Hipparan no era uno de esos dragones con el don innato de percibir la magia en una cueva profunda bajo una montaña a través de medio mundo. Tampoco había encontrado el tiempo, en las escasas décadas que había pasado en el mundo antes de caer en el sueño de los dragones, de aprender ese arte, si es que podía aprenderse, como dudaban algunos dragones de más edad.
Pero la magia que percibió ahora ardía como un fuego en la hierba seca. O al menos su origen lo hacía; neutral, pensó, pero con un aura de peligro a su alrededor. El mal titilaba como una hoguera de campamento bajo el aguacero del día anterior, cerca de la fuente neutral.
Y muy lejos, pero acercándose, estaba el Dragón Negro, una sensación familiar y en cualquier otro momento no mal acogida. Nunca había oído que un dragón cambiara de bando, del Mal al Bien o incluso a la Neutralidad, pero parecía probable que el Negro no hiciera nada malo hasta que Fustiar lo obligara.
Cuando remontaba el vuelo, Hipparan confió en que Fustiar no tuviera conjuros capaces de obligar a ningún otro dragón más que al viejo Negro. Pero un mago que podía interrumpir el sueño de los dragones, incluso con ayuda de la Reina de la Oscuridad, era demasiado poderoso para la comodidad de nadie más que su siniestra señora.
Hipparan estaba de acuerdo con Pirvan y Haimya. No lamentaría que Fustiar se cayera en un tonel de vino y se ahogara. Por ahora, sólo podía esperar que al menos la capacidad del mago de formular conjuros se hubiera ahogado en el vino que había bebido y que siguiera así hasta que Pirvan y Haimya estuvieran a salvo, lejos de su alcance.
El dragón se ladeó justo encima de las copas de los árboles para aumentar su velocidad. El viento de su paso arrancó nidos de ave de los árboles, y las madres gritaron su protesta mientras sus crías caían al vacío.
Hipparan percibió la pena de las madres, pero no podía hacer nada por ellas. No les debía nada, y debía mucho a Haimya y a Pirvan (y a todos sus amigos, que Paladine los protegiera).
Sus alas aceleraron su movimiento hasta volar más rápido que nunca, incluso a la mayor altura.
Cuando llegaron al tejado de la torre, a Pirvan le dolía el brazo como si lo hubiera puesto encima del fuego. No se tropezaron con nadie en las escaleras, ni amistoso ni hostil, aunque los ruinosos escalones, las telarañas y el hedor a moho y a formas de vida aún más insalubres fueran amenaza suficiente para ellos, dado su lamentable estado. Varias veces tuvo que detenerse Haimya —para respirar, dijo—, pero Pirvan vio que tenía los pantalones empapados de sangre a pesar del tosco vendaje que había hecho, rasgando la ropa de un pirata muerto.
En el tejado seguían estando solos y Pirvan enseguida comprendió por qué. Allí había más agujeros que piedra o madera. Un paso en falso podía conducirles a una muerte segura, cayendo a plomo en el vacío.
Al menos sería una muerte más rápida que la que les infligirían los piratas que rodeaban la torre. Pirvan esperaba que al menos pudieran obligar a los piratas a que los mataran, pero con su brazo roto y la pierna herida y la fiebre de Haimya, no podía apostar mucho por eso. Las últimas fuerzas que ella había reunido bebiendo poción curativa se habían agotado blandiendo el Quebrantador de Hielo con una habilidad que un Bárbaro de Hielo habría envidiado… ¿y qué había conseguido a cambio?
La muerte de Gerik Ginfrayson, y eso le había arrebatado algo que quizá nunca recuperaría, aunque sobreviviera a aquella noche y cincuenta años más. Él había quebrantado su juramento a Synsaga para defenderla, y ella se lo había pagado matándolo.
Pirvan veía en los ojos de Haimya que en su mente seguiría viendo el rostro moribundo de Gerik mil veces más, hasta que su cerebro ya no lo soportara más o ella pudiera hacer las paces con algo que no era culpa suya y que, en cualquier caso, estaba más allá de todo remedio.
El ladrón apartó con firmeza de su mente la idea de que ahora ella era libre. No aceptaría que se le acercase un hombre en años, quizá nunca. Lo único que podía hacer por ella era guardar silencio y, si llegaba el caso, impedir que muriese sola.
Más antorchas llegaban por el patio de armas en dirección al pie de la torre. Pirvan miró hacia abajo y una flecha subió silbando hacia él, pero se estrelló contra la piedra unos tres metros más abajo. Sin embargo, saltaron esquirlas de piedra y grandes trozos de argamasa en el punto de impacto. La torre tenía que estar a punto de derrumbarse por su propio peso; era incomprensible que hubiera podido sobrevivir a la residencia de Fustiar y más aún a su magia.
Haimya estaba sentada echa un ovillo sobre los restos de la almena, con los ojos inexpresivos como si estuviera inconsciente. Sólo el lento ascenso y descenso de sus hombros y el lento hilito de sangre que manaba de ella indicaban que seguía con vida.
