3. «Desdicha» e «historia»

«Normalidad» del sufrimiento

Con este capítulo quisiéramos abordar la vida humana y la «existencia histórica» desde un nuevo punto de vista. El hombre arcaico —ya lo hemos visto— intenta oponerse, por todos los medios a su alcance, a la historia, considerada como una sucesión de acontecimientos irreversibles, imprevisibles y de valor autónomo. Niégase a aceptarla y a valorarla como tal, como historia, sin conseguir, no obstante, conjurarla siempre; por ejemplo, nada puede contra las catástrofes cósmicas, los desastres militares, las injusticias sociales vinculadas a la estructura misma de la sociedad, a las desgracias personales, etc. Por eso sería interesante saber cómo soportaba esa «historia» el hombre arcaico; es decir, cómo sufría las calamidades, la mala suerte y los «padecimientos» que tocaban a cada individuo y a cada colectividad.

¿Qué significaba «vivir» para un hombre perteneciente a las culturas tradicionales? Ante todo, vivir según modelos extrahumanos, conforme a los arquetipos. Por consiguiente, vivir en el corazón de lo real, puesto que —en el capítulo 1 ha sido suficientemente subrayado— lo único verdaderamente real son los arquetipos. Vivir de conformidad con los arquetipos equivalía a respetar la «ley», pues la ley no era sino una hierofanía primordial, la revelación in illo tempore delas normas de la existencia, hecha por una divinidad o un ser mítico. Y, si por la repetición de las acciones paradigmáticas y por medio de las ceremonias periódicas, el hombre arcaico conseguía, como hemos visto, anular el tiempo, no por eso dejaba de vivir en concordancia con los ritmos cósmicos; incluso podríamos decir que se integraba a dichos ritmos (recordemos sólo cuán «reales» son para él el día y la noche, las estaciones, los ciclos lunares, los solsticios, etc.).

¿Qué podrían significar en el cuadro de semejante existencia el «padecimiento» y el «dolor»? En ningún caso una experiencia desprovista de sentido que el hombre no puede «soportar» en la medida en que es inevitable, como soporta, por ejemplo, los rigores del clima. Cualesquiera fuesen la naturaleza y la causa aparente, su padecimiento tenía un sentido; respondía, si no siempre a un prototipo, por lo menos a un orden cuyo valor no era discutido. Se ha dicho que el gran mérito del cristiano, frente a la antigua moral mediterránea, fue haber valorado el sufrimiento: haber transformado el dolor, de estado negativo, en experiencia de contenido espiritual «positivo». La aserción vale en la medida en que se trata de una valoración del sufrimiento y aun de buscar el dolor por sus cualidades salvadoras. Pero si la humanidad precristiana no buscó el sufrimiento y no lo valoró (fuera de unas raras excepciones) como instrumento de purificación y de ascensión espiritual, jamás lo consideró como desprovisto de significación. Hablamos aquí, evidentemente, del sufrimiento en cuanto acontecimiento, en cuanto hecho histórico, del padecimiento provocado por una catástrofe cósmica (sequía, inundación, tempestad…), o una invasión (incendio, esclavitud, humillación…), o las injusticias sociales, etc.

Si tales padecimientos pudieron ser soportados fue precisamente porque no parecían gratuitos ni arbitrarios. Los ejemplos serían superfluos; están al alcance de la mano. El primitivo que ve su campo devorado por la sequía, su ganado diezmado por la enfermedad, su hijo enfermo, que se siente él también con fiebre, o que comprueba que es un cazador demasiado a menudo sin suerte, etc., sabe que todas esas circunstancias no incumben al azar, sino a ciertas influencias mágicas o demoníacas, contra las cuales el brujo o el sacerdote disponen de armas. Así, del mismo modo que la comunidad lo hace cuando se trata de una catástrofe cósmica, se dirige al brujo para eliminar la acción mágica, o al sacerdote para que los dioses le sean favorables. Si esas intervenciones no dan resultado, los interesados recuerdan la existencia del Ser Supremo, casi olvidado el resto del tiempo, y le ruegan mediante la ofrenda de sacrificios: «Tú, el Altísimo, no te me lleves a mi hijo; ¡todavía es demasiado pequeño!», imploran los nómadas selknam de Tierra del Fuego.

«¡Oh Tsunigoam —se lamentan los hotentotes—, sólo tú sabes que no soy culpable!» Durante la tempestad, los pigmeos semang se arañan las pantorrillas con un cuchillo de bambú y esparcen por todos lados gotitas de sangre, gritando: «¡Ta Pedn! No estoy endurecido; pago mi culpa. ¡Acepta mi deuda, al pago!»[1] Subrayemos de paso un punto que hemos desarrollado en forma detallada en nuestro Traitéd’histoire des religions: en el culto de los pueblos llamados primitivos, los Seres Supremos celestiales no intervienen sino en última instancia, cuando todas las diligencias hechas ante los dioses, los demonios o los brujos, con el fin de alejar un «sufrimiento» (sequía, exceso de lluvia, calamidad, enfermedad, etc.), han fracasado. Los pigmeos semang, en esa ocasión, confiesan las faltas de que se creen culpables, costumbre que vuelve a encontrarse esporádicamente en otras partes, donde igualmente acompaña el último recurso para eludir un padecimiento.

Sin embargo, cada momento del tratamiento mágico-religioso del «sufrimiento» ilustra con limpidez el sentido de este último: proviene de la acción mágica de un enemigo, de una infracción a un tabú, del paso por una zona nefasta, de la cólera de un dios o —cuando las demás hipótesis resultan inoperantes— de la voluntad o del enojo del Ser Supremo. El primitivo —y no sólo él, como al instante veremos— no puede concebir un «sufrimiento»[*] no provocado; éste proviene de una falta personal (si está convencido de que es una falta religiosa) o de la maldad del vecino (caso que el brujo descubra que se trata de una acción mágica), pero siempre hay una falta en la base; o por lo menos una causa identificada en la voluntad del Dios Supremo olvidado, a quien el hombre se ve obligado a dirigirse en última instancia. En cada uno de los casos, el «sufrimiento» se hace coherente y por consiguiente llevadero. El primitivo lucha contra ese «sufrimiento» con todos los medios mágicos-religiosos a su alcance, pero lo soporta moralmente, porque no es absurdo. El momento crítico del «sufrimiento» es aquel en que aparece; el padecimiento sólo perturba en la medida en que su causa permanece todavía ignorada. En cuanto el brujo o el sacerdote descubre la causa por la cual los hijos o los animales mueren, la sequía se prolonga, las lluvias arrecian, la caza desaparece, etc., el «sufrimiento» empieza a hacerse soportable; tiene un sentido y una causa, y por consiguiente puede ser incorporado a un sistema y explicado.

Lo que acabamos de decir del «primitivo» se aplica también en buena parte al hombre de las culturas arcaicas. Ciertamente, los motivos que sirven como justificación del sufrimiento y el dolor varían según los pueblos, pero la justificación vuelve a encontrarse en todas partes. En general puede decirse que el sufrimiento es considerado como la consecuencia de un extravío con relación a la «norma». Cae de su peso que esa «norma» difiere de un pueblo a otro y de una civilización a otra. Pero lo importante para nosotros es que el sufrimiento y el dolor no son en parte alguna —en el cuadro de las civilizaciones arcaicas— considerados como «ciegos» y desprovistos de sentido.

Así los hindúes elaboraron tempranamente una concepción de la causalidad universal, el karma, que explica los acontecimientos y padecimientos actuales del individuo, y a un mismo tiempo explica la necesidad de las transmigraciones. A la luz de la ley del karma, los sufrimientos no sólo hallan un sentido, sino que adquieren también un valor positivo. Los sufrimientos de la existencia actual no sólo son merecidos —puesto que son el efecto fatal de los crímenes y de las faltas cometidos en el curso de las existencias anteriores—, sino además bienvenidos, pues sólo de ese modo es posible recordar y liquidar una parte de la deuda kármica que pesa sobre el individuo y decide el ciclo de sus existencias futuras. Según la concepción hindú, todo hombre nace con una deuda, pero con la libertad de contraer otras nuevas. Su existencia forma una larga serie de pagos y préstamos, cuya contabilidad no siempre es aparente. El que no está totalmente desprovisto de inteligencia puede sobrellevar con serenidad los sufrimientos, los dolores, los golpes que recibe, las injusticias de que se le hace objeto, etc., porque por cada una de ellas resuelve una ecuación kármica, que en el curso de una existencia anterior quedó sin solución. Evidentemente, la especulación hindú buscó y descubrió muy pronto medios por los cuales el hombre puede librarse de la cadena sin fin, causa-efecto-causa, etc., regida por la ley kármica. Pero semejantes soluciones no invalidan en nada el sentido delos sufrimientos; al contrario, lo refuerzan. Lo mismo que el Yoga, el budismo parte del principio de que la existencia entera es dolor, y ofrece la posibilidad de superar de manera definitiva y concreta la sucesión ininterrumpida de sufrimientos en que se resuelve toda existencia humana en último análisis. Pero el budismo, como el Yoga y como cualquier otro método hindú de conquista de la libertad, no pone en duda un solo instante la «normalidad» del dolor. Para el Vedanta el sufrimiento sólo es «ilusorio» en la medida en que lo es el universo entero; ni la experiencia humana del dolor ni el universo son realidades en el sentido ontológico del término. Fuera de la excepción constituida por las escuelas materialistas Lokayata y Charvaka —para las cuales no existe ni «alma» ni «Dios», y que consideran que rehuir el dolor y buscar el placer es el único fin sensato que pueda proponerse el hombre—, toda la India concede a los sufrimientos, sea cual fuere su naturaleza (cósmicos, psicológicos o históricos), un sentido y una función bien determinados. El karma garantiza que todo cuanto se produce en el mundo ocurre de conformidad con la ley inmutable de la causa y del efecto.

