19

La oscuridad se había extendido hacía rato sobre el océano, pisando los talones a densas nubes. Una fresca brisa ondulaba las largas olas, pero los marineros decían que el viento no olía a tormenta.

El Don de Habbakuk navegaba en círculos, escoltando al Copa de Oro y al Espada del Viento. Los otros tres barcos de Jemar mantenían una discreta vigilancia sobre los minotauros que volvían a casa, habiendo recobrado ampliamente el honor pero con los supervivientes de tres tripulaciones hacinados como pescado salado en el único buque minotauro que no había sido hundido.

Lady Eskaia dio las gracias a Habbakuk por todos sus favores, grandes y pequeños. Sabía que debía estar más agradecida por estar viva, porque el Copa de Oro seguía a flote y a salvo, y porque los minotauros regresaban a su casa, pero la extenuación dejaba fuera de su alcance tanta gratitud o cualquier otro sentimiento intenso. Ahora sabía cómo debía sentirse Tarothin, después de curar durante todo el día y la mitad de la noche, y carecía incluso del consuelo de haberse agotado salvando vidas.

Por lo menos aún estaba en su mano ser una anfitriona digna, aunque bostezara cada cinco palabras y sentía los músculos como si unos ogros gigantes hubieran jugado a la pelota con ella. En el Copa de Oro todavía no escaseaban las provisiones ni el vino, aunque ese día no estaba muy lejos.

Kurulus decía que quizá llegaría pronto si deseaban llegar a puerto sin la garganta seca o el estómago vacío.

Uno de los tres grumetes que había sobrevivido a la batalla y era capaz de mantenerse en pie llevó otra jarra de vino. Eskaia se ocupó de servirlo. Jemar alzó su copa, Kurulus cubrió la suya con una mano y Tarothin se limitó a mirar la suya con expresión ausente, como si la joven realizara un ritual de algún culto desconocido para él.

La decisión sobre lo que debían hacer a continuación estaba en sus manos. Kurulus mandaba ahora el barco de hecho y, si el capitán herido no volvía al puente en dos días, lo haría por derecho. Tarothin quizá no fuera capaz de formular conjuros durante semanas, pero lo que sabía acerca de la magia aún podía salvarlos a todos. Y Jemar…

Jemar estaba como parecía, y parecía de la raza de los campeones casi desde el primer día en que Eskaia lo conoció. Además tenía gracia e incluso ternura, cualidades que los relatos casi nunca atribuyen a los campeones y menos aún a los bárbaros del mar.

—Estamos razonablemente a salvo de los minotauros —dijo Jemar, ensartando una salchicha de la fuente que ocupaba el centro de la mesa. La despensa del camarote de Eskaia había suministrado las salchichas, pero el resto de la comida consistía en patatas y verduras desecadas y una tarta de mermelada y harina que tenían que consumir antes de que la acabaran los gorgojos. Al menos el vino era fuerte; Eskaia estaba segura de no haber bebido más de dos copas, pero le zumbaba la cabeza como si hubiera tomado el doble.

«Será mejor no beber más, al menos hasta que hayamos decidido qué hacer —pensó—, o mejor dicho, hasta que logre convencer a los demás de lo que debemos hacer».

Kurulus gruñó. Parecía demasiado agotado para hablar, pero su gruñido era elocuente y expresaba dudas.

—Jemar tiene razón, y es sobre todo mérito vuestro, mi señora —dijo Tarothin, haciendo un gesto de negación.

—¿Y eso?

—El minotauro que no arrojasteis por la borda es el hijo de Jheegair, uno de los dos cabecillas de nuestros amigos buscadores del honor perdido. O mejor dicho, era uno de los dos cabecillas. Su… socio estaba demasiado malherido para quedarse en el puente, por lo que la voz de Jheegair es la única que todos obedecen ahora. No sólo está en deuda con nosotros por haber luchado con honor y también por haberle derrotado. Su tercera deuda con nosotros es por su hijo. Estoy seguro de que ni él ni cualquiera de sus adeptos regresarán. Más aún, apostaría mi segundo mejor libro de conjuros a que dirá a todos los minotauros que nadie debería atacar al Copa de Oro, a menos que desee que la batalla sea tan dura como lo sería contra los de su propia raza.

