Pirvan salió del arroyo y se puso su taparrabos de piel sin curtir.
—Necesito empalmar los sedales antes de poner el cebo —dijo gritando a Haimya—. Puedes bañarte todo el tiempo que quieras.
—Gracias —gritó ella por encima del hombro—. ¿Crees que podemos intentar hacer jabón, cuando acabemos con la trampa para peces?
Sin esperar respuesta, se despojó de su ropa, que consistía en un taparrabos parecido al de Pirvan y una tira de piel sin curtir atada alrededor de su torso, y corrió hacia el arroyo. Su cabello era un embrollo recortado y enredado, su piel estaba casi tan oscura como la de Jemar el Blanco por el sol, el polvo y la grasa, sus costados estaban más flacos de lo que Pirvan había visto en ella antes y le pareció la mujer más hermosa del mundo.
En cuanto a él, Pirvan, había empezado con una piel y un cabello más oscuros, por lo que en casi un mes que había pasado en la jungla no había cambiado tanto su aspecto. Había adelgazado, aunque no es que tuviera mucho peso que perder, el brazo le dolía cuando el día era húmedo (lo que significaba casi siempre) y nunca se había sentido mejor en toda su vida.
Se alejó del arroyo mientras Haimya se zambullía, describiendo un grácil arco pálido recortado contra el agua verde que acabó en un chapoteo plateado. Ninguno de ellos se sentía turbado por «estar cerca» como tenían que hacer para sobrevivir, pero a veces un velo caía sobre los ojos de Haimya o incluso sobre todo su rostro. Pirvan respetaba esos momentos y mantenía sus ojos y sus pensamientos en orden.
Gerik había dejado un vacío en Haimya, y era posible que nunca se llenara. En parte se debía a que hubo un gran amor imperecedero entre ambos, y en parte también a que Haimya no podía perdonarse por haber matado a Gerik por negligencia. La muerte de Gerik le había arrebatado algo a su sentido del honor, y sólo el tiempo (si acaso) podría devolvérselo.
Pirvan, por otra parte, sabía exactamente qué quería de la vida. Había un lugar en su interior que nunca se llenaría si no lo llenaba Haimya…, tanto si lo hacía dentro de un año como de cincuenta años, cuando todo lo que les quedase fuera cuidarse mutuamente.
El camino que ascendía desde el arroyo se bifurcaba. Pirvan se dio cuenta de que había tomado el ramal derecho sólo cuando vio la montaña partida, con la mitad del cono desaparecida. Se detuvo para ver cómo la vegetación se recuperaba de la ola que había rugido río abajo, ahogado a la mayoría de los hombres de Synsaga y aplastado casi todos sus barcos hasta convertirlos en leña menuda.
Gran parte del terreno estaba aún desnudo y gris a lo largo del río. La ola debía haber restregado buena parte de las orillas hasta dejar la roca pelada. Este tipo de poder probablemente explicaba también por qué Pirvan y Haimya no habían visto ni oído a otro ser humano desde la noche en que se desplomó la montaña.
El ramal que realmente quería tomar Pirvan era el de la izquierda, que conducía al árbol hueco donde encendían el fuego. Cocinar lo que podían comer y ahumar el resto había enriquecido su dieta con carne y pescado, aunque los frutos secos, las raíces, la fruta e incluso las orugas comestibles aún desempeñaban su papel. (Pirvan no había creído que cierta clase de fruto seco, una raíz dulce y orugas ahumadas fueran una buena comida, pero Haimya le había demostrado lo contrario).
Se volvía hacia el ramal izquierdo cuando un hombre se plantó en medio del camino.
Pirvan llevaba una lanza (el arco lo tenía Haimya, por si necesitaba defenderse o arponear un pez). La alzó con la velocidad del rayo, dispuesto a arrojarla, antes de saber algo más que el hecho de que el hombre estaba donde no debería haber nadie.
Entonces el hombre se echó a reír y Pirvan lo reconoció.