Si bien en ningún otro caso del mundo arcaico hallamos una fórmula tan explícita como la del karma para explicar la «normalidad» delos sufrimientos, no obstante en todas partes encontraremos igual tendencia a conceder al dolor y a los acontecimientos históricos una «significación normal». No se trata de mencionar aquí todas las expresiones de esa tendencia. Un poco por todas partes encontramos la concepción arcaica (que domina en los primitivos), según la cual el sufrimiento es imputable a la voluntad divina, ya sea que intervenga ésta directamente para producirlo, ya que permita a otras fuerzas, demoníacas o divinas, que lo provoquen. La destrucción de una cosecha, la pérdida de la libertad o de la vida, una calamidad, sea cual fuere (epidemia, terremoto, etc.), nada deja de hallar, de uno u otro modo, su explicación y su justificación en lo trascendente, en la economía divina. Ya sea porque el dios de la ciudad vencida fuera menos poderoso que el del ejército victorioso, ya porque hubiera una falta ritual de la comunidad entera o solamente de una simple familia hacia una divinidad cualquiera, o también porque entraron en juego sortilegios, demonios, negligencias, maldiciones, la explicación responde siempre a un sufrimiento individual o colectivo. Y por consiguiente es, puede ser, soportable.

Hay más: en el área mediterráneo-mesopotámica, los padecimientos del hombre fueron tempranamente relacionados con los de un dios. Era dotarlos de un arquetipo que les confería a la vez realidad y «normalidad». El antiquísimo mito del sufrimiento, de la muerte y de la resurrección de Tammuz tiene paralelos e imitaciones en casi todo el mundo paleooriental, y se han conservado huellas de él hasta en la gnosis postcristiana. Resultaría fuera de lugar abordar aquí los orígenes cosmológicos-agrícolas y la estructura escatológica de Tammuz. Nos limitaremos a recordar que los sufrimientos y la resurrección de Tammuz suministraron también modelo a los sufrimientos de otras divinidades (Marduk, por ejemplo), y sin duda fueron imitados (por consiguiente repetidos) cada año por el rey. Las lamentaciones y los regocijos populares con que se conmemoraban los sufrimientos, la muerte y la resurrección de Tammuz, o de cualquier otra divinidad cósmico-agraria, tuvieron en la conciencia del Oriente arcaico una resonancia cuya amplitud no se aprecia debidamente. Pues no se trataba sólo de un presentimiento de la resurrección que seguirá a la muerte del hombre, sino asimismo de la virtud consoladora de los sufrimientos de Tammuz para cada hombre en particular. Cualquier sufrimiento podía soportarse con tal de rememorar el drama de Tammuz.

Pues ese drama mítico recordaba al hombre que el sufrimiento nunca es definitivo, que la muerte es siempre seguida por la resurrección, que toda derrota es anulada y superada por la victoria final. La analogía entre esos mitos y el drama lunar, esbozado en el capítulo anterior, es evidente.

Lo que ahora queremos hacer notar es que Tammuz —o toda otra variante del mismo arquetipo— justifica o, en otros términos, hace llevaderos los sufrimientos del «justo». El Dios —como tantas veces el «justo», el «inocente»— sufría sin ser culpable. Se le humillaba, se le golpeaba hasta sangrar, encerrado en un «pozo», es decir, en el infierno. Ahí es donde la Gran Diosa (o, en las versiones tardías y gnósticas, un «mensajero») le visitaba, le daba valor y le resucitaba. Ese mito tan consolador del sufrimiento del dios tardó mucho en desaparecer de la conciencia de los pueblos orientales. El profesor Geo Widengren, por ejemplo, cree volver a encontrarlo entre los prototipos maniqueístas y mandeanos[2], pero seguramente con las inevitables alteraciones y las valencias nuevas adquiridas en la época del sincretismo grecooriental. En todo caso, un hecho se impone a nuestra atención: que tales escenarios mitológicos presentan una estructura en extremo arcaica, y derivan —sino «históricamente», al menos formalmente— de mitos lunares, de cuya antigüedad no tenemos derecho a dudar. Hemos comprobado que los mitos lunares permitían una visión optimista de la vida en general; todo ocurre de modo cíclico, la muerte es inevitablemente seguida por una resurrección, el cataclismo por una nueva creación. El mito paradigmático de Tammuz (extendido también a otras divinidades mesopotámicas) nos propone una nueva validación de ese mismo optimismo: no es sólo la muerte del individuo la que se «salva», sino también sus sufrimientos. Por lo menos, las resonancias gnósticas, mandeanas y maniqueístas del mito de Tammuz así lo dejan entender. Para las sectas mencionadas, el hombre como tal debe soportar la suerte que otrora cupo a Tammuz; caído en el «pozo», esclavo del «Príncipe de las Tinieblas», despierta al hombre un mensajero que le anuncia la buena nueva de su próxima salvación, de su «liberación». Por más que estemos desprovistos de documentos que nos permitan extender a Tammuz las mismas conclusiones, nos sentimos inclinados a creer que su drama no era considerado como extraño al drama humano. De ahí el gran «éxito» popular de los ritos relativos a las divinidades llamadas de la vegetación.

La historia considerada como teofanía

Para los hebreos, toda nueva calamidad histórica era considerada como un castigo infligido por Yahvé, encolerizado por el exceso de pecados a que se entregaba el pueblo elegido. Ningún desastre militar parecía absurdo, ningún sufrimiento era vano, pues más allá del «acontecimiento» siempre podía entreverse la voluntad de Yahvé. Aún más: puede decirse que esas catástrofes eran necesarias, estaban previstas por Dios para que el pueblo judío no fuese contra su propio destino enajenando la herencia religiosa legada por Moisés. En efecto, cada vez que la historia se lo permitía, cada vez que vivían una época de paz y de prosperidad económica relativa, los hebreos se alejaban de Yahvé y se acercaban a los Baal y Astarté de sus vecinos. Únicamente las catástrofes históricas los ponían de nuevo en el camino recto, les hacían volver por fuerza sus miradas hacia el verdadero Dios. «Mas después clamaron al Señor y dijeron: Hemos pecado, porque hemos dejado al Señor, y hemos servido a los Baal y a Astarté; líbranos, pues, ahora de las manos de nuestros enemigos y te serviremos»[3]. Esa vuelta hacia el verdadero Dios en la hora del desastre nos recuerda el acto desesperado del primitivo, que necesita, para redescubrir la existencia del Ser Supremo, la extrema gravedad de un peligro y el fracaso de todas las intervenciones ante otras «formas» divinas (dioses, antepasados, demonios). Sin embargo, los hebreos, inmediatamente después de la aparición de los grandes imperios militares asiriobabilónicos en su horizonte histórico, vivieron sin interrupciones bajo la amenaza anunciada por Yahvé: «Mas si no oyereis la voz del Señor, sino que fuereis rebeldes a sus palabras, será la mano del Señor sobre vosotros, y sobre vuestros padres»[4].

Los profetas no hicieron sino confiar y ampliar, mediante sus visiones aterradoras, el ineluctable castigo de Yahvé respecto a su pueblo, que no había sabido conservar la fe. Y solamente en la medida en que tales profecías eran validadas por catástrofes —como se produjo, por lo demás, de Elías a Jeremías— los acontecimientos históricos obtenían una significación religiosa, es decir, aparecían claramente como los castigos infligidos por el Señor a cambio de las impiedades de Israel. Gracias a los profetas, que interpretaban los acontecimientos contemporáneos a la luz de una fe rigurosa, esos acontecimientos se transformaban en «teofanías negativas», en «ira» de Yahvé. De esa manera no sólo adquirían un sentido (pues hemos visto que cada acontecimiento histórico tenía su significación propia para todo el mundo oriental), sino que también desvelaban su coherencia de una misma, única, voluntad divina. Así, por vez primera, los profetas valoran la historia, consiguen superar la visión tradicional del ciclo —concepción que asegura a todas las cosas una eterna repetición— y descubren un tiempo de sentido único. Este descubrimiento no será inmediata y totalmente aceptado por la conciencia de todo el pueblo judío, y las antiguas concepciones sobrevivirán todavía mucho tiempo (véase el párrafo siguiente).

Pero por vez primera se ve afirmarse y progresar la idea de que los acontecimientos históricos tienen un valor en sí mismos, en la medida en que son determinados por la voluntad de Dios. Ese Dios del pueblo judío ya no es una divinidad oriental creadora de hazañas arquetípicas, sino una personalidad que interviene sin cesar en la historia, que revela su voluntad a través de los acontecimientos (invasiones, asedios, batallas, etc.). Los hechos históricos se convierten así en «situaciones» del hombre frente a Dios, y como tales adquieren un valor religioso que hasta entonces nada podía asegurarles. Por eso es posible afirmar que los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo.