A cada paso y cada momento, el brazo enviaba mensajes de dolor arriba y abajo, hasta que hasta el último rincón de su cuerpo parecía herido. Sería fácil sentarse junto a Haimya, cogerle la mano y esperar a que Fustiar despertase o los hombres de abajo reunieran el valor suficiente para subir a buscarlos.
Eso también abochornaría a los hermanos y hermanas del trabajo nocturno. Los ladrones escapaban o morían de pie, como tejones defendiendo su madriguera.
Las antorchas vacilaron. Volaron varias flechas, pero ninguna acertó ni de cerca el castillo. Parecían disparadas directamente hacia el cielo. Los oídos de Pirvan parecían rellenos de lana, pero oyó gritos de alarma.
El Dragón Negro volvía, naturalmente. Los hombres se retirarían, pero eso no cambiaría nada. El Dragón Negro y su amo mago acabarían el trabajo de aquella noche…
No fue el Dragón Negro quien se precipitó desde la noche, sino Hipparan. Parecía haber duplicado su tamaño desde la última vez que lo habían visto, sus alas ocupaban el cielo y su cuerpo era más largo que la anchura de la torre.
¿Magia, crecimiento natural o ilusión? Ilusión, se preguntó Pirvan cuando Hipparan desplegó las alas para detenerse en pleno vuelo y luego posarse cuidadosamente sobre el tejado. No todas las piedras que tenía debajo podían soportar su peso por bien que lo distribuyera; algunas cedieron y cayeron dando tumbos en la oscuridad.
—Venid, montad —susurró Hipparan—. Este tejado puede desplomarse o Fustiar despertar, y el Dragón Negro se dirige hacia aquí.
Haimya lo miró fijamente en silencio por un momento, hasta que Pirvan creyó que tendría que abofetearla o arrastrarla. Se preguntó a qué dios debía rezar para evitarlo.
Sus temores cesaron cuando Haimya se puso en pie dolorosamente.
—Debo atar a Pirvan —dijo. Su voz podía haber sido de un cadáver vendado en una tumba de mil años de antigüedad—. Tiene el brazo roto.
—Date prisa —dijo Hipparan.
Los primeros movimientos de Haimya eran también cadavéricos, pero sus manos no eran menos diestras que antes. En un momento, Pirvan estaba tan firmemente atado como un niño bárbaro a la espalda de su madre. No vio a Haimya atarse al arnés, pero sí notó el tirón y el efecto de vacío en el estómago cuando Hipparan remontó el vuelo.
Lo último que vio fue la torre, ahora rodeada de antorchas, alejándose bajo sus pies.
Hipparan sabía menos de lo que habría deseado sobre las heridas y enfermedades humanas, y mucho menos aún sobre cómo curarlas, aunque en un tiempo hubiera dominado varios conjuros curativos y leído bastante sobre el tema en los libros de conjuros menos secretos de Tarothin.
Este modesto conocimiento fue suficiente para indicarle que Pirvan y Haimya no sobrevivirían a sus heridas si no recibían los cuidados necesarios. Quizá tan sólo necesitaran descanso y buena comida dispensada cada día por manos serviciales durante varias semanas, bien a bordo del Copa de Oro o bien en un castillo señorial como había sido hacía mucho tiempo el que acababan de dejar atrás.
Pero solos en tierra salvaje, apenas capaces de cuidarse mutuamente, estaban condenados. Aunque él se quedara a su lado y los defendiera de sus enemigos, no podía darles los cuidados que necesitaban.
Tampoco podía estar seguro de si debía quedarse a su lado. El Dragón Negro estaba cada vez más cerca y se preguntaba qué podía ocurrir. Hasta ahora Hipparan no había oído la respuesta de Fustiar.
«Que siga así», pensó.
Hipparan volaba a la mayor altura posible sin que sus pasajeros se congelaran, para ver a lo lejos y estar fuera del alcance de las flechas o incluso de las máquinas de asedio. Al no ver ningún peligro inmediato de armas humanas, garras de dragón o magia de hechiceros, descendió describiendo amplios círculos hasta posarse en una colina frente al antiguo volcán.
Había pensado en posarse en aquella erosionada cima, porque el lago ofrecía abundante agua potable y la selva llegaba muy arriba, y estaba repleta de caza y fruta. Pero la roca se desmoronaba y era traicionera, y por encima de la línea de los árboles había pocos lugares a cubierto para dos humanos que no podían moverse con rapidez y sin duda serían perseguidos por tierra y quizá también por el aire.
Hipparan había percibido además un rastro de antigua magia en las profundidades de la montaña. No reconocía nada de ella, pero le pareció que sus amigos estarían mejor lejos de la montaña cuando Fustiar despertara furioso, como el antiguo volcán en erupción.
Las nubes estaban bajas y la niebla se levantaba cuando Hipparan descendió. Tuvo que frenarse hasta quedarse casi suspendido en el aire, a una altura a la que podría alcanzarle un niño armado con una honda. Sondeó el espacio con minuciosidad, inspeccionando la tierra en busca de signos de vida.
