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Corrió el rumor de que hubo llantos y rechinar de dientes en puestos importantes de la Casa Encuintras cuando la «loca escapada» de Eskaia (como se dice que la describió cierta mujer) fue del dominio público.

También corrió el rumor de que el padre de Eskaia observó a los llorosos y rechinantes corriendo por la casa, casi como un gato miraría a unos ratones jugando, y después dio un fuerte zarpazo sobre «esta pestilente tontería» (como se dice que lo llamó). Esperaba una excusa para eliminar a determinadas personas, del mismo modo que ellos esperaban una excusa para eliminarlo a él. Ahora su comportamiento le permitió golpear primero.

Por mucho de cierto que hubiera en tales rumores, pasó un tiempo antes de que el asunto de la dote de Eskaia y las recompensas para los demás miembros de la misión quedara resuelto. Cuando lo estuvo, los términos fueron suficientemente generosos.

Se pagó una cantidad equivalente a la dote de Eskaia, pero no una única suma que fuese a parar a las manos de Jemar. Él recibió una parte, Eskaia recibió más (con duras cláusulas legales para que Jemar nunca pudiera apoderarse de ello), se construyó un nuevo barco para sustituir al Copa de Oro y Kurulus fue nombrado capitán, y se registró mucha generosidad en las crónicas de la ciudad, o al menos en las de la Casa Encuintras.

Pirvan recibió una generosa suma, bastante más de lo que probablemente hubiera recibido del compromisario por la venta de todos los rubíes. Entregó una parte a la hermana de Gerik, utilizando sus habilidades de ladrón para asegurarse de que su marido no lo supiera, porque era demasiado respetable para aceptar ese «dinero sucio».

Después abandonó Istar, incluso antes de que Jemar y su prometida zarparan hacia los muelles de la ciudad y celebraran una segunda boda de altura con una lista de invitados más larga que la de ninguna otra boda en Istar aquel año. Lamentó perderse la ceremonia, pero ya le habían advertido que hacerse famoso significaría exiliarse de Istar.

Cinco años, al menos, le habían dicho, y al final de ese tiempo quizá fuera indultado. De lo contrario, podía acabar en la arena del circo o en el cadalso, y en el mejor de los casos comprar su libertad sólo revelando los secretos de los ladrones.

Pirvan estaba en el camino de Istar esa noche, para protegerse por si se trataba de una traición concebida para provocarlo a cometer algún delito. Decidió también ceder sin luchas si no podía dejar atrás la persecución, antesque deshonrar la fama de la misión a lo largo de los años.

Tenía que haber algunos en Istar —y en todas las demás ciudades mercantes— que le agradecieran que Haimya y él hubieran acabado con los piratas de Synsaga. Pero parecían superarlos en número los que no veían más allá de acabar con la carrera de un ladrón y quizás averiguar los secretos de sus hermanos y hermanas del trabajo nocturno.

La Casa Encuintras era poderosa, pero no podía hacerlo todo. Por eso Pirvan hizo lo más necesario que quedaba, que fue abandonar Istar por la seguridad que encontraría a sólo unos días a caballo de la ciudad.

Se marchó con tanta rapidez que no pudo enterarse de lo que había sido de Haimya y lamentó perderse la boda, sobre todo por perder la oportunidad de saberlo. No tranquilizó su ánimo ese otoño cuando Alatorva el Tuerto encontró el camino a la aldea donde Pirvan vivía y le dijo que Haimya no había asistido a la boda.

—O al menos, si estaba allí, iba tan bien disfrazada que incluso un hombre que la había visto al completo…

—Mi hospitalidad también tiene límites, Alatorva.

—Oh, lo siento. Pero yo diría que has dejado que se te escape un buen elemento.

—Yo diría que debes mantener la lengua lejos de Haimya, si no puedes decir nada juicioso sobre ella.

Después de eso pasó un tiempo antes de que un hosco Alatorva hablara, pero el buen vino y un mejor asado en la posada del pueblo lo pusieron de mejor humor. Mientras contemplaba a los mozos de cuadra terminar el trabajo con el caballo que lo llevaría de regreso a Istar y a su barco, palmeó la espalda de Pirvan.

—Hermano, Istar puede estar cerrado para ti durante cinco años, pero eso no es motivo para pasarlos todos en esta picadura de pulga de aldea. ¿O has echado el ojo a la patrona de la taberna? Yo no diría que ese cabello rojizo sea auténtico, pero…

—Vete a ver a un sanador cuando regreses a la ciudad, amigo mío —respondió Pirvan dando un ligero puñetazo a su viejo camarada en las costillas—. Incluso sobre otras mujeres, tu lengua te pierde.