Podemos incluso preguntarnos si el monoteísmo, fundado en la revelación directa y personal de la divinidad, no trae necesariamente consigo la «salvación» del tiempo, su «valoración» en el cuadro de la historia. Sin duda la noción de revelación se encuentra, bajo formas desigualmente transparentes, en todas las religiones, y llegaríamos a decir que en todas las culturas. En efecto —véase el capítulo 1—, los hechos arquetípicos —ulteriormente reproducidos sin cesar por los hombres— eran a un tiempo hierofanías o teofanías. La primera danza, el primer duelo, la primera expedición de pesca, así como la primera ceremonia nupcial o el primer ritual, se convertían en ejemplos para la humanidad, porque revelaban un modo de existencia de la divinidad, del hombre primordial, del civilizador, etc. Pero esas revelaciones se verificaron en el tiempo mítico, en el instante extratemporal del comienzo; por eso, como hemos visto en el capítulo 1, todo coincidía en cierto sentido con el principio del mundo, con la cosmogonía. Todo ocurrió y fue revelado en ese momento, in illo tempore: la creación del mundo, y la del hombre, y su establecimiento en la situación prevista para él en el cosmos, hasta en sus menores detalles (fisiología, sociología, cultura, etc.).

Muy distinto sucede en el caso de la revelación monoteísta. Ésta se efectúa en el tiempo, en la duración histórica. Moisés recibe la «Ley» en cierto «lugar» yen cierta «fecha». Ciertamente, aquí también intervienen arquetipos, en el sentido de que esos acontecimientos, promovidos a ejemplares, serán repetidos, pero no lo serán sino cuando les llegue su tiempo, es decir, en un nuevo illud tempus. Por ejemplo, como lo profetiza Isaías (XI, 15-16), los milagros del pasaje del mar Rojo y del Jordán se repetirán «ese día». Pero el momento de la revelación hecha a Moisés por Dios no deja de ser un momento limitado y bien determinado en el tiempo. Y como asimismo representa una teofanía, adquiere así una nueva dimensión: se hace preciso en la medida en que ya no es reversible, en que es un acontecimiento histórico.

Sin embargo, el mesianismo no llega a superar la valoración escatológica del tiempo: el futuro regenerará al tiempo, es decir, le devolverá su pureza y su integridad originales. In illo tempore se coloca así no sólo en el comienzo, sino también al final de los tiempos. Es fácil descubrir también en esas amplias visiones mesiánicas la antiquísima estructura de la regeneración anual del cosmos por la repetición de la creación y por el drama patético del Rey. El Mesías asume —en un plano superior, evidentemente— el papel escatológico del Rey-dios o del Rey-representante de la divinidad en la tierra, cuya principal misión era regenerar periódicamente la naturaleza entera. Sus sufrimientos recuerdan los del Rey, pero, como en los antiguos escenarios, la victoria siempre era, al cabo, del Rey. La única diferencia es que esa victoria sobre las fuerzas de las tinieblas y del caos ya no se produce regularmente cada año, sino que es proyectada en un illo tempore futuro y mesiánico.

Bajo la «presión de la historia» y sostenida por la experiencia profética y mesiánica, una nueva interpretación de los acontecimientos históricos se abre paso en el seno del pueblo de Israel. Sin renunciar definitivamente a la concepción tradicional de los arquetipos y de las repeticiones, Israel intenta «salvar» los acontecimientos históricos considerándolos como manifestaciones activas de Yahvé. Mientras que, por ejemplo, para las poblaciones mesopotámicas los «sufrimientos» individuales o colectivos eran «soportados» en la medida en que se debían al conflicto entre las fuerzas divinas y demoníacas, es decir, en que formaban parte del drama cósmico (desdesiempre y ad infinitum la creación iba precedida por el caos y tendía a reabsorberse en él; desde siempre y ad infinitum un nuevo nacimiento implicaba sufrimientos y pasiones, etc.), para el Israel delos profetas mesiánicos, los acontecimientos históricos podían ser soportados porque, por un lado, eran queridos por Yahvé y, por otro, eran necesarios para la salvación definitiva del pueblo elegido. Volviendo a las antiguas expresiones (del tipo Tammuz) de la «pasión» del Dios, el mesianismo les confiere un valor nuevo, aboliendo ante todo la posibilidad de su repetición ad infinitum. Cuando llegue el Mesías, el mundo se salvará de una vez por todas y la historia dejará de existir. En este sentido se puede hablar no sólo de una valoración escatológica del futuro, de «ese día», sino también de la «salvación» del devenir histórico. La historia no aparece ya como un ciclo que se repite hasta lo infinito, como la presentaban los pueblos primitivos (creación, agotamiento, destrucción, recreación anual del cosmos) y como la formulaban (según veremos en seguida) las teorías de origen babilónico (creación, destrucción, creación que se extendía sobre intervalos de tiempo considerables: milenios, «Años Magnos», Eones); la historia, directamente fiscalizada por la voluntad de Yahvé, aparece como una sucesión de teofanías «negativas» o «positivas», cada una de las cuales tiene su valor intrínseco. Ciertamente, todas las derrotas militares pueden ser referidas a un arquetipo: la cólera de Yahvé. Pero cada una de esas derrotas, pese a ser en realidad la repetición del mismo arquetipo, no deja de tener un coeficiente de irreversibilidad: la intervención personal de Yahvé. La caída de Samaria, por ejemplo, aun cuando sea asimilable a la de Jerusalén, se diferencia, sin embargo, por el hecho de que fue provocada por un nuevo acto de Yahvé, por una nueva intervención del Señor en la historia.

Pero es menester no olvidar que dichas concepciones mesiánicas son la creación exclusiva de una élite religiosa. Durante una larga sucesión de siglos, esa élite dirigió la educación religiosa del pueblo de Israel sin conseguir nunca desarraigar las valoraciones paleoorientales tradicionales de la vida y de la historia. Los retornos periódicos de los hebreos a los Baal y Astarté se explican también, en buena parte, por su negativa a valorar la historia, a considerarla como una teofanía. Para las capas populares, en particular para las comunidades agrarias, la antigua concepción religiosa (la de los Baal y Astarté) era preferible; los mantenía más cerca dela «Vida» y los ayudaba, ya que no a ignorar, por lo menos a soportar la historia. La voluntad inquebrantable de los profetas mesiánicos de mirar la historia de frente y de aceptarla como un aterrador diálogo con Yahvé; su voluntad de hacer fructificar moral y religiosamente las derrotas militares y de soportarlas porque eran consideradas como necesarias para la reconciliación de Yahvé con el pueblo de Israel y para la salvación final —esa voluntad de considerar cualquier momento como un momento decisivo y por consiguiente de valorarla religiosamente— exigía una tensión espiritual demasiado fuerte, y la mayoría de la población israelita rehusaba someterse a ella[*], del mismo modo que la mayor parte de los cristianos —especialmente de los elementos populares— se rehúsan a vivir la vida auténtica del cristianismo. Era más consolador —y más cómodo— en la mala suerte y la desdicha seguir acusando a un «accidente» (sortilegio, etc.) o una negligencia (falta ritual, etc.), fácilmente reparable por medio de un sacrificio (aunque se tratase de sacrificar los recién nacidos a Moloch).

Sobre ese particular, el ejemplo clásico del sacrificio de Abraham pone admirablemente en evidencia la diferencia entre la concepción tradicional de la repetición de la hazaña arquetípica y la nueva dimensión, la fe, adquirida por la experiencia religiosa[*]. Desde el punto de vista formal, el sacrificio de Abraham no es más que el sacrificio del primogénito, uso frecuente en aquel mundo semita en el que se desarrollaron los hebreos hasta la época de los profetas. El primer hijo era a menudo considerado como el del dios; en efecto, en todo el Oriente arcaico, las jóvenes tenían la costumbre de pasar una noche en el templo y así eran fecundadas por el dios (por su representante, el sacerdote, o por su enviado, el «extranjero»). Mediante el sacrificio de ese primer hijo se devolvía a la divinidad lo que le pertenecía. La sangre joven aumentaba así la energía agotada del dios (pues las divinidades llamadas de la fertilidad agotaban su propia sustancia en el esfuerzo desplegado para sostener al mundo y asegurar su opulencia; tenían, pues, necesidad de ser regeneradas periódicamente). Y, en cierto sentido, Isaac era un hijo de Dios, puesto que les había sido dado a Abraham y a Sara cuando ésta ya se hallaba muy lejos de la edad de concebir. Pero Isaac les fue dado por la fe de éstos; era hijo dela promesa y de la fe. Su sacrificio por Abraham, aun cuando se parece formalmente a todos los sacrificios de recién nacidos del mundo paleosemítico, se diferencia fundamentalmente por el contenido. En tanto que para todo el mundo paleosemítico semejante sacrificio, a pesar de su función religiosa, era únicamente una costumbre, un rito cuya significación era perfectamente inteligible, en el caso de Abraham es un acto de fe. Abraham no comprende por qué se le pide dicho sacrificio, y sin embargo lo lleva a cabo porque se lo ha pedido el Señor. Por ese acto, en apariencia absurdo, Abraham funda una nueva experiencia religiosa, la fe. Los demás (todo el mundo oriental) siguen moviéndose en una economía de lo sagrado que será superada por Abraham y sus sucesores. Los sacrificios de aquéllos pertenecían —para utilizar la terminología de Kierkegaard— a lo «general»; es decir, estaban fundados en teorías arcaicas en las que sólo se trataba de la circulación de la energía sagrada en el cosmos (de la divinidad a la naturaleza y al hombre, luego del hombre —por el sacrificio— de nuevo a la divinidad, etc.). Eran actos que hallaban su justificación en sí mismos; encuadraban en un sistema lógico y coherente: lo que había sido de Dios debía volver a Él. Para Abraham, Isaac era un don del Señor y no el producto de una concepción directa y sustancial. Entre Dios y Abraham se abría un abismo, una ruptura radical de continuidad. El acto religioso de Abraham inaugura una nueva dimensión religiosa: Dios se revela como personal, como una existencia «totalmente distinta» que ordena, gratifica, pide, sin ninguna justificación racional (es decir, general y previsible) y para quien todo es posible. Esa nueva dimensión religiosa hace posible la «fe» en el sentido judeocristiano.