No encontró nada más que la vida de la jungla, durmiendo si era diurna, despierta y alimentándose si era nocturna. Nada de ella era humana, mágica o siquiera maligna, y nada de ella parecía interesada en el extraño dragón y la extraña pareja de humanos.
Eso era lo que deseaba Hipparan. Se posó y luego torció el cuello para examinar a sus pasajeros. Haimya estaba dormida o inconsciente. Pirvan estaba despierto pero enrojecido por un principio de fiebre y se mordía los labios por el dolor de su brazo.
Suavemente, Hipparan cortó el arnés del ladrón con dos garras, utilizadas con la delicadeza de agujas de bordar pese a que eran más grandes que las dagas de Pirvan. El ladrón se agarró a la base del ala de Hipparan con el brazo sano y descendió lentamente hasta el suelo.
No fue lo bastante lento para no jadear de dolor. Se sentó sujetándose el brazo roto y contemplando a Hipparan.
—Gracias. Ojalá tuviera cabeza para decir algo más, pero ya has pagado todas las deudas…
—Bueno, bueno, no discutamos sobre eso —lo interrumpió Hipparan—. Si sobrevivimos, ya habrá tiempo para resolverlo. Si no, los muertos no deben nada, o al menos nada que puedan pagar a los vivos.
—Estás animado, ¿verdad?
—Puedo contar los dedos de las garras extendidas ante mi rostro —dijo Hipparan con dignidad—. Ser joven no me convierte en tonto.
—Yo nunca… ¡Ay! ¿Puedes ayudarme a vendarme este brazo?
—Puedo hacer algo mejor —dijo Hipparan con más confianza de la que sentía. Eso atrajo la atención de Pirvan, e Hipparan la mantuvo explicándole su intención de curar a los humanos.
—Al menos lo suficiente para que podáis buscar comida y construiros un refugio —añadió—. No soy Tarothin, y sospecho que él tampoco es un consumado sanador.
—Eso —dijo Pirvan— es el tiburón llamando glotona a la morsa.
—No lo dudo —replicó Hipparan—. Ahora, si extiendes el brazo todo lo que puedas…
—No —dijo Pirvan—. Cura primero a la dama. Está herida y enferma, y no nos queda poción curativa.
—Amigo mío, he dicho que no soy Tarothin —respondió Hipparan, haciendo un gesto de negación—. Eso significa que puedo cometer un error. Si deseas la seguridad de Haimya, ¿no deberías ofrecerte como mi primer paciente?
—Como sanador tienes una manera maravillosa de inspirar confianza —dijo Pirvan—. Está bien, hazlo lo peor que puedas.
Hipparan intentó extraer de su memoria y mantener ante sus ojos las palabras de los sortilegios curativos más elementales de Tarothin. Quizá no tuvieran el poder de curar más que ampollas y caspa, pero un principio modesto no debería causar ningún daño aunque no pudiera curar.
El Dragón Negro sabía que su amo estaba despierto cuando llegó a su cubil del extremo opuesto del patio de armas del castillo. Llevaba en sus garras un pequeño ciervo y su llegada, seguida por el hecho de devorar al desafortunado animal, mantuvo a los humanos a distancia. Incluso los que no hablaban parecían más inquietos de lo habitual, y ninguno se acercó lo suficiente para decirle lo que había ocurrido en su ausencia.
Tuvo que acabar su cena, volar por encima de la torre y ver que la creación de Fustiar yacía muerta y el hacha que llevaba había desaparecido. El dragón percibió vagamente dónde había estado el Quebrantador de Hielo, pero parecía haber sido destruido, derretido.
Así es, le respondió mentalmente Fustiar.
Mago, ¿cómo ha ocurrido?
El Dragón Negro escuchó con creciente asombro e intranquilidad, mientras Fustiar le contaba lo mal que había transcurrido la noche hasta aquel momento.
¿Eso es todo?, preguntó finalmente.
¿No te parece suficiente? La furia del mago ardió en la mente del Dragón Negro.
¿Estás seguro de que han dicho la verdad?
Fustiar no respondió. En las partes más íntimas de su mente, donde el mago no podía llegar, el Dragón Negro se preguntó si la furia del mago no había vuelto tontos de miedos a los guardias. Habían fracasado, pero convertirlos en bobalicones no arreglaría las cosas.
No importa —dijo Fustiar con calma—. Su fracaso no puede durar. Deben ser castigados.
Es el derecho de Synsaga…
—¡Synsaga no tiene ningún derecho sobre mi!, gritó Fustiar. El Dragón Negro lo oyó tanto en su mente como con lo que quedaba de su audición normal. Esperó que ninguno de los humanos hubiera oído aquellas palabras, previendo los problemas que tendrían si llegaban a oídos de Synsaga. Había ejecutado prisioneros y esclavos por orden de Fustiar o de hambre. Aún tenía que derramar la sangre de un hombre libre que hubiera jurado lealtad al jefe de los piratas.
¿Cuáles entonces tu deseo?, preguntó el dragón.