Los refunfuños de Kurulus indicaron que Tarothin podía apostar todos los libros de conjuros que quisiera, pero que él y su tripulación estarían apostando su vida si el Copa de Oro se quedaba indefenso.

—Puedo dejaros un barco hasta que volváis para reparar el aparejo, aunque sea provisionalmente, y estéis en condiciones de regresar a Istar —dijo Jemar, frunciendo el entrecejo—. Así me quedaría con sólo tres naves y con la tripulación mínima, unas fuerzas insuficientes para penetrar en la guarida de Synsaga…

—Fuerzas menores ya lo han hecho, ¿o habéis olvidado a quiénes hemos enviado hacia el sur? —le espetó Eskaia—. Pirvan, Haimya y un dragón que apenas acaba de dejar atrás la infancia ya se están enfrentando a Synsaga, magos, conjuros, Dragones Negros, traiciones, arrecifes, tormentas, serpientes venenosas, hambre, enfermedades… —Se le acabó el resuello antes de agotar la lista de peligros que afrontaban sus amigos y bebió media copa de vino para aclararse la garganta.

El vino era en efecto fuerte; su visión tardó un momento en aclararse después de que el líquido le abrasara la garganta, de camino a formar una cálida y reluciente pelota en su estómago. Pensó que Jemar parecía dispuesto a recibirla en sus brazos otra vez… y de hecho no protestaría, porque aquellos brazos eran fuertes e incluso acogedores, o eso se atrevía a pensar ella…

Eskaia se puso en pie, apoyando ambas manos sobre la mesa hasta que sus uñas se clavaron en la madera.

—Jemar, no hay necesidad de dividir nuestras fuerzas. El Copa de Oro puede quedarse a merced de Habbakuk…

Kurulus se levantó tan bruscamente que la mesa se tambaleó y su silla cayó hacia atrás.

—Mi señora, este barco…

—… pertenece a la Casa Encuintras, no a ti o a tu capitán. Por derecho, soy la única representante oficial de la Casa Encuintras aquí presente. Por derecho y por costumbre familiar, puedo decidir qué hacer con cualquier parte de las propiedades de mi Casa, siempre que reciba un buen precio por ella y lo registre en la contabilidad familiar, o bien sirva a los intereses de la Casa de cualquier otro modo. Y he decidido que abandonar el Copa de Oro sirve a los intereses de la Casa Encuintras. Los barcos pueden sustituirse, Kurulus. Los buenos hombres, en cambio, es otra cuestión. Tú y Alatorva, el capitán, los hombres, los heridos…, todos sois buenos hombres.

Kurulus volvió a sentarse, con la boca tan abierta que le impedía incluso rezongar. Cuando estuvo segura de que seguiría callado, Eskaia se volvió hacia Jemar.

—Os he dicho a la cara y ante testigos que sois un capitán noble y gallardo. Ahora juro por Paladine y Habbakuk, al igual que por la memoria de Drigan Encuintras, el fundador de nuestra Casa y —tragó saliva— por mi propio honor en todos los sentidos…

Inspiró profundamente.

—Juro que si vos, Jemar llamado el Blanco, nos lleváis a bordo de vuestros barcos y navegáis con nosotros al rescate de nuestros camaradas, yo, Eskaia de la Casa Encuintras, os concederé mi mano en matrimonio.

Haimya dudaba de que su enfermedad fuera fiebre pulmonar. Respiraba con la misma facilidad que de costumbre; de hecho, a veces parecía que aspiraba aire suficiente para sentirse mareada. Sin embargo, eso podía deberse a otro tipo de fiebre, aunque tenía molestias en las articulaciones y unas náuseas que eran claros síntomas de una enfermedad.

No habría completado fácilmente el viaje hasta la torre de Fustiar a pie, o al menos en condiciones de luchar cuando llegara. Descendió del lomo de Hipparan sabiendo que tenía con él una deuda tan grande como la que cualquier humano pudiera contraer con un dragón. Lo que no sabía era cómo podría pagarla.

—Oh, estoy seguro de que ya se te ocurrirá con el tiempo —susurró Hipparan a su oído. El dragón había aprendido a controlar su voz hasta tal punto que, si quería, podía hacer menos ruido que un gatito ronroneando.

Haimya reprimió su resentimiento porque le había leído el pensamiento y replicó mentalmente: Si oyes lo que pienso, sabrás que no te estaba tan agradecida durante el vuelo.