Hemos citado este ejemplo con el fin de señalar la novedad dela religión judía respecto a las estructuras tradicionales. Así como la experiencia de Abraham puede ser considerada como una nueva posición religiosa del hombre en el cosmos, del mismo modo, a través del profetismo y el mesianismo, los acontecimientos históricos se presentan en la conciencia de las élites israelitas, como una dimensión que éstas no poseían hasta entonces: el acontecimiento histórico

se convierte en teofanía, en la cual se desvela tanto la voluntad de Yahvé como las relaciones personales entre él y el pueblo que ha elegido. La misma concepción, enriquecida por la elaboración de la cristología, servirá de base a la filosofía de la historia que el cristianismo, a partir de San Agustín, se esforzará por construir. Pero, repitámoslo, tanto en el cristianismo como en eljudaísmo, el descubrimiento de esa nueva dimensión de la experiencia religiosa, la fe, no acarrea una modificación radical de las concepciones tradicionales. La fe solamente se hace posible para cada cristiano en particular. La gran mayoría de las poblaciones llamadas cristianas continúa hasta nuestra época preservándose de la historia mediante los recursos de ignorarla y soportarla antes que concederle la significación de una teofanía «negativa» o «positiva»[*].

La aceptación y la valorización de la historia por las élites judaicas no significa, sin embargo, que la actitud tradicional, que hemos examinado en el capítulo precedente, esté superada. Las creencias mesiánicas en una regeneración final del mundo denotan igualmente una actitud antihistórica. Como ya no puede ignorar o abolir periódicamente la historia, el hebreo la soporta con la esperanza de que cesará definitivamente en un momento más o menos lejano. La irreversibilidad de los acontecimientos históricos y del tiempo es compensada por la limitación de la historia en el tiempo. En el horizonte espiritual mesiánico, la resistencia a la historia aparece como más firme que en el horizonte tradicional de los arquetipos y de las repeticiones: si aquí la historia era rechazada, ignorada o abolida por la repetición periódica de la creación y por la regeneración periódica del tiempo, en la concepción mesiánica la historia debe ser soportada porque tiene una función escatológica, pero sólo puede ser soportada porque se sabe que algún día cesará. La historia es así abolida, no por la conciencia de vivir un eterno presente (coincidencia con el instante atemporal dela revelación delos arquetipos), ni por medio de un ritual periódicamente repetido (por ejemplo, los ritos del principio del año, etc.), sino abolida en el futuro. La regeneración periódica de la creación es reemplazada por una regeneración única que ocurrirá en un in illo tempore por venir. Pero la voluntad de poner fin a la historia de manera definitiva es, al igual que las otras concepciones tradicionales, una actitud antihistórica.

Los ciclos cósmicos y la historia

La significación adquirida por la «historia» en el cuadro de las diversas civilizaciones arcaicas no se nos revela en ninguna parte con más claridad que en las teorías del «Gran Tiempo», es decir, de los grandes ciclos cósmicos, que hemos señalado al pasar en el capítulo precedente. Debemos volver sobre ello, porque es ahí donde se precisan por primera vez dos orientaciones distintas: una tradicional, presentida (sin que jamás fuera formulada con limpidez) en todas las culturas «primitivas», la del tiempo-cíclico, que se regenera periódicamente ad infinitum; la otra, «moderna», del tiempo-finito, fragmento (aunque cíclico también) entre dos infinitos atemporales.

Tales teorías del «Gran Tiempo» van casi siempre acompañadas por el mito de las edades sucesivas, encontrándose siempre la «edad de oro» al principio del ciclo, cerca del illud tempus paradigmático. En ambas doctrinas —la del tiempocíclico infinito y la del tiempo-cíclico limitado— esa edad de oro es recuperable; en otros términos, es repetible, una infinidad de veces en la primera doctrina, una sola vez en la otra. No recordamos esos hechos por su interés intrínseco, que es evidentemente considerable, sino para aclarar el sentido de la «historia» desde el punto de vista de cada doctrina. Empezaremos por la tradición hindú, porque en ella es donde el mito de la repetición eterna halló su fórmula más audaz. La creencia en la destrucción y la creación periódica del universo se encuentra ya en el Atharva Veda (X, 8, 39-40). La conservación de las ideas similares en la tradición germánica (conflagración universal, ragnarok, seguida de una nueva creación) confirma la estructura indoaria de ese mito, la cual puede, por consiguiente, ser considerada como una de las numerosas variantes del arquetipo examinado en el capítulo precedente. (Las eventuales influencias orientales sobre la mitología germánica no atenta necesariamente contra la autenticidad y el carácter autóctono del mito de ragnarok. Por lo demás, sería difícil explicar por qué los indoarios no han dividido, ellos también, desde la época de la prehistoria común, la concepción del tiempo como los demás «primitivos».)

Sin embargo, la especulación hindú amplía y combina los ritmos que ordenan la periodicidad de las creaciones y delas destrucciones cósmicas. La unidad de medida del ciclo más pequeño es el yuga, la «edad». Un yuga va precedido y seguido por una «aurora» y un «crepúsculo» que enlazan las «edades» entre sí. Un ciclo completo, o mahayuga, se compone de cuatro «edades» de duración desigual, de las cuales la más larga aparece al principio del ciclo y la más corta al final. Así la primera «edad», la Kritayuga, dura 4.000 años de «aurora» y otro tanto de «crepúsculo»; le siguen treta-yuga, de 3.000 años, dvapara-yuga, de 2.000 años y Kali-yuga, de 1.000 años (más las «auroras» y «crepúsculos» correspondientes, como es natural). Por consiguiente, un mahayuga dura 12.000 años[5]. A las disminuciones progresivas de la duración de cada nuevo yuga corresponde, en el plano humano, una disminución de la duración de la vida, acompañada de un relajamiento de las costumbres y de una declinación de la inteligencia. Esta decadencia continua en todos los planos —biológicos, intelectual, ético, social, etc.— alcanza un relieve más destacado en los textos puránicos[6]. El paso de un yuga al otro seproduce, como hemos visto, en el curso de un «crepúsculo» que señala un decrescendo aun en el interior de cada yuga, terminando cada uno por una etapa de tinieblas. A medida que nos acercamos al final del ciclo, es decir, al cuarto y último yuga, las «tinieblas» se espesan. El último yuga, aquel en que nos encontramos actualmente, se llama, por lo demás, la «edad de las tinieblas» (Kali-yuga). El ciclo completo termina por una «disolución», un pralaya, que se repite de manera más radical (mahapralaya, la «gran disolución») al final del milésimo ciclo.

H. Jacobi[7] cree con razón que, en la doctrina original, un yuga equivalía a un ciclo completo, comprendiendo el nacimiento, el «desgaste» y la destrucción del universo. Semejante doctrina se acerca más al mito arquetípico, de estructura lunar, que hemos estudiado en el Traité d’histoire des religions. La especulación ulterior no hace sino ampliar y reproducir hasta lo infinito el ritmo primordial de «creación-destrucción-creación», proyectando la unidad de medida, el yuga, en ciclos cada vez más vastos. Los 12.000 años de un mahayuga han sido considerados como «años divinos», durando cada uno de éstos 360 años, lo que da un total de 4.320.000 años para un solo ciclo cósmico. Un millar de semejantes mahayuga constituyen un kalpa; 14 kalpa hacen un manvantara. Un kalpa equivale a un día de la vida de Brahma; otro kalpa a una noche. Cien de esos «años» de Brahma constituyen su vida. Pero esa duración considerable de la vida de Brahma no llega siquiera a agotar el tiempo, pues los dioses no son eternos y las creaciones y destrucciones cósmicas prosiguen ad infinitum. (Por lo demás, otros sistemas de cálculo amplían, en proporción mucho mayor, las duraciones correspondientes.)

Lo que conviene recordar de ese alud de números es el carácter cíclico del tiempo cósmico[*]. De hecho, asistimos a la repetición infinita del mismo fenómeno (creación-destrucción-creación nueva) presentido por cada yuga («aurora» y «crepúsculo»), pero completamente realizado por un mahayuga. La vida de Brahma comprende así 2.560.000 de esos mahayuga, cada uno de los cuales recorre las mismas etapas (krita, treta, dvapara) y termina con un pralaya, un ragnarok, (la duración «definitiva», en el sentido de una regresión de todas las formas a una masa amorfa, que se produce al final de cada kalpa en el momento del mahapralaya). Además de la depreciación metafísica dela historia —que, en proporción y por el solo hecho de su duración, provoca una erosión de todas las formas y agota la sustancia ontológica de éstas— y del mito de la perfección de los comienzos, que también hallamos aquí (mito del paraíso que se pierde gradualmente, por la simple causa de que se realiza, toma forma y dura), lo que merece ocupar nuestra atención en esa orgía de cifras es la eterna repetición del ritmo fundamental del cosmos: su destrucción y su recreación periódicas. El hombre no puede apartarse de ese ciclo sin principio ni fin más que con un acto de libertad espiritual (pues todas las soluciones soteriológicas hindúes se limitan a la liberación previa de la ilusión cósmica y a la libertad espiritual).