¡Matarlos, lagartija superdesarrollada!, fue la respuesta, no tan inesperada.
¿A todos?
Sí. Si no mueren ahora, tú morirás solo y sin objetivo. ¿Es ése tu deseo?
El Dragón Negro echó la cabeza hacia atrás y profirió un grito angustioso hacia el cielo nocturno. El cielo engulló su grito, pero no le devolvió una solución a su problema.
No exactamente. Vio que había sobresaltado a todos los hombres que rodeaban la torre y que ahora se movían. Unos corrían y otros de éstos se dirigían hacia la puerta o las partes escalables de las ruinas.
El dragón se extrajo una de las costillas del ciervo de entre los dientes, se irguió sobre sus cuartos traseros y emprendió el vuelo. Si los hombres corrían lo suficiente, él tendría todas las excusas para no perseguirlos. Fustiar difícilmente podía desear una guerra abierta con Synsaga a causa de una matanza pública de piratas. Si aquellos mudos no corrían, el dragón no tendría escrúpulos en esparcir sus restos por todo el castillo; de todos modos, nunca le habían gustado.
El Dragón Negro se elevó por encima de la muralla y describió un círculo para volver a la torre, echando una ojeada al tejado para ver si quedaba alguien allí arriba. Estaba desierto y más ruinoso que antes.
Viró bruscamente, sintiéndose más fuerte que casi nunca desde que Fustiar lo despertara. La vida era preciosa; no renunciaría a ella fácilmente, aunque el precio fuera la vida de unos cuantos humanos.
¡Pero la próxima vez que estés demasiado borracho para matar por ti mismo, no me pidas que lo haga yo!, le ladró a su amo.
Haimya despertó sin sufrir dolor y pensó que estaba muerta. O prisionera, y que Fustiar la había curado para darle un destino más duradero y terrible que morir de fiebre o por la pérdida de sangre.
Después advirtió que no sólo no sufría ningún dolor, sino que tenía hambre. Estaba hambrienta, estaba casi desnuda, envuelta en una manta y tendida en una cama de hojas y ramas.
Era un estado posible para una cautiva, en particular el hambre. No obstante, parecía hallarse al aire libre, por el olor de la selva que la rodeaba y por el cielo. Alguien se movía muy cerca de ella y volvió la cabeza para ver quién era.
Cuando lo hizo, alguien se arrodilló a su lado. Reconoció a Pirvan, que le tendía un cuenco hecho con la mitad de un coco gigante partido burdamente.
No se sorprendió de sentir náuseas y casi atragantarse con el primer sorbo. Pirvan le dio unas palmaditas en la espalda —con la mano izquierda, no pudo dejar de advertirlo— y volvió a tenderle el cuenco.
Esta vez se lo acabó sin sufrir ningún percance, aunque sin prestar atención a lo que hacía. No podía apartar los ojos de Pirvan, que utilizaba las dos manos como si nunca lo hubieran herido.
No, eso no era exacto. Seguía prefiriendo la mano izquierda, pero utilizaba la derecha más incluso que un diestro. Lo vio una vez frotarse el brazo izquierdo con suavidad y lo oyó suspirar.
Pero tenía dos brazos de nuevo. Haimya se sentó, sujetando la manta a su alrededor, y meneó la cabeza. Se sentía como si despertara de un largo y profundo sueño después de un banquete de excelente comida y vino en la mejor de las compañías. No, eso tampoco era exacto. Su estómago retumbaba demasiado fuerte para haber estado lleno en ningún momento de los últimos… ¿cuánto tiempo? Se sentía como si no hubiera comido nada en un mes.
Pero la confusión mental, los dolores y la fiebre habían desaparecido. Aún tenía la pierna rígida, pero cuando la palpó, no sangraba, apenas le dolía y, en lugar de una herida abierta, sólo tenía una cicatriz fruncida.
No sería la primera, y en cualquier caso ya no necesitaba preocuparse por su aspecto. Mientras no la hiciera ir más despacio, podía volver al campo de batalla, quizá no con su antiguo rango entre los mercenarios, pero con todas las perspectivas de vivir bastante bien hasta que se le acabara la suerte.
—Pirvan, creía que de magia sólo sabías tu conjuro y que no te quedaban fuerzas para… —empezó a decir.
Pirvan se echó a reír. Lo mismo hizo, en la oscuridad que tenía detrás, alguien mucho más grande.
—¿Hipparan?
—Si os puse en peligro a ti y a Pirvan, lo siento. Pero me parece que la curación ha sido lo bastante buena y que el peligro…
Haimya se levantó, sin preocuparse de la manta, y contempló a Hipparan. Lo único que distinguió fueron sus ojos, pero la mirada de la mujer los hizo bajar.
—¿Tú nos has curado? —Sintió que su juicio había disminuido hasta ser comparable al de una niña, al igual que su dominio de la lengua común.
—Me pareció el camino menos peligroso —empezó a decir Pirvan, pero Hipparan lo interrumpió.
—Déjame contarte algo de mí mismo. No tenemos mucho tiempo y quizá no pueda estar con vosotros mucho tiempo más.