—Lo sé —dijo Hipparan—. Tuve que hacer un esfuerzo para no reírme, aunque supongo que para ti no era tan divertido.

—No lo fue —replicó Haimya secamente. Hipparan se había dirigido a la torre siguiendo una larga y sinuosa ruta que parecía retroceder dos metros por cada tres que avanzaba. Voló con la mayor lentitud que pudo sin perder la sustentación, excepto cuando se lanzaba en picado hasta el nivel de las copas de los árboles y aceleraba a costa de perder altura.

A veces descendía incluso por debajo de las copas de los árboles, cuando se abrían ante él cañadas o descampados. Haimya recordaba una de tales pasadas, con grandes monos nocturnos contemplando con ojos brillantes desde las ramas al dragón y sus jinetes. Los monos se mantuvieron compasivamente silenciosos, tal vez porque estaban demasiado asombrados por la locura que veían para encontrar las palabras adecuadas.

Al final, el vuelo demostró que las náuseas de Haimya no podían ser demasiado serias. No necesitó caer de rodillas y vaciar el estómago cuando Hipparan se posó. Sólo tuvo ganas de hacerlo.

Pirvan se mantuvo a una respetuosa distancia hasta que el impulso remitió y luego le ofreció una cantimplora de agua. Bebió los restos de agua de manantial, dolorosamente refrescantes y aún fríos, y su estómago y su cabeza se despejaron. Haimya dio unas palmaditas en el cuello a Hipparan y se apartó rápidamente cuando el dragón saltó hacia el cielo.

Si me veis venir antes de que encontréis a Gerik, es porque algo va mal. De lo contrario, lo mejor que puedo hacer es evitar provocar al Dragón Negro.

Haimya casi deseó que ella y Pirvan tuvieran esperanzas de hacer lo mismo. Pero dos humanos intrusos en la torre de su amo no recibirían la misma caridad del Dragón Negro que un miembro de su misma especie. Su mejor esperanza era persuadir al Negro de que Hipparan se vengaría si les causaba algún daño y también que no tenían malas intenciones contra Fustiar ni sus obras.

Lo primero era absolutamente cierto; lo segundo tal vez pudiera serlo. No necesitaban destruir las obras de Fustiar si descubrían de qué se trataba y liberaban a Gerik por las buenas. Lo que otros hicieran con la información sobre el trabajo de Fustiar no estaba en su mano.

No sería Gerik. Él acabaría aquella noche en manos de sus rescatadores o de lo contrario ella sabría por qué, y de sus propios labios. Aunque hubiera jurado fidelidad a Synsaga, su juramento había sido formulado bajo coacción y, por lo tanto, no sería considerado válido ni punible, pudiendo volver a Istar libre de peligros y coacciones…

—Es hora de irse —dijo Pirvan, a su lado.

Haimya hizo un gesto de asentimiento y se colgó la mochila del hombro. ¿Era su imaginación o parte de la ligereza de su mente se trasladaba a la mochila? Ciertamente, parecía una carga más liviana, y cuando desenvainó su espada a modo de prueba, pareció volar hasta su mano. El terreno también era más firme, o bien ella había aprendido el arte de caminar sobre el barro como un insecto sobre la superficie de una charca…

La primera reacción a la declaración de Eskaia fue de Tarothin. Se levantó de su silla, apoyó una mano sobre la mesa para equilibrarse, luego puso los ojos en blanco y se desplomó de bruces. Con su caída derribó la copa de vino y acabó con la nariz en su plato.

Siguieron varios activos minutos, mientras los otros tres ocupantes del camarote intentaban curar, o al menos reanimar al sanador. Lo último que ninguno de ellos deseaba era que el rumor del desmayo corriera por todo el Copa de Oro, y mucho menos entre la tripulación de Jemar.

—Me imagino a mis hombres accediendo a vuestros deseos si tenemos un hechicero capaz de enfrentarse al mago de Synsaga —dijo Jemar—. Si no lo tuviéramos, dudo de que pudiera convencerlos aunque ofreciera a cada hombre una mujer tan hermosa como vos y a cada mujer un hombre…

—… tan apuesto como vos —concluyó Eskaia por él. Esto tuvo el deseado efecto de dejar sin habla a Jemar e incluso hacer que se sonrojara hasta tal punto que su rostro se puso casi tan oscuro como era normal entre los bárbaros del mar.