Las dos grandes heterodoxias, el budismo y el jainismo, aceptan en sus líneas generales la misma doctrina panhindú del tiempo cíclico, y comparan a éste con una rueda de doce radios (esa imagen está utilizada ya en los textos védicos[8]). El budismo adopta como unidad de medida de los ciclos cósmicos el kalpa (en pali: kappa), dividido en un número variable de «incalculables» (asamkheya; en pali: asankheyya). Las fuentes palis hablan en general de cuatro asankheyya y de cien mil kappa[9]; en la literatura mahayánica el número de «incalculables» varía entre 3, 7 y 33, y están relacionados con la carrera del Boddhisattva en los diferentes cosmos[*].

La decadencia progresiva del hombre está señalada en la tradición budista por una disminución continua de la duración de la vida humana. Así, según Dighanikaya, 11, 2-7, en la época del primer Buda, Vipassi, que hizo su aparición hace 91 kappa, la duración de la vida humana era de 80.000 años; en la del segundo Buda, Sikhi (hace 31 kappa), de 70.000 años, y así sucesivamente. El séptimo Buda, Gautama, hace su aparición cuando la vida humana ya no es sino de 100 años, es decir, cuando se reduce a su límite extremo. (Encontramos el mismo motivo en los apocalipsis iranios y cristianos.) Sin embargo, para el budismo como para toda la especulación hindú, el tiempo es ilimitado; y el Boddhisattva se encarnará inaeternum para anunciar la buena nueva de la salvación de todos los seres. La única posibilidad de salir del tiempo, de romper el círculo de hierro de las existencias, es la abolición de la condición humana y la conquista del Nirvana[10]. Además, todos esos «incalculables» y todos esos eones sin número tienen también una función soteriológica; la simple contemplación del panorama de éstos aterroriza al hombre y lo obliga a considerar que ha de empezar miles de veces esa existencia evanescente y soportar los mismos padecimientos sin fin, lo cual tiene por objeto exacerbar su voluntad de evasión, es decir, incitarlo a trascender definitivamente su condición de «existente».

Las especulaciones hindúes sobre el tiempo cíclico ponen suficientemente de manifiesto el «rechazo de la historia». Subrayemos, sin embargo, una diferencia fundamental entre ellas y las concepciones arcaicas; en tanto que el hombre de las culturas tradicionales rechaza la historia mediante la abolición periódica de la creación, reviviendo de ese modo sin cesar en el instante atemporal de los comienzos, el espíritu hindú, en sus tensiones supremas, desprecia y rehúsa esa misma reactualización del tiempo auroral, al que ya no considera como una solución eficaz del problema del sufrimiento. La diferencia entre la visión védica (por consiguiente, arcaica y «primitiva») y la visión mahayánica del ciclo cósmico es, empleando una fórmula sumaria, la misma que distingue la posición antropológica arquetípica (tradicional) de la posición existencialista (histórica). El karma, ley de la causalidad universal, que, al justificar la condición humana y explicar la experiencia histórica, podía ser generador de consuelo para la conciencia hindú prebudista, se convierte con el tiempo en el símbolo mismo de la «esclavitud» del hombre. Por eso, en la medida en que se proponen la liberación del hombre, todas las metafísicas y todas las técnicas hindúes buscan la aniquilación del karma. Pero si las doctrinas de los ciclos cósmicos sólo hubieran sido una ilustración de la teoría de la causalidad universal, nos hubiéramos eximido de mencionarla en este contexto. La concepción de los yuga aporta, de hecho, un elemento nuevo: la explicación (y, por tanto, la justificación) de las catástrofes históricas, de la decadencia progresiva de la biología, de la sociología, dela ética y de la espiritualidad humana. El tiempo, por el mero hecho de ser duración, agrava continuamente la condición cósmica e implícitamente la condición humana. Por el simple hecho de vivir actualmente en el kaliyuga, o sea en una ‘edad de tinieblas’, que progresa bajo el signo de la disgregación y ha de terminar en una catástrofe, nuestro destino es sufrir más que los hombres de «edades» precedentes. Ahora, en nuestro momento histórico, no podemos esperar otra cosa; a lo sumo (y en eso se entrevé la función soteriológica del kaliyuga y los privilegios que nos concede una historia crepuscular y catastrófica) podemos librarnos de la servidumbre cósmica. La teoría hindú de las cuatro edades es, por ende, vigorizante y consoladora para el hombre aterrorizado por la historia. En efecto, 1.°, por un lado, los sufrimientos que le han tocado en suerte por ser contemporáneos dela descomposición crepuscular, ayudan al hombre a comprender la precariedad de su condición humana y facilitan así su manumisión; 2.°, por otro, la teoría valida y justifica los sufrimientos de quien no elige liberarse, sino que se resigna a soportar su existencia, y ello por el hecho mismo de que tiene conciencia de la estructura dramática y catastrófica de la época en que ha tocado vivir (o, más exactamente, revivir).

Nos interesa particularmente esta segunda posibilidad del hombre de situarse en una «época de tinieblas» y de fin de ciclo. En efecto, la volvemos a encontrar en otras culturas y en otros momentos históricos. La actitud de soportar ser contemporáneo de una época desastrosa, tomando conciencia del lugar ocupado por esa época en la trayectoria descendente del ciclo cósmico, debía sobre todo demostrar su eficacia en el crepúsculo de la civilización grecooriental.

No es menester que nos ocupemos aquí de los múltiples problemas que plantean las civilizaciones grecoorientales. El único aspecto de ellas que nos interesa es la situación en que el hombre de dichas civilizaciones se descubre frente a la historia, y más especialmente frente a la historia contemporánea. Por eso no nos detendremos en el origen, la estructura y la evolución de los diversos sistemas cosmológicos, en los que el mito antiguo de los ciclos cósmicos es recogido y profundizado, ni tampoco en sus consecuencias filosóficas. Sólo recordaremos esos sistemas cosmológicos —de los presocráticos a los neopitagóricos— en la medida en que respondan a la cuestión siguiente: ¿cuál es el sentido de la historia, es decir, de la totalidad de las experiencias humanas provocadas por las fatalidades geográficas, las estructuras sociales, las coyunturas políticas, etc.? Observemos ante todo que ese interrogante sólo tenía sentido para una minoría muy limitada en la época de las civilizaciones grecoorientales, es decir, sólo para aquellos que se hallaban disociados del horizonte de la espiritualidad arcaica. La inmensa mayoría de sus contemporáneos vivía todavía, en especial al principio, bajo el régimen de los arquetipos; no saldrían de él sino posteriormente (y quizá nunca de manera definitiva, como es el caso, por ejemplo, delas sociedades agrícolas), en el curso de las fuertes tensiones históricas provocadas por Alejandro y que terminan sólo con la caída de Roma. Pero los mitos filosóficos y las cosmologías más o menos científicas elaboradas por aquella minoría que comienza con los presocráticos logran con el tiempo inmensa difusión. Lo que en el siglo V a. C. era una gnosis difícilmente accesible, se transforma cuatro siglos después en una doctrina que consuela a centenares de miles de hombres (como ocurre, por ejemplo, con el neopitagorismo y el neoestoicismo en el mundo romano). Todas esas doctrinas griegas y grecoorientales fundadas en el mito de los ciclos cósmicos nos interesan evidentemente por el «éxito» que obtuvieron después y no por su mérito intrínseco.

Ese mito era todavía claramente perceptible en las primeras especulaciones presocráticas. Anaximandro sabe que todas las cosas nacieron del apeiron y a él volverán. Empédocles explica por la supremacía alternante de los dos principios opuestos, philia y neikos, las eternas creaciones y destrucciones del cosmos (ciclo en que se pueden distinguir cuatro fases[11] algo análogas a los cuatro «incalculables» de la doctrina budista). Ya hemos visto que la conflagración universal es aceptada también por Heráclito. En cuanto al «eterno retorno» —la recuperación periódica dela existencia anterior por todos los seres— es uno de los pocos dogmas de los que sabemos con certeza que pertenecían al pitagorismo primitivo[12]. En fin, según investigaciones recientes, admirablemente aprovechadas y sintetizadas por J. Bidez[*], parece cada vez más probable que por lo menos ciertos elementos del sistema platónico son de origen iranio-babilónico.

Volveremos sobre esas eventuales influencias orientales. Por el momento detengámonos en la interpretación dada por Platón al mito del retorno cíclico, especialmente en el texto fundamental, la Política, 269, e y siguientes. Platón identifica la causa de la regresión y de las catástrofes cósmicas en un doble movimiento del universo: «… En este universo, que es el nuestro, ora la divinidad guía el conjunto de su revolución circular, ora lo abandona a sí mismo, una vez que las revoluciones han alcanzado en duración la medida que conviene a este universo; y empieza de nuevo a dar vueltas en sentido opuesto al de su propio movimiento…» El cambio de dirección va acompañado por gigantescos cataclismos: «las más considerables destrucciones, tanto entre los animales en general como en el género humano, del cual, como es justo, sólo queda un pequeño número de representantes» (270 e). Pero esa catástrofe va seguida de una «regeneración» paradójica. Los hombres comienzan a rejuvenecer; «los cabellos blancos de los ancianos volvían al negro», etc., en tanto que los que eran púberes empezaban a disminuir de estatura día a día, para volver a las dimensiones del niño recién nacido, hasta que, «continuando luego en su consunción, se aniquilan totalmente». Los cadáveres de los que morían entonces «desaparecían completamente, sin dejar huella visible, al cabo de unos pocos días» (270 e). Fue entonces cuando nació la raza de los «Hijos dela Tierra» (gegeneis), cuya recuerdo fue conservado por nuestros antepasados (271 a ).En esa época de Cronos no había ni animales salvajes ni enemistad entre los animales (271 e). Los hombres de aquellos tiempos no tenían ni mujeres ni hijos: «Al salir dela tierra volvían todos a la vida, sin conservar recuerdo alguno delas condiciones de existencia anterior». Los árboles les daban abundantes frutos y dormían desnudos en el suelo, sin necesidad de camas, pues entonces las estaciones eran templadas (272 a).