Haimya necesitaba conocer el significado exacto de estas últimas palabras. Aceptó el consejo de Hipparan y escuchó en silencio. En algún momento del relato, Pirvan se sentó a su lado y ella apoyó la cabeza en el hombro del ladrón, un lugar que le parecía muy natural.
—Ahora debo volar —concluyó Hipparan—. El Dragón Negro ha ido a despachar a los guardias de su torre.
—¿Los ha matado? —preguntó Haimya con preocupación.
—Eso es lo que percibo —dijo Hipparan—. Quizá sólo pretende asustarlos, pero debo comprobarlo.
Pirvan hizo la pregunta que Haimya no se atrevía a formular.
—¿Y a luchar con él?
—Si ha habido muertes y no hay otra manera de detenerlas… —respondió Hipparan.
Haimya no replicó con palabras. Se puso en pie de un salto, notó que la pierna la sostenía como si no hubiera recibido ninguna herida y corrió a abrazar a Hipparan. Sabía que era ridículo llorar sobre las escamas de un dragón cuando había un hombre decente cerca con un hombro acogedor, pero no pudo evitarlo.
Además, comprendió que era justo cuando sus sollozos remitieron. Pirvan estaba allí y seguiría allí. Hipparan iba a la guerra… por el Bien, por sus amigos y lo que les debía, quizá por nada más que poder dormir profundamente de noche.
—Que Paladine y Kiri-Jolith… te protejan, amigo mío —dijo por fin Haimya.
Pirvan puso una cara como si le hubiera robado las palabras que iba a pronunciar y después esbozó una sonrisa. La rodeó con un brazo, ella no se resistió y así permanecieron mientras Hipparan desplegaba las alas, salía al aire libre y saltaba hacia el cielo nocturno.
Hipparan ascendió cuanto pudo sin meterse entre las nubes. Quería apartarse de las cimas montañosas, utilizar todos sus sentidos, con la ventaja de la altura si la situación exigía luchar.
Esperaba que no. El placer que había sentido al curar a Pirvan y Haimya le había hecho comprender que no tenía alma de guerrero. Podía luchar, y lo haría, con la fuerza de su juventud, que debería proporcionarle la ventaja, aunque poca experiencia aderezaba esa fuerza.
Pero si el Dragón Negro seguía sin darle motivos para luchar, no habría lucha.
Hipparan se situó a gran altura sobre la torre, desde donde vería al Dragón Negro ascender hacia él antes de que su vista lo alcanzara. Así estaba al alcance de los conjuros de Fustiar, pero creía tener fuerzas suficientes para tratar con el mago.
Serían conjuros contra la torre. La curación había sido una aventura hacia lo desconocido, pero no físicamente agotadora; trabajar en humanos sin defensas mágicas no constituía un excesivo desgaste para un dragón adulto.
Conjuros. Quizá volver sólida la torre, de modo que Fustiar se quedara sepultado en el interior. Quizá aflojar piedras de la base, de modo que el propio peso de la torre hiciera caer el resto encima de su maestro.
Quizá…
Incluso a la altitud a la que se encontraba Hipparan, los gritos de los hombres moribundos llegaron a sus oídos.
El Dragón Negro se lanzó en picado sobre un hombre que se agarraba desesperadamente a una empinada cara de un sillar caído. En lugar de utilizar su mortífero aliento o un conjuro, se limitó a azotar con la cola al hombre cuando pasó junto a él.
La cola golpeó el espinazo del hombre como una viga del techo al caer. El infeliz se convulsionó, prácticamente doblado en dos hacia atrás, con los ojos y la boca muy abiertos, pero sin emitir sonido alguno. Después, con el blando aspecto de las gachas, resbaló de la roca y se quedó inmóvil.
El Dragón Negro se elevó y describió un círculo cerrado alrededor de la torre, con las alas casi verticales. La antigua alegría del combate circuló por su interior por primera vez desde que despertara, proporcionándole unas fuerzas que no recordaba poseer desde su juventud. Así era cuando volaba con los ejércitos de los Dragones de la Reina de la Oscuridad. Así podía volver a ser, si él servía a Fustiar.
Tuvo un par de pensamientos extraviados de que aquel estado mental era demasiado útil para el mago como para ser natural. Pero los pensamientos desaparecieron con la misma rapidez con que se habían presentado. El Dragón Negro lanzó su grito de guerra cuando vio los cuerpos exánimes esparcidos por el patio de armas. Apenas uno de los mudos había escapado, y cuando la alegría del combate lo embargó, mató incluso a los piratas con menos reticencia que antes.
Dio dos vueltas más por el puro placer de poder volar de nuevo al combate. A la tercera, vio a un hombre en pie al final de las escaleras de la torre. Interrumpió su círculo y se dispuso a utilizar su aliento contra un hombre que se erguía donde no debería haber nadie.
Justo a tiempo, reconoció a Fustiar.