—¡Hermano Alatorva! Has aprendido mucho sobre moverse en silencio desde la última vez que nos vimos. No he oído ni una sola pisada.
—Tú has olvidado mucho sobre escuchar, hermano Pirvan —replicó el hombretón. Parecía más curtido por la intemperie e incluso más velludo de lo normal, pero bien alimentado y vestido con el atuendo y la armadura de un bárbaro del mar. Su espada, sin embargo, era su vieja y familiar hoja.
—Bienvenido, de todos modos —dijo Pirvan—. Supongo que será demasiado esperar que hayas venido solo.
—Aquí, a este camino, sí, pero el resto de mi grupo está al pie de la ladera. En cuanto limpiamos los restos de los piratas de Synsaga, los que no habían muerto en la inundación o huido en los barcos supervivientes, nos dividimos en grupos de desembarco y empezamos la búsqueda en serio.
—¿Cuándo habéis llegado?
—¿Por qué no volvemos al campamento, tú me cuentas tu historia desde el principio y luego yo te cuento la mía?
Eso era juicioso, ávido como estaba Pirvan por descubrir qué le había sucedido al Copa de Oro. El atuendo de bárbaro del mar hablaba de más tratos con Jemar el Blanco, y Alatorva estaría abatido si Eskaia o Tarothin hubieran muerto, pero lo demás Pirvan sólo podía adivinarlo.
Los dos hombres llegaron a la bifurcación otra vez en el momento en que Haimya subía por la cuesta. Iba vestida de luz del sol y gotas de agua, y Alatorva se ruborizó y desvió la mirada.
Además murmuró: «Siento tener que arrastraros de nuevo al mundo» en voz bastante alta para que Haimya lo oyera. Al punto, la mujer cogió un palo y se lo tiró, de modo que se estrelló contra el casco del hombre.
—¿Qué diab…? —gruñó.
—No es lo que crees —dijo Pirvan—. Ahora discúlpate con la dama o te pegará con un palo más grande en un lugar más importante que la cabeza.
—Imploro vuestro perdón —dijo Alatorva, sin conseguir controlar su expresión, pero mirando hacia otro lado mientras Haimya acababa de vestirse.
—Concedido. —Ella se pasó los dedos por el cabello, lo que sólo distribuyó el desorden de otro modo—. Si nos vamos de aquí, no hay razón para escatimar la hospitalidad. Tenemos comida para todos tus camaradas e incluso para ti, a menos que comas más de lo que recuerdo.
—Gracias, pero vivimos de lo que cazamos desde que desembarcamos. Empiezo a añorar un poco de carne salada auténtica y galletas de mar otra vez.
Pirvan y Haimya intercambiaron miradas que sugerían que Alatorva estaba loco y fueron a recoger lo poco que no querían dejar atrás.
Sólo la montaña en ruinas donde los dos dragones habían muerto se erguía ahora sobre las brumas del golfo del Cráter. Jemar dejó de mirar la orilla y estudió su flota.
Salían del golfo en formación de combate, navegando a vela para aprovechar la brisa marina y ahorrar fuerzas a los hombres para cualquier combate futuro. Jemar no creía que hubiera mucho peligro de eso. Los minotauros pondrían mucha agua por medio y lo mismo harían los tres barcos de Synsaga que habían sobrevivido a la ola que bajó rugiendo por el río cuando la montaña se hundió. Algunos de los supervivientes hambrientos capturados por los grupos de desembarco de Jemar hablaban de un cuarto barco, y sin duda algunas almas valientes se dirigían hacia su muerte en pequeñas embarcaciones.
Tanto la misión como la lucha habían acabado. Lo que quedaba eran principalmente asuntos que era mejor dejar a los clérigos, y Jemar podía hacer muy poco acerca de gran parte del resto. (Bueno, podía rezar por Pirvan y Haimya, ¡si pudiera estar seguro de a quién dirigir sus oraciones!).