El mito del paraíso primordial, evocado por Platón, perceptible en las ceremonias hindúes, es conocido tanto por los hebreos (por ejemplo, illud tempus mesiánico en Isaías, XI, 6, 8; LXV, 5) como por las tradiciones iranias[13] y grecolatinas[14] Por lo demás, encaja perfectamente en la concepción arcaica (y probablemente universal) de los «comienzos paradisíacos», que volvemos a encontrar en todas las valoraciones del illud tempus primordial. No es extraño que Platón reprodujera semejantes visiones tradicionales en los diálogos de la época de su vejez; la misma evolución de su pensamiento filosófico lo obligaba a descubrir de nuevo las categorías míticas. Ciertamente tenía al alcance el recuerdo de la «edad de oro» de Cronos en la tradición helena[15]. Por lo demás, esta comprobación de ningún modo nos impide reconocer en la Política ciertas influencias babilónicas; en el caso, por ejemplo, en que Platón imputa los cataclismos periódicos alas revoluciones planetarias, explicación que ciertas investigaciones recientes[16] hacen derivar de las especulaciones astronómicas babilónicas, que fueron más tarde accesibles al mundo helénico gracias a las Babiloníacas de Beroso. Según el Timeo, las catástrofes parciales se deben a desviaciones planetarias[17] mientras que el momento de la reunión de todos los planetas es el del «tiempo perfecto»[18] es decir, el final del «Año Magno». Como observa J. Bidez (op. cit., p. 83), «la idea de que basta que todos los planetas se pongan en conjunción para provocar una catástrofe universal es seguramente de origen caldeo». Por otro lado, Platón parece haber tenido igualmente conocimiento dela concepción irania, según la cual esas catástrofes tienen por finalidad la purificación del género humano[19].

Los estoicos volvieron a tomar por su cuenta las especulaciones referentes a los ciclos cósmicos, insistiendo, ya en la eterna repetición (por ejemplo, Crisipo, frg. 623-627), ya en el cataclismo, ekpyrosis, con el cual terminan los ciclos cósmicos (ya en Zenón, frg. 98 y109, von Arnim). Inspirándose en Heráclito, o directamente en la gnosis oriental, el estoicismo vulgariza todas esas ideas relacionadas con el «Año Magno» y con el fuego cósmico (ekpyrosis), que pone fin periódicamente al universo para renovarlo. Con el tiempo, los motivos del «eterno retorno» y el «fin del mundo» acaban por dominar toda la cultura grecorromana. La renovación periódica del mundo (metácosmesis) era, por lo demás, una doctrina favorita del neopitagorismo, el cual, como lo ha mostrado J. Carcopino, compartía con el estoicismo los sufragios de la totalidad de la sociedad romana de los siglos II y I a. C. Pero la adhesión al mito de la «eterna repetición», y al de la apocatástasis (el término penetra en el mundo helénico después de Alejandro Magno), son dos posiciones filosóficas que dejan entrever una actitud antihistórica muy firme, así como una voluntad de defensa contra la historia. Nos detendremos en cada una de ellas.

En el capítulo precedente observábamos que el mito de la repetición eterna, tal cual fue reinterpretado por la especulación griega, tiene el sentido de una suprema tentativa de «estatización» del devenir, de anulación de la irreversibilidad del tiempo. Al repetirse los momentos y todas las situaciones del cosmos hasta lo infinito, su evanescencia resulta en último análisis aparente; en la perspectiva de lo infinito, cada momento y cada situación permanecen en su lugar y adquieren así el régimen ontológico del arquetipo. De modo que, entre todas las formas de devenir, el devenir histórico también está saturado de ser. Desde el punto de vista de la eterna repetición, los acontecimientos históricos se transforman en categorías y así vuelven a encontrar el régimen ontológico que poseían en el horizonte de la espiritualidad arcaica. En cierto sentido, hasta puede decirse que la teoría griega del eterno retorno es la variante última del mito arcaico de la repetición de un gesto arquetípico, así como la doctrina platónica de las ideas era la última versión de la concepción del arquetipo, y la más elaborada. Y vale la pena observar que ambas doctrinas encontraron su más acabada expresión en el apogeo del pensamiento filosófico griego.

Pero es sobre todo el mito de la conflagración universal el que obtuvo considerable éxito en todo el mundo grecooriental. Parece cada vez más probable que el mito de un fin del mundo por el fuego, del que los buenos saldrán indemnes, es de origen iranio[20], por lo menos en la forma conocida por los «magos occidentales», quienes, como lo mostró Cumont[21] lo difundieron en Occidente. El estoicismo, los Oráculos sibilinos (por ejemplo, 11, 253) y la literatura judeocristiana hacen de ese mito la base misma de su apocalipsis y de su escatología. Por curioso que parezca, ese mito era reconfortante. En efecto, el fuego renueva al mundo; por él será restaurado un «mundo nuevo, sustraído a la vejez, a la muerte, a la descomposición y a la podredumbre, que viva eternamente, que crezca eternamente, mientras que los muertos se levantarán, la inmortalidad llegará a los vivientes y el mundo se renovará a pedir de boca»[22]. Se trata por consiguiente de una apocatástasis, dela cual nada tienen que temer los buenos. La catástrofe final pondrá término a la historia y reintegrará, por tanto, al hombre a la eternidad y la beatitud.

Las investigaciones recientes de F. Cumont y H. S. Nyberg[*] han conseguido aclarar algo la oscuridad en que estaba envuelta la escatología irania y precisar las influencias sobre el apocalipsis judeocristiano. Como la India (y, en cierto sentido, Grecia), Irán conocía el mito de las cuatro edades cósmicas. Un texto mazdeano perdido, el Sudkarnask (cuyo contenido ha sido conservado en Dinkart, IX, 8) hablaba de cuatro edades: de oro, de plata, de acero y de «mezclado de hierro». Los mismos metales están mencionados al comienzo del Bahman-yasht (I, 3), el cual describe, sin embargo, algo más adelante (II, 14), un árbol cósmico de siete ramas (de oro, de plata, de bronce, de cobre, de estaño, de acero y de una «mezcla de hierro»), que responde a la séptuple historia mítica de los persas[23]. Esa hebdómada cósmica se constituyó sin duda en relación con las doctrinas astrológicas caldeas, «dominando» cada planeta un milenio. Pero el mazdeísmo había propuesto mucho antes una duración de 9.000 años (3x3.000) para el universo, mientras que el zervanismo, como lo ha mostrado Nyberg[24], llevó al límite máximo de la duración de ese universo a 12.000 años. En ambos sistemas iranios —0como también en todas las doctrinas de los ciclos cósmicos— el mundo acabará por el fuego y el agua, per pyrosim et cataclysmum, como más tarde escribirá Fírmico Materno (III, 1). No es menester que abordemos aquí los problemas que plantea el hecho de que en el sistema zervanita el ‘tiempo ilimitado’, zrvan akarana, preceda y siga a los 12.000 años del «tiempo limitado» creado por Ormuz: el de que en ese sistema «el tiempo sea más poderoso que las dos creaciones»[25], es decir, que las creaciones de Ormuz y Ahrimán; y el de que, por consiguiente, zrvan akarana no fuera creado por Ormuz y, por tanto, no le esté subordinado. Lo que queremos subrayar es que en la concepción irania, vaya o no seguida del tiempo infinito, la historia no es eterna; no se repite, pero terminará un día por una ekpyrosis y un cataclismo escatológicos. Pues la catástrofe final que pondrá término a la historia será al mismo tiempo un juicio de dicha historia. Será entonces —in illo tempore— cuando todos habrán de responder por todo lo que hubieran hecho «en la historia», y sólo aquellos que no sean culpables conocerán la beatitud y la eternidad[*].

Windsch ha expuesto la importancia que esas ideas mazdeanas tuvieron para el apologista cristiano Lactando[26]. El mundo fue creado por Dios en seis días, y el séptimo descansó; por ese hecho el mundo durará seis eones, durante los cuales «el mal vencerá y triunfará» en la tierra. En el curso del séptimo milenio el príncipe de los demonios será encadenado y la humanidad conocerá mil años de reposo y de justicia perfecta. Tras lo cual el demonio se escapará de sus cadenas y volverá a la guerra contra los justos; pero al cabo será vencido y al final del octavo milenio el mundo será creado para la eternidad. Evidentemente, esa división de la historia en tres actos y en ocho milenios era también conocida por los quiliastas cristianos[27], pero no puede dudarse de su estructura irania, aun cuando semejante visión escatológica de la historia haya sido difundida en todo el Oriente mediterráneo y en el imperio romano por las gnosis grecoorientales.