Con gran cuidado, un escalón tras otro, el mago bajó las escaleras. Sobre el hombro llevaba otro Quebrantador de Hielo. El dragón intentó recordar si había más, pero creía que Fustiar había dicho en una ocasión (como siempre, estando borracho y sin hablar con mucha claridad) que había conjurado sólo dos de la máxima potencia, que contenían toda la magia que había empleado en ellos.
Uno parecía yacer hecho pedazos en una torre que probablemente no tardaría en desplomarse y enterraría sus fragmentos bajo las piedras. Fustiar debía huir de la costa del golfo del Cráter en busca de un nuevo refugio y un nuevo aliado, y recursos para perfeccionar la construcción de Quebrantadores de Hielo.
Si se resistía a huir, el Dragón Negro procuraría convencerlo de que lo hiciera. Si Fustiar se negaba a huir tendría que quedarse y afrontar la ira de Synsaga, o huir dejando atrás a un amo al que había prestado juramento. La Reina de los Dragones no veía con buenos ojos esta última opción.
Tal vez lograra convencer a Fustiar de que le concediera plena libertad para enfrentarse a la compañía entera de Synsaga. Era un pensamiento agradable y el Dragón Negro sintió que su pulso se aceleraba y sus ojos se enturbiaban de excitación. Su ardor guerrero no se había consumido por completo, y si el combate apenas acababa de empezar…
El dragón se posó al pie de las escaleras justo cuando Fustiar llegaba allí. Después extendió una garra delantera para impedir que su amo cayera por el peso de los años, el vino, el cansancio y el Quebrantador de Hielo. Con la otra garra delantera cogió por un pie a la criatura guardiana muerta y la lanzó como una rata muerta hacia las sombras.
—Bienvenido, amigo mío —dijo Fustiar, en voz alta y en lengua común. Nunca había preguntado por el nombre del Dragón Negro. Éste tenía dignidad suficiente para no revelar dicha información, ni siquiera a su amo mago al que lo ligaba un juramento.
—¿Viajaremos esta noche? —preguntó el dragón—. El castillo es tuyo, y todos los que han traicionado su confianza están muertos o han huido más allá de mi alcance. ¿Debo perseguirlos?
—Mmmmm —exclamó Fustiar, una palabra que el dragón no reconocía y que desde hacía tiempo sospechaba que no era ninguna palabra—. Iremos al sur. El Quebrantador de Hielo, mis libros y yo.
Por primera vez, el Dragón Negro vio que Fustiar llevaba una bolsa de cuero colgada a la espalda. Por lo que abultaba, debía estar llena y, si contenía libros, debía ser pesada.
—No tengo silla de montar o arnés —dijo el dragón—. Quizá debería obligar a retroceder aún más a nuestros enemigos e incluso atacar su campamento. Después podrás construir un arnés adecuado y estar listo para cuando regrese.
Era una petición educada pero condenada al fracaso desde el principio; el dragón lo supo en el acto. Fustiar cayó sobre las manos y las rodillas y vomitó una gran cantidad de algo que olía peor que los cadáveres. Sería un regalo de Takhisis que pudiera abrocharse un par de sandalias.
—Muy bien —dijo el dragón—. Aguanta. Llevaré el Quebrantador de Hielo en una garra y a ti y tu saco en la otra. Pero no iremos lejos hacia el…
—Sur —dijo Fustiar—. Su… sur.
Eso tenía tanto sentido como todo lo demás que el Dragón Negro había oído aquella noche. También tendría sentido detenerse en cuanto se alejaran del golfo del Cráter para construir el arnés y permitir a Fustiar vaciar el resto del vino que contenía su cuerpo.
Sin embargo, no confiaría su plan al mago.
El último trueno de las alas del dragón se había desvanecido hacía tiempo en la noche. Los ruidos nocturnos de la jungla regresaban. Pirvan aplastó un insecto que zumbaba junto a su oído, volviendo a hallar placer en ser capaz de hacerlo de nuevo con la mano izquierda.
Después empezó a rebuscar en las mochilas para ver lo que quedaba, tan cerca del final de su misión. No el peligro —el Dragón Negro o los hombres de Synsaga aún podían acabar con ellos—, pero ahora sólo debían preocuparse de seguir vivos. Gerik Ginfrayson ya no podía ser rescatado, sabían tanto sobre Fustiar como probablemente averiguarían nunca y la vida parecía de pronto mucho más sencilla.
Además, la curación quizá no fuera suficiente para mantenerlos vivos aunque nadie los persiguiera. Tendrían que montar un campamento secreto o, mejor aún, varios, preparar trampas para la caza menor y sedales de pesca para los arroyos de la montaña, buscar frutas y raíces comestibles, y todo lo que fuera necesario hasta que llegaran sus amigos. Probablemente tardarían un tiempo en encontrarlos en aquella espesa jungla olvidada por todos los dioses a los que nadie se molestó nunca en rezar.
—Pirvan —dijo Haimya—. ¿Estás tan curado como pareces?
—Yo podría preguntarte lo mismo.