Había un asunto que le importaba mucho y que, por lo tanto, estaba en sus manos solucionar. Había hecho traer su silla de mando a cubierta y luego mandó un mensajero diciendo que deseaba hablar con lady Eskaia y la esperaba a su conveniencia.
En su lugar, lo siguiente que vio fue a Eskaia dirigiéndose hacia él. Iba vestida como los bárbaros del mar, con una chaqueta ligera encima de la camisa. Jemar se preguntó si había regalado una de las túnicas cortas que prefería durante un par de días, hasta que las quemaduras del sol le aconsejaron otra cosa.
La echaría de menos de un modo que nunca había esperado con una mujer, y Shilriya lo mortificaría con ello aunque aceptara la oferta que pronto le haría él. Pero no había reclamado sus derechos de compromiso, por lo que no había impedimento para liberarla de una promesa que la honraba, pero que él no podía aceptar en conciencia.
—Deseaba veros, creo, tanto como vos a mí —dijo ella. Como sólo había una silla, se sentó en el puente, con las piernas cruzadas y tan cómoda en aquella postura como si fuera un marinero desde hacía años. Jemar tuvo que apartar la vista brevemente para lograr la compostura suficiente para hablar.
—Mi señora… No, dejadme llamaros por ese título hasta que haya acabado lo que quiero decir. Me hicisteis la oferta más generosa si llevaba mis barcos al sur para rescatar a vuestros amigos. Eso lo he hecho. Están tan a salvo como pueden, al menos de cuerpo. Su espíritu… está en manos de los dioses. Pero he cumplido mi trato. Lo que quiero decir…, lo que debo decir… —Inspiró profundamente antes de proseguir—: No aceptaré vuestra parte del trato. Sois libre de volver a Istar, sin obligaciones conmigo ahora o nunca más.
Un silencio descendió sobre el mar, en el que parecía que incluso los crujidos de la madera y el suave gemido de la brisa en las jarcias se habían acallado y escuchaban. Eskaia levantó la vista y Jemar vio que tenía lágrimas en los ojos.
—¿Es una… orden? —La última palabra fue casi un sollozo.
—No. Es un… regalo, podría decirse, si deseáis aceptarlo.
Ella se puso en pie, se acercó a él y se sentó en su regazo. En lugar de abrazarlo, cruzó los brazos sobre su propio pecho.
—Bien, no acepto ese regalo. Lo que deseo es que completemos el trato. Jemar, ¿tengo que ponerme de rodillas y suplicarte que te cases conmigo?
Jemar tardó un rato en convencerla de lo contrario, con las manos y los labios, ya que las palabras se negaban a salir. Se estaba recobrando del tercer beso cuando vio que tenían espectadores.
—¡Tarothin! Hechicero, ¿qué haces aquí?
—Ah, subí a cubierta y… —Inspiró profundamente—. Creó que podía ser necesario, para impedir que uno de los dos arrojara al otro por la borda.
—Si alguien va a ser arrojado por la borda, Tarothin, eres tú —dijo Eskaia con firmeza.
—Te lo prohíbo —dijo Jemar.
—¿Quién eres para prohibir…? —empezó a decir Eskaia, luego se echó a reír—. ¡Se diría que ya estamos teniendo nuestra primera discusión! —Los hombres se unieron a las risas.
—Creo que ahora puedo bendecir esta boda —dijo Tarothin—. Eskaia, tendré que lamentar la pérdida de un clérigo, como tú podías haberlo sido. Pero supongo que serás incluso más ferviente como mujer de un pirata…
—Dama de un bárbaro del mar —respondió la pareja al unísono.
—Dama de un bárbaro del mar —se corrigió Tarothin—, mejor de lo que habrías sido como clérigo. Aunque de las bendiciones de tu padre hacia esta boda, de eso no estoy tan seguro.
—Sin duda la bendecirá si celebramos una segunda ceremonia en Istar o algún otro lugar al que él pueda ir —dijo Eskaia—. Y la bendecirá varias veces más cuando los barcos de Jemar protejan a los de la Casa Encuintras de piratas y minotauros merodeadores.