Una sucesión de calamidades anunciará la proximidad del fin del mundo, y la primera de ellas será la caída de Roma y la destrucción del Imperio romano: previsión frecuente en el apocalipsis judeocristiano, pero que también era conocida por los iranios[28]. El síndrome apocalíptico es, por lo demás, común a todas esas tradiciones. Tanto Lactando como el Bahman-yasht anuncian que el «año será acortado, el mes disminuirá y el día se contraerá»[29], visión del deterioro cósmico y humano que también hemos encontrado en la India (donde la vida humana pasa de 80.000 a 100 años) y que las doctrinas astrológicas han hecho popular en el mundo grecooriental. Entonces las montañas se derrumbarán y la tierra quedará llana, los hombres desearán la muerte y envidiarán a los muertos, y sólo sobrevivirá un décimo de ellos. «Es tiempo —escribe Lactando[30] en que la justicia será negada y la inocencia odiosa, en que los malvados ejercerán sus depredaciones hostiles contra los buenos, en que el orden, la ley y la disciplina militar ya no serán observados, en que nadie respetará las canas, no cumplirá con los deberes de piedad, no se apiadará de la mujer o del niño, etc.» Pero después de ese estadio precursor, descenderá el fuego purificador que aniquilará a los malos, y vendrá entonces el milenio de beatitud que también esperaban los quiliastas cristianos y que ya habían anunciado Isaías y los Oráculos sibilinos. Los hombres conocerán una nueva edad de oro que durará hasta la terminación del séptimo milenio, pues tras ese último combate una ekpyrosis universal reabsorberá al mundo entero en el fuego, lo que permitirá el nacimiento de un mundo nuevo, justo, eterno y feliz, no sometido a las influencias astrales y libres del reinado del tiempo.

Los hebreos limitaban igualmente la duración del mundo a siete milenios[31], pero los rabinos jamás fueron partidarios de la determinación del fin del mundo por el cálculo matemático. Se conformaron con precisar que una sucesión de calamidades cósmicas e históricas (hambre, sequías, guerras, etc.) anunciarán el fin del mundo. Luego llegará el Mesías; los muertos resucitarán[32], Dios vencerá a la muerte y de ahí seguirá la renovación del mundo[33].

Aquí también volvemos a encontrar, como por doquier en las doctrinas apocalípticas antes recordadas, el motivo tradicional de la decadencia extrema, del triunfo del mal y de las tinieblas, que preceden al cambio de Eón y a la renovación del cosmos. Un texto babilónico traducido por A. Jeremías[34] prevé así el Apocalipsis: «Cuando esas cosas se produzcan en el cielo, entonces lo que es límpido se hará opaco y lo que está limpio se pondrá sucio, la confusión se extenderá sobre las naciones, no se oirán más oraciones, los auspicios se mostrarán desfavorables…»

«En tal reinado los hombres se devorarán entre sí y venderán a sus hijos por dinero, el esposo abandonará a la esposa y la esposa al esposo, y la madre cerrará la puerta a su hija.» Otro himno anuncia que entonces el sol no se levantará más, que la luna no volverá a aparecer, etc.

Pero en la concepción babilónica ese período crepuscular va siempre seguido de una nueva aurora paradisíaca. A menudo, como era de esperar, el período paradisíaco se abre con la entronización de un nuevo soberano. Asurbanipal se considera como un regenerador del cosmos, pues «desde que los dioses, en su bondad, me han establecido en el trono de mis padres, Adad ha enviado su lluvia…, el trigo ha crecido…, la cosecha ha sido abundante…, los rebaños se han multiplicado, etc…»[35]. (Nabucodonosor dice de sí mismo: «Gracias a mí el país ha conocido un reinado de abundancia, años de exuberancia». En un texto hitita, Murshili se expresa acerca del reinado de su padre en los siguientes términos: «… Bajo su reinado, todo el país de Khatti prosperó y en su tiempo todo el pueblo, el ganado y los rebaños se multiplicaron»[36]. La concepción es arcaica y universal: podemos hallarla en Homero, en Hesíodo, en el Antiguo Testamento, en China[37], etc.)

Simplificando, podría decirse que, tanto entre los iranios como entre los judíos y los cristianos, la «historia» que se atribuye al universo es limitada, y que el fin del mundo coincide con el aniquilamiento de los pecadores, la resurrección de los muertos y la victoria de la eternidad sobre el tiempo. Pero aun cuando esa doctrina se hizo cada vez más popular en el siglo I a. C. y en los primeros siglos que siguieron, no consiguió eliminar definitivamente la doctrina tradicional de la regeneración periódica del tiempo por la repetición anual dela creación. En el capítulo anterior hemos visto que entre los iranios se conservaron vestigios de esa doctrina hasta una época muy avanzada de la Edad Media. Dominante también en el judaísmo premesiánico, esa doctrina nunca fue, sin embargo, totalmente abolida, pues los círculos rabínicos vacilaban en precisar la duración fijada por Dios al cosmos y se contentaban con declarar que el illud tempus llegaría ciertamente algún día. En el cristianismo, por otro lado, la tradición evangélica deja entender que basileia tou deou está ya presente entre (entós) los que creen, y que por consiguiente el illud tempus es eternamente actual y accesible a cualquiera, en cualquier momento, por metánoia. Como se trata de una experiencia religiosa totalmente diferente de la experiencia tradicional, puesto que se refiere a la «fe», la regeneración periódica del mundo se traduce en el cristianismo en una regeneración de la persona humana. Mas para el que participa en ese eterno nunc del reino de Dios, la «historia» cesa de modo tan total como para el hombre de las culturas arcaicas, que la anula periódicamente. Por consiguiente, también para el cristiano la historia puede ser regenerada, por cada creyente en particular y a través de él, aún antes de la segunda llegada del Salvador, en que cesará de manera absoluta para toda la creación.

Una discusión conveniente de la revolución introducida por el cristianismo en la dialéctica de la abolición de la historia y de la evasión fuera de la dominación del tiempo nos llevaría fuera de los límites de este ensayo. Observemos solamente que, aun en el cuadro de las tres grandes religiones —irania, judaica y cristiana—, que han limitado la duración del cosmos a un número cualquiera de milenios y afirman que la historia cesará definitivamente in illo tempore, subsisten, sin embargo, huellas de la antigua doctrina dela regeneración periódica de la historia. En otros términos, la historia puede ser abolida, y por consiguiente renovada, un número considerable de veces antes de la realización del eskaton final. El año litúrgico cristiano está, por lo demás, fundado en una repetición periódica y real de la natividad, de la pasión, de la muerte y de la resurrección de Jesús, con todo lo que ese drama místico implica para un cristiano; es decir, la regeneración personal y cósmica por la reactualización in concreto del nacimiento, de la muerte y de la resurrección del Salvador.

Destino e historia

Hemos recordado las doctrinas helenístico-orientales relativas a los ciclos cósmicos con el solo fin de poder establecer la respuesta a la cuestión que planteábamos al comienzo de este capítulo: ¿cómo soporta el hombre la historia? La respuesta es evidente en cada sistema en particular: por su situación misma en un ciclo cósmico —pueda éste repetirse o no— incumbe al hombre cierto destino histórico. Advirtamos que se trata de algo distinto a un fatalismo, sea cual fuere el sentido que se le dé, que explicará la felicidad o la desdicha de cada individuo tomado aisladamente. Esas doctrinas responden a las preguntas que plantea la suerte de la historia contemporánea en su totalidad y no solamente el destino individual. Cierta cantidad de sufrimiento está reservada a la humanidad (y por el vocablo «humanidad» cada cual entiende la masa de hombres de que tiene noción) por el simple hecho de que se halla en cierto momento histórico, es decir, en un ciclo cósmico descendente o cercano o su conclusión. Individualmente, cada cual es libre de sustraerse a ese momento histórico y de consolarse de sus consecuencias nefastas, sea por la filosofía, sea por la mística (bastará que evoquemos de paso cómo pulularon las gnosis, sectas, misterios y filosofías que invadieron el mundo mediterráneo oriental en el curso de los siglos de tensión histórica, para dar una idea de la proporción cada vez más aplastante de los que intentaban sustraerse a la «historia»). El momento histórico en su totalidad no podía, sin embargo, evitar el destino que derivaba fatalmente de su posición misma en la trayectoria descendente del ciclo al cual pertenecía. Así como cada hombre del kaliyuga, en la perspectiva hindú, se siente incitado a buscar su libertad y su beatitud espiritual, sin poder evitar, empero, la disolución final de este mundo crepuscular en su totalidad, así también, en la perspectiva de los diversos sistemas que hemos revisado antes, el momento histórico, a pesar de las posibilidades de evasión que presenta para los contemporáneos, no puede ser, en su totalidad, sino trágico, patético, injusto, caótico, etc., como debe ser cualquier momento precursor dela catástrofe final.

Un rasgo común, en efecto, relaciona todos los sistemas cíclicos difundidos en el mundo helenista-oriental: en la perspectiva de cada uno de ellos, el momento histórico contemporáneo (sea cual fuere su posición cronológica) representa una decadencia respecto de los momentos históricos precedentes. No sólo el Eón contemporáneo es inferior a las otras «edades» (de oro, de plata, etc.), sino que, aun en el cuadro de la edad actual (es decir, del ciclo actual), el «instante» en el cual vive el hombre se agrava a medida que pasa el tiempo. Esa tendencia a la desvalorización del momento contemporáneo no debe ser considerada como un estigma pesimista; al contrario, más bien denuncia un exceso de optimismo, pues, en la agravación de la situación contemporánea, una parte, por lo menos, de los hombres veía los signos anunciadores de la regeneración que necesariamente debía seguir. Una serie de derrotas militares y de derrumbamientos políticos se espera con angustia desde los tiempos de Isaías, como síndrome imprescindible del illud tempus que había de regenerar al mundo.