Gracias a los buenos oficios de Eskaia y Kurulus, Tarothin recobró el sentido antes de que Jemar recuperase el habla. El hechicero se incorporó, retiró un trozo de zanahoria de la barba y contempló a los demás con una expresión en su rotunda cara difícil de describir. Parecía una mezcla de sorpresa, diversión y abatimiento en proporciones aproximadamente iguales.

Cuando habló, su voz traslucía la misma mezcla.

—Mi señora, no habéis obrado bien. ¿Qué dirá vuestro padre?

—Mi padre no está aquí —replicó Eskaia—. Yo sí. Y Jemar también. Y también los barcos y los hombres que deben navegar hacia el sur para rescatar a nuestros camaradas o… abandonarlos sin necesidad.

—Mi señora, pueden apañárselas solos —dijo Jemar—. No sé tanto sobre dragones como nuestro amigo hechicero, aquí presente, pero Pirvan y Haimya parecen personas de una astucia y una fuerza poco habituales.

—Mi buen capitán —dijo la joven con una voz que parecía el restallido del hielo al agrietarse, y su expresión hizo que Jemar esquivase su mirada—, espero que seguir discutiendo ahora no signifique que rechazáis mi oferta.

Siguió un largo silencio, durante el cual Tarothin se dedicó a mirar fijamente el techo y mover los labios en silencio. Kurulus se dispuso a abatirlo si intentaba coger su bastón y empezaba a formular un conjuro, pero a su alrededor no se manifestó magia alguna.

—He rezado —dijo finalmente el hechicero—. He rezado más como un clérigo que como un mago. Honestamente, no puedo dar mi bendición a esta… oferta de la propia lady Eskaia, por un fin tan nimio…

—Nada de nimio —repuso Jemar, y su voz era ahora tan gélida como la de Eskaia. Sostuvo la mirada de Tarothin durante un instante, hasta que el hechicero la desvió—. Es peligroso, pero no nimio, y sí muy honorable. —Y volviéndose hacia la joven prosiguió—: Mi señora, acepto vuestra propuesta.

—Pero… la bendición… la ley… —balbuceó Tarothin.

—La ley se cumple porque soy mayor de edad —dijo Eskaia—. Tengo edad de casarme con el consentimiento de mi padre desde que tenía quince años, y sin él desde el año pasado. En cuanto a la bendición… No puedo imaginar que entre cinco barcos de los bárbaros del mar no haya ningún clérigo. ¿Quién es vuestro sacerdote de Habbakuk?

—En realidad es una sacerdotisa —dijo Jemar—. Estoy seguro de que no planteará objeciones en cuanto le hayamos demostrado que se trata de un acuerdo libre entre dos personas legalmente capacitadas…

—No, y para cuando rescatemos a nuestros amigos, Tarothin quizás haya adoptado un punto de vista más inteligente —dijo Eskaia.

Todos los ojos se clavaron en ella. La princesa comerciante no pudo contener la risa.

—Jemar, nos casaremos después de que nuestros amigos sean rescatados, o cuando sepa cuál ha sido su destino. No exigiré que tengamos éxito, sólo que lo intentemos.

Aparentemente, Jemar volvió a quedarse sin habla.

—Jemar, no os tentaría para que robaseis mi… para que robaseis el cebo sin accionar la trampa. Y en cuanto a temer alguna traición… seáis lo que seáis, no sois de la clase de necios que harían algo que con toda seguridad atraerían sobre sí las iras de la Casa Encuintras, de todos sus amigos y quizás incluso del propio Synsaga. Vuestros propios hombres hace mucho que os hubieran arrojado por la borda con grilletes en los pies si fuerais tan necio. Por eso confío en vos.

El primer sonido que emitió Jemar fue una incontenible carcajada. Cuando recobró el aliento, hizo un gesto de incredulidad.

—Mi señora, ¿acaso corre sangre bárbara por las venas de los descendientes de la Casa Encuintras? Nos conocéis como si hubierais sido criada entre nosotros desde vuestra más tierna infancia.

—Hace sólo tres generaciones que navegábamos en nuestros propios barcos —dijo Eskaia—. Incluso hoy, algunos de nuestros oficiales de mayor rango empezaron en el castillo de proa. Por eso el mar y quienes viajan por él no son para nosotros un pergamino enrollado, atado y lacrado. Todo lo contrario.