—¿Entonces estás esperando a Haimya?

—¡Sí, maldito seas! Pero si esparces ese rumor por toda la tierra y todo el mar, te perseguiré y te cortaré la lengua y otras partes, y luego las quemaré ante tus ojos.

—Seré la discreción personificada.

—No es eso lo que me preocupa, Alatorva. —Pirvan titubeó recordando la advertencia de Haimya que debía poder encontrarlo si quería. Esperaba que «si» quisiera decir «cuando», pero esa esperanza iba reduciéndose.

Pero quizá no debía perderla.

—Todavía temo una traición de Istar —dijo—, pero si los bárbaros del mar, al menos los amigos de Jemar, y los hermanos y hermanas saben dónde estoy… quizá no haya ningún mal.

—Y tal vez haya algún bien —dijo Alatorva suavemente, y luego empezó a gritar al mozo de cuadra por no calentar el agua de beber del caballo.

Pirvan había comprado una casa de campo a un pequeño terrateniente justo a la salida del pueblo, no separado de él excepto cuando hacía muy mal tiempo. Tenía varios campos y un gran jardín trasero adosado, y al llegar la primavera contrataría trabajadores, sembraría y araría. No había gastado liberalmente para que nadie sospechara que tenía riquezas ocultas pero la situación podría complicarse si pasaba otro año sin ganar dinero.

Entretanto, se las apañaba bastante bien solo, con un sirviente que dormía en el granero excepto cuando bebía tanto que no podía recorrer tanta distancia caminando. Pirvan se había acostumbrado a limpiar después del viejo; cuando estaba sobrio, trabajaba bastante bien y no merecía acabar de bruces en un charco. Era imposible imaginárselo dejando sueltos Dragones del Mal y retorcidos Quebrantadores de Hielo en el mundo, por mucho que hubiera bebido.

El otoño había dejado paso al invierno y los caminos se habían cubierto de un gélido légamo, cuando no eran surcos duros como el hierro. El viento soplaba ahora contra los postigos sin el crepitar de las hojas secas empujadas y arrastradas. Pirvan y su sirviente habían reparado las suficientes rendijas para que no entrara el frío a estropear el estofado o despertar a Pirvan incluso antes de que cantaran los gallos de los vecinos.

El sirviente había salido, llevándose las mantas y un pañuelo lleno de pan, queso duro y una pata de pollo que había quedado de la cena. Pirvan estaba sentado en el banco frente a la chimenea, con una copa de vino en su regazo.

Era un buen vino (este pueblo vivía de fabricar y reparar toneles para los viticultores de la región), pero podía haber sido vinagre, por el placer que le proporcionaba a Pirvan. Estuvo tentado de arrojarlo al fuego, pero temía que apagara las llamas y lo condenara a dormir frío o a tener que encender de nuevo la leña mojada.

Era mejor cortar la leña mañana, pensó.

Casi esperaba que se le acabase, aunque para ello tuvieran que volver a robársela a los hijos de los vecinos. Un buen día cortando leña era el mayor ejercicio que hacía últimamente y siempre acababa dispuesto a comer bien, dormir profundamente y olvidar lo solo que estaba.

Depositó la copa sobre la tosca mesa, que era el único mueble de la casa cuando se mudó a ella. Podía ser un cambio agradable dormir en la sala aquella noche, frente al fuego. El dormitorio era más pequeño y más fácil de calentar con su propia chimenea, pero se había cansado de quedarse dormido y despertar con el mismo dibujo de grietas en el enlucido ante sus ojos.

Había acabado de colocar el jergón, las mantas y las pieles en el suelo de la sala cuando sonó el picaporte.

Probablemente el viejo volvía, con un ojo puesto en saquear la bodega… y cada copa que bebía era una menos que Pirvan no estaría tentado de tirar.

La silueta de la puerta no era la del viejo. Era más alta, menos encorvada y mostraba un rostro juvenil y una figura casi perdida en una capa gris con capucha de fina lana, que debía costar más que el sueldo de un año del viejo… y Pirvan no le estaba reteniendo el sueldo.

—Buenas noches, viajero —dijo Pirvan—. Si estás perdido, puedo indicarte el camino del pueblo. La posada es más cómoda que cualquier cosa que yo pueda ofrecerte, aunque en una noche como ésta no echaría a nadie.

—Bien —dijo el viajero, y echó hacia atrás su capucha.

—¡Haimya!