—¿Y cuándo empezará eso? —preguntó Jemar, enarcando las cejas mientras luchaba por contener la risa.
—En cuanto se consume el matrimonio —dijo Eskaia escrupulosamente— y desde ese momento durante el resto de nuestra vida.
—No había pensado en recibir tu dote —dijo Jemar—. Pero tampoco en pagar el precio de una novia.
—Hay muchas cosas en las que no habías pensado —respondió Eskaia—, pero comprende que eso es normal cuando un hombre está enamorado de una mujer.
—¿Ése era el plan? —preguntó Jemar, besándola con suavidad en la frente. Luego le acarició las dos mejillas con las yemas de los dedos.
—Incluso una joven doncella como yo lo vería, amor mío —dijo en voz baja.
Después se echaron a reír, porque Tarothin se estaba ruborizando. Su risa se extinguió cuando miraron por encima de él, hacia proa, donde se erguía la esbelta silueta de Haimya, con el casquete dorado de su cabello ensortijado por el viento.
Una silueta más esbelta y oscura se dirigía hacia ella. Jemar y Eskaia volvieron a mirarse, luego se dirigieron ambos a Tarothin, lo obligaron a darse media vuelta y a que los acompañara hasta el camarote del centro del barco.
Pirvan se deslizó al lado de Haimya y miró hacia la ola de la proa que se curvaba sobre el ariete, al infinito horizonte marino. Tal vez el océano no era tan malo, estando de un humor tan apacible. Pero el recuerdo de sus otros estados de ánimo lo acompañaría cada vez que oliera agua salada.
—Eso no parecía una despedida —dijo Haimya con voz distante.
Pirvan se preguntó brevemente qué quería decir y luego miró hacia atrás, a Jemar y Eskaia que se abrazaban.
—Ahora todavía lo parece menos.
—Es lo que esperaba. Confiaba en ello.
—¿Qué harás ahora? —preguntó Pirvan.
—Sin duda puedo enrolarme a las órdenes de Jemar —respondió Haimya, encogiéndose de hombros—. Ser una guerrera bárbaro del mar a su servicio es mejor que muchos otros destinos que podrían ser el mío. Quizás incluso lo considere parte de su regalo a Eskaia, encontrarme una dote y un marido.
Varias preguntas acudieron a la mente de Pirvan; las mantuvo todas lejos de sus labios.
—Me temo que no puedo aceptar semejante regalo —dijo Haimya—. He ganado casi todo lo que tengo limpiamente. No será tan difícil hacerlo otra vez. ¿Tú regresas a Istar?
—Tal vez, pero si voy no será por mucho tiempo. He dicho que quizás abandone el trabajo nocturno. Además, es posible que no tenga elección. Ahora me conoce mucha gente en Istar que no puede permitirse el lujo de tolerar ni al más moderado de los ladrones.
—Te lo preguntaba porque Gerik tenía parientes. Una hermana, por lo menos; se casó con el heredero de un mercader y creo que tienen hijos.
—La Casa Encuintras puede hacer más por ellos que yo —le recordó Pirvan.
—Si lo desean. Eskaia se aseguraría de que lo deseen, si volviera a Istar. Pero la ciudad quizá nunca vuelva a verla. Tampoco había nadie de la Casa Encuintras allí cuando Gerik murió.
Pirvan comprendió adonde quería llegar. Haimya tenía miedo de enfrentarse a los parientes de Gerik, cuando se vio con sangre en las manos. Era la primera vez que la veía huir de la batalla… y, en su situación, él habría hecho lo mismo.
—Lo que pueda hacer, lo haré —dijo. Puso una mano sobre la de ella—. Yo también temo que ha llegado la hora de que nos separemos.
Ella alzó una mano y cubrió la del ladrón. Cuando se volvió hacia él, su rostro era una máscara inexpresiva… exceptuando los ojos.
—Sí, por ahora es mejor que te alejes. Pero no demasiado, amigo mío, de modo que pueda encontrarte si quiero volver a verte.