Ella se irguió sobre un solo pie, el de la pierna herida. Pirvan extendió la mano izquierda y sujetó ese pie. Después Haimya se retorció, desequilibrándose ambos. Cayeron uno al lado del otro sobre el lodoso suelo y estallaron en carcajadas.
—No creía… que no volvería a reírme —dijo Haimya—. No tan pronto. Gerik, perdóname.
«Pedirle perdón cada vez que estornudes no te curará», hubiera querido decirle Pirvan. En su lugar, hizo un mohín con los labios.
—Haimya, me quedaré lejos o cerca de ti, como prefieras. Pero no debes temer nada de mí si permites que me quede cerca.
Haimya parpadeó para contener las lágrimas y se secó la nariz con el dorso de la mano, lo que la dejó con un hocico negro de cerdo.
—Lo que no has dicho es que será mejor que sigamos juntos hasta que nos vayamos del golfo del Cráter. Es verdad. También es verdad que la soldado soy yo, y que debería saber cómo vivir aquí mejor que un ladrón nacido en una ciudad.
—No he nacido en una ciudad, pero en cuanto al resto…
—Entonces lo primero que haremos será reunir el equipo suelto y lo segundo, escondernos —lo interrumpió Haimya, poniéndose de pie con buena parte de su anterior gracia y confianza.
Hipparan vio al Dragón Negro ascender y alejarse de la torre mucho antes de advertir que iba cargado. Distinguió que iba sobrecargado mucho antes de ver que tenía los colmillos y las garras ensangrentados. Y vio la sangre mucho antes de reconocer el olor de la sangre humana coagulada y comprendió que la carga era Fustiar en una garra y un Quebrantador de Hielo en la otra.
—¿Pelearemos? —gritó el Dragón Negro. Si era un desafío, fue formulado con tanta educación que Hipparan supo que podía rechazarlo.
Si lo hacía, los dos únicos dragones despiertos en todo el mundo no lucharían.
Al menos, no en aquel momento. Pero ¿y más tarde? El Dragón Negro había jurado lealtad a un mago del Mal, y el mago no pensaba renunciar a su pervertida obra. Llenar el mundo de Quebrantadores de Hielo quizás era sólo el primero de sus objetivos.
—Tengo una causa pendiente con Fustiar el Mago —dijo Hipparan—. Eso se lo debo a mis amigos, que han sufrido en sus manos.
—¡Argggh! —exclamó el hechicero. Sus palabras eran casi incoherentes, pero el veneno que destilaban hizo que Hipparan deseara encogerse—. ¡Fue una buena obra, liberar a la mujer de aquel patán! Lo hizo mejor de lo que imagina, aunque echara a perder mi Quebrantador de Hielo. Ahora puede buscar un compañero adecuado. Dime dónde está, pequeño Dragón de Cobre, y haré una oferta por ella. Puede quedarse a mi lado…
Hipparan gritó. El Dragón Negro se encogió y también Fustiar.
—¡Sólo un hombre tiene algún derecho sobre Haimya, y tú nunca serás ese hombre! —rugió Hipparan. Parecía que su furia retumbaba desde las nubes hasta las montañas y su eco volvía a ascender.
Se lanzó sobre Fustiar antes de que el Dragón Negro pudiera bajar la cabeza para utilizar sus colmillos o su aliento, aunque un chorro de ácido resultara inútil, a aquella altura. Fustiar no sólo se encogió, se retorció, gritó… y se soltó de las garras del Dragón Negro.
Ambos dragones se lanzaron en picado detrás del hombre que caía. Hipparan estaba más bajo y el Dragón Negro tuvo que encorvarse para ver a su amo desaparecer en la oscuridad.
Hipparan fue el primero en llegar hasta Fustiar, y entonces ya no le importó lo que pudiera hacer el Dragón Negro. Las garras del Dragón de Cobre se cerraron sobre el cráneo del mago y sus dientes perforaron el cerebro del hombre. Hipparan abrió la boca y un cadáver cargado de libros de conjuros cayó dando vueltas hasta desaparecer de la vista.
Después Hipparan tuvo que contorsionarse bruscamente para evitar la colisión con el Dragón Negro, que caía a plomo sobre él. Amplió la distancia y lo llamó.
—Recuerda, mi disputa es con alguien que está a punto de hacer un agujero en el suelo, no contigo, que vuelas libre y fuerte.
El Dragón Negro respondió con su aliento mortal. El ácido se dispersó con el viento, pero las escasas gotas que alcanzaron el ala derecha de Hipparan le quemaron como si la hubiera metido en una hoguera. Cambió su giro de derecha a izquierda, ya que el otro con toda probabilidad esperaría que girase hacia el lado del ala herida.
Tales ardides prolongaron la batalla entre los dos dragones tanto rato que Hipparan perdió la noción del tiempo y el espacio. Tuvo que mirar una vez hacia abajo para ver que volaban casi encima del lago del cráter de la cima del volcán apagado.