Llamaron a Alatorva el Tuerto para que acostara a Tarothin, confiando tanto en su fuerza como en su discreción. Jemar entregó a Eskaia como regalo de compromiso una perla negra de la cinta que rodeaba su antebrazo izquierdo.

Después se acomodaron para acabar el vino y trazar los planes para el viaje hacia el sur.

Desde donde Hipparan los dejó en el suelo, Pirvan y Haimya tenían un camino fácil hasta el castillo en ruinas. Había dos lunas visibles en la noche y el mosaico de nubes dejaba pasar gran parte de su luz. Además, la torre se erguía a gran altura y, por último, el resplandor azulado que titilaba en su base era como un faro que hasta un tuerto habría podido seguir.

Pirvan creyó notar que la brisa que soplaba de la dirección de la torre era un poco más fresca de lo habitual en cualquier jungla. Naturalmente, estaban ascendiendo y dejando atrás las exuberantes tierras bajas y sus cálidos efluvios a medida que se aproximaban al castillo. Tal vez sólo sentía una brisa de montaña, y después de pasar tanto tiempo en la jungla había olvidado cómo era ese frescor.

O tal vez no.

También facilitó su marcha el hecho de que el cerco de destacamentos que rodeaban el castillo parecía menos serio de lo que esperaban. Un campamento estaba prácticamente abandonado y había huecos en la línea de centinelas lo bastante anchos para que pasara por ellos una tropa de caballeros al galope.

La indolencia de la guardia alivió notablemente a Pirvan. Tenía la sensación de que, como máximo, sólo podría utilizar el conjuro de Ver lo Esperado una vez más, y no durante mucho rato. Si conseguían llegar a la torre sin agotar ese recurso, se daría por satisfecho.

—Esta mañana nos hubiera venido bien un poco más de esta indolencia —murmuró Haimya.

—No nos felicitemos hasta que conozcamos su razón de ser —respondió Pirvan.

—¿Tienes miedo del mago?

Pirvan se encogió de hombros.

—Entonces no me felicitaré, pero tampoco me detendré.

El ladrón le tocó la mejilla. Le pareció más caliente de lo normal, pero no lo bastante para explicar un comentario tan poco prudente. Esperaba que fuera sólo una enfermedad que respondiera a la curación, no alguna criatura viviente de la jungla que la estuviera devorando por dentro.

Esperar era tan inútil como detenerse. Reanudaron la marcha y no tardaron en llegar al pie de las murallas del castillo.

—Hay secciones en ruinas tras aquel recodo de la derecha —dijo Pirvan—, pero lo más probable es que estén vigiladas. Además, desde las almenas intactas podremos ver todo el interior.

—¿Por qué no me preguntas directamente si me siento capaz de escalar? —le espetó Haimya.

—He supuesto que puedes hacerlo —dijo Pirvan—. Si no te sientes capaz…

—Creo que sí —respondió ella, haciendo un gesto afirmativo.

—Si te caes porque has sobreestimado tus fuerzas, escupiré sobre tu tumba —dijo Pirvan, dándole un suave puñetazo en el hombro—. Venga, vamos a hacer un saludable trabajito nocturno.

Haimya no parecía encontrarse demasiado bien cuando llegaron a las almenas, pero su respiración se había regularizado y su palidez se había moderado cuando Pirvan terminó de izar su equipo. Después se dispusieron a estudiar el castillo.

El resplandor azul ya no titilaba al pie de la torre, pero una hoguera de campamento mostraba un grupo de centinelas junto a una puerta, en el extremo opuesto del patio de armas. A la derecha, gran parte de la muralla estaba en ruinas, y en el otro extremo había una voluminosa forma opaca.

—¿El dragón? —susurró Haimya.

—Demasiado grande —respondió Pirvan, haciendo un gesto negativo, tras hurgar en las tinieblas con su visión nocturna—. Es más probable que sea su cubil del norte. Recuerda que Hipparan nos dijo que tiene dos.

Acto seguido, un cambio de dirección de la brisa nocturna confirmó la identificación.

—Si no es el cubil de un dragón, es un matadero —añadió Pirvan, cuando consiguió dominar las náuseas—. Pero no hay ningún dragón, porque de lo contrario Hipparan lo habría mencionado.