Sin embargo, por diversas que fuesen las posiciones posibles del hombre, presentaban un carácter común: la historia podía ser soportada, no sólo porque tenía un sentido, sino también porque era necesaria en último análisis. Tanto para quienes creían en una repetición del ciclo cósmico en su totalidad como para quienes creían nada más que en un solo ciclo que se acercaba a su fin, el drama de la historia contemporánea era necesario e inevitable. Ya Platón, a pesar de su agrado por una parte de los esquemas de la astrología caldea que había hecho suyos, no reprimía sus sarcasmos contra quienes habían caído en el fatalismo astrológico o creían en una eterna repetición en el sentido estricto (estoico) del término[38]. En cuanto a los filósofos cristianos, libraron un encarnizado combate contra el mismo fatalismo astrológico[*], muy acentuado durante los últimos siglos del Imperio romano. Como al instante veremos, San Agustín defenderá la idea de la perennidad de Roma con el solo fin de no aceptar un fatum decidido por las teorías cíclicas. Pero no es menos cierto que también el fatalismo astrológico explicaba el curso de los acontecimientos históricos y ayudaba por consiguiente al «contemporáneo» a comprenderlos y a sufrirlos, con igual éxito que las diversas gnosis grecoorientales, el neoestoicismo y el neopitagorismo. Ya sea que la historia está regida por la marcha de los astros, o pura y simplemente por el proceso cósmico, que reclamaba necesariamente una desintegración fatalmente vinculada a una integración original, ya esté sometida a la voluntad de Dios, voluntad que los profetas hubieran podido entrever, etc., el resultado era el mismo: ninguna de las catástrofes que la historia revelaba era arbitraria. Los imperios se construían y se hundían, las guerras provocaban sufrimientos sin número, la inmoralidad, la disolución de las costumbres, la injusticia social, etc., se agravaban sin cesar, porque todo eso era necesario, es decir, querido por el ritmo cósmico, por el demiurgo, por las constelaciones o por la voluntad de Dios.

En esa perspectiva la historia de Roma adquiere noble gravedad. Varias veces en el curso de la historia los romanos conocieron el terror de un fin inminente de la ciudad, cuya duración —en su creencia— había sido decidida en el mismo momento de su fundación por Rómulo. Jean Hubaux ha analizado con aguda penetración en Grands mythes de Rome los momentos capitales de ese drama provocado por la incertidumbre de los cálculos de la «vida» de Roma, en tanto que Jéróme Carcopino ha recordado los acontecimientos históricos y la tensión espiritual, que justificaron la esperanza de una resurrección no catastrófica de la ciudad[39]. En todas las crisis históricas, dos mitos crepusculares asediaron al pueblo romano: 1.°, la vida de la ciudad llegó a su término, pues su duración se limitaba a cierto número de años (el «número místico» revelado por las doce águilas vistas por Rómulo), y 2.°, el «Año Magno» pondrá fin a toda la historia, por consiguiente a la de Roma, por una ekpyrosis universal. La historia misma de Roma se encargó de desmentir esos temores hasta una época muy avanzada. Pues al cabo de 120 años de la fundación de Roma comprendieron que las doce águilas vistas por Rómulo no significaban 120 años de vida histórica para la ciudad, como lo temieron. Al cabo de 365 años pudieron comprobar que no se trataba de un «Año Magno», en que cada año de la ciudad había de tener el equivalente de un día, y se supo que el destino concedía a Roma otra suerte de «Año Magno», compuesto de doce meses de 100 años. En cuanto al mito de las «edades» regresivas y del eterno retorno, compartido por la Sibila e interpretado por los filósofos por medio de las teorías de los ciclos cósmicos, varias veces esperaron que el paso de una «edad» a la otra pudiera efectuarse evitando la ekpyrosis universal. Pero dicha esperanza estaba siempre mezclada de inquietud. Cada vez que los acontecimientos históricos acentuaban su decadencia catastrófica, los romanos creían que el «Año Magno» estaba a punto de terminar y que Roma se hallaba en vísperas de su derrumbamiento. Cuando César pasó el Rubicón, Nigidio Fígulo presintió el comienzo de un drama cósmico-histórico que había de acabar con Roma y con la especie humana[40]. Pero ese mismo Nigidio Fígulo creía[41] que la ekpyrosis no era fatal y que la renovación, la metacosmesis neopitagórica, era igualmente posible sin catástrofe cósmica, idea que Virgilio volvería a tomar para ampliarla.

Horado no había podido disimular en su Epodo XVI el temor respecto a la suerte futura de Roma. Los estoicos, los astrólogos y la gnosis oriental veían en las guerras y las calamidades los signos de la inminente catástrofe final. Fundándose ora en el cálculo de la «vida» de Roma, ora en la doctrina de los ciclos cósmico-históricos, los romanos sabían que, sea como fuere, la ciudad había de desaparecer antes del principio de un nuevo Eón. Pero el reinado de Augusto, al sobrevenir luego de largas y sangrientas guerras civiles, pareció instaurar una pax aeterna. Entonces quedó demostrado que los temores inspirados por los dos mitos —la «edad» de Roma y la teoría del Año Magno— eran gratuitos: «Augusto ha fundado de nuevo Roma y ya nada debemos temer en cuanto a su vida», podían decirse quienes se habían preocupado por el misterio de las doce águilas vistas por Rómulo. «El pasaje de la edad de hierro a la edad de oro se ha efectuado sin ekpyrosis», podían decirse los que se vieron asediados por la teoría de los ciclos cósmicos. Así Virgilio reemplaza el último saeculum, el del sol, que debía provocar la combustión universal, por el siglo de Apolo, evitando la ekpyrosis, y suponiendo que las guerras fueron los propios signos del paso de la edad de hierro a la edad de oro[42]. Más tarde, cuando el reinado de Augusto parece haber realmente instaurado la edad de oro, Virgilio se esfuerza por tranquilizar a los romanos en cuanto a la duración de la ciudad. En la Eneida (I, V. 255 y ss.), Júpiter, dirigiéndose a Venus, le asegura que no fijará a los romanos ninguna suerte de limitación espacial o temporal: «es el imperio sin fin que les he dado»[43]. Y no fue sino después de la publicación de la Eneida cuando Roma fue nombrada urbs aeterna, siendo proclamado Augusto el segundo fundador de la ciudad. La fecha de su nacimiento, el 23 de septiembre, fue considerada «como el punto de partida del universo, al cual Augusto ha salvado la existencia y cambiado la faz»[44]. Entonces se difunde la esperanza de que Roma puede regenerarse periódicamente ad infinitum. De modo que, libre de los mitos de las doce águilas y de la ekpyrosis, Roma podrá extenderse, como lo anuncia Virgilio[45], hasta las regiones «que se hallan más allá de las rutas del sol y del año» (extra anni solisque vías).

Asistimos asía un supremo esfuerzo hecho para librar a la historia del destino astral o de la ley de los ciclos cósmicos, y· encontrar, por el mito de la renovación eterna de Roma, el mito arcaico de la regeneración anual (y, especialmente, no catastrófica) del cosmos por medio de su eterna recreación por el soberano o por el sacerdote. Es, sobre todo, una tentativa para valorar la historia en el plano cósmico; es decir, para considerar los acontecimientos y las catástrofes históricas como verdaderas combustiones o disoluciones cósmicas que deben periódicamente poner fin al universo para permitir su regeneración. Las guerras, las destrucciones, los sufrimientos históricos no son ya los signos precursores del paso de una «edad» cósmica a otra, sino que constituyen por sí mismos ese pasaje. Así a cada nueva época de paz la historia se renueva y, por consiguiente, comienza un nuevo mundo; en último análisis (como hemos visto en el caso del mito constituido en torno a Augusto), el soberano repite la creación del cosmos.

Hemos citado el ejemplo de Roma para mostrar cómo los acontecimientos históricos pudieron ser valorados por el sesgo de los mitos examinados en este capítulo. Integradas en una teoría-mito determinada (edad de Roma, Año Magno), las catástrofes pudieron no solamente ser soportadas por los contemporáneos, sino también valoradas de manera positiva inmediatamente después de su aparición. Naturalmente, la edad de oro instaurada por Augusto sólo sobrevivió por lo que creó en la cultura latina. La historia se encargó de desmentir la «edad de oro» luego de la muerte de Augusto, y los contemporáneos volvieron a vivir esperando un desastre inminente. Cuando Roma fue ocupada por Alarico, pareció que triunfaba el signo de las doce águilas de Rómulo: la ciudad había entrado en su duodécimo y último siglo de existencia. Sólo San Agustín se esforzaba por demostrar que nadie podía conocer el instante en que Dios decidiría poner fin a la historia, y que, en todo caso, aun cuando las ciudades tuviesen por su propia naturaleza una duración limitada, por ser la de Dios la única «ciudad eterna», ningún destino astral podía decidir la vida o la muerte de una nación. El pensamiento cristiano tendía así a superar definitivamente los viejos temas de la eterna repetición, del mismo modo que se había esforzado por superar todas las demás perspectivas arcaicas mediante el descubrimiento de la importancia de la experiencia religiosa de la «fe» y la del valor de la personalidad humana.