Eso lo tranquilizó y casi también puso fin al combate con la victoria del Dragón Negro. El de más edad se abalanzó sobre Hipparan, rasgándole un lado del cuello con los colmillos y casi atravesando sus escamas hasta llegar a la carne. Hipparan plegó las alas y su peso muerto lo ayudó a soltarse; las mantuvo plegadas hasta que su picado lo apartó del otro.
Eso dio al Negro la ventaja de la altura, pero Hipparan comprendió que quizá no fuera ése el mejor regalo. El Dragón Negro estaba notablemente en forma, para su edad, había sido entrenado para el combate y parecía disfrutar con la lucha. Quizá tenía alguna idea para vengar a su amo, pero lo más probable es que se estuviera probando contra un dragón más joven.
Hipparan no tenía que probar nada y no deseaba matar al otro, salvo que no tuviera otra elección… y no parecía tenerla. Eso y el miedo a conducir al otro dragón hasta Pirvan y Haimya fue lo que único que mantuvo al Dragón de Cobre en la lucha.
En dos ocasiones tuvo que usar su aliento, pero el gas paralizador se dispersó al viento aún más deprisa que el chorro de ácido. El Dragón Negro no dejó de aletear ni un segundo con sus vastas alas, ni atacó con menos seguridad con sus colmillos y garras.
Sólo los dioses podían saber cuál de los dos cometería un error por exceso de confianza. Hipparan recordaba débilmente el peligroso arte de morder el ala, que podía lisiar pero no matar. El Dragón Negro recordó que disponía de otra arma, un legado de su amo muerto. Hipparan exhibiría su destreza y el Dragón Negro, su fidelidad.
Así, Hipparan se lanzó en picado sobre el Dragón Negro y le mordió un ala, mientras el otro rodaba sobre su espalda y blandía el Quebrantador de Hielo con ambas garras. Los dientes de Hipparan se clavaron en el ala izquierda del Dragón Negro al mismo tiempo que el filo del Quebrantador de Hielo se hundía en el cráneo del Dragón de Cobre.
Hipparan murió sin saber que estaba en peligro, pues los conjuros incorporados al Quebrantador de Hielo atravesaron toda su magia con la misma facilidad que su forma física le atravesó el cráneo. El Dragón Negro vivió unos segundos más, lo suficiente para darse cuenta de que los dientes de su enemigo mortal estaban clavados en su ala y que ambos caían del cielo al lago.
La última sensación del Dragón Negro fue chocar contra lo que debía ser agua pero parecía piedra: fría piedra, tan repulsiva como dolorosa para una criatura de las selvas húmedas y cálidas.
Pirvan y Haimya habían agotado la mayor parte de sus fuerzas buscando un escondite. No habían caído en la cuenta de que les proporcionaba una buena visión de la otra orilla del río, en dirección al volcán apagado. Al menos no hasta que empezó el combate aéreo de dragones, cuando lo vieron con claridad y salieron de su escondite hasta donde pudieron contemplarlo.
Pirvan habría dado un imperio por la victoria de Hipparan, un reino por poder a ayudar a su amigo y una respetable baronía por evitar a Haimya la visión de la muerte del dragón. Debía evitar a la persona que amaba más dolor aquella noche.
«La persona que amo».
Lo repitió mentalmente tantas veces que empezó a temer que lo diría en voz alta, lo que rompería su promesa de permanecer justo lo cerca o lejos que Haimya quisiera. Acababa de cerrar con fuerza sus labios cuando la batalla alcanzó su tétrico clímax.
Ambos dragones resplandecían durante su caída mortal, por lo que los espectadores los vieron precipitarse desde el cielo hasta el lago. Después vieron un resplandor procedente del lago que hizo parecer la última luz de los dragones tan pobre como la de una luciérnaga. Un resplandor azul que abrasaba los ojos se derramó por el borde del cráter, y una niebla azul se elevó de él como si el cráter estuviera hirviendo. Luego Pirvan sintió una gélida brisa que no estaba allí un abrir y cerrar de ojos antes y supo lo que estaba ocurriendo.
El lago no hervía, sino que se helaba. Uno de los dragones debía llevar un Quebrantador de Hielo, o quizá Fustiar había formulado un conjuro y el lago del cráter se estaba convirtiendo en hielo.
El hielo se expandió. Al expandirse, el lago empujó las paredes del cráter hacia fuera. Las empujó lo suficiente…
Haimya echó la cabeza hacia atrás y entonó un canto fúnebre al cielo, la montaña, la jungla, quizás a los dioses. Una diosa llorando la muerte de un amante mortal habría lanzado un grito semejante.
Pirvan permaneció inmóvil y en silencio. No podía haberla tocado o hablado ahora más que importunado a tal diosa.
Ella montó una flecha en su arco y la disparó contra las estrellas. A los ojos de Pirvan pareció elevarse hasta perderse de vista antes de empezar a caer, si es que cayó.
Haimya volvió a arrodillarse… y esta vez siguió cantando, hasta que su último aliento salió jadeante de su garganta, y Pirvan tuvo que sostenerla erguida.
Apartaban la vista del volcán cuando oyeron el trueno del dios loco de una montaña al rajarse y desmoronarse.