—A menos que estuviera tan asustado como yo ahora y se olvidara de hacerlo —respondió Haimya.

—Espero que tú y Gerik tengáis un puñado de hijos y les enseñéis lo que es el verdadero valor —dijo Pirvan.

Haimya se quedó perpleja.

—El verdadero valor —añadió el ladrón— es seguir adelante cuando conoces todos los peligros. Otra cosa es ignorancia o locura. Enséñaselo o edúcalos con el ejemplo. El mundo lo necesita.

Su intención era tranquilizar a Haimya con la certeza de que él no se interpondría entre Gerik y ella si querían seguir prometidos. Ahora se preguntó si había elegido bien el momento, el lugar y las palabras. Tal vez este espectral castillo le estaba enturbiando el juicio, o al menos, trabándole la lengua.

—Me preocuparé de mis hijos cuando sepa quién será su padre —replicó Haimya. Ahora le había llegado a Pirvan el turno de quedarse mudo, y antes de que consiguiera recuperar el habla, Haimya había lanzado la soga y descendía por el paramento interior de la muralla.

Gerik Ginfrayson disfrutaba sentándose junto al fuego por algo más que su calor. La mitad de los que lo acompañaban eran los soldados esclavos mudos de la guardia de Fusdar. Quizá no sentían ningún aprecio por él, pero no murmurarían a sus espaldas ni lo insultarían abiertamente con la esperanza de provocarlo para que desenvainara su espada. Sólo podían matarlo y, de momento, parecían temer demasiado a su amo mago para hacerlo.

Por añadidura, el fuego mantenía a raya las tinieblas y el humo de la madera húmeda hacía lo mismo con los insectos. Incluso luchaba en la retaguardia contra el hedor de las letrinas que raramente se limpiaban y del cubil del dragón, afortunadamente desocupado.

Lo mejor de todo era que el fuego estaba muy lejos de la entrada de la torre, que ahora estaba vigilada por una criatura que podía ser descendiente de una decena de razas sin pertenecer a ninguna de ellas, a juzgar por su aspecto. Tampoco era su creación, quizás un desafío a los dioses, lo más inquietante en él.

Iba armado con un Quebrantador de Hielo. Por lo que Gerik sabía, Fustiar había creado dos duraderos, tal vez un poco más pequeños que los verdaderos Quebrantadores de Hielo, pero tan poderosos como ellos. Parecían inmunes incluso al calor del fuego, más aún al calor de la jungla, y él conocía muy bien su capacidad porque había visto cómo cortaban en dos un cuerpo humano de un solo tajo.

Estaría dispuesto a apostar por la criatura guardiana y su Quebrantador de Hielo en un combate contra cualquier cosa inferior a un dragón. Incluso estaría dispuesto a contemplar ese encuentro, a una distancia prudente. Pero no estaba dispuesto a acercarse tranquilamente al centinela de más de dos metros y a su hacha dos palmos más pequeña si Fustiar no se lo ordenaba expresamente… y las últimas noches el mago se había hinchado demasiado de vino para ordenar a Gerik o a cualquier otro que hiciera nada.

Gerik esperaba que el mago pusiera fin a su racha de empinar el codo aquella misma noche, antes de que el Dragón Negro volviera, o al menos antes de que despertara y reclamara órdenes. Algo preocupaba a la bestia y la ponía de mal humor, hasta el punto de que ya había matado a uno de los mudos y lisiado a otro en un ataque de rabia incontrolada. El Dragón Negro parecía dominar ampliamente el lenguaje humano, pero no había pronunciado ni una sola palabra para explicar qué lo preocupaba.

Lo cual no facilitaba las cosas a Gerik. Ya no le importaba mucho averiguar algo más sobre el golfo del Cráter. Con lo que había descubierto era suficiente para intentar la huida, y un dragón díscolo, fuera de todo control, incluido el de un malvado hechicero, era un poderoso impedimento para huir.

Fue entonces cuando el bramido de minotauro de la criatura guardiana retumbó en las murallas, haciendo que todos se pusieran en pie como impulsados por un resorte, con las armas a punto.

Haimya se sorprendió tanto como Pirvan al ver que las escaleras que conducían al interior de la torre no estaban vigiladas, al menos aparentemente. Tampoco se tropezaron con defensas mágicas al acercarse al pie de los más de veinte metros de piedra antigua. Las sombras los ocultaban de cualquier mirada, y casi a uno del otro.