Los brazos de Pirvan subieron con voluntad propia, pero los obligó a bajar. La mujer entró en la casa.

—¿No te alegras de verme? —Era una pregunta tan natural como la de un niño, pero Pirvan oyó matices de una profundidad que ningún niño habría descubierto.

Al final sus brazos supieron la respuesta. La abrazó, notando la fría humedad de la capa pero también su calor interior, brillando como una ascua en plena ventisca.

No confió en sí mismo y no se atrevió a hablar. Ni siquiera confiaba en sus propios sentidos. Esto no podía estar ocurriendo, o si ocurría, terminaría de pronto y se encontraría plantado ante el viento que entraba por la puerta abierta, abrazando la nada y con cara de idiota.

Sin interrumpir el abrazo, Haimya alargó un pie hacia atrás y cerró la puerta de una patada. Cuando recuperó el equilibrio, estrechó su abrazo y lo besó.

—Pirvan, tú… hemos estado separados todo el tiempo que necesitábamos. A menos que pienses lo contrario.

Pirvan no lo pensaba. Pero su cuerpo y su mente estaban ahora mandándole el mensaje de que este momento era real; lo aprovecharía y lo haría durar, incluso toda una vida.

Esperaba que durase tanto. Además, no echaría a Haimya aunque dudase de lo que podían tener después de aquella noche. Una mirada en sus ojos, del mismo color azul claro, le dijo que sería mejor morir que infligirle semejante herida.

—No, Haimya. Quedémonos juntos.

—Entonces ayúdame a quitarme… la capa —respondió ella, tragando saliva.

La ayuda no terminó con la capa, ni con la túnica, y poco después ya no estaban de pie.

—¿Dónde estabas cuando se casó Eskaia? —preguntó Pirvan. Tuvo que repetir tres veces la pregunta, porque su boca estaba parcialmente tapada por el cabello de Haimya. Se lo había dejado crecer más que cuando se conocieron, y pasar sus manos por él proporcionaba a Pirvan todo tipo de sensaciones nuevas y exquisitas.

—Estaba allí, pero no en la ceremonia pública. Eskaia lo comprendió.

—Espero que sí. ¿Puedo preguntarte dónde has estado desde entonces?

—En varios sitios. Principalmente en Karthay. Recuerda que mi madre era karthayana. Tenía asuntos familiares que había pospuesto durante demasiado tiempo, aunque Eskaia hubiera preferido enviar a un compromisario de Encuintras para resolverlos. Supongo que fui demasiado orgullosa para aceptar su ayuda. Por eso acabé haciendo casi todo el trabajo yo misma y gastando una buena parte de mis ganancias de la misión por el camino.

Pirvan la estrechó con más fuerza. Ella le tapó los ojos con una mano.

—No, Pirvan. No soy pobre, todavía no. Si… si vivo aquí, puedo pagar a mi modo.

La idea de tener a Haimya entre sus brazos cada noche hizo que se le acelerara el pulso. Ella lo percibió y rodó hasta situarse sobre él, acariciándole el rostro con el cabello mientras sus manos lo recorrían.

Paso un buen rato antes de que volvieran a hablar, al menos con palabras, y entonces sólo fue para desearse buenas noches mientras se sumergían en el sueño.

Despertaron antes del alba, se asearon con un balde de agua calentada al reanimado fuego del hogar, se tumbaron de nuevo y a su debido tiempo se durmieron. El sol estaba alto cuando despertaron y apenas habían interrumpido su ayuno y se habían vestido cuando volvió a sonar el picaporte.

El hombre que se erguía ante el brillante cielo azul era casi tan alto como Alatorva el Tuerto, pero más flaco y de pies más ligeros. Su largo rostro mostraba una buena cuna además de un imponente bigote, y sus manos demostraron a Pirvan el mismo tipo de marcas que dejan los años de trabajar con acero.

—Guerrero, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Pirvan. A su espalda, hizo una seña a Haimya para que cogiera sus armas.

—Un asunto que es de interés para todos nosotros. ¿Puedo pasar?

—Si mantienes la paz, puedes entrar y escucharemos lo que tengas que decir.

—Que Paladine y Kiri-Jolith me escuchen, porque juro no haceros ningún daño. Si os hago bien, vosotros debéis juzgarlo, pero confío en vuestro juicio.

El hombre entró y parecía aún más alto por el bajo techo de la sala y formidable incluso cuando se sentó. La vaina de su espadón asomaba bajo su capa de viaje, y Pirvan captó el destello de una cota de malla bajo su cuello.

