas y tradicionales, quien, para defenderse del terror a la historia, disponía de todos los mitos, ritos y comportamientos mencionados en el curso de este libro. Por lo demás, aun cuando la idea de Dios y las experiencias religiosas que implican existieran desde los tiempos más remotos, pudieron a veces ser reemplazadas por otras «formas» religiosas (totemismo, culto de los antepasados, grandes diosas de la fecundidad, etc.) que respondían con más prontitud alas necesidades religiosas de la humanidad «primitiva». En el horizonte de los arquetipos y de la repetición, el terror a la historia, cuando se puso de manifiesto, pudo ser soportado. Desde la «invención» de la fe en el sentido judeocristiano del vocablo (o sea que para Dios todo es posible), el hombre apartado del horizonte de los arquetipos y dela repetición no puede defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios. En efecto, solamente presuponiendo la existencia de Dios conquista, por un lado, la libertad (que le concede autonomía en un universo regido por leyes o, en otros términos, la «inauguración» de un modo de ser nuevo y único en el universo) y, por otro, la certeza de que las tragedias históricas tienen una significación transhistórica, incluso cuando esa significación no sea siempre evidente para la actual condición humana. Toda otra situación del hombre moderno conduce, en última instancia, a la desesperación. Una desesperación provocada no por su propia existencialidad humana, sino por su presencia en un universo histórico, en el cual la casi totalidad de los seres humanos viven acosados por un terror continuo (aun cuando no siempre sea consciente).

En este aspecto, el cristianismo se afirma sin discusión como la religión del «hombre caído en desgracia»: y ello en la medida en que el hombre moderno está irremediablemente integrado a la historia y al progreso, y en que la historia y el progreso son caídas que implican el abandono definitivo del paraíso de los arquetipos y de la repetición.