La doncella guardiana se sentía ahora como si tuviera una piedra caliente atascada en la garganta. Podía respirar bien, pero tragaba la saliva con dificultad. Además, los dolores aumentaban; sus articulaciones mascullaban oscuras protestas a cada paso. Si empeoraban, sería más un obstáculo que una ayuda para Pirvan y tendría que confiar en que él jugara limpio con Gerik…

Por supuesto, ya confiaba en él. Pirvan no era el problema. Sus propias dudas y las de Gerik eran el problema. Por eso tenía que seguir adelante, y si tenía que utilizar hasta el último aliento para aclarar las cosas con su prometido, que así fuera. Su espíritu descansaría en paz y su conciencia estaría limpia, y Pirvan…

Fue entonces cuando la figura humana salió de debajo de las escaleras, irguiéndose en toda su estatura. Más de dos metros, con el tamaño y la complexión de un ogro, pero con una barba más parecida a la de un enano, una ropa propia de todas las razas y de ninguna, y en su mano…

Haimya tragó saliva. Nunca había visto uno, pero ningún mercenario con su experiencia dejaba de estudiar los comentarios sobre todas las armas a las que quizá tuviera que enfrentarse. El trabajo de un mercenario lo llevaba a veces muy al sur, por lo que no había escasez de relatos acerca de los Quebrantadores de Hielo.

La pala era más pequeña de lo que había imaginado, pero el lustre azulado era exacto y la longitud del mango superaba con creces su propia altura. En las manos de aquella… creación de Fustiar, o bien de un dios tan loco que su nombre ni siquiera era pronunciado por los sirvientes de la Reina de la Oscuridad…, en aquellas grandes manos de cuatro dedos sería un arma terrible.

Con lo cual, lo más importante era despachar a aquel guardia, aparentemente el único de la torre, antes de que diera la voz de alarma. Eso podía atraer a Gerik y sin duda atraería a hombres armados sobre cuya lealtad no cabía albergar dudas.

—¿Uno de nosotros sube las escaleras y el otro espera hasta que nuestro amigo lo siga? —propuso Pirvan—. Si el de arriba no sube demasiado, saltar será seguro. Nuestro amigo no parece muy capaz de resistir una caída.

Eso significaba dejar que la criatura se interpusiera entre los dos, pero a menos que tuviera ojos en el cogote o una segunda arma, la situación tenía sus ventajas. Haimya rezó brevemente para que fuera quien fuese su creador, no lo hubiera dotado de inteligencia; a continuación desenvainó su espada.

—¿Nos jugamos quién sube? —Rodeó con una mano la hoja del arma a media altura, Pirvan hizo lo mismo más arriba y así continuaron. Fue la mano de Pirvan la que se quedó sin hoja y rodeó el aire por encima de la punta.

—Lo siento. Usa siempre tu propia espada para este juego.

El arco que habían recogido en el primer puesto de centinelas tenía la cuerda casi seca y seis flechas que probablemente darían en el blanco, al menos en uno del tamaño del ser que empuñaba el hacha. Haimya lo cogió todo, además de su espada, y susurró una última sugerencia a Pirvan.

—Si Gerik sale antes que yo, no esperes. Desde arriba puedo desanimar a los perseguidores con las últimas flechas y luego salir de la torre por el otro lado.

Eso suponía sacar varias conclusiones que Pirvan no compartía sobre la capacidad de sus adversarios. Sin embargo, no era el momento adecuado para discutir sobre tácticas de combate.

Haimya se descolgó el arco, se agachó como un corredor y arrancó en dirección a las escaleras. Al principio, Pirvan se mantuvo a dos pasos de ella, pero luego dejó que la distancia aumentara.

Cuando las botas de Haimya pisaron los escalones, la criatura echó la cabeza hacia atrás y profirió un grito. El ruido pareció volar hacia las mismísimas lunas y resonó por el patio de armas y en las piedras como el grito de un minotauro empalado o quemado vivo.

Enseguida, Pirvan se detuvo y desenvainó su daga mientras la criatura avanzaba pesadamente hacia el pie de las escaleras. El Quebrantador de Hielo relucía —¿o brillaba con luz propia?— cuando la criatura lo levantó por encima de su cabeza y atacó a Pirvan.