—Se me conoce por Niebar el Alto…

—¿Sir Niebar, por casualidad? —preguntó Haimya.

—Veis con claridad. Sir Niebar, Caballero de la Espada, aquí presente por un asunto de interés para los Caballeros de Solamnia.

—Muy bien —dijo Pirvan—. Pero me enfadaré con vos si mentís.

—Las mentiras hacen daño, al menos aquí y ahora —añadió el caballero esbozando una débil sonrisa—. Por lo tanto, no diré ninguna.

El caballero podía no decir mentiras, pero su recital de la historia de Pirvan parecía interminable. Pirvan casi esperaba que las sombras se alargaran antes de que el caballero alto terminara.

—Todas estas alabanzas de mis habilidades, honor, virtud y el resto son agradables al oído —dijo Pirvan—. Pero una parte sólo la conocen mis hermanos y hermanas. Por vuestro juramento, contestad: ¿tenéis espías entre ellos?

—Sí —dijo sir Niebar lisamente—. Tenemos espías en muchos lugares, buscando a personas que merezcan ingresar en las filas de los caballeros.

Cuando sus palabras hicieron mella en el cerebro de Pirvan, sus dientes rechinaron para impedir que su mandíbula chocara contra sus rodillas. O al menos ésa era una posible interpretación de tales palabras, aunque formaran parte de un sueño.

—Si tenéis espías, entonces sabéis dónde estuvo —dijo Haimya. Si el vino de su copa hubiera estado más cerca de ella, se habría congelado con la solidez del lago del cráter—. ¿Sabéis cuánto tiempo me costó encontrarle, después de saber que quería hacerlo?

—Sí —dijo de nuevo sir Niebar, tan llanamente como antes. Pirvan reflexionó que la manera del caballero de soltar estas asombrosas respuestas podía hacer que lo mataran algún día. No hoy, ni Pirvan. Haimya podía ser harina de otro costal.

Estaba temblando y su mano no estaba muy lejos de la empuñadura de su espada cuando volvió a hablar.

—Entonces, ¿puedo suponer que me habéis seguido?

Sir Niebar pareció comprender las posibles consecuencias de otro llano sí. En su lugar, hizo un gesto de asentimiento.

—Perdonadme, pero confiamos en vuestro juicio una vez más, pues nunca nos condujo en falso. Sois de la sangre de vuestro abuelo, tan cierto como la hoja de una espada y tan afilada destruyendo el mal.

Bajo toda esta poesía, Pirvan descubrió otra asombrosa verdad. El abuelo de Haimya había sido un Caballero de Solamnia.

«Casi es agradable conocer a los antepasados de tu mujer antes de casarte», reflexionó.

—Os seguimos —continuó Niebar— porque venir junto a Pirvan era la prueba definitiva. Si merecía la pena buscarlo, entonces era digno de los caballeros.

—No es una de las pruebas más honradas de las que he oído hablar, en los relatos de los caballeros que eligen a sus hombres —dijo Pirvan, mirando al techo.

—Los tiempos duros ponen a prueba las mejores leyes —repuso Niebar—. Ahora… supongo que imagináis lo que deseo saber. ¿Cuándo puedo tener vuestra respuesta?

—Dentro de una hora.

—Preguntaba… Supongo que no es irreverente decir «sir Pirvan» entre nosotros tres.

—Una hora bastará —dijo Pirvan.

Sir Niebar se puso en pie y les dedicó una reverencia antes de salir, sin apartar los ojos de Haimya. Pirvan dudaba de que apreciara su belleza. Era más probable que vigilara la mano de empuñar la espada.

Después Haimya cayó sobre las pieles y mordió una de ellas para evitar aullar de risa.

—¿Qué es tan divertido?

—Pirvan, ¿vas a ingresar en la caballería? —preguntó, ahogando unas cuantas carcajadas antes de sentarse.

—He dejado a los ladrones y a Istar. Los caballeros son un lugar donde puedo hacer algo de lo que sé hacer bien, y que beneficiará a otros. Si eso no es razón suficiente para que me acepten, que caiga sobre su conciencia.

—Muy bien. Y tanta más razón para que Niebar espere toda una hora. Tanto tiempo plantado bajo el frío le hará practicar la austeridad o alguna otra de las virtudes caballerescas.

—¿Ah sí?

—Pirvan, el entrenamiento de un caballero exige a un hombre ser célibe como mínimo durante un año —repuso ella, llevándose una mano a los cordones de su túnica.

Esta vez, cuando Pirvan dijo «Ah sí», fue en un tono muy diferente.